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Houellebecq contra la libertad

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Michel Houellebecq ha generado tres clases de adictos: los tipos más bien à droite que se divierten leyendo maldades sobre los tipos más bien à gauche; los tipos à gauche, incluso très à gauche, apremiados por el deseo de saber lo que piensa la droite; y finalmente los adolescentes en busca de cochinadas. De cochinadas referidas al sexo, por supuesto. Pero el erotismo de Houellebecq es poco erótico. Reviste un carácter clínico, casi forense, y el adicto al género no se sentirá más estimulado por tal o cual pasaje escabroso, que por La lección de anatomía de Rembrandt. El caso es que el punto fuerte de Houellebecq son los succès de scandale, y Sumisión no se ha salido de la norma. O sí, sí lo ha hecho, aunque por motivos extraños al texto propiamente dicho.

Los prolegómenos de Sumisión fueron borrascosos. Edwy Plenel, exredactor de Le Monde y director del periódico digital Mediapart, propuso que se saludara la inminente aparición del libro con un apagón informativo. Mark Lilla, en un artículo publicado en The New York Review of Books («Slouching Toward Mecca»), ha comparado el gesto del extrotskista Plenel con el hábito soviético de suprimir en las fotografías a los camaradas caídos en desgracia. Pelillos a la mar: lo mismo que otras veces, Houellebecq aterrizaba con la frente aureolada de chispas y fuegos fatuos. Mas, ¡oh sorpresa!, el día 7 de enero, apenas distribuidos los primeros ejemplares de Sumisión, se producía el atentado yihadista contra Charlie Hebdo, y de añadidura, ¡nueva sorpresa!, resultó que una de las víctimas era amigo íntimo de Houellebecq. Éste hizo una comparecencia breve y patética en televisión y se perdió en el campo, suspendiendo su gira promocional. Se desataron rumores sobre el peligro que corría su vida; se despacharon agentes a fin de que no le rompieran la crisma o lo dejaran tieso allí donde hubiese ido; y previniendo alborotos entre los beurs levantiscos del extrarradio, el Gobierno consideró necesario decir algo virtuoso y con efectos sedativos. El administrador del calmante fue Manuel Valls, primer ministro y uno de los personajes reales que Houellebecq ha incluido en su ficción. Valls declaró que «Francia no es Michel Houellebecq. No es la intolerancia, el odio y el miedo». Valls, evidentemente, no había leído el libro, o no lo habían leído sus asesores, puesto que Sumisión es subversivo, aunque no xenófobo. Al cabo, ni Valls ni Plenel impidieron que las ventas subieran como la espuma, primero en francés y a continuación en los distintos idiomas a que ha sido traducida la obra. Desgranadas estas noticias, voy ya a la novela misma, de más sustancia que el intercambio de golpes entre Houellebecq y la Francia oficial.

La acción se desarrolla en un futuro próximo: 2022. La gestión de Hollande, el presidente saliente, ha sido decepcionante, y el Partido Socialista se enfrenta a las elecciones con expectativas abismalmente bajas. Las esperanzas de éxito de los socialistas se cifran en exclusiva en una táctica iniciada por Mitterrand a principios de los ochenta: vaciar el centro-derecha potenciando al Frente Nacional. El Partido Socialista confía en ganar la segunda vuelta si se presenta como única alternativa institucional al partido de Marine Le Pen. Sin embargo, se ha creado recientemente un partido islamista moderado (La Hermandad Musulmana), y las piezas empiezan a no encajar en el esquema habitual. François, el protagonista y narrador, va cobrando conciencia de estos hechos progresivamente, casi de soslayo. François es un cuarentón desganado y apolítico, un especialista en Joris-Karl Huysmans que después de publicar una tesis brillante sobre el autor de À rebours, se ha limitado a repetir el mismo artículo, punto arriba, punto abajo, en el circuito de las revistas universitarias. Artículos para colegas, artículos solventes e insignificantes. Tiene novias que suelen plantarlo en vísperas de las vacaciones estivales, con el argumento de que «han conocido a otro». Come cocina precocinada, fuma y bebe más de la cuenta, y no es infrecuente que piense en el suicidio. Como otros muchos héroes de Houellebecq, ha perdido contacto con sus padres, los cuales, a su vez, han perdido contacto entre sí. Su vida, en fin, carece de sentido. Pero hay que añadir que en Francia, en 2022, el sentido constituye un bien escaso. Las vidas perfiladas, con planteamiento, nudo y desenlace, sólo son visibles para los franceses en los novelones románticos de Victor Hugo o en la literatura de Balzac.

Houellebecq no es un novelista. Es más bien un ensayista o, si quieren, un polemista

Conforme se aproximan las presidenciales, rumores alarmantes empiezan a turbar el ambiente estanco en que se desenvuelve François. Se habla de refriegas armadas entre yihadistas e identitarios franceses, con muertos por ambos lados. Myriam, una de las últimas novias de François, es judía, y le explica que piensa emigrar con sus padres a Israel. Myriam ha sido alumna de François en la universidad: tiene veintidós años, y es atractiva y endiabladamente diestra en la cama. ¿Está enamorado François de Myriam? No lo sabemos. El propio François no lo sabe. El amor exige un guión, y donde no hay sentido, tampoco puede haber guiones. Concluidos los últimos ébats amorosos entre Myriam y el héroe, éste enciende el televisor y ve cómo Marine Le Pen invita a los franceses, en vísperas de la jornada electoral, a una gigantesca manifestación en el centro de París. La manifestación es ilegal. Pero las cosas han pasado a mayores y nada es lo que era. Ni siquiera Marine Le Pen es la que solía ser: es la única candidata que se determina a exaltar los valores republicanos con ardor jacobino, en tanto que los auténticos jacobinos, o exjacobinos, estudian en secreto una alianza con Mohammed Ben Abbes, el astuto jefe de la Hermandad Musulmana. Percibimos que hay algo de impostado, o acaso de desesperado, en esa improvisada Juana de Arco en que se ha encarnado Marine Le Pen, y que de Francia no queda ya nada, quitando un poco de retórica definitivamente retro. El derelicto François –derelicto como hijo, derelicto como amante, derelicto como francés– sufre un ataque de pánico y se lanza a una alocada carrera hacia el sudoeste, con la intención de refugiarse en España. Se queda sin gasolina a medio camino y en un pueblecito desierto se da de hoz y coz con una colega y su marido, que trabaja para el Servicio de Inteligencia. O, mejor, trabajaba. El marido, recién licenciado del cuerpo, le explica que dos y dos hacen cuatro: incluso si Marine Le Pen queda muy por delante en la primera vuelta, es probable que Ben Abbes, que las caza al vuelo y se presenta ya como el nuevo hombre fuerte de Francia, pacte con los perdedores y se lleve el gato al agua. El espía habla con el despego de un retraité: se le da todo una higa, en realidad, a casi todo el mundo parece dársele todo una higa, quitando a los identitarios y a los musulmanes. Desde su reducto campestre, François se entera primero de la inútil victoria del Frente Nacional en la primera vuelta, y de la decisiva de la Hermandad Musulmana en la segunda. Poco después, retorna a París.

