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Hay vida después de la muerte (y II)

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Hace unos meses podíamos leer en el diario El País un extenso artículo de Moheb Costandi, que era una traducción del original inglés que apareció en mayo de 2015 en la revista científica Mosaic con el título de «This is what happens after you die». En la versión española que publicaba el susodicho periódico con el título de «¿Qué ocurre después de la muerte?» –a la que me referiré de aquí en adelante para facilitar las cosas–, se destacaba ya en la entradilla que «la mayoría preferimos no pensar en lo que sucede con nuestro cuerpo cuando morimos. Pero esa descomposición es el origen inesperado de una nueva vida». E inmediatamente después se especificaba de un modo no sé si más claro, pero desde luego sí más contundente, que «lejos de estar muerto, un cuerpo en descomposición rebosa de vida». En lo que afecta de modo directo al asunto que aquí tratamos, el articulista trazaba un marco explicativo general del fenómeno en términos muy elementales: reconocía, en la línea que antes apuntábamos, que la muerte es ciertamente un final, pero no «el» final, porque la descomposición material («un recordatorio morboso» de los principios que rigen el comportamiento de toda materia del universo) «nos desbarata» en nuestra especificidad de seres humanos, pero al mismo tiempo desata un proceso de equilibrio de «nuestra masa corporal con su entorno, reciclándola para que otros seres vivos puedan usarla».

Si dejamos las formulaciones generales y vamos más a lo concreto, nos encontramos, en primer lugar, con lo que pasa tan solo unos minutos después del fallecimiento. Es el comienzo de lo que vulgarmente llamamos proceso de descomposición: «Poco después de que el corazón se pare, las células se quedan sin oxígeno y su acidez aumenta a medida que los derivados tóxicos de las reacciones químicas se acumulan en su interior. Las enzimas comienzan a digerir las membranas celulares antes de filtrarse por las células rotas. El proceso suele empezar en el hígado, rico en enzimas, y en el cerebro, que tiene un alto contenido en agua. Finalmente, todos los tejidos y órganos se colapsan del mismo modo. Rotos los vasos sanguíneos, las células se depositan, por efecto de la gravedad, en los capilares y las venas pequeñas, decolorando la piel». Esto es sólo el principio. Cae la temperatura corporal. El cuerpo se tensa al ponerse rígidos los músculos y paralizadas las articulaciones. Es lo que todo el mundo conoce como rigor mortis.  Pero, sobre todo, privados de sus defensas habituales, el cuerpo empieza a ser el campo de maniobras de millones de bacterias que van invadiendo (o «colonizando») los diversos órganos: «Es algo que suele empezar en las tripas, en el cruce entre los intestinos grueso y delgado –y enseguida en los tejidos vecinos–, de dentro afuera. Alimentándose del cóctel químico que se escapa de las células dañadas, los microbios invaden los capilares del sistema digestivo y los nódulos linfáticos y se propagan por el hígado y el bazo antes de pasar al corazón y el cerebro».

La mayor parte de la gente no quiere saber nada de esto. Para la mayoría, el solo hecho de mirar un cadáver resulta algo profundamente desagradable y tratan de evitarlo a toda costa. A lo sumo, aceptamos los muertos en el cine, por ejemplo en las películas de terror y, más que nada, para convencernos de que esos zombis inverosímiles, esos muertos vivientes sedientos de sangre, no son más que pura fantasía. Nos asustan por un momento, pero es un juego, pura diversión. Los muertos, muertos están, como todo el mundo sabe. Bueno, por si acaso, aunque estén muertos y, por tanto, sean incapaces de hacernos algo, lo mejor es guardar las distancias. A casi nadie le gusta tocar a un muerto. ¡Qué digo! Ni estar al lado. Ni mirarlo. Está muerto, sí, pero, por si acaso… O porque nos resulta simplemente repulsivo. O, por lo menos, perturbador. Ya se sabe, nos enfrenta a una realidad que nos espera a todos. Es, como decía Gutiérrez-Solana (que, en cierto modo, fue un pintor de la muerte), como mirarnos al espejo. Lo mismo sostenía toda una vertiente de nuestra cultura tradicional, la representada por el catolicismo autoflagelador. Memento mori. Miguel de Mañara, Valdés Leal. El cuerpo putrefacto, la calavera, las cuencas orbitales de las que salen los gusanos. Hoy día, en cambio, la exaltación de la vida (¡la chispa de la vida!) ha arrumbado ese discurso de la muerte a la roñosa trastienda. Es congruente por ello que todo lo sexual se muestre sin pudor y se esconda lo mortuorio. La muerte es ahora lo que el sexo antaño: una cuestión pornográfica.

