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Una educación sentimental

Huérfanos de Brooklyn

Jonathan Lethem

Barcelona, Literatura Random House, 2015

Trad. de Cruz Rodríguez Juiz

352 pp. 17,90 €

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No sé si decir que Huérfanos de Brooklyn (Motherless Brooklyn, 1999), de Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una novela negra, o que está escrita como si fuera una novela negra. Empieza con un asesinato: Frank Minna, propietario de una agencia de limusinas y detectives, quizás un mafioso, aparece apuñalado en un contenedor de basura. El escenario es Brooklyn, entre los años setenta y noventa del siglo pasado. Sam Spade decía en El halcón maltés que «cuando matan a tu socio, se espera que hagas algo. No importa lo que pienses del muerto». A Minna lo veneraban como a un padre sus cuatro detectives, los Minna’s Men, cuatro huérfanos a quienes rescató de un hospicio siendo adolescentes para dedicarlos a misteriosas mudanzas, quién sabe si al saqueo o al tráfico de cosas robadas. Ahora les toca averiguar quién mató al jefe.

Un día, hace casi veinte años, Minna se evaporó después de que un martillo le destrozara la furgoneta, y devolvió a los huérfanos a su orfandad. Resucitó al cabo de dos años, al volante de un Cadillac «color moratón» y con la agencia de mudanzas reconvertida en agencia de detectives. Morirá desangrado quince años después de amparar a los huérfanos por segunda vez, y el más raro de sus cuatro pupilos, Lionel Essrog, asumirá la investigación del crimen. Como Philip Marlowe, Essrog será también el narrador de los hechos. «Eres un genio, engendro [freakshow]», le decía su jefe. Está acostumbrado a ser «una broma andante». Charlatán de feria o del Senado, políglota de idiomas imposibles que mastican palabras como chicle verbal, «boca idiota e inquieta», el único problema de Essrog es que padece el síndrome de Tourette.

La historia de la novela criminal conoce casos de detectives ciegos, mancos, cojos y macrocéfalos a causa del tamaño de un cerebro prodigioso, y Jonathan Lethem ha añadido a la colección un touréttico. Pero el carácter de Essrog también revela qué tipo de relaciones mantiene Lethem con la tradición: si el clásico detective de la Serie Negra es, a lo Humphrey Bogart, el Strong Silent Man, duro, frío e impasible como el acero, el detective narrador de Huérfanos de Brooklyn será tierno, todo muecas, toqueteos, murmullos, chillidos y aspavientos. Son los síntomas del síndrome de Tourette. Masculla como Mumbles, el malo del tebeo Dick Tracy. Lo arrebata la incontenible «urgencia de gritar en la iglesia, en la guardería, en el cine abarrotado». La tensión de querer callar hace que callar sea imposible: «Los tics empeoraban cuando estaba nervioso». Los ideales de Essrog son Chaplin y Buster Keaton, que, incluso echando chispas, «conseguían mantener la boca cerrada».

La atracción hacia los géneros populares marca el distanciamiento de la generación de Jonathan Lethem respecto a narradores como Raymond Carver o Richard Ford, por ejemplo. Lethem fusionó ciencia ficción y Serie Negra en Gun, with occasional music (1994), su primera novela, con un detective que, otro Marlowe más, contaba la historia en primera persona, anticipándose al héroe de Huérfanos de Brooklyn. Pero si en Gun, with occasional music la voz de Raymond Chandler se mezclaba con las dislocaciones de Philip K. Dick y Jim G. Ballard, en Huérfanos de Brooklyn confluyeron Chandler y Ross Macdonald, y creo que el filtro distorsionador lo añadió el muy bueno y poco nombrado Charles Willeford. El año de Huérfanos de Brooklyn, 1999, también se publicó Hannibal, de Thomas Harris (1940), confirmación de la veta que dominaría durante mucho tiempo la novela criminal: monstruosos asesinos múltiples desplazaban la Serie Negra a una zona secundaria o nostálgica. También había cambiado ya la ciencia ficción en 1999: Cryptonomicon, de Neal Stephenson (1959), tenía como protagonistas a hackers constructores de una coraza cibernética, la Cripta, «secure, anonymous, unregulated data storage. A data heaven», un paraíso de datos informáticos inaccesible a todos los poderes de la Tierra. Lethem escribía pastiches de ciencia ficción. Stephenson, compañero generacional, escribía ciencia ficción.