Al principio, percibe pocas novedades. Hay una, no obstante, que le afecta muy directamente: Ben Abbes ha impuesto, como única condición a sus socios políticos, atribuciones totales en materia de educación. La consecuencia es que hay que convertirse al islam para seguir impartiendo clase. Mientras no dé ese paso, François no tiene otra que pasar a la reserva. Con una excelente pensión, eso sí: tres mil euros. El dinero del Golfo ayuda, y Ben Abbes ha puesto cuidado en no echarse encima al estamento docente. Aparte de esto, se observan detalles, minucias, anunciadoras de una nueva era. Las mujeres, por ejemplo, han cambiado de aspecto. ¿Qué ha ocurrido? Llevan pantalones, pantalones amplios, no minijupes. También llegan al héroe recados sobre algunos colegas, pocos todavía, que han abrazado la nueva fe. Fulano o Mengano disponen ya de un pequeño harén, sufragado con el sueldo generosísimo de que disfrutan los profesores conversos. Todo funciona un poco peor. En uno de los viajes que François emprende en ferrocarril, se han atascado los servicios, y el orín y los excrementos rebosan de las tazas e inundan los pasillos. Los trenes tampoco llegan a su hora. Estas pejigueras, con todo, no empañan la enorme popularidad de Ben Abbes. Una explicación posible es que Ben Abbes ha hechizado a los franceses. Otra, que no es importante que los trenes lleguen a su hora, porque hay cosas de más sustancia que moverse de un lado a otro sin ton ni son. François, otra vez al borde del suicidio, decide repetir la experiencia de Huysmans y busca la gracia en el convento en que éste había profesado como oblato. El experimento no sale bien. Al revisar, reintegrado a su apartamento parisino, la correspondencia atrasada, descubre que quiere concertar con él una entrevista el director de La Pléiade. La propuesta es sabrosa: prologar y editar a Huysmans. François acepta. Descubre también que le espera un encuentro de más trascendencia aún: tiene mucho interés en conocerlo Robert Rediger, inminente secretario de Estado en el Ministerio de Educación. El vis-à-vis se verifica en la magnífica casa de Rediger, que se ha adjudicado ya un harén. Que la casa sea magnífica, sin embargo, cuenta menos que un pormenor histórico. Esa casa es la misma que ocupó Jean Paulhan, y la amante de Jean Paulhan, Dominique Aury, es, o hablando con propiedad, fue, la autora de Histoire d’O, una novela que nos inicia a los encantos de la sumisión erótica y que ha inspirado películas que nuestros padres no dudarían en calificar de pornográficas. Se trata de una macana, claro, aunque sólo a medias. Sumisión es el título de la novela que estamos leyendo; y también la metonimia de que Houellebecq se vale para argumentar por boca de Rediger que la libertad es estéril y que va siendo hora de sacudirse los fantasmas y malentendidos que nos traen con la cabeza a pájaros desde la Revolución del 89Más obvio aún: «Sumisión» es la traducción literal de «al-Islam», o sometimiento a la voluntad de Dios.. Rediger, un tipo brillante y asimismo un cínico, sugiere a François que se convierta y recupere su puesto en la universidad. La novela toca casi a su fin y el lector sabe cuál será el desenlace. Pero restan aún algunas páginas cruciales. 

François declina la invitación de Rediger y se dedica a redactar, durante dos semanas de inspiración, el prólogo a su edición de La Pléiade. A lo largo del libro nos ha ido dispensando algunas de sus conclusiones sobre Huysmans. En la parte II, por ejemplo, leemos: «Lo que le atraía [a Huysmans] del monasterio, siempre lo he sospechado, no era, principalmente, la oportunidad de escapar a los placeres de la carne; era más bien que uno podía desprenderse allí de la pavorosa y monótona sucesión de fatigas que marcan la existencia cotidiana». Lo último no se nos antoja terriblemente importante. Lo es, sin embargo. Pocas líneas atrás, ha comentado el narrador: «En el monasterio […] uno dejaba en la cuneta la carga de su existencia individual». La existencia, vivida individualmente, es una lata, o, al menos, representa un desafío moral al que muy pocos están en situación de enfrentarse. Por eso el monasterio es bueno. Suprime la ansiedad de ser libre gracias a una sabia división del día en tramos inalterables: reunión en el refectorio a la hora de comer, con el beneficio añadido de que no está permitido hablar ni opinar ni, a la postre, pensar; rezo en nonas y primas, y así sucesivamente. Huysmans fue un decadentista y un espíritu rompedor que empezó pensando que la vida era una aventura y acabó prefiriendo ser un autómata en un convento benedictino. Su renuncia a la libertad es un anticipo… de la que siglo y pico más tarde efectuarán en masa unos franceses blasés, hartos de la tarea estúpida de buscarse a sí mismos. Que la renuncia vaya a verificarse por causa de una victoria islámica, es en el fondo lo de menos. El islamismo, y a ello volveré cuando convenga, no pasa de ser, en Sumisión, una coartada narrativa: un futurible que encierra la ventaja no menor de inscribir el final de Occidente en un contexto concreto, con sus connotaciones políticas y sus identificables y estimulantes circunstancias de tiempo y lugar. François comprende que, por fin, ha comprendido a Huysmans o, mejor, comprende que no queda nada por comprender. Su vida intelectual ha terminado. Su ciclo vital, también. Decide profesar la nueva religión y mimetizarse con los demás franceses. Tendrá tres mujeres y un gran sueldo. La última línea del libro, que en la edición de Flammarion aparece en solitario, presidiendo una página par, reza así: «Je n’aurais rien à regretter». En la edición española la locución se traduce como «No extrañaría nada», y se coloca al pie del último párrafo. No ha sido una buena idea. La frase, en página aparte, vibra con mayor dramatismo que incorporada al texto principal. Además, n’avoir rien à regretter encierra una polisemia intrasladable a nuestro idioma: significa que no se echa nada de menos, y también que no se lamenta haber hecho lo que se ha hecho. François, en fin, está doblemente tranquilo: no añora lo que ha perdido, y no se reprocha el haber decidido perderlo.

