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Hermenéuticas imaginativas

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«Revista de Libros» (núm. 122, febrero de 2007, pp. 14-15) publicó bajo el título «El giro cultural» una recensión del libro de Julio Aróstegui y François Godicheau (eds.) «Guerra Civil. Mito y memoria» (Madrid, Marcial Pons, 2006) firmada por Michael Seidman. El presente artículo hace referencia, en cambio, a sólo tres de las contribuciones de este volumen colectivo y ha de leerse como un comentario independiente de aquella recensión, centrado en otros tantos aspectos muy puntuales de marcado carácter terminológico y conceptual.

En un suelto sin firma, titulado «Rojos y negros», publicado en El Socialista el 25 de mayo de 1938, se decía: «Cuando nuestra guerra fue civil, al iniciarse, podían concebirse dos bandos españoles: uno, partidario de la República, de la ley vigente, de la libertad, de la justicia social, del progreso natural; otro devoto de la monarquía, del Estado dictatorial, del sometimiento de unas clases a otras, de la tra­dición, del estancamiento humano en sus manifestaciones varias». Pero, seguía el articulista, «nuestra guerra dejó pronto de ser civil, para convertirse en guerra de invasión». Ya no hay, por tanto, dos bandos, ya sólo hay españoles y antiespañoles; los unos luchan por la patria, los otros son la misma cosa que en su día había sido el conde don Julián: la antipatria.

Testimonios de similar índole podrían multiplicarse al infinito: la Guerra Civil tuvo muchos nombres y se ha contado de muchas maneras: como guerra de España, como guerra entre España y Anti-España, como guerra de independencia nacional contra un invasor extranjero, como revolución, como cruzada, como guerra fratricida, como tragedia y catástrofe. Nombres que se han cruzado en sus diferentes caminos, que han coexistido o se han anulado, que han desaparecido y vuelto a resurgir: la historia de los relatos de la guerra, de las aventuras de sus nombres, podría dar para un grueso volumen que debería cumplir, al menos, una condición: tomarlos en serio, indagar en su sentido, evitando la tentación anacrónica que consiste en proyectar contenidos de relatos posteriores sobre el significado de los nombres para obtener algún beneficio político en el presente. Lamentablemente, no es el caso de este libro colectivo, en el que el nombre guerra civil aparece como una invención elaborada para ocultar la auténtica realidad de la guerra y facilitar así una política de pacificación basada en el silencio y en el olvido.

Sostiene François Godicheau, por ejemplo, que desde la transición a la democracia se ha formado un consenso alrededor del nombre de guerra civil, un término neutro, dice él, que «tiende a ocultar las diferentes facetas del conflicto privilegiando la idea de una guerra entre compatriotas, entre hermanos»; y que precisamente el intento de privilegiar esta idea «fue uno de los obs­táculos para que el nombre se impusiera, ya que en 1936 ninguno de los adversarios estaba dispuesto a conceder al otro la dignidad de compatriota». Si creemos a Godicheau, el nombre «guerra civil» tropezó, debido a su «neutralidad» y a su propósito de ocultar la verdadera naturaleza de aquella guerra, con insuperables obstácu­los hasta que, finalmente, gracias al pacto de olvido firmado en la transición, logró imponerse como único nombre de la guerra. Llamar hoy a la guerra de 1936-1939 con el nombre de «guerra civil» equivaldría a decir que, gracias al «pacto de olvido» de la transición, los españoles buscaron una pacificación por el nombre silenciando u ocultando las «diferentes facetas del conflicto»François Godicheau, «Guerra civil, guerra incivil: la pacificacíón por el nombre», p. 138..

Hemos llegado a un momento en que cualquier cosa que se diga sobre la Guerra Civil sólo será valiosa a condición de ser novedosa. Y ante semejante propuesta, sólo cabe preguntar: ¿también pretendían ocultar esas diferentes facetas y privilegiar que se trataba de una guerra entre hermanos los dirigentes de la Asociación de Intelectuales Antifascistas cuando titularon durante más de dos años Romancero de la guerra civil las dos páginas centrales de El Mono Azul? Comenzaba a formarse, en agosto de 1936, entre los defensores de la República un romancero no de cualquier guerra, sino muy concretamente de una guerra civil: ¿sería porque los intelectuales de la Alianza pretendían con ese sintagma –guerra civil– reconocer a sus enemigos la dignidad de hermanos y compatriotas, o sería tal vez porque en agosto de 1936 «guerra civil» significaba, como ya había ocurrido un siglo antes, durante la guerra entre liberales y carlistas, guerra a muerte, guerra de exterminio? Porque una cosa es cierta: no tropezó con ningún obstáculo la decisión editorial de que Romancero de la guerra civil campara todas las semanas como gran titular en la doble página que El Mono Azul dedicaba a publicar romances escritos por poetas consagrados o por gentes desconocidas en los que el enemigo podía ser calificado de todo menos de hermano o compatriota.

