Buscar

Invierno demográfico, inmigración y empresas

image_pdfCrear PDF de este artículo.

¿Por qué preocupa tan poco la bajísima natalidad española a nuestros políticos, intelectuales, líderes de opinión en general y empresarios, pese al socavamiento de los fundamentos demográficos que ello implicaEn 2019, el índice sintético de fecundidad en España fue de 1,23 hijos por mujer. De manera aproximada, esto implicaría que, en España por cada 100 adultos jóvenes de hoy (la gente de 18 a 35-40 años, aprox.), en ausencia de aflujos continuos de inmigración extranjera, hacia 2050 habría unos 60, en 2080 serían alrededor de 37, y unos 26 hacia 2100. Con algunas décadas de retraso, la población total de España menguaría a un ritmo similar. Y la sociedad española estaría cada vez más envejecida, por la disminución del número de niños y jóvenes, cosa que ya está sucediendo.? ¿Qué consecuencias tiene? ¿Podemos solucionar nuestros males demográficos con inmigración extranjera? ¿Qué se podría hacer?

Para empezar por los empresarios, verdadero motor de las economías modernas y, desde luego, de las más avanzadas, parece razonable pensar que deberían preocuparles todos los problemas que afecten de forma estructural a la economía. Uno de ellos, decisivo a largo plazo, en España y en toda Europa Occidental, es el hundimiento de la salud demográfica por falta de nacimientos, fenómeno que se suele denominar “suicidio demográfico” o “invierno demográfico”.

Los efectos del invierno demográfico sobre la economía y las empresas

Si cada año nacen menos niños, cabe esperar, a la larga, un cúmulo de efectos negativos para la economía, entre los cuales podrían destacarse:

-La sociedad envejece y tiende a ser menos innovadora y emprendedora.
-Se tiende a perder población activa, por jubilarse cada año más personas de las que ingresan en el mercado laboral.
-La fuerza laboral envejece, lo que tiende a impactar negativamente en el crecimiento de la productividad.
-El gasto público y privado en pensiones, sanidad y cuidados personales a un número creciente de jubilados, a cubrir con renta generada por un número decreciente de trabajadores -con una edad media creciente-, es un lastre cada vez mayor para la economía y el bienestar social general. Afecta negativamente al beneficio empresarial, a la competitividad de las empresas y a su capacidad de pagar mejores salarios a los empleados.
-La demanda interna de bienes y servicios tiende a contraerse por haber menos consumidores e ir envejeciendo la masa de los que van quedando, con pocas excepciones, como los productos y servicios sanitarios. Esta reducción de la demanda agregada merma, a su vez, las economías de escala de las empresas proveedoras de bienes y servicios, dañando con ello su productividad y beneficios.

El principal capital de una sociedad es el humano. El capital humano explica, por ejemplo, el “milagro alemán” después de 1945. ¿Cuántas sociedades lo habrían hecho tan bien en tan poco tiempo, partiendo de tanta ruina material, tan mala imagen internacional y, probablemente, tan deprimida autoestima? También explica el espectacular auge de Japón en los años 50 a 80, pese a su carencia de materias primas y recursos energéticos. Pues bien, estructuralmente, el capital humano de España tiende a deteriorarse, pues cada año mueren más españoles de los que nacen -unos 130.000 más en 2018-, es decir, cada año quedan menos españoles, y la sociedad está más envejecida.

Y, sin embargo, los empresarios españoles, con escasísimas excepciones, no han movido un músculo ante nuestra muy insuficiente tasa de natalidad, una situación que dura ya casi 40 años. En honor a la verdad, no son los únicos actores decisivos de nuestra sociedad en comportarse así. Con muy escasas excepciones, los políticos, los intelectuales y los líderes de los medios de comunicación no han dado a este tema la importancia que tiene, pues es cosa de ser o no ser. Para España, es un reto existencial.

Las grandes empresas con capacidad de supervivencia a largo plazo, que se verán afectadas inevitablemente por la evolución demográfica, cuentan con gabinetes de estudios y presupuestos para lo que ahora se llama “Responsabilidad Social Empresarial” (RSE). Pues bien, resulta sorprendente, a la vista, por ejemplo, de lo que nos dice el Gráfico 1, la muy escasa importancia que dan en sus programas de RSE a la demografía.

Gráfico 1

Si comparamos la España de 1976 y la actual, vemos que ahora hay 11 millones de habitantes más, pero nacen poco más de la mitad de niños que entonces (de 676.000 en 1976 a 359.000 en 2019). Sin contar la inmigración venida a España en los últimos 30 años y sus hijos, los españoles autóctonos (los nacidos aquí e hijos de nativos) hemos pasado de 36 millones a poco más de 38,5 millones (por la inercia del tremendo superávit de nacimientos sobre muertes que había en 1976, que se agotó en los 20 años siguientes con la caída del número de hijos por mujer), pero los nacimientos de madres de origen español han pasado de algo más de 670.000 a unos 270.000. ¡60% menos! Incluyendo en el cómputo los bebés de madres foráneas, en 2019 nacieron en total 358.000 niños. ¡47% menos que los 677.000 en total de 1976!

