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Los restos del Imperio

Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico

Francisco Colom (ed.)

Iberoamericana/Vervuert, Madrid/Fráncfort

2 vols. 1.290 pp.

88 €

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En septiembre de 1680, Tomás Antonio de la Cerda y Aragón (1638-1692), conde de Paredes, tercer marqués de La Laguna y, a la sazón, recién nombrado virrey de Nueva España, de­sem­barcó en las posesiones americanas de la corona española. Con motivo de su llegada, las autoridades de la ciudad de México acordaron la construcción de un arco del triunfo de noventa pies de altura para dar la bienvenida a tan alto dignatario, siendo Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), que por entonces ocupaba la cátedra de matemáticas y astronomía en la Universidad de México, quien se hizo cargo del programa iconográfico que debía presidir el monumento. La erección de arcos del triunfo constituía una tradición consagrada dentro del abanico de rituales políticos diseñados para apuntalar la autoridad de los reyes. El protocolo prescribía que el prócer debía atravesar el arco para después recibir las llaves de la ciudad. Así, el paso del monarca por el arco y la posterior ofrenda de las llaves simbolizaban la conquista de la plaza y la rendición del pueblo, respectivamente. Lo característico en el caso de Tomás Antonio de la Cerda y Aragón –como sucedía, dicho sea de paso, en la mayoría de las liturgias en que se representaba el poder regio– era que la densidad simbólica del rito se doblaba, pues él mismo, en su condición de virrey, no era sino una metáfora del monarca que reinaba allende los mares. Sin embargo, y para sorpresa del séquito real, el arco proyectado por Sigüenza y Góngora ofrecía un espectáculo visual que de­sa­fia­ba abiertamente los cánones establecidos.

La tradición arquitectónica, que seguía religiosamente el modelo de Constantino, invitaba a que los arcos del triunfo estuvieran salpicados de imágenes que celebraban las grandes victorias del monarca o la dignidad en cuyo honor se erigía el monumento. La tradición también prescribía que en ausencia de gestas que conmemorar, los arcos podían presentar un elenco de grandes empresas llevadas a cabo por héroes de la antigüedad. Sin embargo, lo que Sigüenza y Góngora había preparado para el nuevo virrey no era ni lo uno ni lo otro. Lo que el sobrino del ilustre poeta español había grabado en el arco era un ramillete de hazañas de emperadores aztecas que traducían gráficamente un mensaje bien claro y distinto: la posibilidad de legitimar la identidad política mexicana por referencia a su propia historia.
 

El theatro de virtudes políticas (1680) fue un tratado compuesto por el propio Sigüenza y Góngora para justificar el programa iconográfico que había impreso en el arco. Como la mayoría de los tratados de la época, su obra adolecía de un excesivo gusto por el saber enciclopédico, lo que en este opúsculo se tradujo en un celo ge­nea­ló­gi­co farragoso e imposible. Baste señalar que para poder presentar a los criollos mexicanos como los legítimos herederos del imperio indio, Sigüenza y Góngora no tuvo reparo alguno a la hora de incluir en el mismo relato elementos narrativos tan inconexos como el dios Neptuno, el historiador judío Josefo o la figura de Hernán Cortés. Sin embargo, más allá de los defectos de forma, lo que nos interesa es el gesto historiográfico: a saber, la utilización discursiva de la historia como narración con fines políticos. Así, en su obra podemos leer pasajes como éste: «Siendo mi propósito ofrecer ejemplos que imitar, sería ofender a la patria ir a pedirlos a unos héroes extranjeros de los que los romanos aprendieron la práctica de las virtudes, y todavía más cuando hay abundancia de preceptos para instrucción política entre esos pueblos tenidos por bárbaros».

