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Emblemas: nostalgia de lo oscuro

Iconología

CESARE RIPA

Joan Sureda (dir.)

Trad. de Juan Barja y Yago Barja

Akal, Madrid, 1.060 págs.

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Hubo un tiempo en el que los artistas no tenían que preocuparse de ser entendidos. La novela propiamente dicha aún no existía (aunque sí los romances en clave exótica y las fantasías caballerescas), los dramaturgos, por inverosímil que hoy pueda parecer, usaban la mitología y la retórica latina para impresionar al público de los corrales, y el pintor sólo tenía que convencer a su patrón, orgulloso de ser el pagador de un secreto programa particular. Las delicias de ese arte cifrado siguieron existiendo, en decadencia, hasta el siglo XIX, cuando el limpio espejo humano de la novela, el teatro naturalista, los comienzos de la fotografía y, sobre todo, la voluntad igualitaria nacida de las revoluciones del siglo desbarataron el cuadro de los símbolos pactados al margen de una mayoría que ahora sí quería entender. ¿Fue feliz aquel tiempo, al que el Barroco proporcionó una escenografía profusa, torneada, donde el retruécano y el circunloquio tenían más sitio para esconderse? ¿O se trató, antes bien, de un funesto episodio de la tiranía de los jerarcas, que, no contenta con el dominio sobre las tierras, los cuerpos y las almas sometidas, quiso también establecer una oligarquía del goce estético? La respuesta a esa doble pregunta sigue siendo hoy, según la contestemos de una forma u otra, el punto divisorio de las artes, exacerbado en nuestra época de abundancia y comodidad informativa por la presión de las masas, muy descaradas a la hora de exigir «novelas que cuenten historias», «películas que no aburran», «teatro corto y si es necesario recortado», «obras plásticas para disfrute común y no del comisario de exposiciones». Con lo que se da la paradoja de que el siglo XX, que abrió las puertas del palacio de invierno de la élite a los descamisados, produjo también las capillas más herméticas y sectarias: el «ismo» como refugio o defensa más que como expresión o credo.

Por eso, a la nostalgia y el gusto que da leer esta monumental edición de la Iconología de Cesare Ripa se superpone la duda capciosa: ¿serán consideradas dentro de cuatro siglos las obras maestras de nuestros movimientos modernos de vanguardia como misteriosos códices de una sabiduría creada y repartida entre los happy few ?

La presente edición de Akal es rica en cantidad y cuidado: más de mil páginas de letra clara, muchas ilustraciones adecuadamente impresas, índices onomásticos y temáticos tan de agradecer en este país donde sólo parece existir un «Índice» indiscutible y sagrado de libros. Sin embargo, el prólogo, firmado por Adita Allo Manero, nombre en sí mismo algo conceptista, se limita a dar una información de las ediciones del libro, la personalidad de su autor y la estela dejada que, aun suficiente, sabrá a poco a quienes quieran –no siendo iconólogos– leer tal maravilloso compendio de un saber antaño prestigiado y legendario. A mí mismo me afectó su leyenda, pues habiendo hecho, pour le plaisir, ciertos estudios de iconografía pictórica y arquitectónica en la biblioteca y las aulas del Courtauld Institute (asociado al University College londinense, donde yo seguí mis estudios de historia del arte), casi no pude creer el encuentro en una librería de Kensington del volumen, tirado de precio, Baroque and Rococo Pictorial Imagery, título bajo el que descubrí una reimpresión norteamericana de la Iconología de Ripa basada en la copiosamente ilustrada edición de Hertel (publicada entre 1758 y 1760). El «ripa», como el «alciato» o el «quarles», eran, naturalmente, obras básicas de consulta y referencia en esos estudios, pero ningún joven estudiante podía soñar con la posesión de libros tan antiguos e historiados. Hasta que, extendidas e incluso puestas de moda en Europa y los Estados Unidos la iconología y las relecturas iconográficas del arte del Renacimiento, se siguieron haciendo reediciones modernas de títulos clásicos que complementaban los ensayos, tan en boga en los años setenta, de Panofsky, Saxl, Wittkower o Frances Yates, a la que tuve la suerte de oír unas extraordinarias conferencias después recogidas en su libro Shakespeare's Last Plays, donde la doctora Yates aplicaba ingeniosa y aventureramente sus conocimientos cabalísticos, alquímicos y emblemáticos a la interpretación de piezas como Cymbeline o La tempestad. Ese libro precisamente me abrió los ojos, nada agudizados entonces, a la posible conexión de la iconología con la literatura, y no sólo con las artes de la pintura y la arquitectura. Poco después cayó en mis manos la impresión italiana de 1975 de los Studies in Seventeenth-Century Imagery de Mario Praz, quien llevaba a cabo una apasionante exploración del rastro de los libros de emblemas en la poesía y en la narrativa (Praz llega hasta los influjos invertidos por la burla de Turguenev y Flaubert, que en Bouvard y Pécuchet describe cómicamente la exagerada alegoría de unos jardines y moradas nobles).