En el artículo antes citado, Moheb Costandi afirma que muchos científicos e investigadores se afanan en el estudio meticuloso y sistemático de todo lo que sucede en el cuerpo humano tras el deceso. Déjenme que le reproduzca unas frases que para algunos harán palidecer las descripciones clásicas de la literatura de terror. Pero que en este caso no son más que una mera descripción empírica:

En la putrefacción, las especies bacterianas aeróbicas, que necesitan oxígeno para crecer, ceden el terreno a las anaeróbicas, que no lo necesitan. Estas comienzan a alimentarse de los tejidos corporales, fermentando los azúcares en su interior y produciendo así derivados gaseosos como el metano, el sulfuro de hidrógeno y el amoniaco, que se acumulan en el cuerpo e inflan (o «entumecen») el abdomen y a veces otras partes del cuerpo.

De esta forma el cuerpo se decolora aún más. A medida que las células sanguíneas escapan de los vasos en desintegración, las bacterias anaeróbicas transforman las moléculas de la hemoglobina, que llevaban el oxígeno por el cuerpo, en sulfohemoglobina. La presencia de esta molécula en la sangre es lo que da al cuerpo en plena descomposición esa apariencia translúcida, olivácea, tan característica.

Con el aumento de la presión gaseosa en el interior, la superficie del cuerpo se llena de ampollas. A continuación viene la flaccidez y enseguida el desprendimiento de grandes capas de piel, que apenas se sujetan ya al armazón. Finalmente, los gases y los tejidos licuados abandonan el cuerpo, por lo común a través del ano u otros orificios, a veces por la piel desgarrada en otras zonas. Puede ocurrir que la presión sea tan grande que el abdomen se abra de golpe.

Lo mejor, con todo, empieza ahora. La descomposición deja al cuerpo completamente inerme ante el entorno. La vida coloniza la materia putrefacta. Distintos tipos de insectos y microbios se apoderan de la carne exánime. La moscarda y la mosca de la carne, atraídas por el olor que desprende el cadáver, ponen sus huevos en los orificios. Cada mosca pone unos doscientos cincuenta huevos que eclosionan en veinticuatro horas. Las larvas se alimentan de la carne putrefacta, se transforman en moscas adultas. Ya pueden imaginarse que el ciclo sigue y el proceso se acelera. Por otro lado, la vida sigue siendo lucha, no lo olvidemos. Las moscas atraen a otras especies: «el escarabajo de la piel, el ácaro, la hormiga, la avispa y la araña» se alimentan o parasitan las larvas y huevos de moscas. Luego pueden aparecer los buitres y otros carroñeros, o incluso algunos grandes carnívoros. Resumiendo, aun en el supuesto de que el cuerpo no sufra tales contingencias –que sería lo normal en nuestro tiempo y en nuestra civilización–, el cadáver, dice Costandi, «altera significativamente la composición química del suelo sobre el que se descompone». No soy experto en el tema, pero si me fío de las estimaciones del articulista, que parece bien asesorado, cada kilo de masa corporal seca libera 32 gramos de nitrógeno, diez de fósforo, cuatro de potasio y uno de magnesio. En definitiva, y más allá de los números y los componentes químicos concretos que puedan o no secretarse, lo que me interesa resaltar es que, como puede apreciarse, estamos no ante un final, sino ante un continuum.

