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En las cloacas de los regímenes comunistas

Las redes del terror. Las policías secretas comunistas y su legado

José M. Faraldo

Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018

340 pp.

22,50 €

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Todas esas vidas, inocuas e inofensivas, rutinarias y políticamente intrascendentes, fueron una farsa. Las categorías elaboradas por Juan José Linz y las diferencias que estableció entre totalitarismo y autoritarismo siguen vigentes: los totalitarismos anulan la individualidad, entre otras razones porque eliminan el ámbito de lo privado. La intimidad no existe. Aspiran también a la sociedad homogénea. El partido espiaba a sus súbditos, por miedo y por inercia. Las policías políticas, dependientes de los ministerios de Interior y/o Seguridad de los países del Este acumularon durante casi medio siglo ?en el caso de la Unión Soviética, algo más? millones de fichas con todo tipo de información, la mayoría de ella banal. Era la sociedad vigilada bajo el ojo maníaco del Estado. Todo empezó con la Revolución Rusa y la creación de la Cheká, Comisión Panrusa Extraordinaria para Combatir el Sabotaje y la Contrarrevolución, ideada por Lenin para centralizar las funciones represivas y de control ante el riesgo de que se dispersara la revolución, cuyo origen fue el Comité Militar Revolucionario de Petrogrado.

El historiador José María Faraldo ha desempolvado los archivos de cuatro servicios de seguridad interior (soviético, rumano, polaco y el de la República Democrática Alemana) para mostrarnos la «paranoica construcción mental del sistema» de los regímenes comunistas. Las policías secretas ?sostiene? son pilares del totalitarismo. Durante mucho tiempo evitamos referirnos a los regímenes de los países del bloque del Este como comunistas. La ideología gozó durante décadas de prestigio intelectual. El Partido Comunista de la Unión Soviética entregó a Occidente la memoria de Stalin y el reconocimiento de sus crímenes y las democracias consentimos circunscribir el terror al estalinismo. Sin embargo, los regímenes de socialismo real dispusieron durante todo el tiempo que duraron ?si bien en la Unión Soviética disminuyó la intensidad del terror a partir de la década de los sesenta? de un aparato represor formidable. Como mostró la escalofriante película La vida de los otros ?que cita el autor, subrayando que los disidentes la criticaron por presentar una visión edulcorada de la Stasi?, ese aparato no servía únicamente para proteger al régimen, sino para satisfacer los bajos instintos de los burócratas del partido. El bien y provecho del Estado coincidía con el de la nomenklatura en cada uno de los países satélites de la Unión Soviética. De todos modos, advierte Faraldo, la compulsiva y obsesiva práctica de registrar cada movimiento de cada sospechoso no garantizaba a los servicios de vigilancia, a pesar de la metódica tarea de clasificar y cruzar la información, la infalibilidad: «La idea de que lo veían todo o lo vigilaban todo era pura propaganda».

La concienzuda investigación de Faraldo arranca con las definiciones de policía política y secreta. La primera es un cuerpo dedicado a «perseguir desviaciones ideológicas o activismos políticos» que el Estado considera peligrosos. Normalmente depende de la policía regular. Una policía secreta introduce elementos específicos en sus investigaciones: usa redes de espionaje, identidades falsas, confidentes, chantajes, amenazas. Los métodos de las policías políticas comunistas, sostiene el pionero en este tipo de trabajos, Ernst Kohn-Bramstedt, se caracterizan por la recopilación de información ?añadiríamos que de forma masiva?, la detención colectiva, la intimidación y la eliminación. El bolchevismo, en pos del «hombre nuevo», creyó necesario exterminar toda reminiscencia del régimen zarista, así como a cualquiera que fuese sospechoso de reaccionario.

