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Sesión doble: Murieron con las botas puestas y Río Bravo

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En los años ochenta aún había varios cines en el barrio de Argüelles, pero casi todos desaparecieron a la vez, incapaces de soportar la competencia del vídeo, que puso a disposición de las familias un creciente catálogo de clásicos y novedades a precios asequibles. Aunque todavía no habían aparecido las pantallas de grandes dimensiones, se impuso la comodidad de ver las películas en casa. Las generaciones que habían crecido con pequeños televisores de tubo en blanco y negro consideraron un lujo poseer una copia de Casablanca, Solo ante el peligro o Testigo de cargo. Yo empecé una colección de cintas en VHS que creció hasta bordear el mágico número de mil películas. Cuando apareció el DVD y, algo más tarde, el Blu-ray, experimenté el mismo trauma que otros coleccionistas insaciables, pues de repente descubrí que había acumulado un formato condenado a extinguirse. Nos habían asegurado que las películas durarían siempre, que soportarían el paso del tiempo, pero el tiempo había pasado y se cobraba una vez más su tributo, evidenciando la irremediable caducidad de cualquier objeto o forma de vida. El triunfo de los nuevos formatos constituyó una victoria pírrica, pues la extinción de los soportes físicos sólo es cuestión de tiempo. De poco tiempo.

Conservo mis cintas VHS y he reunido más de quinientos DVD y unos trescientos Blu-ray. Aunque algún día desaparezcan los reproductores que aún me permiten disfrutar de mi colección de películas, siempre me quedará el consuelo de contemplar las carátulas. No creo que el DVD o el Blu-ray compartan la suerte del vinilo, que ha resurgido para convertirse en un homenaje a la nostalgia y una melancólica forma de coleccionismo. No habrá más alternativa que la resignación. Sin embargo, la frustración que produce la decadencia de los distintos formatos de vídeo no puede compararse con el sentimiento de duelo causado por el cierre de los cines de barrio. No recuerdo el nombre de todas las salas de mi antiguo barrio. Citaré sólo algunos cines: el Argüelles, el Princesa, el Urquijo, el Conde Duque, el Torre de Madrid. Casi todos ofrecían magníficos programas dobles desde mediados de los años sesenta. Pasé muchas horas en su penumbra, viendo una y otra vez clásicos del western, la comedia, el film noir o el cine bélico. No he olvidado la tarde en que encadené Murieron con las botas puestas con Río Bravo. No me gustaba ir al cine acompañado, pues consideraba que la soledad mejoraba mi concentración, convirtiendo cada película en una experiencia irrepetible. Aborrecía a los que hablaban o comían palomitas. No sólo porque molestaban o distraían, sino porque –sin advertirlo? diluían las emociones, perturbando el despliegue de magníficas y épicas ficciones.

Dirigida por Raoul Walsh y estrenada en 1941, Murieron con las botas puestas narraba las peripecias de George Armstrong Custer, abordando los aspectos más amables del personaje, como sus ideas románticas sobre la milicia, su pasión por las cebolletas y su carácter alegre y optimista. La película no ocultaba su talante pendenciero e indisciplinado, ni su pasión por los uniformes de fantasía, con toda clase de adornos y extravagancias. También mostraba su paradójica integridad. A pesar de su enorme ambición, arriesgó su carrera para denunciar los abusos que sufrían los indios por parte del gobierno. Eso no le impidió perpetrar una matanza en el río Washita, atacando en noviembre de 1868 a un poblado cheyenne que agitó inútilmente la bandera blanca cuando advirtió la presencia del Séptimo de Caballería. Valiente hasta la temeridad, Custer era un oficial despiadado, que imponía la disciplina a latigazos y fusilaba sin juicio a desertores y guerrilleros confederados. Raoul Walsh prefirió ignorar esas cuestiones, convirtiendo a Custer en el perfecto héroe estadounidense. Con un enorme encanto personal, el joven teniente Custer lograba la simpatía del veterano general Winfield Scott, soberbiamente interpretado por Sydney Greenstreet, ofreciéndole su bandeja de cebolletas en un restaurante de Washington. Era la última ración disponible y el general agradecía el gesto, asignándole un destino en el frente. Su buena estrella le ayudaría a desempeñar un papel crucial en un momento crítico para la Unión, obteniendo fama y ascensos. En una película de acción, las escenas más inolvidables no transcurrían en el campo de batalla, sino en escenarios domésticos. Su accidentado romance y boda con Elizabeth Bacon, «Libbie» (Olivia de Havilland) desembocaban en uno de las secuencias más emotivas del cine, cuando ambos se despedían en vísperas de la batalla de Little Bighorn. Las palabras de despedida de Custer resultaban particularmente conmovedoras: «Adiós. Pasear a su lado por la vida fue muy agradable, señora».