«Sabemos –decía Azaña en Madrid, en noviembre de 1937– que la guerra es una espantosa calamidad y que la guerra civil es una monstruosidad», una afirmación que no rechazarían hoy los estudiosos de la violencia colectiva que definen la guerra civil como el «fenómeno de violencia y exclusión de amplio alcance por antonomasia»Así, José Luis Ledesma en su excelente trabajo «“La santa ira popular” del 36: la violencia en guerra civil y revolución, entre cultura y política», en Javier Muñoz, José Luis Ledesma y Javier Rodrigo (coords.), Culturas y políticas de la violencia. España, siglo xx, Madrid, Siete Mares, 2005, p. 154.. Eso es lo que significaba guerra civil durante la Guerra Civil y eso es lo que invalida la hermenéutica de Godi­cheau: la completa desvinculación del significado de las palabras de los sujetos que las emiten y del tiempo y las circunstancias de su emisión, de tal manera que un sintagma co­mo, por ejemplo, «guerra fratricida» significaría lo mismo si lo dice el combatiente en una guerra, el político que reflexiona desde el exilio varios años después o el historiador que interpreta hoy todo el proceso. Es posible que guerra fratricida, en boca de un historiador, de un sociólogo o de un politólogo, no diga nada o se reduzca a metáfora de la que efectivamente se puede pasar, como pasa Godicheau. Pero alguien que estudia el significado de las palabras y propone una interpretación no puede pasar de ningún nombre de la guerra cuando se tropieza con él en el discurso de un dirigente político, en la carta de un soldado o en el escrito de un exiliado: el historiador o el analista están obligados, primero, a documentar el momento de su aparición, sus diversos usos, los cambios de su significado según los tiempos y los hablantes: «guerra fratricida», dice Indalecio Prieto cuando pretende contener la oleada de crímenes en territorio republicano; «guerra fratricida», escriben desde su exilio de México los redactarores de Las Españas, cuando evocan veinte años después «el gran escarmiento que para todos ha debido significar la guerra con su millón de muertos y su secuela de indignidades y miserias». Pasar del significado que estos hablantes dan a sus palabras y de la intención explícita con que las pronuncian y atribuir de una vez por todas, por gratuita lucubración, un significado unívoco a un nombre es la mejor manera de extraviarse en falsas imputaciones.

Y esto es lo que ocurre cuan­do se asigna a «guerra civil», en cualquier circunstancia, una intención neutralizadora, igualadora y de ocultamiento con el propósi­to de bloquear el acceso al verdadero fondo de la guerra, sólo perceptible, al parecer, al analista en su archivo o en su despacho. Es lo que hace Godicheau cuando afirma que «el reconocimiento mayoritario de la guerra como civil es contemporáneo del famoso “pacto del olvido”». Esta afirmación es tan gratuita –y tan descaminada– que, en el mismo libro, Pablo Sánchez León asegura que fue en 1965 «cuando admitimos la convención de que lo que sucedió entre 1936 y 1939 fue una “guerra civil”». Y ¿qué pasó en 1965 para que los españoles admitieran semejante convención diez años antes de lo que supone Godicheau? Pues nada menos que la aparición de los libros de Hugh Thomas y de Gabriel Jackson: fue a partir de ese momento –escribe Sánchez León– cuando las gentes del régimen comenzaron a hablar también de guerra civil, un hecho que considera «novedoso» –tanto como su propio descubrimiento– y que atribuye a la singular circunstancia de que eran autores extranjeros los que promovían la denominación «guerra civil»Pablo Sánchez León, «La objetividad como ortodoxia: los historiadores y el conocimiento de la guerra civil española», p. 101..

