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Hiroshima está en todas partes

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El 6 de agosto de 1945, el doctor Michihiko Hachiya, director del Hospital de Comunicaciones de Hiroshima, se hallaba en su casa, contemplando su jardín bajo un cielo sin nubes. Después de una noche en vela realizando funciones de vigilante antiaéreo, descansaba sobre la cama en ropa interior, con la mente exhausta y el cuerpo debilitado. Intentaba relajarse con el brillo del follaje y la sombra de los árboles, cuando un resplandor inaudito lo sacudió brutalmente, arrojándolo al suelo. Una lluvia de vigas y escombros provocó un estrépito ensordecedor y una nube de polvo se extendió por toda la vivienda. Poco a poco, se restableció la calma y Hachiya descubrió que el calor había calcinado su ropa. Estaba desnudo y malherido. Angustiado, gritó el nombre de su mujer, Yaeko-san, mientras intentaba contener la sangre que manaba en abundancia de su cuello. Aturdido y confuso, no sospechaba que había sobrevivido a la primera bomba atómica lanzada por el ser humano.

Al poco apareció Yaeko-san, sujetándose un brazo. Había sufrido graves quemaduras, pero estaba viva y consciente. Se tranquilizaron mutuamente y decidieron huir. Apenas se habían alejado unos metros, cuando su casa se desplomó y comenzó a arder. Las casas de los vecinos corrieron la misma suerte y un fuerte viento propagó las llamas. En pocos minutos, todo el barrio era un incendio. Las heridas de Hachiya eran graves y su cuerpo no tardó en rendirse, negándose a continuar. Su mujer pidió auxilio, pero nadie les prestó atención. Los supervivientes corrían con los brazos extendidos como espantapájaros. No era una forma de expresar espanto o temor, sino de evitar el dolor que causaba el roce con la piel en carne viva. Todos estaban desnudos, insólitamente desnudos, evocando las representaciones pictóricas del infierno cristiano. El calor había quemado sus ropas y las había fundido con la piel, dibujando espantosos relieves. A pesar del sufrimiento, reinaba un asombroso silencio. El doctor Hachiya hizo un esfuerzo sobrehumano y reanudó la marcha, llegando por su propio pie al Hospital de Comunicaciones, donde una de las enfermeras que trabajaba a sus órdenes lo atendió de inmediato. Los incendios se multiplicaban sin tregua, y los médicos decidieron trasladar a los heridos al jardín para alejarles del fuego. Un humo negro con chispazos rojos ocultaba el cielo. El calor de las llamas al subir hacia arriba desataba violentos vendavales. Los techos de las casas volaban y aterrizaban con estruendo. El humo y las cenizas se internaban en las vías respiratorias, provocando espasmos y toses incontrolables. Los heridos huían hacia la puerta de entrada, algunos por sus propios medios; otros con ayuda. Hachiya se reencuentra con su esposa, pero sólo puede musitar una palabra: «Kurushii», que significa «gran dolor» o incluso «agonía mortal».

Durante las semanas posteriores, Hachiya se restablecerá poco a poco gracias a los cuidados de sus colegas. El doctor se debate entre la impotencia y la desolación. Desea atender a los supervivientes, pero su estado físico lo mantiene en una camilla. El Hospital de Comunicaciones está destrozado. Los marcos de las ventanas se han desprendido. Los techos enseñan el cielo. Las paredes están agujereadas y pueden observarse los estragos causados por Little Boy, la bomba de uranio con un peso de cuatro mil cuatrocientos kilos y un poder de destrucción equivalente a quince mil toneladas de TNT, que ha destruido una de las diez ciudades más pobladas de Japón: «Hiroshima ya no era una ciudad, sino una inmensa pradera devastada. Al este y al oeste no se veía más que una vasta extensión llana. […] ¡Qué pequeña era Hiroshima ahora que se había quedado sin casas!». El humo hace imposible distinguir el día de la noche. Un caballo se refugia en el jardín y nadie es capaz de expulsarlo. Está ciego y aterrorizado. Los heridos acuden en masa, desbordando la capacidad del hospital. Ocupan los pasillos, las escaleras, el vestíbulo. Casi todos padecen diarreas y vómitos, pero apenas hay baños o letrinas. La inmundicia prospera y una repulsiva fetidez se propaga por todas las plantas. Los relatos de los que llegan son terribles. Hay heridos sin nariz, sin boca, sin orejas, con el pelo transformado en una laca negra, adherida al cráneo como una segunda piel. Deambulan por las ruinas. Casi no parecen humanos. Hay tranvías detenidos con docenas de cadáveres carbonizados en su interior y depósitos de agua para incendios que se han utilizado como refugio, sin advertir que su temperatura había subido hasta niveles incompatibles con la vida. Nadie ha olvidado la extraña lluvia negra que cayó al noroeste de la ciudad, poco después de la explosión. Era una lluvia de polvo, hollín y partículas radioactivas.

