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El pensamiento reaccionario

PERFILES DERECHOS. FISONOMÍAS DEL ESCRITOR REACCIONARIO

Ernesto Hernández Busto

Península, Barcelona

174 pp.

18 €

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El pensamiento reaccionario siempre se ha complacido en la derrota, pero nunca ha renunciado al prestigio del mito. Sus fuentes son lo telúrico y primordial, los orígenes fundacionales y lo sagrado. Esas credenciales casi siempre han cumplido la función de reinventar la realidad para justificar tenebrosas utopías políticas. Premio de Ensayo Casa de América, el estudio de Ernesto Hernández Busto (La Habana, 1968) se interna en las páginas de Jünger, Pound, Céline, Giménez Caballero y otros intelectuales que se rebelaron contra el legado de la Ilustración, invocando «el poder renovador de la muerte» (p. 12). La nostalgia por lo aristocrático y el espíritu de comunidad apenas logró disimular ese impulso nihilista que se manifestaba en el elogio de la guerra, la sangre y el suelo.

Busto comienza su recorrido con Vasili Rozánov, que opuso a la interpretación ascética del cristianismo la exaltación de la vida expresada por el Dios del Antiguo ­Testamento. Frente al desprecio del sexo y la existencia terre­nal, Rozánov reivindicó la reproducción de la vida mediante el amor físico. Tras una efímera adhesión a la revolución bolchevique, Rozánov escogió la vía mística, que aplicada a la escritura desembocó en una poética de lo fragmentario y polifónico. Es inú­til buscar la originalidad, pues cualquier texto es un palimpsesto, donde resuenan las palabras ajenas. La escritura siempre es una glosa, un manuscrito que comenta y reelabora las obras anteriores. De hecho, el estilo de Rozánov muestra su mejor inspiración en las páginas dedicadas a comentar los tormentos psicológicos de los personajes de Dostoievski o a impugnar el realismo de Gogol. Busto apunta que la concepción de lo sexual como experiencia trascendente no impidió que Rozánov sucumbiera a la seducción del nihilismo. Se considera el último escritor de las letras rusas, pronostica el fin de la literatura y no reconoce ninguna norma moral.
Las primeras obras de Jünger no ofrecen una perspectiva más esperanzadora. La figura del Trabajador nace del propósito de contrarrestar la disgregación asociada al culto del individuo. La guerra es el taller de una nueva era, donde la técnica engendrará valores nuevos, que actualizarán el concepto hegeliano de libertad. La verdadera libertad consiste en la obediencia, en la heteronomía que reconoce la necesidad de la servidumbre. La muerte es la esencia de la «movilización total». El destino del kamikaze, que se inmola con su avión, representa la perfecta fusión del espíritu comunitario, el poder tecnológico y la trascendencia del sufrimiento. El Hombre-Máquina sustituye al ciudadano. Tras la victoria del nacionalsocialismo, Jünger modifica su posición. El Trabajador es reemplazado por el Anarca, que sólo aspira a dominarse a sí mismo y a escuchar «el ruido del Ser». La comprensión del universo se produce mediante el ensimismamiento y el éxtasis. Las drogas pueden facilitar esa experiencia. Jünger descubre al otro, «un viviente concreto, digno de reconocimiento y valoración». El Anarca se extravía en el bosque o, mejor dicho, se embosca en su espesura. En las últimas obras de Jünger reaparece la muerte, pero ya no como esencia, sino como una herida en el ser, que aspira a reconciliarse con la vida.

Lejos del primer Jünger, Paul Morand expresa su repugnancia por la técnica en su concepción de la velocidad. La velocidad frustra la posibilidad de la contemplación, del conocimiento basado en la quietud del alma y en la morosidad de los sentidos. Céline nos muestra otra de las facetas del pensamiento reaccionario. No oculta el placer que le proporcionan el odio y el caos. El escritor es «el enemigo por excelencia del género humano» y no conoce otra moral que el estilo. El estilo de Ezra Pound no muestra menos indiferencia por el impulso ético, pero no disimula su compromiso con la tradición literaria. No hay estilo en Pound, sino estilos. Esa proliferación no es incompatible con una poética de la concisión. Frente a la avaricia de la economía capitalista, Pound propone el ascetismo estético. La desgracia que se ensañó con el autor de los Cantos tras el final de la Segunda Guerra Mundial no malogró esa fascinación por el fracaso común a todos los que desprecian la modernidad. El fracaso es el desafío supremo contra el mundo moderno, el último recurso del poeta frente al prosaísmo de sus contemporáneos.

En Julius Evola se repite el encono contra la herencia ilustrada. La igualdad y la fraternidad son valores inferiores al principio de jerarquía. Evola identificó a Himmler con la encarnación de un ideario, donde el amor era sustituido por una ética heroica y viril. Desde otra perspectiva, Vasconcelos consideró que la función de la política era propiciar las condiciones para la aparición de una «raza nueva», pero en su caso no era el ario, sino el mestizo el que debía surgir de la conquista del Estado. Vasconcelos entiende que la acción política debe usar el mito para canalizar la energía social. Busto se pregunta si puede existir cultura sin delirio, es decir, si el concepto de comunidad puede surgir al prescindir de una deformación delirante del pasado. No hay comunidad sin mito y el mito, por esencia, pertenece al terreno de lo imaginario, de lo irracional.

La prosa de Busto encuentra su mejor momento al analizar la trayectoria de Ernesto Giménez Caballero, «el Groucho Marx del fascismo», de acuerdo con las palabras de Umbral. Sus argumentos delirantes no invitan a la polémica, sino a la carcajada. Su prosa excesiva y retórica no es menos grotesca que su admiración por Goebbels o su antipatía hacia el bronceado corporal, exceptuando, eso sí, el rostro, pues el himno de Falange habla de «cara al sol». Su implicación con las vanguardias nace de su antipatía hacia el mundo burgués, pero su verdadera inspiración no es el arte, sino el fanatismo, pues el destino superior del hombre no puede ser otro que convertirse en un fanático. Sin embargo, Giménez Caballero está más cerca de la caricatura que del fanatismo. Sus últimos años en Paraguay como consejero de Stroes­sner sólo corroboran una trayectoria marcada por la irrisión y el esperpento.

Hernández Busto ha elaborado un excelente ensayo, que ha excluido cualquier pretensión de exhaustividad. Hay muchos ausentes en esta galería, pero no falta nada esencial y el análisis de cada personaje rebosa perspicacia, ingenio y rigor. El pensamiento reaccionario siempre mira hacia atrás, pero su perspectiva se basa en la deformación sistemática de los hechos. Milosevic incendió Yugoslavia con la evocación de una derrota. Su victimismo reaparece en cualquier forma de insurrección contra la modernidad. Hernández Busto nos recuerda que el liberalismo nos libra del mito. La política no es poiesis, sino posibilidad. La lectura de su ensayo nos aleja del entusiasmo utópico para situarnos en la perspectiva de una civilización que se corrige a sí misma, lejos del mesianismo y la autocomplacencia. La mediocridad es virtud cuando se desprecia el progreso en nombre de escatologías que invocan una inexistente edad de oro. Convendría no olvidar esta lección en un país que se debate en interminables conflictos identitarios. 

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Ficha técnica

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