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Hay vida después de la muerte (I)

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Hace poco los lectores de La Vanguardia–no sé si de otros rotativos, aunque supongo que también– pudieron leer un titular impactante: «Becan con cuatro millones a un filósofo para que descubra si hay vida eterna». Confieso que lo primero que hice fue mirar la fecha, por si correspondía al 28 de diciembre. No era el caso. Por si fuera poco, venía en la sección de Ciencia. O sea, que iba en serio. Picado por la curiosidad (y pensando que tenía que descubrir dónde estaba el truco) leí, entre otras cosas, lo siguiente: «La Universidad de California en Riverside (UCR) ha recibido una donación de unos cuatro millones de euros para estudiar si puede existir la vida eterna. La subvención, que debe cubrir el proyecto en los próximos tres años, ha ido específicamente al profesor de filosofía John Martin Fisher». Como yo soy también profesor de Filosofía, no puedo negar que me asaltó una insana envidia hacia mi colega, muchísimo más listo o, por lo menos, bastante más espabilado que yo. Luego la nota especificaba: «Según ha informado la universidad», la beca financiará «la investigación sobre el cielo, el infierno, el purgatorio o el karma, entre otros temas». ¡Apasionante, sin duda…! Una investigación de laboratorio, doy por supuesto.

Líneas más abajo, con el mismo tono impecablemente serio, se nos informaba que estaban implicadas en el proyecto algunas instituciones por encima de toda sospecha. El trabajo llevaría el nombre de «Proyecto Inmortalidad», incluiría conferencias en las que Fisher iría «avanzando los hallazgos realizados durante los tres años de trabajo» y, en fin, los resultados se publicarían en un libro editado por Oxford University Press con el título La inmortalidad y el significado de la muerte. (Les advierto, por si les sirve el consejo, que en cuanto termine este artículo me pongo a hacer las gestiones para reservar un ejemplar). En cualquier caso, tras una serie de precisiones, se nos tranquilizaba finalmente sobre el buen uso de los recursos destinados a este magno objetivo. Aunque era «la subvención más grande jamás otorgada a un profesor de Humanidades en el centro», el profesor Fisher aseguraba: «El enfoque será inflexible, de rigor científico, no vamos a gastar dinero para estudiar abducción alienígena». Me quedé más tranquilo.

Así las cosas, decidí liarme la manta a la cabeza y, en términos incomparablemente más modestos, echar yo también mi cuarto a espadas. Y, ¿por qué no?, titular de este modo, sin remilgos, Hay vida después de la muerte. Le tomo la delantera a Fisher antes de que él publique en Oxford University Press sus conclusiones científicas: «¡con un par!», como dicen los castizos. O sea, que –aclaro desde ahora– no es un error, no faltan ni se me han olvidado los signos de interrogación. Es una afirmación, no una pregunta: hay vida después de la muerte. Así que, indefectiblemente, ya a estas alturas, antes casi de entrar en faena, alguno se me pondrá (como mínimo) suspicaz. ¿De qué va esto? El contexto determina el texto y ese titular en este rincón tiene un tufillo a… ¿A qué? Bueno, depende también o, mejor podríamos decir, depende en primera instancia de la perspectiva del lector.

Si usted, lector, es creyente, juzgará que el título es correcto o coincide con sus convicciones, aunque seguro que le escamará un poco la rotundidad de la afirmación y el sitio donde aparece. Me temo que ya está usted recelando que voy a tomarle el pelo. Si, por el contrario, usted se define o identifica como no creyente, el epígrafe también le mosqueará, aunque por razones distintas, casi opuestas. Por ello es probable que también se pregunte: ¿a qué viene esto? Como esta es una sección de humor o sobre el humor, unos y otros van a converger rápidamente en el mismo punto, es decir, que pensarán seguro que voy a poner en solfa aquí las creencias sobre lo que hay detrás de la muerte del ser humano. Que, dicho sea de paso, son muy diversas, desde la transmigración que mantenían los antiguos (¡empezando por el mismísimo Platón!) y todavía sostienen muchos, hasta la tradicional «vida eterna» de la comunidad cristiana, tan enraizada en nuestra cultura. (No en vano seguimos diciendo aquello de «pasó a mejor vida» con la mayor solemnidad ante el finado todavía caliente.) Pues bien, deshagamos los equívocos desde el principio: pues no, no voy a hablar de eso. Por decirlo más exactamente, no voy a ocuparme de expectativas o esperanzas (de resurrección o de lo que sea), sino de realidades más empíricas, más tangibles. Más pedestres. Pero déjenme dar un pequeño rodeo antes de entrar en materia. No se preocupen. Enseguida me entenderán.