Si en Hannibal, continuación embellecida de El silencio de los corderos (1988), Thomas Harris rendía pleitesía a la alta cultura, los coetáneos de Jonatham Lethem adoraban sincréticamente a los dioses de la gran y de la pequeña cultura. Chuck Palahniuk (1962), también en 1999, después del éxito de El club de la lucha (1996), publicaba Invisible Monster y Survivor. Sus criaturas eran modelos que se deforman desesperadas de su belleza, transexuales, sectas, suicidas o asesinos en masa, adivinos del futuro y hermanos gemelos autodestructivos. Para Bret Easton Ellis (1964), la sensación de 1991 con American Psycho, 1999 fue el año de Glamourama, una intriga que algo le debía a Don DeLillo en torno a la confluencia de las industrias internacionales del terrorismo y de la moda, la fama y el periodismo sensacionalista. Jonathan Lethem, en lugar de recurrir al sensacionalismo contemporáneo, apeló a la novela sensacionalista del pasado: sus pastiches manejan los tópicos literarios como acontecimientos y celebridades en sí mismos.

Dejemos a Lethem y volvamos a su detective Essrog, asustado y mortalmente aburrido en el orfanato, donde se encerraba en la biblioteca a devorar novelones y números atrasados de Mecánica popular, triturando frases para adaptarlas al ritmo del rap: «Coleccionaba palabras». En plena investigación criminal, Tony, otro de los huérfanos de Frank Minna, le suelta a Esrogg: «Tu problema es que no tienes ni idea de cómo funciona el mundo. Todo lo que sabes proviene de Frank y de los libros». Esrogg añade las películas de gánsteres: «Todo lo que sabemos proviene de Frank Minna o de las películas de gánsteres». Y de los tebeos y la televisión y la radio y la música, seguiría Jonathan Lethem, cultivador de la parodia y el pastiche de viejas novelas populares, no para ridiculizarlas, sino para celebrar algo desaparecido. Si Esrogg repite, deformándolo y como burlándose, lo que oye, Lethem hace lo mismo con lo que lee.

Digamos que Huérfanos de Brooklyn es un experimento: se trata de mirar la realidad a través de la lente de un género literario perdido. El propio Lethem declara inviable la prueba. Su héroe touréttico confiesa la imposibilidad de repetir las andanzas de héroes como Marlowe: la vida no es una novela policíaca y se supone que Essrog está contando su vida, aunque recurra de vez en cuando a golpes de efecto (un secuestro o una pistola apuntándole), y a símiles extravagantes y originales a la vez, como recomendaba Chandler: «Tenía una voz tensa como un puño apretado». Lethem lo enfrenta a peligrosas figuras de novela negra, como el dúo hampón Matricardi y Rockaforte, dos ancianos que se expresan con «comentarios banales que escondían una carga aterradora». Visten como dos hermanos gemelos y reciben en un sofá, cogidos de la mano (se sueltan cuando aparece el extraño), en una casa muerta y forrada de polvo y terciopelo.

No falta la femme fatale, la mujer imponente del paternal Minna, amarga después de quince años de ama de casa cabreada: la encontramos ya viuda, con la maleta a medio hacer, en combinación y tacones, fumando. Entre el equipaje se ve una pistola y por la ventana pasa la luz roja de un coche de policía. «Soy heredera de una agencia de detectives ineptos y corruptos», dice. «¡Inuptos y correptos!», responde el detective touréttico, poco antes de que lo rapten cuatro matones que todavía llevan la etiqueta con el precio en las gafas oscuras que usan como antifaces. «Parecían un grupo de los que tocan en las bodas», medita el nuevo Marlowe, aunque yo los veo más como personajes de tebeo. Como en La maldición de los Dain, de Dashiell Hammett, la clave del enigma se oculta en una especie de templo, pero ahora el enemigo se orientaliza, casi como Fu Manchú, porque en los años noventa corría la leyenda de la conquista de América por el nuevo Japón industrial. ¿Más parodia? La pista para desentrañar todos los misterios es un chiste que Frank Minna recuerda mientras agoniza, uno que le contó su protegido touréttico. «¡Detectífono, telectives!», podría exclamar aquí el detective de los tics.

