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Inteligencia desdibujada

YO YA HE ESTADO AQUÍ. FICCIONES DE LA REPETICIÓN

Jordi Balló, Xavier Pérez

Anagrama, Barcelona

296 pp. 19

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El hombre ha sentido siempre el placer de la repetición. El niño disfruta oyendo muchas veces el mismo cuento, y el adulto no se cansa de escuchar la música que le recuerda momentos señalados de su vida, o de ver películas cuyas imágenes, teñidas de fuego o de melancolía, le permiten olvidar que ha de morir. Comprobar que las cosas suceden como siempre han sucedido, y como sin duda volverán a suceder, es tranquilizador: la costumbre aleja la incertidumbre y disipa el azar; nos ratifica frente a la catástrofe de existir. Estas recurrencias son las que pretende desvelar Yo ya he estado aquí. Ficciones de la repetición, que aborda, en cada uno de sus once capítulos, los modos en que las artes visuales contemporáneas –el cine, la televisión, el cómic– han practicado el consuelo de la iteración. Balló y Pérez estudian las repeticiones propias de la ciudad, el amor, la familia, la identidad, la muerte, la autodestrucción, el tiempo, el viaje y el infinito, pero sin ceñirse a un saber específico, sino recorriendo los diversos ámbitos de la cultura, con constantes incursiones en lo literario, para trazar un arco complejo y panorámico. Si la inteligencia es la capacidad de establecer relaciones, este ensayo es inteligente, porque ilumina realidades ocultas y revela nexos insospechados. Resulta fascinante descubrir los vínculos entre la serie Ironside y la saga artúrica; entre el folletín y La guerra de las galaxias; entre el Antiguo Testamento y el cine húngaro o australiano; entre la ópera de Wagner y El príncipe valiente; entre el teniente Colomboy los ejercicios de estilo de Raymond Queneau. La estructura expositiva es, por lo general, correcta. Cuando Balló y Pérez hablan, por ejemplo, del instante cotidiano, arrancan en Parménides, siguen con la novela contemporánea –Proust, Edith Warton, D. H. Lawrence– y acaban con series televisivas como La saga de los Forsythe o La plaça del Diamant. Para sustentar sus asertos, recurren con frecuencia a la mitología –sobre todo a la griega–, a la filosofía y al teatro, con Kierkegaard y Shakes­pea­re a la cabeza, respectivamente. Los autores prestan también mucha atención a la literatura detectivesca y a sus protagonistas, en especial a Sherlock Holmes. Y, quizá por ser catalanes, no olvidan la literatura en catalán (Maragall, Pàmies, Monzó, Pedrolo, Pla, Benet i Jornet), lo que se les agradece: en España suelen desdeñarse las literaturas en otras lenguas del Estado. Aunque quizá deberían haber otorgado mayor importancia a la poesía, por la intensidad con que ejerce el emparejamiento y la repetición. Cuando afirman que «el paraíso no crea ficción, porque el tiempo no discurre», están sosteniendo lo que ya dijo Machado: que sólo se canta lo que se pierde. Y perdemos tiempo a manos llenas: vivir es ver cómo se nos escapa a borbotones.

Frente al más que frecuente acierto de sus análisis, Yo ya he estado aquí incurre en numerosos desaciertos expresivos, es más, se erige en paradigma de lo que no ha de ser la prosa ensayística. Su error fundamental consiste en creer que, cuanto más esdrújulo y excrecente sea el lenguaje, más empaque tendrán las ideas. Y es exactamente al revés: los excesos adjetivales, los archisílabos, los neologismos ridículos, las redundancias, los anglicismos y galicismos, y, en general, la verborrea –de todo lo cual rebosa el libro– emborronan los juicios y perturban la lectura. Quizá algunos de estos rasgos sean atribuibles a la traducción –lo que parece indudable en el caso de algunos catalanismos–, pero, por su ubicuidad, los sospecho imputables a los autores. Balló y Pérez son de los que nunca escriben «ver», sino «visualizar», ni, por lo tanto, «película», sino «visualización fílmica». Los neologismos innecesarios e incomprensibles –pero con muchas sílabas– anegan el texto: «distópico», «pictoricista», «prerrecuerdo», «domesticidad», «pregnancia», «escópico», «ficcionar». Las redundancias también abundan: «recurso recurrente», «clímax paroxístico», «vagar errático», «universo cósmico», «títeres corpóreos» (¿los habrá incorpóreos?), «constelación estrellada», «aviso admonitorio» o «factorías fílmicas de cine»: ciertamente, si son de cine, no pueden ser sino «fílmicas». La suma de muletillas, errores y superfluidades acaba conformando párrafos insufribles, en los que las cosas se dicen de la forma más enrevesada posible: cuando recuerdan las escenas en que Charlot luchaba por conseguir un bocado, afirman que perseguía «un pedazo efímero de calidez alimentaria». La redacción es tan defectuosa que, a veces, no se sabe lo que quiere decir: en «un film de Shakespeare visualizado por Laurence Olivier», ignoramos si la película se basaba en una obra de Shakespeare o si versaba sobre Shakespeare (una vez descartado que la película la hubiera rodado Shakespeare), y también si Laurence Olivier actuaba en ella o simplemente la veía. Tampoco sabemos qué es un «itinerario de serialidad episódica», ni a qué se dedican los «analistas de la ficción interactiva», ni en qué consiste un «ejercicio de mineralización opaca» (lo que parece extraído de un manual de geología). Es una pena que, en lugar de un lenguaje pulcro y sensato, se perpetre esta jerga horrísona, que empaña un sugerente haz de ideas. Yo ya he estado aquí, y los lectores, se mere­cían algo mejor. 

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Ficha técnica

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