Huelga decir que los ideales que animaban al cosmógrafo mexicano no eran aún tan radicales como los que se verán, por ejemplo, en los discursos políticos de Simón Bolívar. Hablar de un México independiente en el imaginario político de Sigüenza y Góngora es hablar de lo excusado. A mayor abundamiento, cabría añadir que, aun habiendo sustituido los habituales motivos mítico-épicos por una iconografía local, tampoco inauguró ningún lenguaje político nuevo, pues sus emperadores aztecas no tenían otra intención que seguir representando las virtudes clásicas de la pretérita Roma. Seguía, por tanto, trabajando dentro de un paradigma clásico. No obstante, ello no es motivo para que dejemos de considerar la importancia mitopoietica de este pasaje. Como afirma el historiador británico Anthony Pagden, las intenciones de Sigüenza y Góngora «son una articulación de la necesidad que tenía la sociedad a la que pertenecía de hacerse una idea clara de su relación con las tierras que ocupaba, con los pueblos sobre los que mandaba y con una madre patria que, como fuente de inspiración cultural y política, estaba perdiendo importancia rápidamente»Anthony Pagden, El imperialismo español y la imaginación política. Estudios sobre teoría social y política europea e hispanoamericana (1513-1580), trad. de Soledad Silió, Barcelona, Planeta, 1991,p. 151.. Eran, por tanto, los primeros destellos de la cuestión clave de la modernidad: la pregunta por la identidad política.

No obstante, habría que esperar todavía casi dos siglos para que las inclinaciones patrióticas de los súbditos americanos de la corona española dejasen de lado la reivindicación cultural y cristalizasen en lenguajes políticos de la emancipación. Ése, y no otro, es el escenario histórico-político en que la obra Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico nos invita a zambullirnos. Esta obra, cuya edición ha corrido a cargo de Francisco Colom, tiene el noble propósito de presentarse a los lectores como un estudio comparado en torno a la formación de las identidades nacionales hispanas a ambas orillas del mar Atlántico. Se trata de un trabajo que pretende corregir un hecho ine­lu­di­ble: la falta de atención que las principales teorías del nacionalismo han prestado a la construcción nacional en el mundo hispánico. Un olvido que siglos antes parece no hubiera tenido lugar.

Desde que a comienzos del si­glo xvi Carlos I heredase parte del imperio de los Habsburgo, la monarquía hispánica se convirtió en la heredera natural del imperio de los romanos. No en vano así rezaba el título imperial que años más tarde conseguiría el mismo Carlos merced a la intercesión del dinero de los Fugger. A pesar de que el cetro imperial nunca llegó de nuevo a manos de un monarca español, la colección de pueblos a los que daba cobijo la corona creció sustantivamente cuando en 1580 Felipe II se hizo con el trono portugués y sus tierras del Brasil y la India. De esta guisa, si bien el imperium dejó de estar refrendado jurídicamente, los éxitos de los Austrias mayores en la consecución de nuevas plazas y la defensa a ultranza del catolicismo dejaron el camino expedito para que, aunque sólo fuera metafóricamente, la sede del verdadero imperio residiera en la corte de Madrid. Esta espectacular acumulación de tierras, recursos y capital humano en tan breve lapso de tiempo excitó y desafió la imaginación de los más importantes pensadores europeos durante varios siglos. Desde Maquiavelo –que ya cantó tiempo ha las virtudes principescas de Fernando el Católico– a Marx, pasando por Botero, Bacon o Montesquieu, los eruditos dedicaron más de una reflexión a indagar en la naturaleza del imperio español. Aunque también es cierto que, conforme fueron pasando los años, la valoración del mismo mudó de manera drástica: de admiración a denuncia, casi sin término medio. Por ejemplo, si Giovanni Botero vio en la monarquía española el baluarte y la crema del catolicismo, la idea que tiene Marx dos siglos más tarde de lo que quedaba del vasto imperio español está más en consonancia con el prototipo de país despótico y orientalizado. Decía Marx que «la monarquía absoluta española, que sólo tiene un parecido superficial con las monarquías absolutas de Europa en general, debe ser más bien incluida en la clase de formas asiáticas de gobierno. España, igual que Turquía, continuó siendo una aglomeración, mal administrada, de repúblicas regidas por un soberano nominal»Karl Marx y Friedrich Engels, Escritos sobre España, trad. de Pedro Ribas, Madrid, Trotta, 1998, p. 109.. En cualquier caso, lo relevante es que la atención que los eruditos prestaron al fenómeno hispano, sea cual fuere la valoración que les merecía, fue de primera magnitud. En cambio, el período comprendido entre el siglo xix y la liquidación definitiva del imperio, precisamente el período en que se emanciparon las colonias y en que se gestaron las nuevas naciones, continuaba siendo una franja silvestre que merecía una investigación seria sobre los avatares políticos e ideológicos de dicha metamorfosis. Afortunadamente, el trabajo del que aquí se da cuenta viene a unirse a las obras que David A. Brading, Antonio Annino o François-Xavier Guerra han escrito sobre la materia para contribuir a la hercúlea tarea de enmendar esa falta. Sin embargo, estos estudios no son sino la excepción que confirma la regla.