En cuanto al envejecimiento social, no solo ha sido tremendo en España en las últimas décadas, sino que ha superado al registrado en los demás grandes países europeos. Los españoles, en conjunto, han pasado de tener una media de edad de 33 años en 1976, a unos 45 ahora (2020).  Los menores de 21 años han pasado de ser en España 13,3 millones en 1976 a 9,7 millones en 2020 (y menos de 8 millones si nos fijamos solo en los hijos de madres españolas: 40% menos), mientras que las personas con 65 años casi se han triplicado, al pasar de 3,7 a 10,8 millones.

Hacia dónde vamos:  proyecciones de población que dan miedo

De seguir con el número de hijos por mujer de 2019 de manera indefinida (1,23 de media en España, y 1,17 las mujeres de nacionalidad española), si no hubiera flujos migratorios netos, ni positivos ni negativos (y ojo, que si España entrase en un profundo estancamiento, podrían ser de nuevo negativos, como hasta hace 30-40 años fue lo tradicional), y la esperanza de vida siguiera creciendo como en las últimas décadas, la población de España hacia 2100 sería de solo unos 23 millones de personas, y estaría mucho más envejecida que ahora, según se publicó recientemente en la revista “The Lancet”.

Las proyecciones del INE, Eurostat, la ONU y quien suscribe estas líneas, en el supuesto de que no haya inmigración neta y se mantenga la tasa de fecundidad, dan prácticamente el mismo resultado. Dando una vuelta de tuerca más a ese análisis prospectivo, si no hubiera venido inmigración en las últimas décadas, ni llegara en el futuro, y los españoles mantuvieran inalterada la fecundidad como en 2019, a finales de este siglo solo quedarían 16 millones de personas viviendo en España, y la mitad de ellas tendrían 65 años o más. El Gráfico 2 muestra la evolución de los españoles “autóctonos” de 1977 a la actualidad, y la proyectada con los supuestos anteriores para 2060 y 2100, en total y para las tres grandes franjas de edad: niños y adolescentes (menores de 20 años), personas en edad laboral típica (20 a 64 años), maduros y ancianos (los que tienen 65 años o más).

Gráfico 2

El futuro que pinta este cuadro es, evidentemente, lúgubre.  Y si realizamos ese mismo ejercicio “proyectivo” por CCAA (qué pasaría si se mantienen las tendencias actuales, y no hay migraciones exteriores netas en ellas), que no “predictivo” (qué pasará), los resultados son asimismo, alarmantes y más aún en determinadas regiones, bien por lo envejecidas que ya están (como Asturias -Gráfico 3-,  Castilla y León, Galicia, el País Vasco -Gráfico 4-,  Aragón o Cantabria), bien por lo mucho que ha empeorado en los últimos 45 años su salud demográfica (la que más ha envejecido de todas es el País Vasco, seguida de Asturias), bien por su especialmente baja tasa de fecundidad (como en el caso Asturias y Canarias, las dos regiones con menos hijos por mujer de toda Europa, Galicia o Castilla y León).

Gráfico 3

De todos los grupos de edades que figuran en estos cuadros, la evolución más impactante se ve en el de los menores de 20 años. Ya hay casi 50% menos españoles autóctonos sub-20 que a comienzos de 1977, y en algunas CCAA, mucho menos. Y las proyecciones hasta 2100 en este segmento de edades en particular son, en todos los casos, estupefacientes ¡nos quedamos sin niños y adolescentes! (y años y décadas más tarde, sin los que habría a otras edades)

Gráfico 4

El suicidio demográfico: una verdad muy incómoda…que a casi nadie parece inquietar

El político norteamericano Al Gore sacudió el mundo hace años con su documental “Una verdad incómoda”, sobre el peligro de calentamiento global. La expresión “verdad incómoda”, tuvo, ciertamente, mucho éxito. ¿Por qué no se produce una alerta masiva similar en relación con la muy insuficiente natalidad en un número creciente de países -España, muy destacada, entre ellos- sin que casi nadie muestre preocupación y trate de plantear políticas para mejorar este indicador clave sobre nuestra salud social?

 ¿Por qué la ONU no ha incluido promover una natalidad suficiente en su Agenda 2030, si media humanidad ya vive en países que son insostenibles a la larga por falta de niños?  ¿Por qué a las grandes empresas, incluso a las más sólidas e importantes a nivel global, no parece importarles todo esto apenas nada?