La fama que durante siglos tuvo el «ripa» sólo fue igualada por la de los Emblemas de Alciato, cuya tempranísima traducción castellana de 15481549 fue publicada en 1975 por la desaparecida Editora Nacional, refugio en sus últimos años de existencia de un encomiable aunque híspido grupo de fanáticos del esoterismo. Para el libro que aquí comentamos, Akal ha optado, entre las muchas reediciones que siguieron a la prínceps de 1593, por la de 1613, donde el autor recogía cerca de mil conceptos alegóricos y un número ampliado de grabados ilustrativos. Ahora bien, se preguntará el lector medianamente culto que no esté versado en esta remota materia: ¿qué es la Iconología de Ripa, y a qué se debe la importancia de unos textos que son hoy, a lo sumo, pasto de especialistas? Aun teniendo la impresión de que el «furor iconográfico» de hace treinta años ha remitido, incluso en lugares tan tendenciosos como las universidades, me parece innegable que la aportación que los citados estudiosos y otros igualmente ilustres hicieron en su momento alteró de manera enriquecedora una historia del arte vista hasta entonces sólo en función de las escuelas nacionales, los ciclos estilísticos, el patronazgo y la temperatura moral de cada época. Se trataba de describir, censar y articular las representaciones artísticas según sus contenidos de corte simbólico, y en ese empeño la iconología aspira a aclarar –cuando no a inspirar– el significado encubierto que una imagen icónica o verbal desempeña en un soneto, un cuadro o una fachada.

Es, por tanto, una sabiduría hermética basada, como el propio Ripa proclamó, en la modernización humanista de las antiguas empresas, motes y apotegmas de griegos, romanos y –sobre todo– egipcios. Con palabras grandiosas, podríamos hablar de un nuevo vocabulario jeroglífico para uso de iniciados; con modestia, de un repertorio de signos instructivos o decorativos que sirviera de modelo formal a los artistas. «Filosofía secreta» o alfabeto temático. En cualquiera de los dos casos, aristocracia expresiva y triunfo de la oscuridad (a Ripa sus contemporáneos le dieron el apodo de «il Cupo», el tenebroso).

El conocimiento y uso de esos iconos (escritos en latín o en lenguas romances, tallados en la piedra o grabados sobre el papel) permitía a la intelligentsia de la época, y a artesanos, patronos y artistas, una hermenéutica de salón más entretenida y excluyente que los juegos de naipes. Gran parte del encanto de los ensayos de Panofsky o Warburg consiste en detectar –siguiendo la pesquisa del avezado sabueso– el porqué de las seis cabezas, tres de hombre, tres de animal, en la Alegoría de la Prudencia de Tiziano, o la intrincada presencia de monos pintados en los frescos del Palazzo Schifanoia de Ferrara. Pero no hablemos tanto de erudición, y algo más de la recepción. ¿Importaba, le «decía algo» al ciudadano contemporáneo de Bernini que su Fuente de los Ríos en Piazza Navona, o los Triunfos de César de Mantenga, o las taraceas que Lorenzo Lotto incrustó en la sillería del Duomo de Bérgamo, se inspirasen en motivos emblemáticos tradicionales, queriendo a partir de ellos expresar una lección moral? ¿Puede el iletrado comprender la verdadera valía de una obra que une, al virtuosismo manual, un pensamiento tan elaborado intelectualmente? La programación iconológica era sin duda más importante para quienes la planeaban y realizaban que para el vulgo que la contempla por los siglos de los siglos, pero, como en el thriller, el lector agradece que se le expliquen los móviles del crimen. Aun cuando, si la prosa es refinada y los diálogos suficientemente dramáticos, la permanencia de un corazón misterioso y fosco en el cuerpo de la obra resulte estimulante.

