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José Antonio Primo de Rivera: «La poesía que destruye, la poesía que promete»

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El 3 de diciembre de 1969 mi padre publicó en el diario Ya un artículo titulado «Los nostálgicos», que examinaba la filosofía política de José Antonio Primo de Rivera: «La Falange tuvo su momento histórico», afirmaba mi padre. Desde su punto de vista, José Antonio no era fascista: «Su prematura muerte impidió dar a sus doctrinas la madurez que requería; pero […] estaba más cerca de la izquierda que de la derecha. […] La doctrina joseantoniana –y deseo aclarar que no soy falangista– sigue intacta; tiene valores fundamentales que no se han llevado a la práctica. […] José Antonio no hubiera sido nunca un nostálgico. No se hubiera detenido en el camino, cautivado por el canto del ruiseñor. Su misma inquietud hubiera alertado sus ideas, proyectándolas, con aquella clarividencia que le caracterizaba, hacia el futuro. Los que le han seguido no han podido o no han sabido hacerlo; se han estancado, se les ha parado la mente en el año 36, sin comprender que el mundo evoluciona con velocidades ultrasónicas». Sin nombrarlo, mi padre elogiaba a Torcuato Fernández-Miranda, que acababa de jurar el cargo de ministro secretario general del Movimiento con camisa blanca y no con la tradicional camisa azul: «Los signos externos no suponen nada, porque lo que vale es la esencia y raíz de las cosas. Me parece pueril escandalizarse porque un ministro inteligente, con una mentalidad de su tiempo y una visión realista de las cosas, piense que lo positivo está en una línea de conducta que se halle de acuerdo con los momentos actuales y las exigencias de una convivencia nacional». No está de más recordar que ser ministro secretario general del Movimiento equivalía a ser secretario general de FET y de las JONS. En diciembre de 1975, Adolfo Suárez ocupó el cargo por sugerencia de Torcuato Fernández-Miranda. No se trató de algo casual. Se gestaba la Transición y se daban los primeros pasos para desmontar el Movimiento Nacional. Yo sólo tenía seis años cuando mi padre escribió el artículo, pero no creo que escribiera a ciegas, sino con cierto conocimiento de las entrañas de un régimen abocado a transformarse para integrarse en la Unión Europea y la OTAN.

El 10 de enero de 1970 la revista Fuerza Nueva respondió al artículo de mi padre, manifestando su desagrado por su interpretación del pensamiento de José Antonio. Entre otras cosas, señalaba que Primo de Rivera se alineó con la derecha en la Guerra Civil, enviando instrucciones desde la cárcel para que las escuadras de Falange colaboraran activamente en la sublevación militar: «Si él estaba más cerca de la izquierda, ¿por qué no inclinó a sus camaradas del lado de la izquierda en la hora de la verdad? De hecho, en aquella coyuntura, a ningún falangista se le hubiera ocurrido formar en las filas del ejército de la izquierda. Hubiera sido algo monstruoso». Mi padre había señalado que José Antonio «en modo alguno se propuso imponer el monopolio de su doctrina». La réplica de Fuerza Nueva –firmada por M. Montero– cuestionaba esa afirmación: «¿Cómo que no se propuso imponerlo? No se propuso imponerlo por la fuerza, sino por la convicción, por la dialéctica. Pero afirmó que, si era necesario, se recurriría a “la dialéctica de los puños y las pistolas”». Montero finalizaba su artículo advirtiendo que si caían en el olvido las enseñanzas de la Cruzada, volveríamos a ver «una España en llamas». No sé si el periodista, que se presentaba como falangista convencido, conocía la carta enviada por Pilar Primo de Rivera a mi padre y que se reprodujo en el diario Ya el 10 de diciembre de 1969: «Acabo de leer […] su acertado artículo titulado “Los nostálgicos”. En estos tiempos de tanta confusión, de interpretaciones torcidas o inexactas y de posturas nostálgicas, que, en efecto, a nada eficaz y positivo conducen, es verdaderamente consolador que las personas como usted –que además confiesa no ser falangista– lleguen a exponer con tal claridad y exactitud los motivos que movieron a José Antonio en los difíciles años del 33. Como hermana de José Antonio, pero mucho más en identificación total y plena con su pensamiento, me es grato comunicarle el agrado con que he leído su artículo “Los nostálgicos”. Con todo afecto le saluda, Pilar Primo de Rivera». Algo más tarde, llegó a mi casa un ejemplar de las obras completas del fundador de Falange Española con una dedicatoria de su hermana Pilar: «Para Rafael Narbona, por su entendimiento de José Antonio». Si he de ser sincero, sospecho que el conocimiento de mi padre sobre el pensamiento de José Antonio era escaso y superficial. Aficionado a subrayar y anotar en los márgenes, las obras completas –una cuarta edición de 1966– han llegado intactas a mis manos, sin otro vestigio del tiempo pasado que el color amarillo del papel, de escasa calidad. Mi padre falleció en 1972 y yo he conservado su biblioteca relativamente intacta. Sus exiguas bajas –fruto de mi cuestionable criterio– no incluían ningún libro doctrinal de Falange. No me parece significativa la presencia de obras de Rafael García Serrano, Rafael Sánchez Mazas o Gonzalo Torrente Ballester, tibio falangista. Por razones que desconozco, mi padre guardó una octavilla comunista del año 37 en las obras completas de José Antonio. La guerra lo sorprendió en Madrid y es probable que la conservara desde entonces. Quizá fue un gesto humorístico, ideado para desconcertar a un lector futuro, probablemente cualquiera de sus hijos.