Como el calentamiento global, la baja natalidad es un fenómeno que puede producir efectos catastróficos a medio y largo plazo. Pero, a diferencia de lo que ocurre con el calentamiento global, no hace falta ser un experto en una disciplina científica tan compleja como la climatología para entender que, si cada año nacen menos niños, la sociedad tiende a menguar en población y envejecer más y más, y que una sociedad sin apenas niños y jóvenes tiende a la desaceleración económica, a una gerontocracia electoral, y a la irrelevancia en la esfera internacional por su decreciente peso demográfico.

Comprender que la falta de niños es un grave problema, y que necesitamos más niños, es facilísimo (Gráfico 5).

El cambio climático y la Agenda 2030 de la ONU. ¿Y la demografía?

Ya hemos visto proyecciones y datos que indican que, de manera inexorable, sin un aumento apreciable del número de hijos por mujer, nuestra demografía se deteriorará de manera alarmante. Y no solo la española. En el resto de Europa, a un ritmo algo menos acelerado en general, pero no en todos los países, las perspectivas son parecidas.

Gráfico 5

Repito que sorprende la falta de reacción que este fenómeno despierta.

¿Por qué no importa este problema?Este apartado se basa en gran medida en el artículo del mismo autor “¿Por qué no se afronta en serie el problema de la baja natalidad?, publicado en eldebate.es, del que se reproducen amplias partes de forma literal o con adaptaciones menores.

 Por la experiencia de quien esto escribe como estudioso y divulgador del tema, el problema de la baja natalidad es un asunto bastante o muy incómodo para una gran parte de la gente que no tiene o no quiere tener (apenas) hijos.  Prefieren no oír o leer que si, en media, nacen menos de dos hijos por mujer, nuestra sociedad, tal como ahora la conocemos, no será sostenible. De ahí, quizá, la renuencia de la clase política a poner en primer plano el fenómeno demográfico.

Pero hay más elementos de incomodidad en este asunto. La baja natalidad tampoco entra en la agenda de una gran parte del influyente movimiento feminista actual, muy diferente del que surgió en Estados Unidos y Europa a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, que centró su actividad, con toda justificación y gran valentía, hasta hace unos decenios, en lograr la plena igualdad de derechos, respeto y dignidad de hombres y mujeres, un ideal al que, por supuesto, quien esto escribe se adhiere al 100%.

Para gran parte del movimiento feminista de nuestro tiempo, con tanto predicamento en los políticos, los medios de comunicación y la sociedad en general, que las mujeres sean madres de varios hijos se percibe con reticencia, ignorando que con gran frecuencia contribuye a su realización vital (y a la de los varones, también a la de los varones).

Se trata de un asunto desasosegante, asimismo, para quienes  disfrutamos al contemplar cómo la humanidad en general, y Occidente en particular, han dado en los últimos 200 años un salto gigantesco en progreso material y científico, en esperanza de vida y salubridad, en reducción de la pobreza extrema, en igualdad de derechos y posibilidades de prosperar de todos los ciudadanos, independientemente de su clase social de origen y su sexo, en libertad política, en tasas de alfabetización, en reducción de la violencia, etc.… Y, sin embargo, pese a estar ahora objetivamente mejor que nunca en lo material, tenemos menos niños que en cualquier otro tiempo.

¿Seremos capaces de sobrevivir como sociedad a la prosperidad, la libertad política y otros valiosos avances en tantos campos, sin parangón en la historia humana, cuando al mismo tiempo que disfrutamos de todos esos logros nuestra fecundidad se ha desplomado hasta niveles de inviabilidad social a largo plazo? Si no logramos reajustar el modelo de sociedad de modo que la natalidad repunte sustancialmente, la respuesta sería negativa. Para empeorar las cosas, hay factores adicionales que dificultan que se dé al problema de caída en la natalidad en España y en todo Occidente la importancia que tiene. Entre ellos, cabría citar los siguientes:

-Unos ambientes académico-intelectuales españoles y europeos que siguen creyendo, muy mayoritariamente, que el problema demográfico del mundo es la superpoblación, pese a que la tasa de natalidad mundial ya solo está en el nivel de reemplazo, y sigue cayendo, y a que la riqueza y los recursos generados han crecido mucho más que la población en los últimos dos siglos (conjurando los temores malthusianos de que ocurriese lo contrario). A quienes ocupan esos ambientes no parece preocuparles el que, vaya como vaya la demografía mundial, ellos vivan en países con una tendencia clara al declive demográfico autóctono, por la escasez de nacimientos. Resulta más comprensible, hasta cierto punto, que sientan menos la gravedad del problema las empresas multinacionales con actividad, no solo en países en declive demográfico, como España, sino también y cada vez más, en países emergentes en los que aún no hay invierno demográfico, o si lo hay es tan reciente que aún no se notan sus efectos.
-Un ecologismo que se ha ido radicalizando en paralelo a como se ha radicalizado el feminismo. El espíritu del ecologismo primigenio es inapelable: no hay que dañar el medio ambiente de forma significativa, irreversible o incontrolable en aras de nuestro bienestar material. Pero el ecologismo actual ha dado, en muchos casos, un paso más, abiertamente anti-humanista y no soportado en evidencias científicas irrefutables: por ejemplo, la tesis de que la huella ecológica que produce el ser humano es muy mala para el planeta y, por tanto, mejor no tener hijos, o bien uno, a lo sumo. Este ecologismo radicalizado prioriza la supuesta “salud de la Tierra” sobre el bienestar humano, en vez de procurar que ambas cosas sean compatibles, como sería lo deseable y es, sin duda, posible.
-En tercer lugar, hay un factor que genera un fuerte efecto anestesiante sobre la percepción de la gravedad del invierno demográfico entre la población en general, pero también entre políticos, empresarios, formadores de opinión e intelectuales: la posibilidad de atraer del extranjero inmigrantes que suplan la carencia de mano de obra autóctona debida a la baja natalidad. Este tema, que es fundamental para entender lo que nos está ocurriendo, merece la pena analizarlo en profundidad y con rigor.