Partículas elementales, la segunda novela de Houellebecq, se componía de episodios yuxtapuestos y casi independientes. Una viñeta sucedía a otra, como en los pliegos de aleluyas. El recurso al flashback, y la duplicación de protagonistas, acentuaban el efecto de fragmentación, de discontinuidad. La narración, en Sumisión, discurre de modo más fluido. Houellebecq logra, incluso, algún momento de suspense verdaderamente eficaz. Al comienzo de la segunda parte del libro, François acude a una soirée organizada por el Journal des dix-neuvièmistes, la revista en que suele publicar sus cosillas sobre Huysmans. Se trata de un encuentro entre académicos, una de esas reuniones en que el cotilleo endogámico abre de tarde en tarde un hueco a la precisión curricular. Verbigracia: Alice lleva un vestido rameado, que cuadraría mejor en un cóctel que en una soirée. Y, por cierto, es una experta en Nerval. En resumen, un coñazo. Y sin embargo, Francia ha empezado a moverse, casi en secreto, y un no sé qué de urgente, de ominoso, flota en el aire. El héroe es abordado por un profesor excepcionalmente joven, vestido con una elegancia cool y absurda (zapatillas de deporte rojas, camisa del Paris Saint-Germain, todo improbable y a la vez deslumbrante). Resulta que el profesor ha consagrado su tesis a una figura afín a Huysmans: Léon Bloy, un enragé de finales del XIX que terminaría por abrazar el catolicismo con ardor de cruzado. Intuimos en esta coincidencia algo de nuevo ominoso, una especie de presagio. Sobre el profesor circulan especies de todo tipo. Se malicia, por ejemplo, que es un agente de la extrema derecha. François está a punto de pedirle que se claree, empleando un tono jocoso: «Vous êtes plutôt facho, plutôt catho, ou un mélange des deux?» («¿Más bien facha, más bien católico, o mitad y mitad?»). Pero se contiene, no sólo por delicadeza, sino porque comprende confusamente que el mundo ha empezado a ser otro y que la pregunta es estúpida. En ese instante, se oyen unas detonaciones remotas, producto de una batalla urbana entre rivales desconocidos, y por desconocidos, abstractos. Los asistentes a la soirée se apresuran a ponerse en cobro. Lempereur (así se llama el especialista en Bloy) parece acuciado por el deseo de comunicar a François algo importante, y propone que prosigan la conversación en su casa. François acepta. Esperaba que la casa de Lempereur fuese como el propio Lempereur: fría, elegante, vagamente exótica. Pero no, el estilo es abigarrado. Las mesitas-velador con incrustaciones en nácar, las cortinas de terciopelo y seda, las galanuras Segundo Imperio, confieren al conjunto un aspecto fantástico, surreal. Lempereur hará a François revelaciones que ayudan a comprender en qué frangente se encuentra realmente Francia. Esto, sin embargo, vendrá después. Al tomar asiento en una otomana tapizada con un reps color verde botella, François descubre, al otro lado de la habitación, un cuadro de grandes dimensiones. «Se trataba probablemente –escribe François– de un Bouguereau auténtico». Pues sí, el cuadro es un Bouguereau. A partir de la descripción que nos facilita Houellebecq, lo he localizado en la web. Es este:

Bouguereau, un pompier contemporáneo de los impresionistas, disfruta de una habilidad peregrina: lo mismo cuando pinta a una pastorcilla levantándose la saya para cruzar un arroyo, que cuando retrata a una santa o a una diosa de la Antigüedad, consigue ser indefectiblemente pornográfico. El Bouguereau de Sumisión se sitúa en el tercer registro, el de la Antigüedad grecolatina. Las cinco jóvenes, dos semidesnudas, que rodean al niño, podrían ser vírgenes vestales, o patricias romanas en flor, o algo por el estilo. Y el niño alado es obviamente Cupido o tal vez Eros, sin arco y con el sexo protegido apenas por un paño de castidad no más ancho que la tira de un tanga. Ahora, fíjense en la cabeza del niño. Hemos visto, encerradas en el óvalo de una fotografía que el tiempo ha desvaído, muchas cabecitas como esa, encima de una cómoda o de un tocador, y no una cómoda o un tocador cualquiera sino justo el tipo de cómoda o tocador que todavía amuebla las casas de algunos notarios, de algunos médicos de provincia, de algún señor muy viejo que llegó a ser –¡échenle un galgo!– presidente del Círculo de Propietarios en los años –¡échenle otro galgo!– en que había que usar papel-carbón para que los escritos salieran por duplicado. ¿Y las cinco jóvenes? ¿Qué nos aproxima tanto a ellas, a pesar de los atuendos arcaicos o del fondo silvano, en que sólo echamos en falta la silueta de un fauno en fuga? Nuestras tías abuelas, nuestras bisabuelas, cuando estaban todavía en edad de merecer, adoptaban, aleccionadas por el fotógrafo (nada impide imaginar que estamos hojeando un álbum familiar), la misma indefinida mirada, dirigida hacia un horizonte de inefables dulzuras. Y entonces atinamos con la clave, con lo inquietante de la pintura. Lo antiguo no es antiguo, sino démodé, y la escena mitológica encubre en realidad una escena doméstica. Corresponda o no el asunto del cuadro a un motivo convencional de la mitología, el logro de Bouguereau consiste en evocar, o invocar, a nuestras agnadas o cognadas celebrando en deshabillé al niño que habríamos podido ser si hubiésemos nacido cien años antes, cuando las familias se extendían hacia atrás y hacia los lados y el hogar católico reproducía los misterios y la frondosidad del gineceo pagano. François no dice estas cosas. Pero percibe un mundo cálido y rico, una esfera de relaciones y paralelas confusiones inalcanzable para los que sólo rompen su soledad, o no la rompen, vivaqueando entre novias de ocasión o en las páginas de contactos que ofrece Internet.

Se trata del único momento literariamente intenso del relato. Lo demás ya es otra cosa. Y es que Houellebecq no es, en rigor, un novelista. Es más bien un ensayista o, si quieren, un polemista que se vale de la mecánica de la novela para exponer una tesis. La tesis es que la democracia liberal está foutue, jodida. Ese es el mensaje, repetido machaconamente mediante interpolaciones que a cada poco quiebran la unidad interna de la narración. El tono alegatorio prevalece también en Las partículas elementales o en Ampliación del campo de batalla. Esto dicho, hay que añadir que notamos algo que es verdadero, que está sentido, en los libros de Houellebecq. Una visión que es coherente, precisamente en la medida en que las emociones que desde dentro la inspiran no se han improvisado ni fingido. Pero, ¿por qué condena Houellebecq a la sociedad contemporánea? ¿Cómo expresa, cómo articula, esa condena? ¿Es Houellebecq, de veras, un reaccionario? La pregunta es pertinente y, a la vez, prematura. No sería prudente aventurar una respuesta antes de estudiar el papel que el sexo desempeña en su obra. Lo que sigue, va de sexo. Del sexo según Houellebecq, faltaba más.

Houellebecq y el sexo

Primera observación: en los libros de Houellebecq, los penes de los hombres no suelen penetrar en las vaginas de las mujeres. Es más frecuente el sexo oral (sobre todo, las felaciones), la masturbación o la sodomía. En Sumisión, Myriam hace una visita a François el día de su aniversario. «¿Me has traído un regalo?», pregunta François. «No», contesta Myriam, «no he encontrado nada que me guste». Lo que viene, es una transcripción:

Después de un nuevo silencio, de pronto, separó ampliamente los muslos; no llevaba bragas, y su falda era tan corta que apareció la línea del coño, depilada y cándida. «Te voy a hacer una mamada», dijo, «una mamada estupenda. Ven, siéntate sobre el canapé».

Obedecí, dejé que me desnudara. Se arrodilló delante de mí y comenzó por une feuille de rose, larga y tierna, antes de tomarme de la mano y levantarme. Me apoyé contra la pared. Se arrodilló de nuevo y empezó a pasarme la lengua por los huevos, mientras me la meneaba con golpes pequeños y rápidos.

