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Inconsolable: diálogo con Javier Gomá

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La muerte del padre siempre produce una herida, pero su extensión y profundidad depende del momento en que acontezca. Perder al padre en la madurez nos recuerda la propia finitud y nos hace experimentar un inesperado desamparo. Nuestra vida ya ha rodado un buen trecho y los años que nos quedan serán el escenario de nuevas pérdidas. Los seres queridos que nos han acompañado durante años nos dejarán un día, quizás no muy lejano. Nos espera la última vuelta del camino y, después, la oscuridad. Quizás exista algo más, pero se esconde a nuestra mirada. La nada parece ser la estación final. Yo pasé mi niñez y juventud en el barrio de Argüelles. Desde el balcón de mi casa, contemplaba cada mañana los árboles de la Casa de Campo, desfilando hacia el horizonte. El mundo parecía crecer, sobrepasando cualquier límite. La ilusión de movimiento convivía con cierta idea de permanencia. Al contemplar el verde del paisaje mezclado con el humo blanco de un tren y el azul lejano de la sierra de Guadarrama, pensaba que vivía en lo eterno. Por la noche, todo desaparecía, pero los pequeños puntos de luz que abrían claros en la negrura sugerían que una conciencia cósmica sostenía la vida en esas horas silenciosas. A la mañana siguiente, todo se restablecía: un sol insolente, un aire con olor a sierra y resina, el humo blanco del tren, las ruidosas bandadas de pájaros. El tránsito de la noche al día se había ejecutado con esa milimétrica precisión que solo presuponemos en un maestro relojero. ¿Quizás la muerte solo es eso? Un tránsito que nuestra sensibilidad no aprecia porque rebasa su comprensión. Ojalá. Si solo existe un devenir incesante, el ser humano no es más que una insignificante gota de agua en un océano furioso.

Perder al padre durante la niñez es particularmente dramático. Nos hace sentir que hemos sido brutalmente desarraigados de un mundo que hasta entonces concebíamos como perfecto. Nos quedamos sin el árbol que tutelaba nuestra existencia, prodigándonos frescor y cobijo. Ya no podremos mirar a nuestra madre sin pensar que la fatalidad también podría abatirse sobre ella, agravando nuestro desamparo. Nada es inmutable, salvo nuestro miedo. Javier Gomá Lanzón perdió a su padre a los cincuenta años. Yo, a los ocho. Se trata de una diferencia crucial. Si los datos se invirtieran, no me cabe ninguna duda de que seríamos dos personas distintas. Quizás hoy en día es más fácil crecer con un solo progenitor. El concepto de familia ha cambiado radicalmente. En cuestiones de esta naturaleza, noto que pertenezco a una época que ha devenido incomprensible para los nacidos varias décadas después. Mi madre se ocupó de nosotros con un afecto infinito y una entrega total, pero la ausencia de mi padre siempre fue la dolorosa evidencia de que éramos una familia rota. El dolor se aplacó con el tiempo, pero nunca se extinguió del todo. Me faltan los recuerdos que los niños de mi generación acumularon con sus padres, esas vivencias que yo solo puedo imaginar. Me gustaría decir que con el tiempo la melancolía desplazó al desconsuelo. No es así. La idea de la muerte irrumpió tempranamente en mi conciencia y sigue ahí, nítida como una vivencia reciente, pero con el carácter lúgubre de una profecía infalible, proclamando que todo lo que vive está abocado a borrarse. Como señala Javier Gomá, se proclama la dignidad del ser humano, pero se acepta un destino indigno.

Inconsable es un emotivo monólogo teatral que apenas incurre en lo que Gomá llama «literatura maleducada». La «literatura maleducada» explota lo melodramático para movilizar emociones, sin retroceder ante una sinceridad que roza la obscenidad. Todo vale para provocar una conmoción. Gomá se muestra partidario de la elegancia, que no resta dramatismo pero respeta al lector, ahorrándole alardes innecesarios. Su intención es compartir, no abrumar. Gomá señala al principio de su monólogo que «somos tiempo. Solo un cierto depósito de tiempo». Saber eso y haber escrito sobre la muerte, no le ahorrará el tumulto emocional que produce la pérdida de un padre. La «veteranía en el oficio de vivir» no es sinónimo de entereza. Gomá confiesa que perder a su padre hizo que su resistencia a la adversidad entrara en coma. Sus anticuerpos no estaban preparados para esa catástrofe. Su hábito de analizar sus sentimientos se vio desbordado por lo insólito: «En unas horas, descubrí un continente emocional nuevo, tan inesperado para mí como lo sería hallar por sorpresa una habitación desconocida en el piso donde vivo». Al narrar el itinerario de su duelo, Gomá descubre la importancia de los afectos. La cercanía de los amigos conforta y aplaca la angustia. Los protocolos concebidos para estas situaciones no son «pesadas servidumbres», sino una «afirmación de la vida». Las ceremonias son muy necesarias en esa hora trágica. Yo no pude comprobarlo, pues –al ser un niño- consideraron mejor que permaneciera apartado, sin presenciar casi nada. Me despedí brevemente de mi padre, besando su frente fría, cuando ya estaba amortajado. No sé si fue una buena idea, pues yo sentí que ese cuerpo helado ya no era mi padre. No visité su tumba hasta los veinte años y lo hice de una forma clandestina, como el que se asoma a un secreto de familia, experimentando la sensación de cometer un sacrilegio. Su ausencia provocaba tanto dolor años más tarde que se había establecido un cerco de exclusión, un perímetro invisible que intentaba proteger nuestros sentimientos, aún en carne viva. Mi duelo nunca acabó. Su itinerario aún prosigue, enredado en un bucle interminable. Quizás suene hiperbólico, pero sin la esperanza de otra vida, ¿qué puede ser la existencia sino un duelo perpetuo? Todo fluye, sí, pero hacia el no ser. La nostalgia del ayer solo es un leve latido en un cosmos que se expande fríamente, sin ofrecer otra perspectiva que una nada todopoderosa.