La inmigración: solución excelente en teoría, mucho menos en la práctica

Los inmigrantes aportan mano de obra y niños, lo que permite cubrir una parte de las necesidades del mercado laboral en países con un número cada vez menor de jóvenes autóctonos; además, hacen que mejoren en el país de turno las tasas globales de fecundidad, el saldo entre nacimientos y muerte y los indicadores de envejecimiento social. En consecuencia, mucha gente dice que “no pasa nada si no tenemos apenas hijos, ya resolveremos nuestro problema demográfico con inmigración extranjera”. Esto se dice en especial en ambientes políticos e intelectuales. A veces, se puede oír eso incluso a directivos de afamados “think tanks” liberales. En resumen, gracias a los inmigrantes podremos cobrar las pensiones.

La realidad es mucho menos idílica. La experiencia nacional e internacional indica que la inmigración extranjera bien gestionada puede servir para cubrir una parte del hueco demográfico que genera una natalidad insuficiente, pero que difícilmente puede ser toda la solución. Y que reduce el ritmo de envejecimiento de las sociedades occidentales, pero no lo frena. Nos centraremos en dos precisiones.

La primera: no es sencillo atraer inmigración cualificada. En el mundo actual hay una oferta virtualmente ilimitada de mano de obra no cualificada, pero no de la cualificada, en especial para países de segundo nivel entre los desarrollados, como España. Por esa razón, los extranjeros que trabajan en España -salvo los europeos occidentales que viven aquí, y algunos más de otras procedencias-, en particular los iberoamericanos, africanos y asiáticos, ocupan mayoritariamente puestos de trabajo con cualificación medio-baja (Cuadro 1). Y como consecuencia de ello, su productividad y retribuciones salariales son menores que la media y, por tanto, aportan (mucho) menos en promedio a las arcas públicas en forma de impuestos y cotizaciones sociales (Gráfico 6).

Cuadro 1

Gráfico 6

La segunda: un Estado de bienestar muy generoso atrae, como es lógico y previsible, más (o muchos más) inmigrantes de los necesarios para su mercado laboral y sus tasas de crecimiento. La razón para esto en países como España es doble:

-Con la red de protección social que financia el Estado, el inmigrante tiene un plan B en caso de que fracase en la búsqueda o mantenimiento de empleo: vivir de los subsidios y prestaciones públicas gratuitas, una red de seguridad que no tuvieron nunca en el pasado los inmigrantes.  Antaño, quienes emigraban solo tenían un plan A: trabajar, trabajar o trabajar. No podían sobrevivir sin ello. En España y otros países europeos, en nuestro tiempo, se puede vivir de forma indefinida -sin lujos, pero sin caer en la pobreza severa- a costa del Estado (es decir, de los contribuyentes). Y en este punto, es obligada una consideración obvia:  el inmigrante no es responsable de este estado de cosas. Lo son los políticos que aprueban en el Legislativo las leyes, los gobiernos que dirigen la actuación de las instituciones del Estado y de las diferentes administraciones públicas que organizan estas ayudas, los intelectuales y periodistas que defienden este modelo de Estado de bienestar y de gestión de la extranjería y, en último término, los votantes. En suma, no son los inmigrantes iberoamericanos, africanos o asiáticos, legales o ilegales, los que diseñan y ejecutan los presupuestos públicos de las AAPP (Estado y SS, CCAA y CCLL en España).  En el 99,9% de los casos, los responsables son políticos españoles, nacidos en España, de padres españoles.
-Esa misma red de protección social, potente y muy costosa para las finanzas públicas, disuade de aceptar empleos con retribuciones relativamente bajas a muchos nacionales, ya que existe la posibilidad de recibir prestaciones y subsidios casi equivalentes a los salarios de los empleos rechazados, pudiendo, además, complementar los subsidios con trabajos esporádicos retribuidos en negro. El ejemplo clásico en España ha sido durante décadas y lo es todavía el PER andaluz. Aquí la responsabilidad moral está más compartida entre los políticos que sostienen a sus clientelas con prestaciones y subsidios que desaniman al trabajo, y los propios clientes subsidiados.