«Cuando quieras, paso a la polla…», dijo interrumpiéndose un instante…

Nosotros, en lugar de «feuille de rose», decimos «beso negro», o bebiendo del latín a través del inglés, «analingus». Más tarde, Myriam y François harán el amor por vías convencionales. Pero esto, repito, es excepcional. En el período que sucede a su baja en la universidad, François acude profusamente a los servicios de profesionales. Una puta, Babeth la salope, le explica que gana bastante dinero celebrando encuentros en masa, a razón de cincuenta euros por cabeza. Los clientes tienen derecho a entrar por cualquiera de sus tres orificios, hasta que se produce la descarga de esperma. El lenguaje con que se expresa la puta, o con que François expresa lo que le ha contado ésta, es marcadamente antierótico. Nadie dice que ha recibido una descarga de esperma a través de un «orificio». Lo normal es referirse al hecho mediante una perífrasis (si somos delicados), o, si no, de forma grosera pero humana. El desplazamiento hacia fórmulas laterales se repite en otros libros de Houellebecq. En Ampliación del campo de batalla, escribe el protagonista:

Desprovisto tanto de belleza como de encanto personal, sujeto a frecuentes ataques depresivos, no respondo en modo alguno a lo que las mujeres buscan de forma prioritaria. Por eso he sentido, ante las mujeres que me abrían sus órganos [la cursiva es mía], una especie de leve reticencia.

La victoria islámica está cantada por motivos de estricta demografía. Los musulmanes se multiplican, los franceses republicanos, no

Esto suena raro. Una mujer no abre sus órganos, sino que más bien se los abren, según pudieron comprobar las víctimas de Jack el Destripador. Pero intriga aún más el uso del plural. ¿Cuántas cosas están comprendidas bajo la categoría genérica de «órgano»? Desde luego la vulva, aunque también el ano y la boca, y el lector se pregunta si tal vez el ombligo o las trompas de Eustaquio. El empate del aparato reproductor con otras partes del cuerpo que no sirven para reproducirse deja a la zona genital fuera de foco y provoca que el acto amoroso se separe de la procreación: hombres y mujeres promiscuos y a la vez solitarios se aprietan, penetran y manipulan sin intención alguna de que, de resultas, pueda originarse algo que les vaya a sobrevivir. La sociedad parece destinada a alcanzar, en el curso de una o dos generaciones, el cero absoluto. Éste es uno de los temas de Sumisión: la victoria islámica, aun sin la carambola de Ben Abbes, está cantada por motivos de estricta demografía. Los musulmanes se multiplican, los franceses republicanos, no. Rediger desarrolla la tesis en un artículo publicado en Oummah, una revista para insiders de confesión islamista:

El liberalismo triunfó en la medida en que no se propuso más que disolver las estructuras intermedias representadas por la patria, las castas y las corporaciones; pero al volverse contra esa estructura última que es la familia y desafiar a la demografía, firmó su condena de muerte.

En Ampliación del campo de batalla, comenta el narrador: «Créeme, conozco la vida; todo esto está completamente bloqueado». Y haciendo un quiebro, se pone a hablar, inmediatamente después, de literatura:

Esta progresiva desaparición de las relaciones humanas plantea ciertos problemas a la novela. ¿Cómo acometer la narración de esas pasiones fogosas, que duran varios años, cuyos efectos se dejan sentir a veces a lo largo de varias generaciones? Estamos lejos de Cumbres borrascosas, es lo menos que puede decirse. La forma novelesca no está concebida para retratar la indiferencia, ni la nada; habría que inventar una articulación más anodina, más concisa, más taciturna.

La observación es en parte autorreferencial: Houellebecq escribe no-novelas que retratan la indiferencia y la nada. Bolaño escribe no-novelas. Y es notorio que Karl Ove Knausgård no escribe novelas ni aun en el sentido lato de la palabra. Y es que la novela, viene a decirnos Houellebecq, es un género afín al auto sacramental: los personajes encarnan grandes hechos psicológicos o morales, hechos que, al entrar en relación unos con otros, propician o generan una historia. Una sociedad que se ha quedado sin novelas es también una sociedad que carece de instrumentos para concebir el mundo como un escenario en el que las cosas se anudan de modo inteligible. Al final, todo va junto: la decadencia de la novela y la anomia social, ésta y la desaparición de la familia, la desaparición de la familia y la demografía declinante. Y van asimismo juntos el desprestigio del amor y la banalización del sexo. En Sumisión, el narrador dedica un párrafo a hablar de su polla («ma bite»). Y lo hace en los términos siguientes:

Modesta pero robusta, siempre me había servido fielmente. En cierto modo, era yo quien estaba a su servicio, la cosa era sostenible, su dictadura era muy dulce: nunca me daba órdenes, a veces me incitaba humildemente, sin acrimonia y sin cólera, a inmiscuirme más en la vida social.

La reflexión encierra una hipálage o, dicho en clave más lógica que retórica, una reductio ad absurdum: la bite del héroe busca bocas, anos y ocasionalmente vulvas, y ni los anos, ni las vulvas ni las bocas son todavía personas, esto es, entes adscritos a la vida social. Volviendo al paralelo con la novela: el tipo que François habría sido en un romance del XIX, el hombre completo y capaz de sentir celos, odio, pasión, dirigidos a su vez a una mujer sujeta a la pasión, el odio y los celos, se ha pixelado, lo mismo que la pantalla de un televisor cuando no funciona la antena, y lo que resta, lo único que aún retiene un poso de realidad, son fragmentos: penes/vulvas/anos, fugazmente acuciados por el deseo de asociarse en las diversas combinaciones que tolera la anatomía humana. En ese mundo micro, no son posibles la amistad ni la pasión. Falta el contexto, el punto de vista. El perdimiento, la marginación, el adulterio, el incesto, el sacrilegio, la locura, la estricnina letal o el golpe de pistola, los lances dramáticos que los españoles hemos leído en La Regenta o Fortunata y Jacinta o Lo prohibido, o los franceses en Madame Bovary o La cartuja de Parma o La cousine Bette, postulan una realidad que se refleja en una conciencia, o, si se prefiere, postulan una conciencia cuyo reflejo es la realidad. Una bite, sin embargo, no tiene conciencia, ni la tiene un ano. Pueden experimentar tropismos, eso sí. La bite puede desplazarse hacia el ano, y éste dilatarse hasta dar entrada a una bite. Pero los tropismos no son movimientos del corazón. Se verifican en una dimensión que interesa más al fisiólogo que al novelista o al poeta. La escena de Bouguereau confirma y matiza las reflexiones de François sobre la novela. La presunta relación escabrosa entre las mujeres y el niño exige un nivel: el de la sociedad familiar y sus tabúes y su no inimaginable incumplimiento. Hay allí una historia posible, un choque de roles incoados por la naturaleza y reinterpretados por la cultura. Las cuotas menores de nuestro organismo están por debajo de ese nivel. Ocurre como si la sociedad occidental, en nombre de la libertad, hubiese descendido a una división inferior. El resultado es grave. El individuo hipotéticamente libre opera ya bajo la dirección de sus subunidades, las cuales se han emancipado de la unidad primitiva y practican una sociabilidad de distinto tipo, más propia de gusarapos erráticos que de personas cabales.