«La muerte del padre es una experiencia personalísima en la vida de cada cual», escribe Gomá. «Idéntica privación nos iguala a todos en un mismo estado de orfandad universal». Cada duelo es distinto, pero todos confluyen en una experiencia universal. De otro modo, el dolor de la pérdida sería algo estrictamente privado. Gomá afirma que no se debe transformar un planto en una especie de terapia con desnudo integral. ¿Verdaderamente es así? ¿No es cierto que la palabra sana, como dijo Freud? ¿Acaso escribir no es una liberación, una catarsis? Y, en último término, ¿escribir no es siempre una indiscreción, particularmente cuando se recrean experiencias personales? ¿Qué es la literatura de Dostoievski sino una prolongada y estridente indiscreción? El impudor es la esencia de la literatura, incluso cuando adopta un tono ejemplar, pues infringe el precepto de hacer el bien de forma anónima. Desde que se firma un texto, la literatura rompe con las convenciones sociales que nos piden reserva y circunspección. El escritor siempre es un ególatra, quizás porque teme que su nombre sea lo único que pueda salvar de la muerte.

Gomá no se refugia en la soledad y el silencio. Apela a la palabra y, por tanto, a los otros. El hombre es un animal social, apuntó Aristóteles, mostrando esa clarividencia que en siglo XIII le hizo ascender hasta el cénit del saber, convirtiéndose en el Filósofo. «Hablar alivia la aflicción», corrobora Gomá, excelente conocedor de la cultura grecolatina, pero añade: «Aquí hay que venir llorado». Solo así se gana el derecho a que el otro «preste» (no regale) su atención. Cada uno tiene sus trucos para conjurar el dolor. Gomá explota un recurso infrecuente en nuestros días: el chiste malo. Se trata de una forma de humor que evoca las ocurrencias de Buster Keaton: humor inteligente disfrazado de torpeza. El chiste malo es particularmente pedagógico, pues enseña que es lícito reírse de uno mismo, pero no de los demás. Sin embargo, la tristeza puede ser tan devastadora que ahogue ese humor elegante, educativo, hasta imponer un incómodo silencio. Aunque la hija pequeña de Gomá suele huir de sus chistes malos, le suplica que cuente uno, alarmada por la inacostumbrada seriedad del padre. Al margen del chiste malo, cabe el consuelo de pensar que la muerte puede ser el necesario desenlace de una placentera vejez. El padre de Gomá muere a una edad avanzada y su agonía apenas ocupa unas horas. No es una mala muerte, pero Gomá considera que la muerte siempre es injusta. La desaparición de un ser humano decente empobrece el mundo, arrebatándole algo irrepetible. No podemos decir con Jorge Guillén: «el mundo está bien hecho». Solo cabe reconocer que la finitud es el precio que pagamos por adquirir una identidad. Cada hombre es una historia singular. No sería posible si todos viviéramos eternamente. Si fuéramos inmortales, la existencia quedaría reducida a un hastío indiferenciado y estéril. Es la lección de Jonathan Swift y Borges, que fantasearon con mundos exentos de la muerte.