Veamos, con datos, las distorsiones que el Estado del bienestar ha producido en los últimos años en España en relación a las cifras de extranjería y el mercado laboral español, basándonos en la Encuesta de Población Activa (EPA) y en las estadísticas de Cifras de Población, ambas publicadas por el INE (Gráfico 7).

En 2018, hubo en España, según la EPA, 2,8 millones de extranjeros ocupados (media de ese año) y 760.000 en paro (los cuales, sumando sus familiares directos residentes en España, representaban, en total, de 1,6 a 1,8 millones de personas), y, además, 2,7 millones de españoles en paro. Tradicional y típicamente, digamos, hasta los años 80-90 del siglo XX, no había en los países de acogida apenas paro de inmigrantes, y mucho menos si había muchos nacionales del país en cuestión en situación de desempleo.

No sabemos qué porcentaje de esos 2,7 millones de españoles en paro eran personas que preferían no trabajar y recibir subsidios, qué porcentaje fueron personas que perdieron su empleo en la competencia laboral con extranjeros, y qué porcentaje estaba en paro por otras causas. Pero es seguro que, sin fronteras tan permeables como las españolas, si se dieran facilidades de instalación y permanencia en España a los inmigrantes solo para cubrir carencias nacionales de mano de obra, y con un Estado de bienestar menos generoso con todos, nacionales y foráneos, los españoles en paro entonces -y ahora- habrían sido muchos menos.  

Entre mediados de 2015 y finales de 2019, aumentó en España en 1,1 millones el número de residentes nacidos en países de fuera de la Unión Europea. En ese mismo período, los inmigrantes extracomunitarios tuvieron en España una tasa media de desempleo abultadísima, del 26%. Sin un Estado que garantice poder vivir sin trabajar, no es posible semejante flujo migratorio neto con tasas de paro tan descomunales.

En lo peor de la Gran Recesión 2008-2014 llegó a haber en España tasas de paro de determinados colectivos extranjeros en el entorno del 50%. Pese a ello, la salida neta de España de inmigrantes fue muy inferior al volumen de paro que alcanzaron. De nuevo, eso solo fue posible porque un número considerable de inmigrantes pudo seguir viviendo en España de los subsidios y/o trabajando “en negro” (es decir, sin pagar impuestos ni cotizaciones sociales), o mediante una combinación de ambas vías.

Gráfico 7

Parece justificado y razonable preguntarse cuánto le cuesta a la economía española y al contribuyente esa enorme masa total de parados (españoles e inmigrantes), que sería, sin duda,  menor con leyes y políticas de extranjería mejor conectadas con las necesidades del mercado laboral, y sin un Estado de bienestar que permite vivir,  de manera indefinida,  de subsidios y prestaciones gratuitas a adultos sanos y sus familias a costa del Estado, es decir, a costa de los  ciudadanos que con sus impuestos y cotizaciones sociales mantienen los ingresos públicos y contribuyen a financiar el servicio de la deuda pública.

La respuesta es que no lo sabemos, ni conocemos análisis de detalle técnicamente solventes sobre esta materia. Pero si se sumasen todos los parados españoles y extranjeros y sus familias (no menos de 5 a 6 millones de personas,  en total,  en 2018), y se calculase lo que cuestan al Estado los subsidios que estas personas cobran, más las prestaciones y servicios públicos gratuitos o subsidiados que reciben (como sanidad, educación, transporte público muy subsidiado, ayudas al alquiler de vivienda, seguridad pública, etc.), estaríamos hablando de un coste total de varias decenas de miles  millones de euros al año. Pero no podemos precisar más.

Con mucho paro y empleos menos cualificados, aportación fiscal muy baja de los foráneos

No se pueden pedir peras al olmo. Si en España los inmigrantes tienen tasas de paro muy altas, y sus salarios medios son apreciablemente inferiores a la media de los asalariados autóctonos, su aportación global a las arcas públicas difícilmente puede ser más que una parte pequeña de los ingresos fiscales y cotizaciones sociales totales de nuestro Estado y de la Seguridad Social (Cuadro 2).  