Si Godicheau, por una parte, y Sánchez León, por otra, hubieran tomado en serio –puesto que ninguno de ellos lo ignora– la cantidad y variedad de veces que «guerra civil» aparece en escritos publicados en las dos zonas en que quedó dividida España desde los mismos días de julio de 1936, y si se hubieran molestado en indagar los momentos en que diversas fuerzas políticas de la disidencia y de la oposición decidieron no utilizar la guerra como arma arrojadiza, habrían matizado sus contundentes afirmaciones. De guerra civil se habla en España, tanto en medios republicanos como rebeldes, simultáneamente a «los acontecimientos que comenzaron en julio de 1936» y, treinta años después, en 1965, no había nada de «novedoso» en llamar a aquellos acontecimientos con los simples nombres de guerra, guerra de España, guerra española o guerra civil. Si fuera cierto que hasta 1965 o hasta 1976 no caímos en la cuenta de que lo sucedido entre 1936 y 1939 fue una guerra civil, tendríamos que concluir que los españoles que desde julio de 1936 utilizaban el sintagma «guerra civil» no sabían qué cosa estaban definiendo con ese concepto. Según Sánchez León, hubo que esperar a 1965, y fue gracias a un impulso exterior; según Godicheau, todavía habrían de pasar otros diez o doce años, y gracias a una renuncia interior en forma de pacto del olvido, para que los españoles se refirieran a aquel acontecimiento con el nombre de guerra civil.

La realidad no fue ni una cosa ni otra: del mismo modo que guerra civil se dijo desde finales de julio de 1936, el propósito de no utilizar la guerra como arma arrojadiza hay que remontarlo a los encuentros de la oposición y de la primera disidencia de los años cuarenta, a las movilizaciones universitarias de «hijos de vencedores y de vencidos» de los años cincuenta, a la política oficial del Partido Comunista de España desde junio de 1956, y a las fuerzas políticas que se encontraron en Múnich en 1962, esto es, a dos y hasta tres décadas antes del comienzo de la transición. Si se tiene la curiosidad de repasar lo que firmaron Gil Robles e Indalecio Prieto en 1948; si se leen los manifiestos clandestinos de los estudiantes universitarios en 1956 y 1957, en Madrid, Barcelona o Sevilla, identificándose como miembros de una generación «ajena a la guerra civil»; si se recuerda la declaración Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español, en la que el Partido Comunista de España afirmaba que «se está crean­do una nueva situación en la que la pasada guerra civil deja de ser la línea divisoria entre españoles»; y, en fin, si se cae en la cuenta de que un monárquico como Joaquín Satrústegui afirmó, con el aplauso de la numerosa representación de fuerzas políticas del interior y del exilio reunida en Múnich, en junio de 1962: «Es preciso que superemos nuestra guerra civil», se comprobarán, al menos tres cosas: que el nuevo uso del sintagma «guerra civil» tiene poco que ver con la llegada de los libros de hispanistas angloamericanos; que «guerra civil» no significaba lo mismo en 1948, 1956 o 1962 que en el verano de 1936; y, en fin, que la decisión de no arrojarse a la cara la Guerra Civil nació y se robusteció en círculos de la disidencia y de la oposición veinte o treinta años antes de iniciarse el proceso de transición y no fue resultado de aquel fantasmal pacto de silencio al que se ha convertido en signo de buen gusto achacar los déficits de la democracia española.

Vincular «guerra civil» con «pacto de olvido»: esa es toda la cuestión. La ausencia de aparato crítico a la hora de interpretar los nombres de la guerra y, por tanto, la irrestricta libertad del hermeneuta a la hora de asignar un nombre a cada cosa, está dirigida en ambos autores a cimentar la idea de que el uso del sintagma «guerra civil» para denominar –por decirlo con Sánchez León– lo que sucedió entre 1936 y 1939 guarda una estrecha relación con lo que Godicheau llama famoso pacto de olvido. La sustancia de tal pacto habría consistido en que la ley de amnistía de octubre de 1977 impuso un silencio sobre el pasado al decretar la inmunidad para los responsables de haber cometido violaciones de derechos humanos durante la dictadura. Este hecho –la concesión de la inmunidad–, según sostiene una vez más Paloma Aguilar en su contribución a este mismo libro, habría resultado «eclipsado por otro que tenía mucha más trascendencia política y social en ese momento: la liberación de los presos políticos de la dictadura que sí había suscitado abundantes movilizaciones sociales»Paloma Aguilar, «Presencia y ausencia de la guerra civil y del franquismo en la democracia española. Reflexiones en torno a la articulación y ruptura del pacto de silencio», p. 282.. Si no se entiende mal: aprovechando la trascendencia política y social de la liberación de presos de la dictadura, se metió de rondón la inmunidad de los responsables de haber cometido violaciones de derechos humanos.