Estrenada en 1959, Río Bravo obtuvo excelente resultados de taquilla, pero la crítica se mostró fría y escéptica. Dirigida por Howard Hawks, se consideró que la cinta era lenta, aburrida y pretenciosa. El tiempo ha demostrado que ninguno de los adjetivos se ajusta a la realidad. Río Bravo es una hermosa historia de amistad que incluye un atípico romance. Dude (Dean Martin) es el ayudante del sheriff John T. Chance (John Wayne) en un pequeño pueblo dominado por Nathan Burdette (John Russell), un terrateniente sin escrúpulos y con un hermano brutal, Joe (Claude Akins), que asesina a un hombre a sangre fría. Por culpa de un desengaño amoroso, Dude se ha convertido en un borrachín o «merluzón», según la jerga mexicana. Sucio, tembloroso y con la mirada perdida, soporta toda clase de befas. Su dignidad se ha degradado de tal modo que escarba en las escupideras cuando le arrojan una moneda para pagar un nuevo trago. No le importa humillarse y golpea a su amigo Chance cuando intenta evitar que se comporte de ese modo. Durante los primeros minutos de la película, los hechos transcurren sin diálogo, evidenciando que Hawks quiere hacer un western diferente, con una estética minimalista orientada hacia la introspección psicológica. La rehabilitación de Dude está tan bien plasmada como la iniciación de Colorado Ryan (Ricky Nelson), un joven pistolero que acabará apoyando a Chance tras el asesinato de su patrón, Pat Wheeler (Ward Bond). Al igual que Chance, dejará de vender su habilidad con las armas al mejor postor, asumiendo el papel de defensor de la ley. Stumpy (Walter Brennan), un viejo cojo y cascarrabias, y Feathers (Angie Dickinson), completarán el grupo de irreductibles que planta cara al clan de los Burdette. Chance y Feathers se enamorarán, protagonizando un divertido idilio. El sheriff no es un seductor, sino un hombretón con problemas para expresar sus sentimientos. El romance servirá para aliviar la tensión en una película que muchas veces recuerda las atmósferas opresivas del cine negro.

Detenido por Chance y custodiado en la cárcel local por Stumpy, Joe confía en su poderoso hermano, que ha prometido liberarlo, utilizando su ejército de pistoleros a sueldo. Río Bravo incorpora dos pequeños números musicales que encajan perfectamente con la trama. Para desmoralizar a Chance y sus ayudantes, Nathan ordena a la orquesta local que toque «Degüello», una vieja melodía empleada por los mexicanos para intimidar a los defensores de El Álamo, anunciándoles que lucharán sin cuartel, es decir, a muerte. Dude está a punto de volver a la bebida, pero cuando oye el tema vacía el vaso de whisky en la botella. Lenta, cuidadosamente, con la determinación de quien ha recobrado la lucidez tras un instante de ofuscación. Algo más tarde, responde con la canción «My Rifle, My Pony and Me», con su voz grave y seductora. Colorado le acompaña con una guitarra y Stumpy con la armónica. Es uno de los momentos más entrañables, con un John Wayne escuchando relajado y sonriente. La canción había sido el tema principal de Río Rojo (1948), también de Howard Hawks, aficionado a lanzar guiños entre sus películas o incluso a rodar una segunda versión de la misma historia, introduciendo pequeñas variaciones. De hecho, en 1966 rodaría El Dorado, una inspirada recreación de Río Bravo, con John Wayne otra vez de protagonista.

De vez en cuando me acercó al barrio de Argüelles, pero ya nada es lo mismo. Salvo el Parque del Oeste, que conserva su encanto de arboleda inglesa reacia al orden y la claridad de los jardines franceses, ya nada es igual. No hay cines y han cerrado viejos establecimientos que siempre asociaré a mi niñez y juventud, como la heladería Bruin. Cuando vuelvo a mi casa, muchas veces combato mi frustración organizando una doble sesión de cine con mis clásicos favoritos, pero nunca he logrado reproducir las intensas emociones de las salas de cine, cuando la ficción cinematográfica abolía temporalmente la realidad. No me gusta la palabra resignación, pero me temo que no existe otra alternativa. Eso sí, siempre quedan los recuerdos, que preservan nuestros lazos con el pasado y nos ayudan a convertir la contrariedad en apacible melancolía.

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Ficha técnica

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