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Crónica negra del desengaño

Gran Granada

Justo Navarro

Barcelona, Anagrama, 2015

216 pp. 17,90 €

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Tiende a menospreciarse la novela policíaca, rebajada en muchos casos a simple entretenimiento, pero Borges ya nos advirtió en el prólogo de La invención de Morel, la extraordinaria novela de Bioy Casares, que la intriga policíaca exige orden, precisión, exactitud. No se trata de cualidades menores, sino de los rasgos que singularizan a los clásicos. La novela policíaca a veces se despeña por lo inextricable, truculento y confuso, pero en otras ocasiones discurre con la limpieza de un razonamiento matemático, como sucede en Gran Granada, una apreciable novela de Justo Navarro. Gran Granada puede leerse como un notable fresco de la alta y media burguesía granadina a comienzos de la década de los sesenta, cuando la dictadura de Franco gobernaba con la autocomplacencia de los vencedores y no se vislumbraba la posibilidad de un cambio político. La «Gran Granada» es esa elite que puede saltarse impunemente las leyes para gozar de sus privilegios, pasiones y perversiones. Sus excesos siempre serán perdonados, si actúa con discreción, prudencia e hipocresía. Sólo necesitará una breve visita al confesionario para limpiar su alma o un político indulgente que oculte sus hechos mediante una telaraña de mentiras y falsas apariencias.

Justo Navarro sitúa la acción en 1963, poco después de una inundación que causará dos muertos e importantes pérdidas materiales, pero que también servirá para renovar la economía de la ciudad mediante la especulación inmobiliaria, una actividad tradicionalmente inseparable en nuestro país de la corrupción y el tráfico de influencias. La inundación se produce el 16 de octubre y el 17 aparece el primer cadáver. Una mujer de la limpieza descubre el cuerpo del abogado Fernando Sola en la habitación de un hotel, aparentemente muerto por causas naturales. Sólo es el primer eslabón de la cadena. A continuación, se produce una escalada de muertes que se atribuyen a causas poco verosímiles: extraños accidentes, improbables suicidios, providenciales asesinatos. Y, de telón de fondo, la visita del Caudillo, que crea un serio problema a las autoridades locales, pues en la España de Franco reinan la paz y el imperio de la ley. En ese escenario despunta la figura del comisario Polo, ingeniero de telecomunicaciones y precursor de unos métodos de investigación modernos y avanzados. Polo sabe que, infiltrándose en la vida íntima de los ciudadanos con las nuevas tecnologías (aún incipientes), conseguirá los datos necesarios para sumir a cualquier individuo en un estado de extrema indefensión. Su agudeza contrasta con sus trece dioptrías y su avanzada edad. Todo indica que ha superado largamente la edad de jubilación, pero su retiro aún parece lejano. Elena, su mujer, tiene la edad de ser su nieta. Nadie imagina la razón de un matrimonio que parece incompatible con las leyes de la biología. Polo recuerda poderosamente a Hank Quinlan, el inspector de homicidios interpretado por Orson Welles en Sed de mal. En la película, un irreconocible Welles –que también realiza las funciones de director– es un policía sin escrúpulos, capaz de incriminar a inocentes y de falsificar pruebas. Polo aparenta un mayor respeto por la ley, pero no retrocede ante nada cuando sus afectos o sus intereses están en juego. Su lealtad a la dictadura es incuestionable. Durante la Guerra Civil luchó en las filas de los sublevados, experimentando la sensación de participar en una aventura romántica. No le convencen las versiones oficiales, pero cuando la verdad afecta a sus seres más queridos, ignora las leyes, sin una sombra de pesar o culpabilidad.

Justo Navarro sabe construir personajes, infundirles vida, hacerlos creíbles e implicarnos en sus historias personales, aunque algunos de sus actos nos repugnen. Al igual que Quinlan, Polo es una humanísima criatura de ficción, que nos atrapa con su compleja psicología, donde advertimos la connivencia de la ternura con la crueldad. En ciertos aspectos, es un monstruo, pero un monstruo que nos cautiva. Hacia el final de la novela, la referencia a Sed de mal crea la ilusión de una ficción que se desdobla. La prensa local anuncia su proyección y no está de más recordar la similitud del cine con el más famoso de los mitos platónicos. Pero esta vez, más allá de las sombras de la caverna, hay otra realidad que duplica lo imaginario, activando el efecto de un engaño sin fin. El joven Valderrama, mano derecha de Polo, no es menos amoral. Astuto como Perry Mason, ha asimilado las enseñanzas de su maestro y entiende que la ética es una objeción innecesaria. No se pregunta qué es justo, sino qué es conveniente. No es un personaje tan redondo como Polo, pero empuja la acción con eficacia, mostrando que los secundarios son los arbotantes de una buena novela. Puede decirse algo semejante de Federico y Antonio, con su fachada respetable de prestigiosos especialistas en oftalmología y otorrinolaringología. Federico está comprometido con Clara Andrade, hija de un magistrado, pero no siente prisas por casarse. De hecho, su vida es una farsa, pues esconde sus verdaderas pasiones. Esa impostura facilitará que sufra un chantaje en el que se mezclan el tráfico de obras de arte y la especulación inmobiliaria.

