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Jorge Manrique y el mono no aware

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Según cuenta Ivan Morris en El mundo del príncipe resplandeciente, una obra tan deliciosa y bella como la novela que lo origina, el Genji monogatari, los niños japoneses aprendían, ya en el período Heian, que es el de la dama Murasaki Shikibu, una canción que les enseñaba la fugacidad del mundo:

Por brillantes que sean los colores de las flores,
sus pétalos están condenados a dispersarse.
Así, en este mundo nuestro,
¿quién durará eternamente?
Hoy, tras cruzar los lugares recónditos y montañosos de Samskrita,
estaré libre de sueños fugaces
y de confusión.

Siglos después, Matsuo Bash? escribirá un hermosísimo y concentrado diario poético de su visita a Oku, las tierras hondas de Oku. El poeta que había elevado el haiku a vehículo de iluminación está en un espeso pinar en el que hay un monasterio, el monasterio del Pino del Fin del Mundo, y tumbas donde terminan todas las promesas del amor. El silencio, los árboles, las sepulturas, y un rumor en el aire verdoso y afilado. «Y entonces aumentó mi tristeza y en ese momento oí doblar una campana en la bahía de Shiogama, recordando la caducidad de las cosas» (cito por la traducción de Antonio Cabezas). Bash? es uno de los poetas del silencio, y le basta con lo dicho. El dolor, la belleza y la nostalgia de lo nunca poseído se han hecho ya uno con nosotros. Y volvemos a ver esos pétalos dispersándose en el aire, tan bellos como efímeros, danzando su propia muerte.

O el impresionante comienzo del Heike monogatari: «En el sonido de la campana del monasterio de Gion resuena la caducidad de todas la cosas. En el color siempre cambiante del arbusto de shara se recuerda la ley terrenal de que toda gloria encuentra su fin. Como el sueño de una noche de primavera, así de fugaz es el poder del orgulloso. Como el polvo que dispersa el viento, así los fuertes desaparecen de la faz de la tierra» (la traducción y la edición, excelentes, se deben a Carlos Rubio y Rumi Tani Moratalla: los lectores españoles interesados en la literatura clásica japonesa debemos mucho a los esfuerzos de Carlos Rubio por acercarnos obras fundamentales de esa tradición, y desde aquí quiero agradecérselo). El sonido de una campana, el color cambiante de un arbusto, un sueño de primavera, el polvo dispersado por el viento: la idea se expresa mediante imágenes, y también mediante la melodía de la enumeración, que resuena como las campanas de lo inevitable, como suenan también las campanas del campanario en «El viaje definitivo» de Juan Ramón.

Este sentimiento de impermanencia se llama mujôkan (o mujô) y Morris lo define como «el sentido de la transitoriedad de las cosas del mundo». La imagen a la que con mayor frecuencia recurren los escritores japoneses para expresarlo es el rocío de la mañana, o al tópico de la realidad como sueño (el mundo flotante). Y esta certidumbre de lo pasajero produce una melancolía inextinguible. En el Diario de la dama Murasaki, por ejemplo, leemos frases como ésta: «Todas las cosas son tristes y fatigosas». Y, sin embargo, precisamente por eso son bellas. A esa percepción de la belleza de lo caduco, a ese sentimiento de amor y desesperanza que empapa todo lo real, a nuestra conmoción ante su infinita hermosura inacabada, es a lo que se llama mono no aware. Una contemporánea de Murasaki, la dama Sarashina, describe en su diario que un día, mientras paseaba ensoñadoramente por el monte Nishiyama, envuelta por la bruma y rodeada por cerezos en flor, de repente se vio invadida por «una sensación de soledad y melancolía» que le llevó a componer un poema (que le ahorro aquí al lector, aunque su autora lo transcriba; los interesados lo encontrarán en la, de nuevo, magnífica versión de Carlos Rubio). Eso es precisamente el mono no aware como motor de la creación poética.