«Hay vida después de la muerte» es una aserción demasiado categórica que suele incomodar a la razón. No digo en todas las personas, pero sí en buena parte de ellas, incluso las que «creen» en «otra vida». Fíjense que decimos «creer», con la inevitable porción de incertidumbre –mayor o menor según los casos– que ello comporta. Es público y notorio que en la esfera religiosa se niega o, al menos, se reduce esa duda al mínimo, pero no es obviamente en ese campo donde quiero situar mi reflexión. Fuera del estricto ámbito religioso, en nuestra cultura en general, se prefiere por ello una formulación más ambigua, como «la muerte no es el final», aunque, en última instancia, suele dársele el mismo significado. No es casual que ese título, «La muerte no es el final», corresponda precisamente al himno que acompaña en los últimos tiempos todos los funerales y conmemoraciones públicas de homenaje a los civiles y, sobre todo, militares, víctimas del terrorismo o caídos en actos de servicio. En algunas de mis publicaciones me he ocupado del tema y he mostrado mi respeto por los sentimientos que afloran en esas ceremonias cívico-militares presididas por una fortísima carga emotiva, aunque esté lejos de compartir en el fondo y en la forma la expresión concreta de esos sentimientos: «En Tu palabra confiamos / con la certeza que Tú / ya le has devuelto a la vida, / ya le has llevado a la luz. / Ya le has devuelto a la vida, / ya le has llevado a la luz».

La verdad es que, cuando he analizado esas actitudes colectivas en torno a la muerte, me he interesado por los aspectos culturales, por las mentalidades y, por encima de todo, por la dimensión política del fenómeno. Eso es lo que me ha permitido aseverar, por ejemplo, que «la muerte no es el final», en efecto, pero en otro sentido completamente distinto: la muerte de muchas personas es, muy por el contrario, el punto de partida de múltiples actividades de distinto signo que tienen sólo una cosa en común: que los vivos le sacan rédito al fiambre. En este extremo viene al pelo recordar la acepción coloquial de «ser muy vivo» como «vivales» o aprovechado. A menudo es algo tan prosaico como que se desata la lucha por unos bienes materiales –heredar, simplemente–, pero a veces es también algo tan alambicado como hacer del muerto un santo, un mártir o un héroe para gestionar en su nombre un determinado legado y sacar con ello privilegios, honores o poder. Sea como fuere, en todos esos casos, concluía yo, nos situábamos en un terreno en el que, sin lugar a dudas, la muerte no era el final. Aquí nos encontrábamos el primer estadio en que lo potencialmente dramático se degradaba al nivel de lo bufo o, dicho en otros términos, la tragedia corría el riesgo de trocarse en farsa.

Fuera como fuese, en cualquiera de sus manifestaciones, esa lucha por la vida –por decirlo en términos darwinianos– que tenía como punto de partida el deceso no afectaba al propio rol del muerto. Es verdad que en algunas ocasiones, y siempre en términos metafóricos, se podía decir algo muy parecido al título de la celebre película (1989) de Ted Kotcheff, Este muerto está muy vivo. Este es el segundo escalón, en el que la risa estalla de modo irreverente rompiendo la pretendida seriedad o incluso la solemnidad con que pretendemos acompañar el último trance. No son pocas las comedias que han planteado esa situación de ocultar el fallecimiento por diversos motivos y le han sacado un gran partido al jocoso equívoco del muerto que hacen pasar por vivo. La fórmula es infalible, aunque se repita una y otra vez. Hace poco se utilizaba con bastante éxito en una película de Paco León, Carmina y amén (2014). En otra ocasión me ocuparé de esa vertiente. Digamos ahora que, en el mejor de los casos, el muerto permanece muy vivo en la memoria de los que le sobreviven y cosas así: sea. Pero, volviendo a lo que íbamos, en términos estrictos, el muerto, muerto seguía, obviamente. O sea, que para él la muerte sí que era el final. Pues… esperen, esperen. Como decía aquella serie de dibujos animados, «no se vayan todavía». No demos carpetazo al asunto.