Han transcurrido muchos años desde entonces y José Antonio sigue ejerciendo una discreta fascinación. En el discurso fundacional de Falange, proclama: «A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!» (Teatro de la Comedia de Madrid, 29 de octubre de 1933). En la misma alocución afirma que «no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria». No he leído las obras completas de José Antonio, pero creo que mi padre se equivocaba al atribuir «valores fundamentales» a su pensamiento. Sólo hace falta hojear unos cuantos discursos y artículos para sentir el horror que experimenta la conciencia democrática ante la falsa épica del pensamiento totalitario. Es cierto que José Antonio invoca la «justicia social», deplorando las condiciones de trabajo de obreros y campesinos en una España atrasada y caciquil, pero defiende el carácter totalitario del Estado y cuestiona la legitimidad de las urnas, exaltando un tradicionalismo clerical y trasnochado: «La interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera; pero es además, históricamente, la española». Su visión de la política internacional coincide con las directrices del fascismo: «Va caducando ya en lo internacional la idea democrática que brindó la Sociedad de Naciones. El mundo tiende otra vez a ser dirigido por tres o cuatro entidades raciales. España puede ser una de esas tres o cuatro». En noviembre de 1934, José Antonio ya está incitando claramente a una sublevación militar: «El Ejército es, ante todo, la salvaguarda de lo permanente; por eso no se debe mezclar en luchas accidentales. Pero cuando es lo permanente mismo lo que peligra; cuando está en riesgo la misma permanencia de la Patria […], el Ejército no tiene más remedio que deliberar y elegir. […] En presencia de los hundimientos decisivos, el Ejército no puede servir a lo permanente más que de una manera: recobrándolo con sus propias armas. Y así ha ocurrido desde que el mundo es mundo; como dice Spengler, siempre ha sido a última hora un pelotón de soldados el que ha salvado a la civilización». José Antonio reivindica «un sentido femenino de la existencia», pues entiende que la nota característica de la mujer es la abnegación, la vocación de servicio, y la Falange debe imitar ese talante, ya que lo característico del varón es el egoísmo. Eso sí, se opone al feminismo, incluido el derecho al voto de la mujer, pues considera que la mejor manera de honrar a la condición femenina es no sustraerla de su «magnífico destino»: cuidar la casa, educar a los hijos, prodigar amor y virtud. José Antonio no se cansa de repetir que «el sufragio es inútil y perjudicial para los pueblos» y no escatima elogios a las empresas bélicas: «La guerra es inalienable al hombre. De ella no se evade ni se evadirá. Existe desde que el mundo es mundo, y existirá. Es un elemento de progreso… ¡Es absolutamente necesaria!»

