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José Antonio Primo de Rivera: César o nada

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La trágica y temprana muerte de José Antonio Primo de Rivera abrió las puertas al mito y, más tarde, a una inacabada disputa sobre el fondo ideológico de su pensamiento. Suele afirmarse que Falange Española es la versión hispánica del fascismo italiano y, en menor medida, del nacionalsocialismo alemán, pero en una nota de prensa publicada el 19 de diciembre de 1934, José Antonio destacó que no pretendía copiar modelos ajenos, sino desarrollar una forma de pensamiento original e independiente: «la Falange Española de las J. O. N. S. no es un movimiento fascista, tiene con el fascismo algunas coincidencias en puntos esenciales de valor universal; pero va perfilándose cada día con caracteres peculiares y está segura de encontrar precisamente por ese camino sus peculiaridades más fecundas». A estas alturas, reconocer en el fascismo «puntos esenciales de valor universal», escandaliza a cualquier conciencia democrática, cuestionando una distinción que parece responder a planteamientos estratégicos y no a diferencias significativas. Sin embargo, los seguidores de José Antonio insisten en que el falangismo no debe confundirse con el fascismo, pues posee unas características propias y completamente diferenciadas. ¿Verdaderamente es así?

El historiador Joan Maria Thomàs, autor de José Antonio. Realidad y mito (Barcelona, Debate, 2017), sostiene que Primo de Rivera inició su carrera política por un deseo de emulación y superación de la figura paterna, partiendo de posiciones monárquicas y conservadoras, pero no tardó en adoptar los postulados esenciales del fascismo, exaltando las virtudes de un Estado totalitario que asociaba a la necesaria regeneración política de España. A veces, los signos externos revelan intenciones profundas, más o menos disimuladas. Me refiero al tuteo y a la camisa azul Mahón que significaron a los falangistas. En la España hondamente clasista de los años treinta, introducir el tuteo en las relaciones entre camaradas, constituyó un gesto chocante, que siempre incomodó a los jerarcas del franquismo. El joven Primo de Rivera no pretendió borrar las distinciones de clase y, menos aún, las diferencias jerárquicas, que le parecían esenciales para gobernar una nación. Simplemente imitaba una estrategia del fascismo italiano, que desde un principio se presentó como un movimiento de trabajadores, adoptando la camisa negra como uniforme. El fundador de Falange copió esta maniobra, reivindicando la camisa azul Mahón de los obreros, campesinos y pescadores, e imponiendo el tuteo, lo cual provocó que su ilustre apellido y su marquesado con Grandeza de España quedaran postergados por el sencillo y escueto José Antonio.

El programa de nacionalizaciones de Falange, su proyecto de reforma agraria y su hostilidad hacia el capitalismo financiero y especulativo coinciden puntualmente con el programa fascista, que promovió un servicio nacional de crédito para favorecer a los pequeños propietarios y frenar los excesos de la especulación. La reforma agraria de Falange en ningún caso cuestionaba la propiedad privada y procuraba no perjudicar a los grandes latifundistas. Al igual que los fascistas italianos y los nacionalsocialistas alemanes, José Antonio consideraba la violencia «necesaria, humanitaria, cruda y caballeresca», sosteniendo que no se producirían cambios políticos importantes sin la intervención de una fuerza «quirúrgica». La guerra no es una desgracia, sino una página gloriosa del espíritu humano, que no podría avanzar sin zanjar sus disputas en el campo de batalla. Un mundo sin guerras sería un mundo sin movimiento ni progreso. En una entrevista realizada en febrero de 1936 se opone al voto de la mujer y muestra abiertamente su belicismo: «La guerra es inalienable al hombre. De ella no se evade ni se evadirá. Existe desde que el mundo es mundo, y existirá. Es un elemento de progreso… ¡Es absolutamente necesaria!»

El autoritarismo de José Antonio no surge con la creación de la Falange, sino que ya se manifestaba en 1930. Cuando el 13 de marzo le entrevista el Heraldo de Madrid, declara sin rubor: «De política ya hablaremos cuando pasen unos años. Esas cosas son como las bofetadas: no se anuncian, se dan. Ya tendremos ocasión cuando yo sea dictador de España». Estas palabras –apunta Joan Maria Thomàs? han sido sistemáticamente ignoradas por sus biógrafos y hagiógrafos. No se trató de un desliz, sino de un alarde de mesianismo que justificaba la insurrección violenta contra el poder político. José Antonio solía airear los argumentos de Rudolf Stammler, jurista, profesor de filosofía del Derecho y militante nazi, para defender la legitimidad de los gobiernos instituidos por conquistas, revoluciones o golpes de Estado. En 1933, definía «la Patria» como «una totalidad histórica donde todos nos fundimos, superior a cada uno de nuestros grupos. En homenaje a esa unidad han de plegarse clases o individuos. […] Nada que se oponga a tan entrañable trascendente Unidad debe ser recibido como bueno, sean pocos o muchos los que lo proclamen».