Es verdad que, como ya hemos dicho y se le alcanza a cualquiera, morir supone una ruptura. Desde la perspectiva de la conciencia y del individuo convencionalmente considerado (es decir, como ser diferenciado y autónomo), hay un antes y un después o, como se dice a veces en la mala literatura necrológica, una puerta que se cierra. Vale, dejamos las puertas –las que se cierran y las que, según otros, presumiblemente se abren– y cambiemos la perspectiva. Sólo eso: miremos al cadáver y modifiquemos el punto de vista. Dejémonos de trucos: el fallecido no va a despertarse: eso es obvio y está asumido. Lo que entendemos y concebimos como ser humano individual e identificamos con nombre y apellidos ha dejado de existir. Pero el muerto sigue ahí, sobre una mesa de operaciones, una cama o un ataúd: es una presencia que no podemos obviar. Por decirlo con más precisión, es tan material como nosotros, los que nos definimos como vivos. Y, a propósito de vida, el hecho de que ese ser humano ya no exista como tal no nos autoriza a sostener que la vida, toda ella, se haya extinguido en él. Ha desaparecido una clase, un tipo de vida, la vida consciente de un semejante. Pero la vida sigue. No me refiero a la tontería de que la vida continúe para los demás, sino a que la vida sigue en el interior de ese cuerpo yacente.

Ya he dicho en alguna ocasión que no me gusta ponerme medallas que no me corresponden ni aparentar lo que no es. Lo digo ahora porque, manejando la bibliografía que hay sobre el particular, constato que no he sido nada original al encabezar estos párrafos con el titular y el significado específico que ya he desvelado. Hay un libro de una periodista norteamericana, Mary Roach, que se ha traducido al español con el epígrafe de Fiambres, y no precisamente porque trate de las exquisiteces de la mortadela. El subtítulo es más clarificador: La fascinante vida de los cadáveres (Barcelona, Global Rhythm, 2007). Lo menciono ahora porque compruebo que el capítulo tres se denomina ni más ni menos «Vida después de la muerte» y trata de esto mismo de lo que quiero hablarles: la vida que se desarrolla en la materia cadavérica.

Tengo que aclarar, para quien esté interesado, que la mayor parte del libro mencionado no se centra tanto en esa vertiente como en los experimentos que diversos profesionales de la medicina y la investigación biológica efectúan con los «fiambres», para seguir con su terminología. Déjenme que les suelte una pincelada, sólo una, para poner por hoy un punto y seguido, pues continuaré en una segunda parte este placentero periplo. El primer capítulo se llama «No hay cosa más triste que una cabeza desperdiciada». Aborda el tema de las prácticas de cirugía con cadáveres. Roach no se anda con rodeos y sus comparaciones son, como mínimo, desconcertantes: «Una cabeza humana –escribe– tiene el volumen y el peso aproximado de un pollo para asar». La comparación no es fortuita: se le ha ocurrido ante el espectáculo de cuarenta cabezas colocadas sobre fuentes para el horno para realizar prácticas de cirugía. ¿A qué les recuerda? Exacto, han acertado, pollos a l’ast. Por si quedaba alguna duda, Roach no deja nada a la imaginación y precisa que esos recipientes están ahí «por la misma razón por la que los pollos se asan sobre este tipo de fuentes: para contener los jugos y la grasa que sueltan». No sé a ustedes, pero a mí se me han quitado las ganas de comer pollos asados por una temporada.

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