Las estadísticas de declarantes de IRPF de la Agencia Tributaria -en las que figuran también las aportaciones de los declarantes en cotizaciones sociales- así lo atestiguan. En 2017, los extranjeros sin doble nacionalidad (un 10,2% de los adultos de 20 a 79 años en España ese año) aportaron el 3,8% de los ingresos del Estado por IRPF, y el 4,9% de las cotizaciones sociales. Descontando lo ingresado en Hacienda por los extranjeros de países occidentales (en su inmensa mayoría, europeos), más cualificados y con menos paro de media que los españoles y, por tanto, con mayores ingresos per cápita, los extranjeros no occidentales difícilmente pudieron aportar más del 1% de la recaudación total por IRPF y del 2,3% de la Seguridad SocialSi los europeos occidentales sin doble nacionalidad que viven y trabajan aquí aportasen en media por persona lo mismo que los españoles en IRPF, su contribución a la recaudación total de IRPF habría sido del 2,8%, y por lo tanto, la del resto de extranjeros solo habría llegado al 1%. Pero como en general los europeos occidentales tienen un nivel de vida más alto -cosa lógica, pues pocos se van de un país más rico a vivir peor a otro más pobre-, como puede verse en ciertas listas de beneficiarios de ayudas públicas, como las ayudas al alquiler de la Comunidad de Madrid, donde no se ven apellidos alemanes, franceses, británicos, italianos o escandinavos, si acaso, cabe esperar que los europeos occidentales hubieran aportado más de un 2,8% del total, y por tanto, la contribución de todos los demás juntos (europeos del Este, iberoamericanos, africanos y asiáticos), no hubiera llegado ni al 1%. En las cotizaciones sociales cabe hacer un cálculo análogo.. Todo suma, pero como en los Estados de bienestar las personas con rentas bajas reciben, en general, más en prestaciones de lo que aportan, no cabe sostener la tesis de que “los inmigrantes nos pagan las pensiones”, algo que, por otra parte, sería absurdo esperar de ellos y  no sería justo exigirles.

Cuadro 2

La inmigración no resuelve uno de los peores azotes del invierno demográfico: la soledad

Una de las peores consecuencias de la falta de niños, y de la desestructuración familiar creciente -causa y efecto, simultáneamente, del tremendo descenso en la natalidad-, es el incremento exponencial del número de personas que viven solas en España. Y esto es algo que no se puede resolver con inmigración. Del extranjero se pueden importar mercancías y mano de obra, pero no hijos / nietos / hermanos (salvo algunos niños adoptados, que cada vez son menos, y que suponen una parte ínfima del total de niños en España).

El número medio de hijos por española ha caído desde 2,8 en 1976 a menos de 1,2 en 2019. En ese mismo lapso de tiempo, hemos pasado de una sociedad en la que más del 90% de la gente se casaba, y en la que no había casi separaciones matrimoniales -la ley española  de divorcio aprobada en la II República, en 1932, fue derogada en 1939, y el divorcio no fue legalizado de nuevo hasta 1981- a otra en la que se casa alguna vez en la vida menos del 50% de la gente, y de la que se casa, alrededor de la mitad se termina divorciando. Incluso en sociedades europeas donde el divorcio estaba legalizado, las tasas de divorcio eran, hasta los años 70-80 del pasado siglo, sustancialmente inferiores a las actuales. Y las de nupcialidad, eran muy superiores. Como consecuencia de la baja natalidad y nupcialidad, y de la alta tasa de divorcio, los hogares en España (y en todo Occidente, por las mismas razones) están cada vez menos poblados. Hemos pasado de 3,9 personas de media por hogar a 2,4 – 2,5. El porcentaje de españoles que viven solos se ha multiplicado por 6 en los últimos 50 años.

El incremento de la soledad entraña consecuencias negativas de gran calado, y no solo afectivas. La tristeza y melancolía que a muchos genera no vivir en compañía, además de desagradable, produce un deterioro de la salud psíquica y/o física en muchas personas, lo que conlleva un incremento de gasto sanitario. De manera aún más notable en lo económico, como en los hogares hay clarísimas economías de escala en muchos renglones de gasto en función del número de sus miembros, que vivan menos personas por hogar empobrece, porque se debe gastar más dinero por persona para lograr el mismo nivel de confort. 

Gráfico 8

En unas décadas, tal vez no querrán venir inmigrantes

En el futuro, a 20-30 años vista, salvo personas muy poco cualificadas, la propensión a emigrar desde los países emergentes hacia Occidente podría caer drásticamente, porque esas naciones se están desarrollando económicamente, y porque va dejando de haber en ellas la presión demográfica que generaba su alta natalidad tradicional, al tener ahora una fecundidad mucho menor que “la de siempre”, y con tendencia a la baja.

Por otra parte, como lo previsible en una España y Europa que están envejeciendo es que sus economías tiendan a ser menos dinámicas, la atracción de inmigración extraeuropea podría no ser fácil dentro de no muchos años. Esta es una razón estratégica adicional, y de mucho peso, para no fiar nuestras necesidades de mano de obra a la inmigración extranjera, olvidándonos, o casi, de nuestra propia natalidad. Porque si no tenemos niños ahora, y en 25 años tampoco quieren venir inmigrantes con una mínima capacidad de cubrir los huecos de nuestro mercado laboral, hacia mediados de este siglo, y posteriormente aún sería peor, las consecuencias del problema demográfico español y europeo se agravarían.