Hachiya tiene más de cuarenta heridas suturadas que lo obligan a guardar reposo, mientras sus colegas luchan heroicamente para aliviar el sufrimiento de las víctimas. Experimenta la soledad de un animal, una quietud irreflexiva alimentada por el caos y la oscuridad, pues no hay luz eléctrica ni velas. De noche, la única iluminación procede del resplandor de los incendios. Esa madrugada, un paciente con la cara horriblemente desfigurada entra en la sala del doctor Hachiya. Al observar su aspecto, lo espanta a gritos, sin experimentar una brizna de compasión. El paciente pide excusas y desaparece. Avergonzado, el médico reconoce que tantas muertes han adormecido su conciencia y su sensibilidad. La ciudad está llena de piras funerarias. En el hospital utilizan una bañera como crematorio y no siempre se actúa con el respeto que merecen los difuntos. En ese ambiente de degradación, no le sorprende que se produzcan los primeros saqueos. A veces, los soldados participan en los asaltos. Hachiya entiende que necesita hacer algo para no contagiarse de la barbarie reinante. Aún no puede regresar a su puesto y decide empezar un diario. Todo indica que se ha empleado un arma nueva y conviene anotar todas las incidencias, pues aún se desconocen sus efectos sobre la salud. Hasta el momento, sólo se aprecian manchas en la piel, pérdida de pelo y diarreas sanguinolentas. Podría confundirse con disentería, pero todo sugiere que hay un nuevo mal circulando por los restos de Hiroshima. Algunos de los que han sobrevivido sin lesiones mueren días más tarde por causas desconocidas. No se descarta que la bomba liberara un gas venenoso. Cuando al fin puede incorporarse al trabajo, Hachiya sale al exterior a buscar suministros, ya que el material médico comienza a escasear. Ve huesos calcinados y respira el olor dulzón y repulsivo de la carne en proceso de descomposición. Nada de eso le impresiona tanto como descubrir juguetes quemados entre los escombros. La culpabilidad del superviviente le abruma al ser informado de la suerte de sus colegas. De los ciento noventa médicos de Hiroshima, sólo ochenta han sobrevivido a la explosión.

Hachiya advierte la fragilidad del ser humano ante la adversidad. Las columnas de refugiados que se alejan de Hiroshima son la evidencia de un pueblo hundido, apático, desmoralizado, con una confusión interior que roza la locura. El tiempo discurre de forma anómala, pues no hay calendarios ni relojes. La aparición de escuadrillas de aviones norteamericanos que se dirigen a bombardear la base naval de Iwakuni casi parece irreal, pues sólo en la pesadilla más angustiosa puede sobrevivirse a una bomba terrorífica y morir algo más tarde en una incursión aérea convencional. Hachiya responsabiliza a los militares del sufrimiento del pueblo japonés, reservando su indulgencia para el emperador. La devoción hacia su figura no ha mermado un ápice. De hecho, celebra el gesto de un funcionario, que rescata un cuadro de Hirohito y se abre paso entre las ruinas de Hiroshima, logrando que todo el mundo se aparte con respeto y salude con reverencias. Hachiya se pregunta si no es indigno continuar con vida después de la derrota. En Japón, la vergüenza equivale a nuestro sentimiento de culpa, pero su influencia en el estado de ánimo es mucho más dramática y exige una respuesta casi inmediata. Acusa de todos los males al general Tojo y su camarilla, belicistas sin ningún respeto por la dignidad humana. No se plantea la idea del suicidio. De hecho, compadece a los que prefieren la muerte a la rendición. Es un médico, no un samurái.

Hoy sabemos que la exculpación de Hirohito no soporta el contraste con los hechos. Los diarios de algunos personajes importantes de la corte imperial (como Koichi Kido, señor del Sello Privado; Nobuaki Makino, gran chambelán, o el general Hajime Sugiyama, jefe de Estado Mayor) revelaron que el emperador apoyó la guerra desde el principio, considerando al general Tojo hasta el último momento como un «leal servidor». Hirohito ratificó personalmente el 5 de agosto de 1937 la proposición de no aplicar las normas del Derecho Internacional a las zonas ocupadas de China. Además, autorizó el uso de armas químicas y gases tóxicos, y destituyó a los generales partidarios de no atacar a Estados Unidos y los países de la Commonwealth. A principios de 1945, Hirohito rehusó negociar la paz, temiendo que una rendición incondicional implicara su expulsión del trono. A pesar de todo, se libró de los juicios de Tokio contra criminales de guerra y colaboró activamente con las fuerzas de ocupación a cambio de conservar sus privilegios. El general norteamericano Douglas MacArthur consideró que su figura era necesaria para mantener la cohesión social y neutralizar los brotes de resistencia. No se equivocó. La fidelidad de Hachiya hacia la figura del emperador coincide con la mentalidad de la mayor parte de la sociedad japonesa, educada en el respeto reverencial hacia «el soberano celestial», presunto mediador entre los hombres y los dioses.