Las reflexiones más importantes sobre la conformación de los modernos Estados-nación occidentales pasan por alto las experiencias hispánicas. Andando los años, esta carencia fue aparentemente satisfecha, mas por un elenco de obras que no hacen más que oscilar entre la Escila y la Caribdis de los tópicos. En un extremo, nos encontramos las historias ideológicamente parciales, casposas hagiografías o las obras que abundan sobre los poco fértiles senderos del «singular» carácter hispano o la eterna y cuasimetafísica noción de «decadencia». En el otro, los trabajos que, siguiendo los paradigmas epistemológicos del marxismo, tan solo ofrecen respuestas de índole socioeconómica. La posibilidad de que estas obras fueran útiles adecuados para una investigación apropiada siempre estuvo cercenada por la militancia ideológica o, en su defecto, por el estado de la filosofía como disciplina académica para el análisis de las realidades políticas. En efecto, el devenir de los años ha demostrado que el gusto por la abstracción, el solipsismo o el carácter autorreferencial de la mayoría de los sistemas filosóficos ha dejado como legado un descrédito generalizado por parte de las disciplinas sociales, que, por el contrario, sí necesitan localizarse en un eje espacio-temporal para ofrecer réditos teóricos. Este vaciamiento progresivo de la filosofía política a favor de las ciencias sociales agudizó la crisis o erosión del modelo tradicional de la filosofía como saber; es decir, la filosofía entendida como el estudio de un canon de autores académicamente refrendado. Sin embargo, la última década ha sido testigo de una suerte de mudanza epistemológica que ha dado nuevos bríos a la filosofía como herramienta de análisis político, debido sobre todo a que la filosofía política –o al menos los autores que dentro de la misma se consideran antes «historiadores de la filosofía» que «filósofos»– ha tenido a bien empaparse de la revolución metodológica lograda en el seno de la historiografía.

El resultado de esta revolución ha sido una palpable pérdida de ingenuidad histórica, de tal guisa que nuestra capacidad de vislumbrar los dispositivos culturales y metarrelatos empleados para construir nuestras identidades colectivas ha obligado a abordar el estudio de las categorías políticas como algo más que una serie ahistórica de referencias normativas. Hay quien afirma que el origen de esta nueva sensibilización se encuentra en el éxito cosechado por las reflexiones metodológicas de Quentin Skinner. Sin embargo, tampoco deberíamos olvidar que, junto a la llamada Escuela de Cambridge, la Begriffgeschichte alemana de Koselleck y la Nouvelle histoire francesa –aunque más alejada de lo estrictamente «político»– también trabajaron durante años a la sombra metodológica del marxismo. Huelga decir que cada escuela aportó una peculiar visión de la hermenéutica, apelando cada una a su propia cosecha. Ahora bien, todas apuntando hacia la misma raison d’être: la transición de una historia centrada en ideas hacia una historia centrada en los lenguajes o en los conceptos encarnados en prácticas concretas. Se trataba de un escenario filosófico propicio para el de­sarro­llo de una historia intelectual posmoderna, en tanto que todas las manifestaciones culturales se convierten en apoyo de la historiografía. Éstas sirven para gestionar la imagen de un grupo mediante la proyección de unos límites geográficos, la imaginación de unos atributos grupales mediante la divinización de sus héroes o la demonización de sus enemigos.