En una polémica con Juan Ignacio Luca de Tena, director de ABC, José Antonio afirmaba que «para encender una fe, no de derecha (que en el fondo aspira a conservarlo todo, hasta lo injusto) ni de izquierda (que, en el fondo, aspira a destruirlo todo, hasta lo bueno), sino una fe colectiva, integradora, nacional, ha nacido el fascismo». En el mismo intercambio dialéctico, que publicó ABC, por entonces con una tirada de doscientos cincuenta mil ejemplares, expresaba su reticencia hacia cualquier forma de liderazgo: «Mi vocación de estudiante es de las que peor compaginan con las de caudillo». Sin embargo, su fascinación por el cesarismo es incuestionable. Cuando unos meses más tarde visita a Mussolini, lo describe como el «Héroe hecho Padre, que vigila junto a una lucecita perenne el afán y el descanso de su pueblo». Después del acto fundacional de Falange el 29 de octubre de 1933 en el Teatro de la Comedia de Madrid, José Antonio incrementa su connivencia con el fascismo, hablando de la «dialéctica de los puños y las pistolas» y advirtiendo a los nuevos militantes que se embarcan en «una cruzada» caracterizada por el espíritu de milicia, donde sólo cabe esperar «disciplina y peligro, abnegación y renuncia». Se ha dicho que –por temperamento? José Antonio se sentía más cómodo con su papel de diputado y autor de panfletos que como caudillo fascista, pero lo cierto es que son famosas sus explosiones de cólera bíblica, que incluyeron agresiones a políticos de signo contrario y participación en peleas multitudinarias. De hecho, siempre iba armado y no es un secreto que muchas veces sacó su pistola para enfrentarse a sus adversarios.

Católico, pero no partidario de un Estado confesional, José Antonio se entrevistó en 1935 con Alfred Rosenberg, comunicándole –de acuerdo con los diarios del político nazi? que «el Papa era semejante a un líder masón y que España elegiría en Toledo a su propio Papa». José Antonio elogiaba a Felipe II, que asistía sin complejos a los autos de fe, convencido de servir a Dios, y deploraba que los gobiernos liberales se avergonzaran, en cambio, de fusilar a los traidores a la patria. Un Estado fuerte, con una clara conciencia de su superioridad moral, no sufriría esos problemas. Los falangistas nunca vacilaron ante la violencia. Es cierto que sufrieron sesenta y siete bajas durante los años del bienio negro y el gobierno del Frente Popular anterior a la asonada militar, pero también causaron sesenta y cuatro bajas en las filas de la izquierda, escogiendo como blanco preferente a socialistas y comunistas. José Antonio pensaba que la salvación de España sólo podría surgir del ejército. Por eso nunca desperdició la oportunidad de alentar un pronunciamiento. En su «Carta a los militares de España», que redactó en la Cárcel Modelo el 4 de mayo de 1936, cuando ya se encontraba preso, pedía abiertamente un golpe de Estado: «Ha sonado la hora en que vuestras armas tienen que entrar en juego para poner a salvo los valores fundamentales, sin los que es vano disimulo la disciplina. Y siempre ha sido así: la última partida es siempre la de las armas. A última hora –ha dicho Spengler? siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización». Esa proclama no le impidió solicitar su excarcelación de la prisión de Alicante para trasladarse a Burgos y negociar con los generales sublevados un gobierno de reconciliación encabezado por Diego Martínez Barrio y con carteras ministeriales para Miguel Maura, Indalecio Prieto, Ortega y Gasset y Gregorio Marañón. Al margen de no contar con el respaldo de los nombres citados, es harto ingenuo pensar que Franco y sus adláteres hubieran aceptado algo semejante. Además, ¿por qué ese afán reconciliador, cuando desde los primeros días de la Segunda República había consagrado todas sus fuerzas a desestabilizar y derruir el orden democrático? Su incoherencia abona las hipótesis de oportunismo o de búsqueda de una salida personal a su probable condena a muerte.