Imagen de la película Hitoire D'o, dirigida por Just Jaeckin

Houellebecq sabe de lo que habla. Perdió pronto a sus padres o, mejor, sus padres lo perdieron a él. Houellebecq estuvo primero al cuidado de sus abuelos por la rama materna, y después de un episodio más bien rocambolesco, acabó viviendo con su abuela paterna. El proceso iniciado por las convexidades/concavidades de los progenitores de Houellebecq quedó trunco; el niño no alcanzó a disfrutar de una verdadera familia. El rencor hacia la paternidad irresponsable satura las páginas de Las partículas elementales. Los dos protagonistas, Djerzinski y Bruno, proceden de distintos padres y una misma madre, una mujer promiscua que distrae su vida tonta con experimentos new age en California, Francia, o donde haga falta. Los dos hermanos se crían con sus abuelas, sometidas todavía a la disciplina inercial de la tradición. Bruno se consagra al sexo difuso y termina sus días en un asilo psiquiátrico. Djerzinski es un genio de la ciencia incapaz de experimentar sensaciones cuando derrama su semen en la vagina de una mujer. Sus estudios, y consecuentes visiones, fundan las bases de un nuevo futuro para la Humanidad. Con el tiempo, no mucho tiempo, los hombres se reproducirán sólo por mitosis: todos compartirán el mismo ADN y el individualismo se extinguirá por dentro, desde la propia bioquímica. Por supuesto, los hombres nuevos no serán hombres en puridad: la Humanidad que se avecina será una no-Humanidad. Asoma por las páginas de la novela Aldous Huxley, bajo dos acepciones. Palmariamente, como el viejo Huxley que experimenta con la droga en tierras americanas; indirectamente, como el autor de Brave New World, la distopía en que claramente se inspira Partículas.

Los villanos, los que desempeñan un papel más antipático en la novela, son los beats, con su impedimenta de misticismo barato y sexo a granel. Pero el asunto es un poco más complicado. Houellebecq centra su crítica social en dos tipos de hombre: el beat disoluto y fuera de la ley, y el ciudadano corriente, el cual practica la débauche dentro de la ley. Los primeros son de prosapia nietzscheana: han decidido que la moral recibida es una pamplina y se dedican a lindezas tales como apiolar niños, sacarles los ojos y eyacular en las cuencas vacías. Los adscritos al segundo tipo son corteses, respetan el orden que ha de guardarse cuando se hace cola frente a una mujer que está siendo penetrada en masa (por uno cualquiera de sus tres orificios), y se ganan la vida trabajando en la Seguridad Social y cosas por estilo. Su gregarismo se completa con dos notas más: suelen venir del norte (una clara alusión a la socialdemocracia escandinava), y odian la violencia. En Partículas, Bruno, el hermano joven, acude a una playa nudista con su novia. Y lo que pasa en la playa es esto:

Las dunas de la playa de Marseillan [están inspiradas] en un principio de buena voluntad. De hecho, cada una de las parejas reunidas en el espacio que separa la línea de las dunas de la orilla puede tomar la iniciativa de contactos sexuales públicos: a menudo la mujer le hace una paja o se la mama a su compañero, que suele devolverle el favor. Las parejas vecinas observan esas caricias con especial atención, se acercan para ver mejor, poco a poco imitan su ejemplo. […] Conforme aumenta el frenesí sexual, muchas parejas se acercan para entregarse a contactos de grupo; pero es importante observar que cada contacto requiere un consentimiento previo, la mayoría de las veces explícito.

Los hombres nuevos no serán hombres en puridad: la Humanidad que se avecina será una no-Humanidad

Para referirse a la débauche blanda, obsequiosa con los derechos, Houellebecq usa la expresión «proposición humanista». Proposición humanista a la sueca, digamos (por Olof Palme, no por Ingmar Bergman). El sexo está sometido a redistribución, lo mismo que los ingresos en la socialdemocracia, o, utilizando una analogía comunista en vez de las medias tintas socialdemócratas, el sexo integra un bien común. En Ampliación del campo de batalla, la primera novela de Houellebecq, se habla en paralelo de las dos desigualdades que provoca la libertad: desigualdad de renta y desigualdad en el acceso a la mujer. Lean:

Algunos hacen el amor todos los días; otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama «ley del mercado». En un sistema económico que prohíbe el despido libre, cada cual consigue, más o menos, encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohíbe el adulterio, cada cual se arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. […] En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad.

El liberalismo amplía «el campo de batalla» (título del libro), añadiendo el disputado sexo al disputado dinero. El tono es de chanza, por descontado. Pero se percibe, sin desarrollar todavía, una de las ideas matrices de Sumisión: al perseguir de oficio el adulterio, el orden viejo había contenido la anarquía y logrado que el individuo, en la longue durée, fuera más feliz. Es importante advertir que esa, y no la redistribución socialdemócrata, es la alternativa auténtica al mercado libre del sexo. La socialdemocracia contemporánea es compatible con el libertarismo en las cosas del amor y, según Houellebecq, aboca al horror que hemos visto en las dunas de Cap d’Agde. En uno de los mejores pasajes de Las partículas, el narrador reflexiona sobre el tránsito, allá por los sesenta y primeros setenta, desde el modelo tradicional de pareja a la pareja volatilizada de la actualidad. En Francia, las revistas femeninas vacilaban entre el «¡Atrévete a convertirte en el que eres!» de Píndaro (y de Nietzsche), y la calculada prudencia. ¿Quién debe ser el primer novio? ¿El muchacho al que se permite el primer beso? ¿Debe tolerarse el magreo profundo, sin llegar a la cópula? ¿Es lícito quitarse las bragas? ¿Conviene vivir con un hombre, al acecho de que haya suerte y se convierta, ¡eureka!, en el hombre? ¿Hay que pasar por un número indefinido de hombres? La consecuencia de esta superposición de modelos fue la desaparición de todo modelo: sencillamente, las mujeres terminaron por no saber a qué atenerse en relación con los hombres, y viceversa. El resultado fue el caos que preocupa a Houellebecq. El último no es antisocialista o antiliberal en el sentido en que abundan los libros de historia política. Más justo sería afirmar que es… anticontemporáneo. ¿Se sigue de aquí, entonces, que es un reaccionario? Es la pregunta que todavía tenemos pendiente.

¿Es Houellebecq un reaccionario?

«Reaccionario» viene de «reacción», una palabra que interviene en la tercera ley del movimiento de Newton: «A todo acción se opone una reacción de la misma magnitud». Hacia mediados del XVIII, los tratadistas políticos, Montesquieu entre otros, adoptan el término para destacar que un sistema complejo puede mantenerse en equilibrio a pesar de que sus partes se hallen en conflicto recíproco. Lo mismo que la gravitación del sol sobre la Tierra o de ésta sobre aquél no da lugar a una colisión catastrófica sino a un movimiento regular, es posible que distintas facciones se acometan y embistan y aun así permanezca estable el todo político que las contiene. Cuando, tras la caída de Luis XVI, vinieron a las manos monárquicos y republicanos, «reacción» empezó a confundirse con «contrarrevolución» y dejó de connotar una tensión constructiva entre partes enfrentadas. Los reaccionarios no deseaban convivir con los republicanos: perseguían más bien una apocatástasis, un golpe de manivela que devolviese a Francia a la situación en que se hallaba antes del 89. El reaccionarismo es necesariamente enemigo de lo existente y, como tal, no menos violento que la revolución. Basta pensar en José María de Pereda, que escribe y se bate el cobre por la España vieja (llegó a ser diputado a Cortes por el Partido Carlista) un siglo después de sucedidos los grandes hechos franceses. Pereda añoraba una España rural regida por hijosdalgo piadosos y ecuánimes, donde ninguna mujer pudiese leer otro libro que el devocionario, o, en el caso de las infanzonas educadas, el Quijote. Esa España no había existido realmente nunca. Ahora bien, en la medida en que lo había hecho, los conmilitones de Pereda sólo habrían podido recuperarla sacando del mapa a la mayoría de los españoles: a la burguesía industrial, a los proletarios, a los peones del latifundio andaluz, a los habitantes de las grandes ciudades, a las mujeres que supieran el francés, a los católicos no conformes con el Syllabus. Existen otras expresiones del reaccionarismo. Cabría decir incluso que existe un reaccionarismo comunista, representado por los leales al experimento leninista o sus exóticas traducciones caribeñas o asiáticas. Pero eso no cambia nada. Lo esencial, lo que acomuna a todas las variantes de la reacción, es la adhesión obstinada a un momento que la historia ha dejado atrás y que pretende resucitarse mediante un ejercicio portentoso de la voluntad. ¿Es el caso de Houellebecq?