Al contemplar el sufrimiento de los niños de Hiroshima, el doctor Hachiya recuerda a los niños de Manchuria y Corea, empujados al hambre y el desamparo por culpa de la invasión japonesa, pero no menciona el genocidio cometido por las tropas imperiales. Admite que diecisiete o dieciocho años atrás se hallaba en esas regiones. Ignoro si como médico o como soldado, pero, en cualquier caso, como testigo de una política expansionista que –según el historiador norteamericano Chalmers Johnson– acabó con la vida de millones de filipinos, malayos, vietnamitas, camboyanos, indonesios y birmanos. Sólo entre 1930 y 1940, veintitrés millones de chinos fueron masacrados por el ejército japonés y doscientas mil mujeres reducidas a la condición de esclavas sexuales. Hirohito autorizó personalmente la estrategia de «tierra quemada», que presuponía el asesinato sistemático de la población civil, incluidos niños, mujeres y ancianos. Se trata de un verdadero genocidio que apenas ha merecido atención, pero del cual se conservan abundantes y estremecedores testimonios. El soldado japonés Kozo Tadokoro, que participó en la invasión de Manchuria y en la masacre de Nanking, relata su experiencia: «En esa época, la compañía a que yo pertenecía estaba acuartelada en Xiaguan. Nosotros usábamos alambre de espino para atar a los chinos capturados dentro de fardos de diez y tenerlos unidos en el camino. Luego les echábamos gasolina y los quemábamos vivos. Me sentía como si estuviéramos matando cerdos». El soldado Chang refiere el comportamiento de las tropas japonesas con las mujeres de Nanking: «No nos limitamos a violarlas. Las atravesábamos con bayonetas y cuchillos, tal vez porque los muertos no hablan o porque nos hacía sentir mejor. Si sólo las hubiéramos violado, las veríamos como mujeres, pero al matarlas las veíamos como cerdos».

El humanismo de Hachiya parece incompatible con estas atrocidades, pero se limita a esbozar una alusión que elude la responsabilidad moral e histórica de su país. Aunque ha oído que los norteamericanos son brutales y depravados, sus temores se esfuman al conocer a dos jóvenes oficiales: «Aquellos oficiales no tenían nada de arbitrario. No se mostraron jactanciosos o remilgados. Eran muy distintos de los nuestros. Me dieron la sensación de ser ciudadanos de un gran país». Incapaz de alentar sentimientos de venganza, agradece que su mujer y él no hayan muerto y renueva sus lazos con la vida al participar en el alumbramiento del primer niño nacido después de la explosión. En su célebre prólogo al Diario del doctor Hachiya, Elias Canetti afirma que la obra respeta los rasgos esenciales de la literatura japonesa: «precisión, ternura, responsabilidad […]. No hay una sola línea falsa en este Diario, ninguna vanidad que no esté cimentada en el pudor. Si tuviera algún sentido averiguar qué forma de literatura es hoy en día indispensable, indispensable a un hombre que sepa y tenga los ojos bien abiertos, habría que decir: ésta». El Diario no se concibió para ser publicado. Tal vez por eso sus descripciones son poéticas, sencillas. En ningún momento se advierte artificio o solemnidad. Hachiya no es un escritor profesional, pero su prosa rebasa el valor meramente testimonial. Su talento narrativo brilla especialmente al referir la historia de mujeres abnegadas, médicos y enfermeras infatigables, padres desolados por la pérdida de sus hijos, matrimonios que se reencuentran después de semanas de incertidumbre. El Diario no es un documento, sino un clásico de la literatura del siglo XX.