Me imagino que, llegados a estas alturas, ustedes están pensando que con la cremación –el método que ha desplazado a las inhumaciones tradicionales en casi todo el mundo civilizado– se pone punto final al proceso. Se corta el ciclo vital –el que sucede tras la muerte y yo acabo de exponer a grandes rasgos– de modo abrupto. Un poco al estilo de «muerto el perro, se acabó la rabia». En gran medida es verdad, ¿cómo voy a negarlo? Pero no canten victoria tan pronto. La perspectiva ecologista, tan presente en los asuntos públicos de nuestros días, lleva introduciendo desde hace algún tiempo una cuestión problemática. Según los gestores o autodenominados defensores del medio ambiente, los modernos crematorios suponen obviamente un avance con respecto a los enterramientos de toda la vida, inviables ya por múltiples conceptos, pero sobre todo por cuestiones de espacio. Pero, por otro lado, recalcan, el horno dista mucho de ser una solución ideal o definitiva. Dicho en plata, la incineración contamina, ¡y mucho! O sea, que seguimos en las mismas, en que no hay forma de deshacerse limpiamente del muerto. Entonces, en cierto modo, ¿por qué no volver a los orígenes? ¿Por qué no hacer un reciclado orgánico a partir del cadáver? No sé si me creerán, pero estoy hablando completamente en serio. Sería una forma más avanzada de compost o compostaje: ¿por qué no los desechos orgánicos de los propios seres humanos? El ecologismo de última generación se daría la mano con las sentencias más tradicionales de nuestra civilización: somos polvo y en polvo nos convertiremos. El futuro se une así al pasado, cerrando un círculo que demuestra cuánta razón tenía Nietzsche con su «eterno retorno de lo mismo».

No creo que a estas alturas haya aún algún lector tan despistado que se pregunte ingenuamente qué tiene que ver todo lo que he ido contando con el humor. Pero, por si acaso, déjenme que termine con una alusión al libro de Mary Roach del que les hablé en la primera parte. Me refiero –espero que se acuerden– a Fiambres. La fascinante vida de los cadáveres. Sin meterme ahora en el contenido del volumen propiamente dicho, bastará con que transcriba las precisas palabras que constituyen la carta de presentación de la obra. Ya me dirán si son o no suficientemente persuasivas:

Pese al escalofrío o el desaliento que invade al delicado lector tras un primer acercamiento a tan lúgubre materia, la lectura de estas páginas acaba provocando involuntarias sonrisas y recias carcajadas. Porque Fiambres es una exploración contagiosamente alegre de las crueles diligencias practicadas con algunos de nuestros cuerpos cuando, una vez exhalado el último suspiro, los abandonamos a su suerte en los escatológicos umbrales de la tumba: cadáveres abiertos en canal y en el altar de la ciencia, difuntos que contribuyen al progreso de la medicina con los genitales perforados o los ojos extraídos, fiambres arrojados desde aviones o cosidos a balazos para verificar la eficiencia de nuevas armas, despojos crucificados como Nuestro Señor o devorados por gusanos, materia inerte que alcanza por fin la transubstanciación en forma de abono.

En fin, en cierto modo, en esas frases está en esencia todo o casi todo: la vida que sigue tras la muerte, los cadáveres que sirven a la ciencia o a la experimentación farmacéutica, industrial o militar para tantas cosas, los gusanos que asoman por las cuencas orbitales como les gustaba a nuestros clásicos barrocos y, en definitiva, la conversión en abono de los despojos humanos como dentro de poco nos impondrán los ecologistas. ¿Qué más puedo decirles para que de una vez irrumpan en una sonora carcajada? Eso: ¡a reír, que son dos días!

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