Justo Navarro recrea con acierto la Granada de 1963, con su pasado antifascista y su burguesía hipnotizada por el general Franco, perfecto cancerbero de un orden social basado en la corrupción económica, la represión de las libertades y la humillación de las clases más humildes. La subversión comunista sólo es un lejano recuerdo, que determinará el destino de Adelina Arroyo, limpiadora de don Juan Segovia. Las cuevas afectadas por la inundación testimonian que la patria, el pan y la justicia del régimen son pura retórica. En 1963, la Iglesia católica comparte el poder con los generales golpistas, imponiendo un modelo de sociedad que recuerda a los momentos más negros de la historia de España. Las altas jerarquías eclesiásticas se implican en el comercio ilegal de obras de arte, con la misma naturalidad con que administran los sacramentos. La policía tortura y hace desaparecer a los personajes incómodos, con la sensación de realizar un servicio público. La obstinación de Polo en resolver los misterios no procede de un compromiso personal con la verdad, sino de la irritación que le produce no saber: «La duda es una fuente de inquietud». Siempre es preferible la certeza, pues «las creencias dan paz al espíritu. Hay que cuidarlas como se cuida el patrimonio». Esa necesidad explica un punto de inmadurez en un carácter definido por el autodominio de un sabueso: «Consideraba lamentable que el paso de los años no le hubiera curado la ansiedad con que algunas veces esperaba ciertas llamadas telefónicas. Era un residuo juvenil en la senectud, una vergüenza». Esa juventud que no acaba es también la causa de su desarraigo. Incapaz de echar raíces, se siente de paso en todos sitios: «Un policía no tiene casa. El mundo entero es su bufete de abogado, su consulta de médico, su estudio de arquitecto, su confesionario, su carpintería, su taller de electricidad, fontanería y mecánica». Navarro no incurre en el error de elaborar personajes estereotipados, previsibles. No hay malvados en estado puro, sino personas que conviven con sentimientos contradictorios. El mal no es una esencia abstracta ni un principio metafísico, sino el producto de ciertas circunstancias que avivan la codicia, el egoísmo y la ira. El comisario Polo inspira temor: «en cada casa en la que era recibido, en los cafés, en las iglesias y en los cines, en cualquier sitio donde aparecía, desencadenaba una reacción, un rumor, un rugido silencioso superior al que producían sus pasos». Ese miedo no está a la altura de sus peores actos, que surgen del propósito de proteger a una víctima de sus propias intrigas.

La presencia de un traficante extranjero con aspecto de gigantesco sapo añade un toque de exotismo a una trama marcadamente localista. No puede decirse que la Granada de 1963 sea un espejo universal, pero sí el reflejo de una corriente autoritaria que circula por el fondo de nuestras sociedades. Polo advierte la importancia de las comunicaciones para vigilar a los ciudadanos, con independencia de sus actos. Para el poder político, cualquier individuo es potencialmente desestabilizador y debe estar bajo supervisión. «Los hoteles –reflexiona Polo– son organizaciones modelo de lo que debe ser un Estado moderno: tienen a sus clientes numerados y clasificados en habitaciones permanentemente disponibles para una inspección exhaustiva, conectados a teléfonos que pasan por una central telefónica en la que operan telefonistas con capacidad para registrar todas las comunicaciones». Gran Granada es algo más que una excelente novela policíaca. Cuando Polo contempla un falso Botticelli, casi indistinguible del original, reflexiona con ironía: «¿Qué más da que sea falso? Según la doctrina de los Padres de la Iglesia, si una reliquia hace milagros es auténtica, venga de donde venga». Con el pretexto de urdir un enigma, Justo Navarro ha escrito un libro sobre las apariencias y el desengaño, rescatando la penumbra de nuestra literatura barroca, tan trágica y estremecedora como un lienzo de Caravaggio.

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).

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