Jugar a las iconologías en literatura es un ejercicio aún más complejo e infinito. Casi toda la poesía de Góngora es jeroglífica; pero su cornucopia culterana no es menos enrevesada que el mordiente conceptismo de Gracián o Quevedo, otros dos grandes «emblemáticos». Las lenguas literarias tienen todas una potente línea de espiritismo verbal. En inglés llega desde el «eufuismo» de Lyly hasta Nabokov; Joyce es la pura superstición ocultista. En francés, Mallarmé empieza lo que nunca acabaron los barrocos como Sponde o los matemáticos del alejandrino como Racine. ¿Será que, como dijo Diderot, «toda poesía es emblemática»?

Pero también se ha hecho mucha poesía hermética en la arquitectura, y ahí, con la piedra, el espacio y el verdín de los tiempos, la indagación se anima. Pocas intrigas tan tónicas como reconstruir (René Taylor lo hizo de modo impecable) el arduo plan simbólico del Templo de Salomón en la planta conceptual que esos formidables teósofos que fueron Herrera y Felipe II idearon para El Escorial. Y para los que prefieren sendas menos trilladas, nada como irse al bello pueblo guipuzcoano de Oñate y, parados ante la espléndida universidad del siglo XVI, ponerse a leer las citas de la Hyeroglyphica de Horapolo, de Ripa, Alciato y otros tratadistas que adornan los relieves y estatuas de su portada (ayuda mucho en la pesquisa el libro de González de Zárate y Ruiz de Ael Humanismo y arte en la Universidad de Oñate ). A pocos kilómetros, el santuario de Aránzazu nos enseña, gracias al templo de Sáenz de Oiza, las puertas de Chillida y el frontis apostólico de Oteiza para la fachada, que también los modernos saben hacer oculta «arquitectura parlante».

Acabo esta reseña regresando al libro de Ripa. Lugares, pasiones, virtudes, cambios de hora y ánimo; casi todo tiene cabida en la Iconología, donde las glosas en latín y griego y el comentario van a veces acompañados de bellas xilografías. La finalidad de esta literatura emblemática renacentista era, como señaló Praz, doble y aun contrapuesta: jeroglífica y didáctica. Por un lado, el establecimiento de un lenguaje esotérico cerrado, como los signos de los cartuchos egipcios, a la comprensión mayoritaria. Por otro, la explicación a través de las imágenes codificadas de principios éticos y normas religiosas. Pero no apartándose nunca de esa «acutezza recondita» que Castiglione, en su Cortesano recomendaba para «dar de alguna forma una mayor autoridad a la escritura, causar en el lector más cautela, atención y reflexión, y deleitar con el ingenio y los conocimientos del escritor».

No se lee ya a Ripa, aunque sus estampas aún gusten, ni nos regimos diariamente por los Emblemas morales que nuestro gran lexicógrafo Sebastián de Covarrubias publicó en 1610 para enseñar también a comunicarse rectamente con Dios. No sólo el signo enigmático; la ejemplaridad que estos emblemas proponían se ha perdido igualmente en el tumulto de los actuales iconos, en el que el tebeo y la videoconsola son –para desconsuelo de refractarios como yo– sustitutos radicales de la mitología clásica o los personajes bíblicos. Peor que las nuevas tecnologías son, me parece, las nuevas educaciones, que están consiguiendo que la mayoría de jóvenes no sepan quién es Aarón y menos aún Breton. Por eso se afianza, en las catacumbas, el secreto del arte. El siglo XX dio a Mandelstam y a Kafka, Dadá y el dodecafonismo, la poesía concreta, la abstracción masónica, el surrealismo nigromántico, la panacea del Oulipo, el arte conceptual.

Una nueva internacional emblematista habrá de surgir en el XXI, y en algún remoto lugar del universo, quizá en el mágico Oriente, alguien esté ya compilando los repertorios iconológicos que servirán al hombre del milenio próximo para descifrar nuestra programada vida presente.

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