El sólido trabajo de Faraldo tiene tres partes, trufadas por dos recitativos y un interludio. La primera, la más amplia y muy bien detallada, repasa la historia de la policía política soviética, con la fundación de la Cheká bajo la dirección del implacable Félix Dzerzhinski durante la Revolución Rusa. «Los bolcheviques fueron pioneros en la construcción de la autocracia moderna, inventores de las técnicas de la dictadura de masas», que incluye también el uso de la propaganda. Los primeros documentos del Consejo de Comisarios del Pueblo, el primer Gobierno bolchevique, muestran «amateurismo, improvisación y caos, junto con la voluntad, un tanto cómica, de resultar “creíbles”, “serios”, como mandatarios», dice Faraldo, quien introduce un elemento esencial en la definición de sus funciones: la Cheká ?cuyo primer presupuesto fue de doscientos mil rublos? puso en funcionamiento y constituyó una maquinaria extrajudicial revolucionaria. El terror se impone porque es indiscriminado. Cuando Isaac Steinberg, un socialrevolucionario de izquierda, protestó indignado por la arbitrariedad de la NKVD, Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, Trotski le respondió tajante: «Dentro de un mes como máximo asumirá formas mucho más espantosas, modeladas sobre el terror de los grandes revolucionarios franceses. No la prisión, sino la guillotina esperará a nuestros enemigos». De tal modo que uno de los primeros dirigentes de la Cheká reconoció que la institución obedecía a la necesidad de librarse del marcaje de los socialrevolucionarios de izquierda, cada vez más numerosos, que constituían un obstáculo para la revolución. De hecho, entre las condiciones que plantearon para entrar en el gobierno estaba la eliminación de la Cheká. Faraldo narra la conspiración que permitió a los bolcheviques deshacerse de sus adversarios.

Por su parte, Dzerzhinski justificó el aparato de terror porque los bolcheviques se encontraban en guerra con los contrarrevolucionarios: era cuestión de vida o muerte. Progresivamente, durante la guerra, la Cheká fue adquiriendo cada vez más autonomía. Finalmente, en mayo de 1922, se publicó el reglamento que recogía las competencias de la NKVD como policía secreta, encargada también de sovietizar los territorios anexionados. Faraldo precisa y explica minuciosamente todo el recorrido de la Cheká. Cómo evolucionaron sus métodos y creció el número de funcionarios y cuándo introdujeron los campos de concentración ?antecedentes de los Gulag? en agosto de 1918; la innovación que supuso emplear rehenes, o mezclar sus funciones con las de la policía regular para perseguir como delitos comunes los ideológicos.

La Cheká, que comenzó con cien miembros a finales de 1917, contaba con dos mil integrantes en julio de 1918 y doscientos sesenta mil al finalizar la guerra, cuando se creó el OGPU, Departamento Político Unificado del Estado. La Cheká acabó por convertirse, dice el autor, en la espina dorsal del estalinismo. No estaba escrito en ningún sitio que la institución tuviera que sobrevivir a la guerra. Sin embargo, el aparato se demostró suficientemente eficaz, poderoso y sólido. Su influencia se extendió, ya bajo las siglas OGPU, hasta la «guerra civil virtual» que supuso la liquidación de los kuláks (campesinos y pequeños propietarios), y después hasta el Gran Terror y las purgas entre 1934 y 1937. En 1939, 1,3 millones de personas vivían confinadas en campos de concentración. En 1945, cuando Lavrenti Beria fue sustituido al frente de Interior, el Ministerio contaba con ochocientos cuarenta y seis mil funcionarios civiles y seiscientos cincuenta y cinco mil militares.

Citamos a Beria porque fue el único que sobrevivió a Stalin. Por poco tiempo; tenía demasiados enemigos y Nikita Jrushchov sacrificó al estalinismo ?y con él a Beria? para salvar el comunismo. Para entonces, la policía secreta era ya el KGB, Comité para la Seguridad del Estado. Respecto del KGB, Faraldo añade una idea interesante: fue el origen de las reformas de los años ochenta, pues era la única institución que conocía el verdadero y deplorable estado de la economía soviética. Por otra parte, era también la institución que tenía mayor porcentaje de miembros del Partido Comunista. Al final, después de maniobrar para la elección de Mijaíl Gorbachov, organizó el golpe que acabó con el líder de la Perestroika y, a la postre, con la Unión Soviética.