¿Cómo podríamos lograr un repunte sostenido de la natalidad en España?Este apartado se basa en la parte relativa a este tema del ensayo del mismo autor publicado en la serie de “Papeles FAES”, de la Fundación de Análisis y Estudios Sociales, titulado  “Consecuencias del declive demográfico de España”, del que se reproducen amplias partes aquí de forma literal, o con adaptaciones menores.

Las sociedades desarrolladas con baja fecundidad -todas, menos Israel- deben realizar un triple esfuerzo para sortear los males que su evolución demográfica augura: una apuesta decidida por mayores tasas de natalidad; una gestión equilibrada, con amplitud de miras y sin simplezas buenistas o extremistas, de la inmigración extranjera; y un ejercicio de adaptación socioeconómica al envejecimiento social rampante.

En cuanto a la inmigración extranjera, a la vez una de las mayores fuentes de oportunidad demográfica y de potenciales fracturas de convivencia y políticas en las sociedades occidentales, sobran tanto la demagogia buenista de Estados de bienestar con  sistemas de subsidios  que tienden a atraer y retener más inmigración -en especial la poco o nada cualificada- de la que puede absorber sin daños sociales el mercado laboral, como la demagogia xenófoba y anti-inmigración que, además de ser  moralmente inaceptable, es ineficiente y contraria a un mercado laboral bien organizado y al crecimiento económico.

Pero en ningún país occidental ha sido la inmigración una solución completa al déficit propio de natalidad. Bien gestionada, ha sido y es un valioso estímulo para el conjunto de la economía o una buena manera de cubrir determinados tipos de trabajos. Mal gestionada (por exceso de inmigrantes con relación a los que puede absorber el mercado laboral, por baja cualificación profesional de los foráneos, porque se generen masas críticas de inmigrantes con insuficiente integración sociocultural, etc.), puede acarrear males sociales considerables…. En todo caso, como en Europa occidental tenemos mucha población nacida en el extranjero (será mucha más en las siguientes generacionesEn España, el 26% de los bebés nacidos en 2018 eran hijos de una mujer nacida en el extranjero, y en el 31% de los casos, al menos uno de sus dos progenitores era de origen foráneo. El porcentaje de nacimientos con madre nacida en el extranjero en otros países de Europa occidental fue el siguiente: 46% en Suiza; 33% en Austria; 32% en Bélgica; 30% en Alemania, Suecia y Noruega; 27% en el Reino Unido; 24% en Francia; 23% en Italia, 21% en Holanda y Dinamarca…), uno de los principales retos demográficos de Europa es la buena integración de esa población de raíces foráneas, los inmigrantes y sus descendientes.

En todo caso, el incremento de la natalidad debe ser, con diferencia, la primera prioridad estratégica en lo demográfico,  tanto desde la política como desde la sociedad civil. De manera sinóptica, el Cuadro 3 intenta presentar un resumen de las que creemos que serían las claves de un esfuerzo europeo y español exitoso para lograr un aumento sostenido de la tasa de natalidad.

Cuadro 3

En España podemos aprender de lo que han hecho otros países en esta materia, tanto en lo que ha funcionado bien… como lo que no ha funcionado. En diversos países europeos, y muy en especial FranciaFrancia es natalista desde el fin la Segunda Guerra mundial, ya que, para las élites francesas, la derrota de 1940 fue causada en gran medida por su amplia inferioridad en población frente a Alemania desde finales del siglo XIX. “Hay 20 millones de alemanes de más”, dijo el presidente francés Clemenceau en los tiempos del tratado de Versalles. Para solucionarlo, Alemania fue mutilada territorialmente, uno de los agravios que los nazis aprovecharon con diabólica eficacia, y que acabaron desencadenando la Segunda Guerra Mundial., los países nórdicos, Irlanda y, más recientemente, Alemania y diversos países del Este (Rusia, Hungría, Polonia, Macedonia del Norte..), los Estados ofrecen generosos subsidios, desgravaciones fiscales y otras ayudas equivalentes a la natalidad, incluyendo dilatados permisos por maternidad y paternidad. También en España, pero aquí de manera más tímida hasta ahora.