Se puede comprender –y compartir– su defensa de la unidad de España y alabar su sensibilidad social, cuando exige que la reforma agraria emprendida por la Segunda República sea más radical y salve a las familias campesinas de la miseria: «Hay que hacer la reforma agraria revolucionariamente; es decir, imponiendo a los que tienen grandes tierras el sacrificio de entregar a los campesinos la parte que les haga falta. Las reformas agrarias como la que rige ahora, a base de pagar a los dueños el precio entero de sus tierras, son una befa para los labradores. Habrán pasado doscientos años y la reforma agraria estará por hacer». Es cierto que José Antonio se desligó del fascismo, asegurando que su movimiento poseía su propia identidad, pero los veintisiete puntos de su programa recuerdan poderosamente a los veinticinco del partido nazi, que incluyen «una reforma agraria adecuada a nuestras necesidades nacionales» y un ambicioso programa de nacionalizaciones. José Antonio también postulaba la nacionalización de la banca, el crédito y los servicios públicos, lo cual puede parecer un remedio contra la especulación y la usura, pero la experiencia demuestra que la transferencia del poder económico al Estado alimenta la corrupción, el nepotismo y el populismo irresponsable. El «ogro filantrópico» acaba convirtiéndose en un déspota que pisotea las libertades en nombre del bien común. Parece más razonable regular la actividad económica mediante organismos independientes que garanticen la trasparencia y la equidad. El Estado del bienestar se asocia a la socialdemocracia, pero se ignora que los totalitarismos lo pusieron en práctica mucho antes, proporcionando a la clase trabajadora y a las clases medias los bienes que se consideran básicos: trabajo, vivienda, seguros de enfermedad, un vehículo. Los alemanes que apoyaron a Hitler consideraron que sacrificar la libertad era un precio irrisorio frente a esas ventajas. Casi nadie se planteó que el crecimiento económico debe ser sostenible, pues las burbujas de bienestar tienden a explotar a corto plazo si carecen de bases sólidas y realistas. Ningún político sensato se opondrá al progreso económico y social, pero sabrá distinguir entre la necesaria regulación del mercado y un agresivo intervencionismo concebido para incrementar el poder político del Estado.

El artículo de mi padre me parece pintoresco y revelador. Revelador porque es un buen reflejo de una época, donde la interpretación del pasado se hallaba fuertemente condicionada por la propaganda de una dictadura que había idealizado a sus caídos, pero que comenzaba a entender la necesidad de un cambio. Y pintoresco porque evidencia el halo cautivador de los visionarios que mantienen un idilio más o menos explícito con una muerte heroica y temprana. Cuando el 11 de abril de 1934, César González Ruano entrevistó a José Antonio para ABC poco después de sobrevivir a un atentado, le preguntó: «¿Por qué hubiera usted sentido más morir esta tarde?». José Antonio respondió: «Por no saber si estaba preparado para morir. La eternidad me preocupa hondamente». El héroe vive para la posteridad, histórica o sobrenatural. El Che hablaba de «fatalismo combatiente», mientras componía mediocres poemas, intentando impregnar de lirismo su compromiso revolucionario. Advierto en sus palabras el mismo eco que en la melancólica reflexión de José Antonio, según el cual la muerte heroica es «un sacramento». Durante un tiempo, yo sentí fascinación por el Che. Era una admiración endeble, tejida desde un desconocimiento autocomplaciente. Quizá mi padre sucumbió a un espejismo parecido con José Antonio. El Che asesinó con sus propias manos a prisioneros de guerra desarmados y dirigió los fusilamientos de la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña. En cambio, José Antonio se mostró reacio a adoptar represalias cuando se produjeron las primeras bajas en Falange Española, jóvenes estudiantes o trabajadores asesinados en plena calle por sus ideas políticas. En su testamento, expresó el deseo de que su sangre fuera la última vertida en discordias nacionales. Sin embargo, me parece una ingenuidad creer que se hubiera opuesto a la represión de la posguerra, si un «pelotón de soldados» –o quizá habría que decir de milicianos– no hubiera acabado con su vida en el patio de la cárcel de Alicante. Dicen que el Che y José Antonio se enfrentaron a la muerte con coraje. Esa actitud desprende el dudoso encanto del idealismo, una palabra grandilocuente que suele maquillar la voluntad de exterminar al adversario. El Che y José Antonio seguirán disfrutando del fervor místico de su gleba, pero siempre estarán asociados al fanatismo y la violencia. En política, «la poesía que promete» también es la «poesía que destruye».

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