Se dice que «CUARENTA DÍAS» –Gomá utiliza las mayúsculas como Miguel Delibes en algunas de sus novelas- es el plazo donde las emociones asociadas al duelo alcanzan su apogeo. Después, empieza un lento declive hacia la normalidad, hacia esa sensación de habitar un mundo confortable, pero Gomá no percibe ese tránsito. La muerte de un ser querido deja muy claro que el mundo no es una casa, sino una incómoda posada. ¿Flaquea el optimismo de Gomá, beligerante siempre contra las posturas pesimistas? Si el hombre es el fruto de una larga evolución, una obra maestra del tiempo y la biología, ¿cabe resignarse ante su destrucción? Solo hacen falta unos instantes para que un ser humano se transforme «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada», según el verso de Góngora. ¿Se aproxima Gomá al pesar existencial de un Camus? Desde luego, se siente mutilado, pues los padres no son únicamente personas amadas, sino «EL ÚLTIMO ANIMAL MITOLÓGICO», el héroe que derrota al dragón, salvándonos de los poderes malignos. Los padres nos enseñan a ver el mundo, pero nunca es posible llegar a ver con claridad cómo son ellos realmente. Son las primeras páginas de nuestras vidas. Perder esas páginas nos conduce al «LUGAR DE LA VERDAD», ese escenario abstracto que nos revela lo «IN-DE-CI-BLE». La muerte de los padres es una dolorosa amputación que transforma «las brasas de la adolescencia» en ceniza fría. Hasta ese momento, Gomá se había percibido a sí mismo como «una península unida al continente de mi infancia por el estrecho istmo de mis padres». La ruptura de ese istmo aboca a «lo inconsolable». Se ha roto el vínculo con el pasado. El «totalitarismo de la muerte» ha impuesto su inexpugnable soberanía. Solo cabe combatirla con humor. Durante el sepelio, la familia descubre que una lápida cercana exhibe un nombre absurdo: PETRA TROMPETA. La risa puede ser el pasaporte hacia la melancolía, definida como el placer de estar triste. Sin embargo, una mueca no puede borrar el estupor que produce pensar que la vida solo es un arco entre dos fechas. En el caso del padre de Gomá, 1930-2015. En el de mi padre, 1911-1972. ¿Ya está? ¿La vida solo es una sucesión numérica, una escala hacia el cero absoluto? ¿Puede sanar el paso del tiempo lo que Gomá describe como «una herida metafísica»?

¿Qué es nuestra propia vida? «Somos huérfanos condenados a producir huérfanos», escribe Gomá. El panorama se agrava cuando no se dejan hijos atrás. Los que no hemos engendrado nuevas vidas no ocuparemos un lugar privilegiado en la memoria de nadie. Salvo que hagamos algo notable, en muy poco tiempo no seremos nada. Eso sí, tener hijos solo garantiza una posteridad limitada. Al cabo de unas pocas generaciones, nadie recordará al difunto. Perder a un padre nos produce inseguridad y desaliento, pero también nos catapulta hacia lo alto, ofreciéndonos una perspectiva privilegiada de la vida. A veces, la claridad viene del lugar menos esperado. Gomá recibe una iluminadora carta de un profesor con el que mantenía un contacto superficial. Son unas breves líneas donde se describe la muerte del padre como «un sacramento existencial». Tras el duelo, emerge una «definitiva inteligencia de nuestra condición mortal movilizando nuestra voluntad de vivir». ¿En qué consiste esa «definitiva inteligencia»? En concebir nuestra existencia como «LA LENTA GESTACIÓN DE UN EJEMPLO PÓSTUMO». Gomá evoca a su padre como un «patricio romano». Culto, inteligente, con modales señoriales y un sentido militar del deber, infligió –no obstante- una herida en su familia al llegar a los cincuenta, sembrando un dolor inmerecido. Gomá descarta ajustar cuentas. Prefiere reservar sus fuerzas para prolongar las virtudes del padre y transmitirlas a sus nietos. Piensa que la muerte no es el final. En un plano metafísico, podemos albergar una esperanza razonable. En un plano humano, debemos cultivar la virtud, ajustándonos a un imperativo: «Vive de tal manera que tu muerte sea escandalosamente injusta». Gomá finaliza su monólogo admitiendo que se ha deslizado hacia el sentimentalismo en algunos momentos, incumpliendo su propósito de cuidar la cortesía y el decoro. No me parece un defecto. El verdadero escritor se deja llevar por las palabras. No es un auriga que maneja con vigor las riendas, sino un humilde peregrino que avanza con timidez. 

El planto de Javier Gomá es una «INVITACIÓN A UNA VIDA DIGNA Y BELLA». No se me ocurre un propósito más digno y elegante. Está claro que ha heredado el talante de patricio romano de su progenitor. Mi padre nació veinte años antes que el de Gomá, pero creo que se movía en el mismo horizonte moral y estético, aunque era más expansivo y transigía con la confidencia con más facilidad. Cálido y cercano, siempre llevaba traje y corbata, incluso el fatídico dos de junio de 1972, cuando le alcanzó la muerte. Recuerdo que ese día hizo mucho calor. Aunque presencié el infarto, me resistía a aceptar su muerte, incluso cuando escuché la noticia en el telediario de las tres de la tarde. Solo asumí lo sucedido al escuchar a mi madre, explicándome entre lágrimas que se había producido lo irreversible. Imagino que a mi padre, un escritor con cierto reconocimiento en sus días, le produciría tristeza haber caído en el olvido, pero al menos dos calles españolas y varios diccionarios de literatura aún cobijan su nombre. ¿Cuál será la imagen de nuestras vidas? ¿Cómo nos recordarán? Nunca he pretendido ser un ejemplo de nada, pero si fuera posible, me gustaría que se me recordara como alguien apasionado por la turbulencia de la vida, con sus tempestades y calmas. Creo que en eso coincido con Gomá, pero indudablemente nos separa la infancia. Yo crecí a la sombra de la muerte. Esa sombra le alcanzó a él mucho más tarde, cuando ya era un hombre y podía afrontar el duelo con la serenidad de un árbol con las raíces firmemente asentadas. Pienso que a los dos nos gustaría dejar la vida con la sensación de haber sido una semilla fértil en un mundo donde escasea la esperanza.

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Ficha técnica

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