La segunda parte de la investigación consta de un repaso del organigrama, características, evolución y vicisitudes de la policía política rumana, la Securitate, creada en 1948; la Stasi en la República Democrática Alemana, fundada en 1950; y la S?u?ba Bezpiecze?stwa o SB polaca, que nació en 1944. En este apartado aparece la figura del confidente, esencial para el desenlace de la narración que teje Faraldo. El confidente es la figura que asegura el silencio de todos y desvía las vidas de sus cauces normales. Asimismo, en este pasaje incluye el interludio, dedicado al papel de la NKVD en nuestra Guerra Civil (puntualiza la diferencia entre las «chekas» en el Madrid republicano y la Cheká) y, posteriormente, al limitado interés que despertó España en el Bloque del Este durante la Guerra Fría. Faraldo completa el relato conocido con documentos consultados en los archivos de las policías comunistas, donde encuentra historias de vida.

La tercera parte completa el sentido de su trabajo y lo humaniza. Es lo que pretende el autor, especialista en estudios sobre la memoria. Todo lo anterior son datos, cifras, siglas, episodios históricos. Con la «Historia de Laura» arranca una serie de estremecedores relatos personales. El sistema condicionó e impregnó lo cotidiano: sospechosos cuya vida fue teledirigida, familiares de sospechosos que encuentran en los centros de la memoria abiertos tras el derrumbamiento del bloque soviético consuelo o, al menos, una explicación. Nada era como parecía. Luego, en los años posteriores a la caída del Muro, siguió un tiempo confuso que combinó la «criminalización» que provenía «desde arriba» con la «nostalgia» generada desde abajo. De alguna manera, asume la tesis de la bielorrusa Svetlana Aleksiévich, premio Nobel de Literatura, en Homo sovieticus: una parte de la sociedad añora melancólica el orden y la quietud del «sovietismo» y acusa a Gorbachov de haber «vendido la patria por una pizza». Mientras, la clase política, reconvertida, emergente, nueva y, por último, anticomunista, saludaba al mercado, abría los archivos, creaba un centro de recuperación de la memoria y admitía el término «crimen comunista», que sustituyó al de «crimen estalinista».

Precisamente este conflicto en la configuración de la memoria y la cultura política de los países del Este permite a Faraldo incluir su segundo recitativo, pieza y episodio dedicado a un único personaje: la figura de Lech Wa??sa, encarnación de «todas las ambigüedades». El primer recitativo tuvo como protagonista al escritor Aleksandr Solzhenitsyn. El KGB creó una unidad especial para investigarlo y destruir su reputación. En agosto de 1973, tres años después de recibir el Nobel de Literatura, el KGB interrogó a su mecanógrafa, obligándole a entregar una copia de Archipiélago Gulag. Tras hacerlo, ella se suicidó. Finalmente, Solzhenitsyn fue expulsado de la Unión Soviética. Él mostró a Occidente antes que nadie la miseria moral del comunismo, expuesta hoy a tiro de archivo y legajo.

Muy distinta fue la peripecia del controvertido Lech Wa??sa: de sospechoso a confidente con escasa motivación; de repentino líder sindical a presidente de Polonia en 1990. Su trayectoria refleja la naturaleza del régimen, su descomposición y la intrincada relación del país con su memoria: «Aunque este proceso de deconstrucción del mito tuvo su origen en las informaciones sobre su dossier en la policía política comunista, también reflejaba un malestar mucho más hondo y profundo que, a la larga, estallaría en el triunfo del ultranacionalismo […]. Años después, el uso de los materiales de la policía secreta se entrelazaba con la fatiga por la transformación del país hacia un capitalismo globalizado que levantaba cada vez menos adhesiones».

Faraldo concluye que el terror comunista no se explica sin la colaboración voluntaria ?por venganza o por medrar? o involuntaria ?por pura supervivencia? de cientos de miles de personas que entregaron sus vidas y las de muchos otros al Partido, cuya red represiva incluyó la vigilancia y represión de enemigos reales, potenciales e imaginarios. Pese a todo, en 2017, el Gobierno ruso acuñó una moneda conmemorativa del centenario de la Cheká con el rostro de Félix Dzerzhinski. En San Petersburgo, junto a la catedral, los vendedores de recuerdos ofrecen pequeños bustos de Lenin y Stalin. Después de la memoria, la desmemoria; y con ella, la nostalgia.

Javier Redondo Rodelas es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es Presidentes de Estados Unidos. De Washington a Obama, la historia norteamericana a través de los 43 inquilinos de la Casa Blanca (Madrid, La Esfera de los Libros, 2015).
 

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