De este sentimiento simultáneo de percepción de lo bello y de su inesquivable finitud nace la asombrosa novela que es el Genji monogatari, surcada por el grito de los gansos salvajes, el tañido de las campanas y el bramido del ciervo. En el ya citado libro de Morris se encuentra una referencia a un comentarista erudito de la novela del siglo XVIII, Motoori Norinaga, quien opinaba que los materiales de Murasaki tienen como propósito «nutrir la flor de la conciencia de lo triste que es la existencia humana». «Nutrir la flor de la conciencia» me parece una insuperable manera de decir cuál es la función de la literatura y de la belleza.

Desde luego, este sentimiento, con las derivaciones y desviaciones propias de cada cultura y de cada cosmovisión, también aparece en nuestra tradición. Sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt (Eneida, I, 462): las lágrimas de las cosas del mundo, las lágrimas de las mentes que perciben la mortalidad, la fugacidad empapadora que no deja de devorarnos y, al mismo tiempo, de alimentarnos.

Para los hombres del siglo XV, como Jorge Manrique, el mundo es un lugar transitorio, dominado por los vaivenes de la impredecible Fortuna, en el que la única seguridad es la de la muerte acechante e igualadora, y casi siempre inesperada. Los temas de las Coplas y sus imágenes son bien conocidos: fugacidad de todo, inevitabilidad del destino e inutilidad del deseo, la Muerte como justificación última del hombre, todos ellos simbolizados en esas metáforas tan conocidas como tradicionales: la vida humana como río, o como camino, la vida ultraterrena como «última morada» para la que nuestra vida no es más que una preparación (aquí no me resisto a citar otro clásico japonés, el Soga monogatari: «Este mundo no es más que una posada pasajera. Nuestra verdadera morada es el otro mundo»; la traducción, lo han adivinado ustedes, es de Carlos Rubio).

Jorge Manrique escribe sus Coplas desde una mentalidad profundamente medieval, pero lo hace en una lengua muy diferente a la que empleaban sus colegas poetas –él mismo incluido– de los Cancioneros, una lengua que se dirige directamente al corazón del futuro, a la lengua que será la de Garcilaso y san Juan y, con ellos, de todo el Renacimiento. Todos recordamos el ritmo peculiar de la copla manriqueña, los pies quebrados que habitúan a nuestro oído a continuar esperándolos, y, muy especialmente, esos finales de estrofa que encierran en una sola imagen cuanto se nos ha dicho antes: «¿Qué fueron sino verduras / de las heras?»; «¿Qué fueron sino rocíos / de los prados?»

Esta es la gloria de un poeta: esa concentración expresiva máxima en una frase ligera y en una imagen que la contiene, esos finales iluminadores, tan difíciles en su sencillez. El ritmo repetitivo de las Coplas trata de expresar que la vida humana tiene un cauce trazado del que no podemos salir, y todas sus imágenes (los fuegos encendidos de amadores, las ropas chapadas, los torneos, paramentos y bordaduras) lo confirman.

Yo no sé japonés. Tampoco sé si hay alguna traducción a esa lengua del poema de Manrique, pero, ¿no parece que las Coplas se acomodan perfectamente a la tradición literaria japonesa? No sólo los temas del poema castellano se ajustan como un guante a los propios de aquella literatura (y soy perfectamente consciente de las diferencias, de fondo y de forma, entre una tradición anclada en la recepción que del budismo se hizo en Japón, y otra que se nutre del estoicismo y del cristianismo), sino que también lo hacen imágenes concretas (el rocío, el sueño, la morada), a veces incluso en las derivaciones secundarias, como el decir que la muerte a todos nos trata por igual (tanto a reyes y emperadores como a pobres pastores de ganado): «¿Qué importa que uno sea de clase alta o baja, joven o viejo? La muerte a todos acecha por igual en esta vida, de forma que nadie escapa jamás a la ley de la fugacidad y la impermanencia» (Soga monogatari). Y no sólo los temas y las imágenes: la concisión, el arte menor y su pie quebrado, comparten sensibilidad poética con el haiku y con otras formas de expresión literaria japonesa. ¿Estarán los japoneses perdiéndose a un poeta?

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