Hiroshima es la ciudad de los cuarenta y siete Ronins, la leyenda más celebrada del código del Bushido, según la cual cuarenta y siete samuráis se comportaron de forma indigna durante año y medio para ocultar su intención de vengar a su daimio o señor feudal, obligado a suicidarse por haber agredido a un alto funcionario judicial. Después de ese tiempo, vengaron a su señor y se suicidaron mediante el ritual del seppuku. ¿Influyó esa leyenda sobre su elección como uno de los posibles blancos de la primera bomba atómica? Desde luego, era una forma de atacar a los principios tradicionales de una sociedad basada en la lealtad, el sacrificio y el honor. Sabemos que Kokura y Nagasaki eran objetivos alternativos, pero la presencia de nubes despejó cualquier duda. Se estima que murieron setenta mil personas en el acto. Un diez por ciento eran coreanos que realizaban trabajos forzosos como prisioneros de guerra. Casi nadie los menciona. Durante los años posteriores, la cifra de víctimas creció hasta los ciento cuarenta mil. Los supervivientes o hibakusha sufrieron el rechazo de sus compatriotas, pues temían que sus lesiones escondieran enfermedades contagiosas. Nadie quería contratarlos ni casarse con ellos. Hasta 2008 el Gobierno japonés no reconoció a 243.692 hibakusha su condición de supervivientes y su derecho a beneficiarse de ayudas oficiales. ¿Pueden justificarse los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki? Estados Unidos afirmó que no había otra alternativa tras los ataques kamikazes de Okinawa, los suicidios masivos de Saipán o la feroz resistencia de Tarawa, Peleliu e Iwo Jima. Se dijo que un desembarco convencional habría costado un millón de bajas norteamericanas y un número incontable de vidas japonesas. No son argumentos convincentes. Japón ya había asumido su derrota y estaba dispuesto a negociar su rendición, siempre y cuando se garantizara la continuidad del emperador. Por otro lado, Hiroshima y Nagasaki no poseían un gran valor militar y habían sido preservadas de los bombardeos convencionales para comprobar el poder destructivo de la bomba atómica. No se avisó a la población y no se formuló un verdadero ultimátum. La Declaración de Potsdam del 26 de julio de 1945 se limitó a repetir las cláusulas de la Conferencia de El Cairo de noviembre de 1943. La fabricación de la bomba atómica concertó por primera vez los intereses del ejército norteamericano y la industria armamentística, alumbrando lo que se ha llamado el «complejo militar-industrial». Esta alianza ha ejercido una influencia en la posteridad, fomentando el auge del belicismo y alimentando la tensión de la «guerra fría». El «complejo militar-industrial» necesitaba justificar los dos mil millones de dólares que se habían gastado en el Proyecto Manhattan y Estados Unidos quería manifestar su poder bélico, anticipándose a la Unión Soviética en el control del sudeste asiático. Enfurecido por la maniobra, Stalin invadió Manchuria dos días más tarde, sin hallar apenas resistencia.

El filósofo judío de origen alemán Günther Anders afirmaba que «Hiroshima está en todas partes». Hiroshima es el signo de la era que empezó el 6 de agosto de 1945, cuando la técnica rebasó las fantasías más osadas del ser humano, evidenciando que podía destruir a nuestra especie e incluso la totalidad del planeta. La bomba atómica posibilita un exterminio limpio, tolerable, sin el trauma de contemplar directamente la sangre derramada. En la era nuclear, el ser humano se convierte en aprendiz de brujo, esquivando su responsabilidad en la conservación de la vida. Puede desatar fuerzas incontrolables, impregnado de un delirio fáustico de poder e impunidad. Los genocidios del siglo XX nos han enseñado que el mal brota con toda su obscenidad cuando nos inmunizamos ante el dolor ajeno. Lo cierto es que el otro deja de excitar nuestra compasión cuando su rostro se hace difuso o invisible. Tal vez por eso, Günther Stern cambió su apellido por el de Anders, pues en alemán «anders» significa «otro», «de otro modo» o incluso «disidente» o «diferente».

La bomba de Hiroshima se lanzó a las ocho y cuarto de la mañana desde una altura de nueve mil metros. A los cincuenta y cinco segundos alcanzó la altura establecida para su explosión, aproximadamente unos seiscientos metros sobre la ciudad. Se consideró que era la distancia idónea para causar el mayor daño posible. Se formó una bola de fuego de 256 metros de diámetro con una temperatura superior al millón de grados centígrados. Bob Caron, artillero de cola del Enola Gay, describió el infierno desencadenado: «Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. […] Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizás tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. […] La ciudad debe estar debajo de todo eso». El capitán Robert Lewis, copiloto, comentó sobrecogido: «Dios mío, ¿qué hemos hecho?» Tal vez la respuesta habría que buscarla en el Diario del doctor Hachiya, que humaniza y pone rostro a una hecatombe moral cuyo eco aún no se ha apagado.

El fantasma de un exterminio incruento se desvanece al leer estas páginas. Cuando el doctor Hachiya nos habla de jóvenes agonizantes entre charcos de sangre y pus, el espanto moral barre cualquier argumento a favor de la violencia. El Diario de Hiroshima es el rostro de las víctimas que el poder político y militar se negó a contemplar y escuchar. Leer esta crónica, que se extiende hasta el 30 de septiembre, es una forma de restituir la dignidad de las vidas destruidas, asumiendo el imperativo de no permanecer indiferente ante el dolor que se produce más allá de nuestra experiencia cotidiana.

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