La respuesta es que no. Centrándonos en Sumisión: el ingreso de Francia en el orden islámico no constituiría el retorno a nada. Supondría, más bien, la desaparición de Francia como tal Francia. Esta renuncia radical a la nostalgia separa a Houellebecq de los reaccionarios genuinos. Para Houellebecq, todo se ha ido por el desaguadero, sin excluir el pasado o la precaria subsistencia de éste en la memoria de quienes ya van contando años. Occidente está condenado y desaparecerá pronto, bien por disolución en otras formas civilizatorias, bien a través de un arbitrio tecnológico que redima al europeo (o al americano) de la pesadumbre de ser él mismo. Bref: Houellebecq no es un reaccionario. Si acaso, es un nihilista.

Michel Houellebecq Esto dicho, hay que admitir que Houellebecq ofrece concomitancias con los reaccionarios franceses de primera hornada. Sin ir más lejos, con el conde Joseph de Maistre, hostil a las franquías modernas e inventor probable de la palabra «individualismo», cláusula y también improperio en que aparece compendiado todo lo que es nuevo y, como nuevo, horrendo: las Luces, el protestantismo, la doctrina de los Derechos del Hombre. Aunque ha llovido mucho desde entonces acá, es arrolladora la impresión de que Houellebecq se mueve en un espectro de emociones que el conde podría haber reconocido a pesar de las enormes diferencias que se interponen entre su momento y el territorio humanamente fané por el que discurre Sumisión. Houellebecq detesta estas sociedades porque, en su opinión, convierten al hombre en un náufrago; las detesta porque un individuo que está solo, no es feliz; las detesta por cuanto no sabemos vivir sin estructuras, relatos, y no puede haber estructuras ni relatos en un mundo abandonado al azar del capricho personal. La libertad hace además improbable que nada perdure, desde el matrimonio a los paisajes de la infanciaEn su conversación con François, Rederer refiere en qué momento preciso de su vida descubrió que Occidente estaba finiquitado. Bruselense de nacimiento, solía alargarse hasta el bar del Hotel Métropole, una joya del Art Nouveau, para tomar una copa. Una mañana, la del 20 de marzo de 2013, da su paseo habitual y lee, en un cartel colgado en la puerta, que esa misma tarde el local cerrará para siempre:

Me quedé estupefacto. Pregunté a los camareros: me confirmaron el hecho, del que desconocían las causas concretas. ¡Pensar que hasta ese momento se podían pedir sándwiches y cervezas, chocolates vieneses y tartas de crema en esta obra maestra absoluta del arte decorativo, que uno podía vivir su vida cotidiana rodeado de belleza, y que todo eso iba a desaparecer, de golpe, en pleno corazón de la capital de Europa!… Sí, en ese momento lo comprendí: Europa había culminado su suicidio.

Otra vez, conviene interpretar la facecia à clef. El episodio, sí, es nimio, ridículamente desproporcionado a las conclusiones que de él extrae Rederer. Pero piensen en la globalización; piensen, sobre todo, en lo que se argumenta para defenderla, que no es sólo que sacará del hambre a millones de personas, cosa absolutamente cierta, sino también (y aquí las cosas se enturbian un pelo) que redundará a la larga en beneficio de Europa y del mundo desarrollado, pese a la destrucción masiva de puestos de trabajo, a la desaparición de oficios centenarios, a la transformación de las ciudades por fuera y por dentro. Y consideren, igualmente, que se prevén –es más, se promueven– transformaciones no menos portentosas en las costumbres alimentarias, en la estructura de la familia, en los modos de viajar, de pasar el tiempo… Estos cambios son efecto de la libertad. Asimismo, y a la inversa, dilatan la libertad: soy más libre si puedo casarme con otro del mismo sexo o casarme siete veces; soy más libre si puedo pasar este fin de semana en Seattle, y el siguiente en Constantinopla. Pero a lo mejor, a fuerza de ser libre, resulta que dejo de ser algo en particular. Ese es el mensaje de Rediger. Y yo agregaría que también el de Houellebecq.. En particular, la precarización del vínculo matrimonial nos ha arrebatado el único consuelo antes de que venga la Parca y corte el hilo: el de estirar la pierna en el lecho, ya forzosamente casto, y notar el bulto de un cuerpo que el hábito ha convertido en imprescindibleHouellebecq está obsesionado por la vejez, a la que nos aproxima, cómo no, por sus ángulos más sórdidos. Le gusta hablar, por ejemplo, de la imparable «descomposición de los órganos». Esa descomposición es especialmente dañina para la mujer promiscua, acometida a partir de los cuarenta por el «affaissement des chairs», el «aflojamiento de las carnes». El remedio, ya lo sabemos, es el matrimonio estable. La fille, la mujer sexualmente viva, se transforma en la mujer pot-au-feu, cuyos encantos hogareños son más adhesivos que explosivos. La transformación de la fille en mujer pot-au-feu no será posible si no se verifica dentro de un marco estable, asegurado por el control que sobre nuestra voluble personalidad ejerce una autoridad externa. Sin ir más lejos, la religión. La religión como procedimiento práctico, no como un mensaje de salvación. Lo de la salvación, a estas alturas, no se lo puede creer seriamente nadie, viene a decirnos Houellebecq. He señalado antes que François, en sus periódicos vagabundeos por la literatura de Huysmans, medita sobre las virtudes dietéticas de una vida sujeta al precepto religioso: orden, regulación de la libido, etc… En esto, en esencia, consiste el rito, infinitamente más importante que la transverberación mística: «De nuevo pensé en Huysmans, en los sufrimientos y dudas de su conversión, en su deseo desesperado de incorporarse a un rito». Pero el rito no tiene por qué afectar sólo al que ha profesado, o, tan siquiera, al creyente. El rito extiende sus poderes de sanación a quienquiera que, en la vida civil, desiste de su libertad y hace lo que hace… porque es lo que hay que hacer. Verbigracia, permanece unido a su cónyuge porque la sociedad no contempla otra alternativa. En Tormento, de Pérez Galdós, tiene lugar una conversación memorable entre don Pedro, un cura sin vocación que se ha enamorado perdidamente, y otro cura, un cura viejo. Dice el cura viejo:

¡A dónde iríamos a parar si el Sacramento se pudiera romper cuando se le antoja a un boquirrubio, y volver al mundo, y dale con hoy digo misa, y mañana me caso!… Nada, nada; al que le toca la china se tiene que aguantar. Es lo mismo que cuando se pone a clamar al cielo uno que se ha casado mal. «Pues, amigo, qué quiere usted… hubiéralo pensado antes…». ¿Y los que después de elegir una profesión encuentran que no les ha ido bien en ella? El mundo está lleno de equivocaciones. Pues si acertáramos siempre, seríamos ángeles. Lo que digo: al que le toca la china, no tiene más remedio que rascarse y aguantarse. Conque, amigo, fastidiarse, resignarse y volverse a fastidiar y resignar…