Aguilar reitera aquí un error repetido en otras ocasiones: que la concesión de inmunidad fue el precio a pagar por «la liberación de los presos políticos de la dictadura». En realidad –si es que lo real vale algo cuando toda realidad es inventada–, esos presos políticos a los que Aguilar se refiere, los que habían suscitado abundantes movilizaciones sociales desde la muerte del dictador, gozaban de libertad un año antes de que se celebrasen las primeras elecciones generales, gracias a la amnistía de julio de 1976, concedida sin contrapartida inmunitaria alguna; su salida a la calle –o, en su caso, su retorno del exilio– había sido muy celebrada, en efecto, como correspondía a las movilizaciones que habían exigido su puesta en libertad. Pero su salida a la calle mal pudo eclipsar algo que no ocurrió «en ese momento», sino año y pico después. Mientras tanto, habían concurrido libremente a las primeras elecciones generales como candidatos de sus respectivos partidos y hasta ocuparon sus escaños en el Congreso de los Diputados, desde donde aprobaron con sus votos afirmativos la primera ley que salió de las Cortes, la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977 que, como su texto muestra con toda claridad, no estaba destinada a los «presos políticos de la dictadura» sino a los terroristas, mayormente de la monarquía. Pues no había «presos políticos de la dictadura» en las cárceles en octubre de 1977, sino un resto de procesados o condenados por delitos de terrorismo que aún permanecía en ellas en el momento de celebrarse las elecciones y que, en su mayor parte, habían cometido sus atentados después de la muerte de Franco, como fue el caso de los imputados por el asesinato de Javier de Ybarra. Eran presos de ETA, de los GRAPO, del FRAP y del MPAIAC, que salieron a la calle sin que constara en absoluto su voluntad de abandonar la actividad terrorista.

De supuestos erróneos se infieren normalmente falsas conclusiones. Puede discutirse la oportunidad y la justicia –o su ausencia– de promulgar una amnistía general con la que el primer Parlamento elegido libremente por los españoles desde febrero de 1936 quiso clausurar un pasado de violencia; lo que, sin embargo, resulta indiscutible es que fue la oposición, integrada en una medida no desdeñable por antiguos exiliados y presos políticos de la dictadura, la que tomó la iniciativa de aquella ley de amnistía general; fue la oposición –y dentro de ella, el Partido Nacionalista Vasco, que quería ver a todos los chicos de ETA de vuelta a casa– la que llevó el proyecto de ley a las Cortes y fueron las Cortes las que promulgaron la ley: no fue una medida del gobierno de UCD –como lo había sido la de julio de 1976– y no contó con el apoyo de Alianza Popular. Sin duda, fue el partido del Gobierno el que, a cambio de dejar las cárceles vacías de detenidos por delitos de terrorismo, presionó para que se incluyera en el proyecto de ley los dos epígrafes del artículo 2 relativos a los delitos y faltas cometidos por las autoridades, funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas; pero fue la oposición la que aceptó esa especie de quid pro quo en la seguridad –no por ingenua menos profunda– de que así se erradicaba la violencia como instrumento de la política con objeto de abrir un proceso constituyente en el que pudieran quedar integrados los que hasta ayer mismo habían cometido asesinatos.

Si no se tiene en cuenta algo tan elemental como la cronología y los diferentes contenidos de las amnis­tías y de los pactos, y los diversos factores que los fueron impulsando o determinando, se corre el riesgo de solventar los problemas que planteó la transición por el sencillo método de no plantearlos: la transición es, para todos los que así razonan, aproblemática. Los pactos que esmaltaron los duros momentos del proceso hacia la democracia quedan transmutados en «el pacto», una entelequia que actúa como una especie de deus ex machina que lo explica todo sin necesidad de ser él mismo explicado. Y entonces se dice: «Hubo un pacto, de silencio, de olvido, de amnesia, de lo que fuera. ¿Qué más se necesita para entenderlo todo?». Incluyendo en ese todo, además de la aversión al riesgo en relación con el futuro y del silencio más absoluto en relación con el pasado, la falacia de que los españoles denominaran guerra civil a su Guerra Civil sencillamente porque así la convertían en una guerra galana para mejor olvidarse de ella en el presente y guardar silencio en el futuro.

 

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