Al margen de las leyes del género, Jonathan Lethem no renuncia a insertar entre el crimen y la investigación la historia de la educación sentimental del narrador y sus tres compañeros huérfanos. El injerto no es decorativo ni episódico, sino nuclear en la novela: una avalancha de cultura universal, es decir, angloamericana, hamburguesas White Castle, juegos Candy Land y Cluedo, películas y actores, series de televisión y cómics, Superman, Lois Lane y Lex Luthor, Kato y The Green Hornet, equipos y jugadores de béisbol, cantantes, series y programas de televisión, una oscura alusión a las imágenes grabadas del asesinato de Kennedy. «Te crees que eres el puto Mike Hammer», le dicen al touréttico, pero no sé si el lector español recuerda a Mickey Spillane, como no sé si sabe quiénes son los Hardy Boys, hermanos detectives adolescentes para adolescentes, o McGruff, perro detective de dibujos animados.

Salvo excepción, no hay notas a pie de página que ayuden al público desorientado, ni siquiera en los juegos de palabras (Joyce reciclado en literatura popular) fruto de la manía repetitiva del detective Essrog, que transforma a Alfred Hitchcock en «Altered Houseclok, Ilford Hotchkiss» («Alfres Quito, Alférez Quinto», según la traductora al español, que en este caso se deja llevar por la música y el chiste, y no por el sentido de las acuñaciones lingüísticas de Essrog). Se difumina la alusión a la actriz Zsa Zsa Gabor («Zsa-Zsa go-bare», en el idioma de Essrog; en la traducción, «Zsa Zsa Cebada»). La imprecación preferida de Lionel Essrog, «Eat me!», pierde sus connotaciones sexuales para quedarse en un escatológico «¡A la mierda!» Pero estas cosas dependen en lo esencial de parámetros y elecciones siempre discutibles, que no ponen en duda el éxito de la traductora, Cruz Rodríguez Juiz.

En un momento en el que abundan las novelas con historias de familia, Jonathan Lethem parece preferir las historias de orfandad. A medida que se desvanece el Estado protector, se refuerza la propensión de los individuos a clasificarse, casi con fervor neonazi, en una variante étnica, religiosa, cultural y familiar: a eso se le llama identidad, algo que quisiera ser tan definitivo como una maldición. Lethem, a mi juicio, escribe sobre la dificultad, precariedad y artificiosidad de tales encapsulamientos. La fortaleza de la soledad (2003), la novela que siguió a Huérfanos de Brooklyn, presentaba en los mismos escenarios a un niño blanco entre niños negros, otro touréttico en un mundo de no tourétticos. Quizá caído de un tebeo, un anillo mágico permitía volar o volverse invisible, y la fraternidad no nacía de consanguinidades, sino de habitar un mundo imaginario común: lo que se conoce por cultura popular, música, tebeos y pintadas callejeras, comportamientos sociales menos fijos que las identidades blindadas.

La novela más reciente de Jonathan Lethem, Los jardines de la disidencia (Dissident Gardens, 2013), reivindica a su manera la cultura izquierdista de los Estados Unidos de América, entre 1955 y la segunda década del siglo XXI, y me ha recordado indirectamente las teorías sobre la cultura popular que dominaban en la izquierda (pero también en la derecha) hace cincuenta años. Los radicales veían la cultura popular como una forma de enajenación o de dominación de las masas por el poder. El radical de izquierdas Dwight Macdonald, en su entonces famoso Against the American Grain (1962), hablaba de masscult, no de cultura de masas, «puesto que en realidad no es cultura». Casi todo lo popular (la radio, la televisión, las películas, el rock and roll) «no es arte, es el antiarte», y su fin sería «transformar al individuo en masa […] monstruosidad colectiva, las masas, el público». La masscult no uniría, como cree Lethem, sino que «homogeneizaría». «Como el capitalismo primitivo que Marx y Engels describieron en el Manifiesto comunista, la masscult es una fuerza dinámica que derriba las viejas barreras de clase, tradición y gusto y disuelve todas las distinciones culturales», decía Macdonald. Y, como si en 1962 adivinara la estética de Jonathan Lethem en 1999, añadía: «Mezcla y revuelve todo». El autor de Huérfanos de Brooklyn entendía entonces la novela como un muestrario de masscult, cultura popular, collage, montaje de géneros y materiales superpuestos para tratar de ver mejor el presente.

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).

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