Uno se fastidia y se resigna, y va aguantando el tipo hasta las postrimerías. En esto consiste el rito del matrimonio. Enojoso hasta, pongamos, los cincuenta años. Pero tiren de ahí para arriba, y verán que la cuenta sale de otra manera. Es la tesis que Houellebecq defiende, mezclando las bromas con las veras.. Todo esto es lo que la sociedad contemporánea nos niega, además de que se engendren hijos, o, al menos, los hijos sepan quiénes son sus padres. A la vez, Houellebecq no intenta explicar cómo se podría enderezar lo que está torcido. La conversión de Francia a la fe mahometana no pasa de ser una boutade. Houellebecq, muy poco fiable cuando habla de sí mismo, afirmó no sé cuándo que había leído el Corán, y que le había parecido interesante. Esta confesión de Houellebecq no se compadece con lo que escribe sobre el islam en Las partículas elementales: «[…] la más estúpida, la más falsa y la más oscurantista de todas las religiones». Según parece, en los esquemas primitivos de Sumisión estaba previsto que François se convirtiera al catolicismo. Pero Huellebecq dio de mano a la idea: tuvo la sensación de que la Iglesia enviaba ecos demasiado familiares, como si se hubiese desleído al contacto con la atmósfera moral de las democracias liberales. Y entonces eligió el islam. El contraste dramático entre nuestro orden y el islámico, o, mejor, lo que nosotros entendemos por tal en Occidente, se prestaba a subrayar con mayor contundencia las carencias de la sociedad contemporánea. Otra cosa es que Houellebecq conciba proyectos, o tan siquiera esperanzas. No concibe ninguna. Ninguna en absoluto. El pesimismo de Houellebecq se distingue, como las lenguas y los dialectos, por una entonación específica, por un acento. ¿Cómo los ha adquirido Houellebecq? ¿Con quién ha estado hablando, antes de hablar con nosotros? El francés nos facilita una clave valiosa al comienzo mismo de Las partículas elementales, en el que hace alusión, en tono oracular, a las tres «mutaciones metafísicas» que ha experimentado Occidente. La primera corresponde al ingreso del cristianismo en la Historia, la segunda a la revolución científica moderna (la iniciada, pongamos, por Galileo), y la tercera… de la tercera no sabremos nada hasta el final de la novela, que se cierra con los experimentos de Djerzinski y la reproducción asexual de la especie. Las dos primeras mutaciones habrían podido ser tres o cuatro o cinco (Houellebecq está novelando, no refiriendo una verdad histórica), en tanto que la tercera pertenece, es claro, al reino de la fantasía. Estos pormenores, sin embargo, son secundarios. Lo verdaderamente importante es que el concepto de «mutación» está muy emparentado con el de «cambio de paradigma» (en el sentido de Kuhn). En Sumisión se habla de «sistema metafísico» (un Ersatz de «paradigma»), y en otros libros de Houellebecq aparece la palabra «paradigma» verbatim. No sé mucho de Houellebecq, pero estoy absolutamente persuadido de que nuestro hombre, que conoce bien la ciencia contemporánea, ha leído al autor de Las revoluciones científicas. De aquí se siguen conclusiones sustanciosas sobre su visión del mundo. Para comprender, aunque sea muy a bulto, la tesis de Kuhn, conviene darse una vuelta por la Psicología de la Gestalt. Reparemos en el siguiente esquema:

La figura se presta a dos interpretaciones mutuamente excluyentes. O vemos un hexaedro cuya cara anterior (la más próxima al espectador) ostenta una a en cada esquina, o vemos un paralelepípedo también hexaédrico, aunque orientado hacia abajo: ahora la cara anterior está marcada en cada esquina por una b. Al pasar de una representación a otra, conmutamos los planos virtuales en que se alojan las esquinas y aristas del cubo, trayendo hacia adelante lo que antes habíamos colocado detrás. Y viceversa.

La lección que se extrae de este experimento es que no construimos, visualmente, un complejo a partir de sus componentes. Más bien, percibimos los componentes como partes de un todo complejo, un todo que aprehendemos, por así decirlo, de golpe. Cabe trasladar esta conclusión al campo del conocimiento. Por ejemplo, del conocimiento científico. Kuhn señaló que entre el concepto aristotélico de «movimiento» y la correlativa noción newtoniana no parece existir avenencia alguna. La cuestión no reside en que las dos ideas difieran en tales o cuales aspectos; el problema está en que no logramos representarnos la una a partir de la otra. Los sistemas son incomparables y, por tanto, también lo son sus partes. Es necesario advertir que Kuhn, al hablar de la inconmensurabilidad de las teorías, estaba polemizando con los empiristas de cuño positivista. Estaba negando, en particular, que las teorías pudiesen dividirse en buenas o malas según su capacidad para predecir observaciones codificables en un lenguaje neutral o interteórico. No, no había tal cosa. Las proposiciones que los empiristas imaginaron como reflejo directo de la experiencia están incrustadas en el cuerpo de una teoría, y no pueden ser realojadas en una teoría rival sin que su sentido se altere integralmente.

La resulta es que los científicos aparecen encerrados por la teoría a que se han acogido. Un científico no transita desde la teoría A a la teoría B: o permanece dentro A, o rompe con A y abraza B. En el trance, recompone sus conceptos o, si se prefiere, los redefine. Es aconsejable imaginar el cambio diacrónicamente, en la medida, claro, en que el tiempo pueda intervenir significativamente en un proceso, por así llamarlo, catastrófico. El que se ha convertido al nuevo paradigma procederá a expandir la lógica en que éste se inspira por el procedimiento de reprocesar los antiguos conceptos de modo que la teoría emergente adquiera coherencia, trabazón. Muchas palabras permanecerán intactas. No sus contenidos, más irreconocibles cuanto mayor sea el grado de madurez que ha alcanzado el punto de vista nuevo. Conforme el último vaya imponiéndose en la comunidad científica (instituciones, autoridades, etc.), el pasado se cerrará sobre sí mismo, hasta hacerse impenetrable. Los newtonianos… terminarían no entendiendo qué demonios querían decir sus colegas escolásticos cuando especulaban sobre la materia, el espacio y otras nociones de la Física.