El trabajo que aquí se reseña participa netamente de las convicciones que las nuevas perspectivas metodológicas han inoculado en la filosofía política. Si bien es cierto que la participación de tantos autores (cincuenta y dos en total) no permite un manifiesto claro a favor de una actitud epistemológica dominante, tampoco es óbice para subrayar que todos asumen la necesidad de huir de apelaciones a sujetos metafísicos y transhistóricos como antaño se hizo aludiendo, con tan poca fortuna, a «España», «lo español», «América» o «lo americano» . La atención, muy al contrario, se centra en las narraciones que como arroyuelos surgieron de la caudalosa crisis colonial hispana. Ambos volúmenes se centran, pues, en las pequeñas historias sobre identidadescon cuya sedimentación se fortalecieron los cimientos de las postreras Historias nacionales. ¿No es la Historia la confluencia de historias? Este hecho justifica que el enfoque del trabajo sea interdisciplinar, en franca concordancia con la multitud de campos del saber en que se manifestaron dichos relatos de nación. El presente trabajo rastrea desde los mitos fundacionales a las políticas historiográficas o filológicas, no sin antes dar debida cuenta de los rituales cívicos, las metáforas, símbolos o los lenguajes políticos con que se construyeron las demandas de emancipación de las naciones iberoamericanas en ciernes.

Todas estas manifestaciones identitarias, con independencia de su naturaleza, constituyen textos en los cuales pueden ­leerse los elementos con que se construyeron las conciencias nacionales tras el colapso imperial que produjo la crisis de ­legitimidad creada por la forzosa abdicación de Fernando VII. Todos, asimismo, ponen de manifiesto la gran paradoja que deja sin sueño a los ingenieros de «lo nacional»: su carácter contingente, que se deriva de su condición de constructo. Como dice Hobsbawm, «las naciones modernas y todo lo que les rodea reclaman generalmente ser lo contrario de la novedad, es decir, buscan estar enraizadas en la antigüedad más remota, y ser lo contrario de lo construido, es decir, buscan ser comunidades humanas tan naturales que no necesiten más definición que la propia afirmación»Eric Hobsbawm y Terence Ranger (eds.), La invención de la tradición, trad. de Estellar Omar, Barcelona, Crítica, 2002, p. 21.. Valga como ejemplo la peculiar historia con que se abrían estas líneas. De ahí, por tanto, de la necesidad de enquistarse de manera veraz en el decurso de la historia se sigue que «las identidades nacionales no se construyen en los desnudos términos de las necesidades funcionales a las que sirven, sino como narraciones que dignifican a quienes participan de ellas y dotan de significado a los derechos, obligaciones y sacrificios que les son imputables»Francisco Colom, «Presentación», en Relatos de nación, p. 16..

Se trata, por tanto, de ver a través de un paseo por los años de gestación de las naciones iberoamericanas que toda nación, además de un concierto económico o social, constituye un orden imaginado con unas características específicas. Y es, en última instancia, la naturaleza de la mezcla de los elementos jurídicos, étnicos y culturales del imaginario la que determina la identidad histórica y política de los proyectos nacionales, así como su organización interna y su posición frente a otros sujetos soberanos. Se trata, también, de ver que, para el caso hispano, el colapso del imperio abrió una brecha de la que brotó el sentido compartido de las nuevas identidades iberoamericanas emancipadas del yugo borbónico. La importancia de los relatos de nación estriba, pues, en que es a través de su difusión social y fijación institucional como los miembros de una comunidad bosquejan, siquiera de forma somera, su sentido de pertenencia a una instancia superior dotada existencialmente de una historia en el tiempo y de un lugar en el espacio. 

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