Aunque José Antonio repudiaba el racismo, habló de «rumor de zoco» al referirse a los brotes de anticlericalismo. Esa intolerable agitación sólo podría sofocarse mediante un gobierno de hidalgos, mitad monjes, mitad soldados, y, por supuesto, con vocación de imperio: «No hay más que dos maneras serias de vivir: la manera religiosa y la manera militar o, si se prefiere, una sola, porque no hay religión que no sea una milicia, ni milicia que no esté caldeada por el sentimiento religioso». Aunque José Antonio se identifica con el planteamiento orteguiano de una sociedad dirigida por los mejores, lo malinterpreta al cantar al héroe fascista, afirmando que «la vida es para vivirla, y sólo se vive cuando se realiza o se intenta realizar una obra grande». La tarea del político no es la compleja gestión de los asuntos públicos, sino una misión poética y religiosa. Las masas sólo obedecerán «la voz profética y de mando» de su caudillo cuando experimenten un «proceso semejante al amor». La fe ciega en el líder es la única garantía del éxito. Evidentemente, esa fe no puede brotar de un contrato social, como el descrito por el «funesto Rousseau», sino de Verdades Eternas. La sociedad feudal clásica, cuyos fundamentos teorizó el tomismo, es el modelo postulado por José Antonio. El imperio cristiano hizo realidad el anhelo de una convivencia «pacífica, feliz y virtuosa». Castilla debería desempeñar la función aglutinadora que ya llevó a cabo en el pasado. De acuerdo con las palabras de Unamuno, «el deber patriótico, y aún más que patriótico, humano, de Castilla es tratar de castellanizar a España, aun al mundo». Víctor Pradera había fijado con claridad la misión de la nación española: propagar la civilización cristiana. No hacerlo constituye un delito de lesa patria. España es «unidad de destino en lo universal» porque ha encarnado esa empresa, derramando la sangre de sus mejores hijos en el Nuevo Mundo. José Antonio admiraba a Hernán Cortés y Francisco Pizarro, ejemplares conquistadores cristianos. Primo de Rivera diferencia el nacionalismo del patriotismo. El nacionalismo exalta el color local, alimentando las tendencias disgregadoras de los pueblos. Por el contrario, el patriotismo responde a un destino histórico. Escribe José Antonio: «Castilla, con la tierra absoluta y el cielo absoluto mirándose, no ha sabido nunca ser una comarca; ha tenido que aspirar, siempre, a ser Imperio. Castilla no ha podido entender lo local nunca; Castilla sólo ha podido entender lo universal, y por eso Castilla se niega a sí misma, no se fija en dónde concluye, tal vez porque no concluye, ni en lo ancho ni en lo alto».

El catolicismo había forjado España y había justificado su expansión imperial. La masa atea y marxista que conspiraba contra ese orden no procedía de los herederos de los godos, «ese resto germánico que aún nos liga con Europa», sino del «pueblo bereber sometido» que soñaba con su desquite y había infectado a los intelectuales. El triunfo de ese viejo resentimiento provocaría la africanización de España, hundiéndola en la barbarie. Frente al señoritismo ocioso, José Antonio postula al señorito en tanto que señor, hidalgo, cuya esencia es la vocación de servicio. Rafael Sánchez Mazas afirmaba que el líder de Falange era «un godo purísimo, buen conocedor de la desgracia que supuso lo bereber». Felipe Ximénez Sandoval, hagiógrafo apasionado de José Antonio, reprodujo una conversación mantenida con su carismático líder: «El Imperio español de la Falange [tendrá] una sola bandera, un solo idioma y una sola capital –dijo Primo de Rivera?. Su bandera habrá de ser la catalana –la más antigua y la de más gloriosa tradición militar y poética de la Península?. Su idioma será el castellano, el de más prodigiosa fuerza expansiva y universalidad –el que sirve para hablar con Dios, según decía Carlos V?. Y su capital, Lisboa, por donde entra el Tajo, y desde donde puede mirarse cara a cara la inmensa Hispanidad de nuestra sangre americana».

Aunque José Antonio ha despertado una incomprensible simpatía en ciertos sectores de la izquierda, la biografía de Joan Maria Thomàs despeja cualquier duda sobre su ideario. El pensamiento de Primo de Rivera es una síntesis de las principales teorías del fascismo: exaltación patriótica, afán imperialista, autoritarismo, militarismo, populismo, mesianismo, culto de la violencia y el heroísmo, glorificación de lo juvenil y deportivo, machismo que relega a la mujer al papel de madre y ama de casa. El fascismo adoptó en cada país unos rasgos específicos. En la Alemania de Hitler, se exacerbó el racismo, una doctrina que, de cualquier modo, ya se presuponía con la justificación del colonialismo presente en todos los fascismos. En España, la nota distintiva fue el tradicionalismo católico o nacionalcatolicismo. José Antonio se apropió de algunas ideas de Ortega y Gasset, pero eso no significa que el filósofo madrileño se identificara con el fascismo. Con independencia de su escasa sintonía con Franco (al que, sin embargo, escribió una carta el 24 de septiembre de 1934, ofreciéndole su colaboración para luchar contra la inminente revolución de Asturias, presuntamente organizada y dirigida por el mismísimo León Trotski), el líder de Falange Española pertenece a la lúgubre galería de líderes fascistas que combatieron las ideas de democracia y libertad, desencadenando guerras que acabaron con millones de vidas. José Antonio quiso ser César o nada. Se quedó en mito de una larga y sombría dictadura. Aún disfruta en círculos minoritarios de un culto alentado por su cuidada prosa, su arrojo personal y la incertidumbre de no saber cuál habría sido su papel durante la posguerra. Personalmente, creo que su conducta no habría diferido demasiado de la de su buen amigo Ramón Serrano Suñer, destacado pronazi e implacable represor.

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