Kuhn se ocupa de la ciencia y de los científicos, no de las transformaciones de la sociedad como un todo. Esto, no obstante, debe importarnos menos que el hecho de que su teoría sugiere ideas, escenografías, y que estas ideas y estas escenografías ayudan a representarse con eficacia algunas de las cosas que Houellebecq afirma en sus novelas. Consideremos, no más, lo que ocurrió en el terreno de la filosofía, de la moral o de la pedagogía política en la Europa moderna. Según corrían los siglos xvii y xviii, la segunda mutación metafísica que Houellebecq menciona en Las partículas rebasó el perímetro de la ciencia estricta y terminó por irrumpir en los fueros de la psicología y de la moral. Se cuestionó, sin ir más lejos, el principio del libre albedrío, o lo que Leibniz denominó liberté d’indifférence. Me refiero a la idea de que hacer algo libremente implica no estar determinado a hacerlo por una causa concreta. El asunto obsesionó a los pensadores y teólogos del Barroco: a Pierre Bayle, a Locke, a Spinoza, a Leibniz, a Clarke. Los dos últimos se enzarzaron célebremente en un debate epistolar, con Leibniz en contra del libre arbitrio, y el newtoniano Clarke, a favor. Pero resultan aún más reveladoras las estrategias que se pusieron en juego para que la nueva lógica fagocitara a la antigua. El ejemplo de referencia es Hume. La disyuntiva de si somos libres en tanto en cuanto podemos superar nuestras pasiones y proceder con arreglo a lo que nos aconseja la razón, o bien las pasiones nos arrastran y, en consecuencia, no somos libres, fue sometida por Hume a una lectura radicalmente deflacionaria. Un acto es libre, sostuvo el escocés, cuando la causa que lo desencadena reside en el agente. Un individuo que contrae matrimonio con una joven porque así lo ha decidido un tercero (el padre de la joven, su propio padre, el cacique local), opera movido por una fuerza que viene de fuera, y entonces no es libre. Sí lo es, en cambio, cuando lo arrastra el amor incontrastable u otra pasión cualquiera que se haya originado en su interior. La libertad, en suma, existe. Pero no es incompatible con el principio de causalidad.

Kant protestó airadamente contra la solución humeana, a mi ver, con buen fundamento: lo que Hume llamó «libertad» no es lo que nosotros entendemos por tal. No es cuestión, con todo, de ponerse a partir los pelos por cuatro. He traído a colación el episodio humeano porque ilustra a la perfección cómo ciertos principios van ganando terreno en las vidas de los hombres: cómo se adueñan de nuestro lenguaje y, de paso, también de nuestras ideas. De suyo cae que contra estas gigantescas transformaciones, animadas por una dinámica colonizadora ad intra y ad extra, no existe defensa posible. Con el tiempo, se producirá un nuevo cambio de paradigma. Pero no está en nuestras manos ni evitarlo, ni precipitarlo. La democracia liberal, el «sistema» todavía predominante en las novelas de Houellebecq, se levanta, según éste, sobre tres patas: libertad, individualismo y hedonismo. El hedonismo es la versión degradada del humanismo, al que Houellebecq alude siempre con sarcasmo y que se remonta, más o menos, a la jubilosa Declaración de los Derechos de 1789 y a su subsiguiente desnaturalización. Sobre el humanismo y su pudrimiento nos cuentan algunas cosas Rediger y el espía jubilado de Sumisión. El momento de la Declaración fue también el del pueblo soberano, el de la patria, el de la afirmación de los ciudadanos frente a los reyes y la desigualdad y el privilegio. El suflé, sin embargo, se ha desinflado. El ciudadano glorioso ha sufrido una reducción de escala y ahora es poco más que un pobre hombre que se tira las horas muertas intentando divertirse, casi siempre sin éxito. Houellebecq no se extiende al detalle sobre las causas que desvirtuaron la idea primitiva de democracia (por la que, repito, no siente un simpatía especial). Pero no hay que ser un lince para rellenar los espacios en blanco. La patria, la soberanía popular, se hallan en conflicto irresoluble con el principio individualista, según se comprueba no más que echando un vistazo a cualquiera de las fórmulas que acuñó Rousseau y que adoptaron los valedores más radicales de la Revolución. Escojo ésta, extraída del Emilio: «Al hallarse los particulares sometidos exclusivamente al soberano [democrático, se entiende: aclaración mía], y no siendo el soberano otra cosa que la voluntad general, resulta que cada hombre, al obedecer al soberano, solo se obedece a sí mismo». La identificación mística de la voluntad de cada uno con la del conjunto obedece a una lógica arcaica, distinta de la que impera en las democracias liberales. Tan fatal fue que la historia corrigiese esa anomalía como lo es que una criatura anfibia desaparezca de un medio natural que antes era pantanoso y ahora es desértico. La República, o si preferimos adoptar un tono oratorio, LA REPÚBLICA, no constituye, a estas alturas de la película, más que una coartada retórica en la que se refugian los partidos cuando, cada equis años, se celebran unas elecciones. No hay objetivos comunes, esfera pública: sólo escaramuzas a pie de urna entre políticos inanes, y atomización y soledad en la esfera privada.

Houellebecq es menos inteligente como cronista de la política que como escritor moral. En el fondo, la política le interesa poco, cosa muy frecuente entre poetas y novelistas. La descripción del tohu-bohu que, en Sumisión, terminará poniendo el poder en manos de Ben Abbes, no va mucho más allá de la que nos dispensaría un encolerizado hombre de café, tras leer la prensa o ver la televisión (por cierto que, en Sumisión, la prensa se lee poco: nos encontramos ya en plena era digital). Houellebecq parece no comprender que las democracias no se acreditan por la calidad de sus políticos –más bien baja, según observó acertadamente su paisano Tocqueville–, sino porque la alternancia en el poder facilita la comunicación entre los que mandan y el resto de la sociedad. Esta inadvertencia es una de las marcas que definen al conservadurismo autoritario. Houellebecq, no obstante, no es un conservador. Un conservador jamás escribiría las cochinadas en que se complace el francés: cochinadas como las de Joyce o Henry Miller o Céline, sólo que más cochinas todavía. Más importante: el conservador quiere conservar algo, y Houellebecq no quiere conservar nada. Para ser más exactos, no cree que haya nada que conservar. El sistema ha llegado a colmo, hasta henchir el horizonte. Más allá se abre el vacío, y más acá reina otra suerte de vacío: el moderno, rebautizado como «posmoderno» tras haber perdido su prestigio las consignas que aún fueron capaces de emocionar a nuestros abuelos. Dos vacíos yuxtapuestos componen en total otro vacío, un vacío literalmente absoluto. Sólo resta esperar. En algún momento, más bien pronto que tarde, todo empezará de nuevo.

Conclusión

He dicho que Houellebecq no es un gran novelista. Añado que tampoco es un gran escritor. Se le he relacionado con Céline, pero la comparación es implausible. El estilo de Houellebecq es tosco, y la textura de su lenguaje delgada, casi periodística. Nada que ver con la urgencia, el irruente poder, la poética desorganización, de la prosa celiniana. Y es que Houellebecq, a la inversa que Céline, escribe para enseñar. En esto responde a una tradición francesa que se remonta al menos a Montaigne y el género sentencioso del XVII y que comprende a autores tan distintos como Balzac o Proust. Aunque, de nuevo, Houellebecq no está a la altura de sus predecesores. Balzac es contagiosamente divertido, y Houellebecq, no. Proust es gigantescamente profundo, y Houellebecq, no. No resulta fácil ubicar al último en el bestiario de la literatura. Es un moralista inteligente y huraño que usa la técnica del grafiti para enhebrar enormidades que regocijan a la chiquillería, escandalizan a los mojigatos y causan enojo y desasosiego entre las personas serias y comme il faut.

Álvaro Delgado-Gal es director de Revista de Libros. Es autor de La esencia del arte (Madrid, Taurus, 1996), Buscando el cero. La revolución moderna en la literatura y en el arte (Madrid, Taurus, 2004) y El hombre endiosado (Madrid, Trotta, 2009).

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Ficha técnica

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