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Karaoke

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Otra vez. Estos estudiantes chinos me agasajan sin parar. Seguramente piensan que no tengo nada que hacer en los fines de semana y me llevan y me traen como a un zarandillo para que no me aburra. Banquete de bienvenida, sarao el Día del Profesor, cena de los adioses. Cada vez que vengo a dar unos cursos, me caen además un par de recitales de bel canto. No saben mis estudiantes, ni yo me atrevo a decírselo, que pocas cosas aborrezco tanto como los estropicios canoros perpetrados en la clandestinidad de un karaoke. Hace varios años no sólo me hicieron cantar Macarena, por aquello de mi nacionalidad, sino que, mientras yo peinaba arpegios, las chicas de la clase se marcaban una rumbita sincronizada al compás.

Si al menos hoy me retasen a una partida de mahjong… Pero, ca. Hoy toca una de karaoke. Y mis estudiantes imitan a Teresa Teng, a Chiang Hwei, a Jolin Tsai, al senescente Jacky Wu y me endilgan un interminable repertorio de baladas empalagosas como el arrope venidas de Taiwán. Son los mismos estudiantes que, semanas atrás, habían hecho saber que nunca habían visto una representación de Jingju, la ópera de Pekín, y que no pensaban hacerlo nunca, nunca.

A menudo pienso que mis estudiantes chinos sólo quieren vivir en el presente. Pero su amnesia no es total. Claro que les gusta su pasado. Saben al dedillo que China hizo prodigiosos avances tecnológicos mientras en Occidente nadie sabía qué hacer en las ruinas del imperio romano. La ballesta, los estribos, la brújula, el papel, la imprenta y otro largo retablo de maravillas se conocieron allí antes que en Europa. Hasta inventaron los chinos el papel moneda, es decir, un símbolo que mueve el mundo. Cuántas más filigranas no hubiera hecho Lévi-Strauss de haberse dedicado a la chinoiserie en vez de a los Bororo. Mis estudiantes hablan con orgullo de la dinastía Tang y de la Ming, se dan mucho postín de la influencia cultural de China en todo el Extremo Oriente, y aguantan mal que yo bromee con que fue Marco Polo quien trajo de Venecia la pasta y los helados que tanto les gustan. Hasta ahí, el pasado es un día claro. La bruma mnemónica sólo arrecia a medida que llega el siglo XIX y se hace cada vez más espesa hasta llegar a los años noventa, esa década en la que nacieron en un mundo nuevo que se les ofrecía como una peonía.

La explicación aceptada del siglo largo arrinconado entre medias la buscan los chinos, ya sean partidarios de Mao Zedong, ya de Chiang Kai-shek, en los tratados desiguales con que las potencias imperiales impusieron un dogal de miseria, oprobio y atraso a su país. Sin duda contaron, pero la explicación, así, renquea. ¿Por qué no pudo el Imperio del Centro resistir la presión extranjera? Desde las guerras del opio, la dinastía Qing no ganó una sola guerra a los kwai lo (diablos blancos). Contaba, sí, con una tecnología militar caduca, pero el rezago venía de más lejos. Estaba sobredeterminado, que diría un cursi. Durante más de dos mil años, China se había organizado sobre una agricultura pasablemente productiva cuyo excedente lo distribuía y se lo apropiaba una elite burocrática que mantenía a raya el brío patrimonialista de los terratenientes. En la cumbre, un emperador sostenía el artilugio mientras duraba el mandato del cielo. Y eso ya no valía.

El gran sismo de la historia china del XIX –lo recuerda Stephen Platt, un historiador de la Universidad de Massachusetts– no fue el saqueo del Palacio de Verano de Pekín (1860), sino la guerra civil con los Taiping. Su misión, decían éstos, era instaurar un Reino Celestial, y Hong Xiuquan, su jefe, se nombró Rey Celestial. Hong había fracasado varias veces en las oposiciones para la burocracia imperial, aunque, más tarde, una visión le compensaría de sus sinsabores al revelarle que era el hermano menor de Jesucristo. Para los Taiping, una razón suficiente para un liderazgo que, además, prometía colectivizar la tierra, ese arraigado empeño campesino. Así, el odioso comercio privado perdería también su razón de ser. Los rebeldes peludos que les decían sus enemigos, porque se negaban a raparse media cabeza y recoger el resto del pelo en una coleta, como lo exigía la ley manchú, querían otras reformas menores: una nueva religión, estricta separación de sexos, fin del vendaje de los pies para las mujeres y abolición del concubinato. De esto último se eximía al Rey Celestial, de quien –seguramente por causa de su egregio parentesco– se esperaba copiosa progenie.

La guerra civil duró catorce años y a punto estuvieron los Taiping de ganarla. El Reino Celestial, cuya capital era Nanjing, se extendió por numerosas provincias del sur y del centro de China y no se hizo con la ya próspera Shanghái por un pelo. Enfrente, desde un principio, tuvieron los Taiping a la dinastía reinante, pero difícilmente hubiera podido ésta acabar con ellos de no haber contado con otras fuerzas decisivas. Zeng Guofan, el general vencedor, venía de una no muy distinguida familia de granjeros, pero había conseguido ingresar en la burocracia imperial, alcanzando así no ya gloria sino riquezas. Neoconfuciano donde los haya, amante de la disciplina y del trabajo, Zeng era un conservador que anteponía su lealtad a los manchús a su condición de chino, porque la injusticia del poder es siempre preferible al desorden. Platt cuenta cómo organizó sabiamente a su ejército como una familia, con oficiales provenientes de las mismas aldeas que sus tropas. Y pagaba bien a los reclutas, dándoles además amplias oportunidades de pillaje. Sus soldados no desertaban, aunque si alguno lo hubiera intentado, nada le habría salvado de ser decapitado. Hacia el final de la guerra, las potencias extranjeras, dejando a un lado su inicial recelo, lo dieron por ganador y se pusieron de su lado. Ambos bandos creían tener buenas razones para luchar y lo hicieron sin escatimar vidas. Aun sin artillería ni aviación modernas, la guerra causó bajas estimadas entre veinte y treinta millones de personas, casi la mitad que en la Segunda Guerra Mundial.

Suele confundirse a los Taiping con otros movimientos milenaristas de antaño, como los Turbantes Amarillos o los del Loto Blanco. Nada tan lejos de la realidad. Sin proponérselo, los Taiping demostraron que el despotismo oriental estaba llegando al final de su larguísimo ciclo vital. Algo que de consuno han tratado de evitar los señores de la guerra, los nacionalistas de Chiang y el mandarinato maoísta actual. Tal vez el desinterés por la historia de la generación del milenio y su fascinación por el karaoke y el mandopop no sea sino el miedo silente ante un futuro de cambios con el que tienen una cita inaplazable.

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Ficha técnica

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