Ese tipo de políticas ha logrado apreciables éxitos parciales en el empeño por recuperar una fecundidad suficiente para el reemplazo de la población. Pero en ningún país se ha recuperado ese nivel de reemplazo de manera sostenida, y aún menos si tomamos como referencia a las poblaciones autóctonas. En efecto los inmigrantes, más fecundos en general que los nativos -esto es especialmente así en el caso de los foráneos de religión islámica y sus descendientes-, aportan en casi toda Europa occidental del 20% al 30% de los nacimientos, o más, contribuyendo de manera apreciable a subir los índices nacionales de fecundidad. Por otra parte, y esto es algo muy notable, los países que hace una década llegaron a estar bastante cercanos a la fecundidad de reemplazo (Francia, Suecia, Noruega, Irlanda, EEUU…), están inmersos en los últimos años en un nuevo ciclo de caída de la natalidadDesde 2010 a 2019, Francia metropolitana ha pasado de 2,02 hijos por mujer a 1,84  (y según nuestras estimaciones, hechas con datos de Eurostat, en torno a 1,68 sin los nacimientos de madre extranjera). Suecia, de 1,98 a 1,70 (y en torno a 1,62 sin los nacimientos de madre extranjera). Dinamarca, de 1,87 a 1,70. Finlandia, de 1,87 a 1,35. Noruega, de 1,98 en 2009 a 1,53 en 2019 (y alrededor de 1,47 sin los nacimientos de madre extranjera). En EEUU la fecundidad ha caído desde 2,12 hijos por mujer en 2007, hasta 1,71 en 2019 (y en torno a 1,62 para la población blanca no hispana). Y en Irlanda se ha pasado de 2,10 en 2009 a 1,70 en 2019. Son países con más fecundidad que España, pero insuficiente, y con una clara tendencia a la baja. La nuestra ha caído menos en la última década, tal vez porque ya estaba en niveles tremendamente bajos. Fue de 1,2 hijos por mujer en 2019, un 40% a 45%% menos de los precisos para el relevo generacional..

En definitiva, hay que reconocer que los esfuerzos pro-natalidad de los diversos Estados, centrados sobre todo en dar a los padres, y en especial a las madres, dinero o prestaciones equivalentes (deducciones fiscales, bajas laborales retribuidas…), solo han logrado resultados insuficientes o muy insuficientes y poco duraderos.

La caída de la natalidad de los últimos 150 años se ha producido en paralelo con un incremento extraordinario de la renta per cápita. Por lo tanto, aunque compensar con dinero una parte importante de lo que cuesta criar hijos sea razonable y socialmente justo, difícilmente va a solucionar el problema por sí solo. De hecho, la fecundidad en los países más ricos del mundo (Suiza, Luxemburgo, Singapur, Noruega…) no es nada elevada, como tampoco lo es en aquellos con los horarios laborales más reducidos y mejor conciliación laboral-familiar (Alemania, Holanda, Suiza..).

La baja natalidad española y europea se debe principalmente al cambio de valores socioculturales y de modelo de sociedad en el último siglo y medio, y en especial en los últimos 50 años. Uno de sus rasgos principales es que el deseo de formar y mantener una familia estable, y de tener hijos cuando se es relativamente joven, ha dejado de ser una primerísima prioridad para la mayoría, y para muchos ha pasado a ser algo secundario, o bien algo a evitar.

Por ello, sin un cambio cultural y legal que propicie que recuperemos el deseo firme de tener niños antes de ser muy mayores, proceso que implica además una mayor estabilidad familiar (los hogares formados por matrimonios “tradicionales” tienen apreciablemente más hijos que los de otros tipos), solo se lograrán, como mucho, mejoras parciales. Y esas mejoras, por la experiencia reciente de los países nórdicos, Francia, EEUU o Irlanda, no pasarán, además, de efímeras. Claro está, ni ese necesario cambio cultural es fácil, ni se puede imponer por los Estados democráticos.

Algunas conclusiones

España tiene un grave problema de baja natalidad y no estamos solos.  También lo tiene el resto de Europa y muchos países de otras partes del mundo. Con inmigración extranjera -cuya buena gestión no es en absoluto trivial en sociedades con un Estado de bienestar muy generoso- solo es posible paliar de manera parcial los efectos corrosivos de la falta de bebés sobre los fundamentos de la sociedad. Necesitamos más niños españoles. Lamentablemente, a la falta de nacimientos que padecemos no se le presta la atención que merece en ambientes políticos, intelectuales, mediáticos y empresariales.

Creemos que solo si la sociedad en su conjunto toma conciencia de esta incomodísima verdad, reaccionará de manera suficiente. Sin esa reacción cultural, social y política ante la carencia de bebés, nuestros fundamentos demográficos se seguirán deteriorando. Toda la sociedad debe participar en esa labor de concienciación. Desde luego, el Estado y las Administraciones Públicas, pero también los partidos políticos, las grandes empresas, los medios de comunicación y el conjunto de lo que llamamos “sociedad civil”.

Alejandro Macarrón Larumbe es ingeniero y consultor empresarial, director de la Fundación Renacimiento Demográfico y autor de los libros “Suicidio demográfico en Occidente y medio mundo” y “El suicidio demográfico de España”.

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_articulo_5515

Ficha técnica

23 '
0

Compartir

También de interés.

Piketty: la amenaza del capital

La crisis ha convertido la distribución de la renta en un tema que ha…

¿Un nuevo realismo?

El terreno de juego de la sociedad mediática es un ámbito incómodo para la…

De la cuna al Imserso

Recientemente, la prensa y la televisión –pública y privada– han recordado a la opinión…