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Las bases de la crítica moderna

Giotto y los oradores

MICHAEL BAXANDALL

La Balsa de la Medusa, Visor. Madrid, 1996

Traducción de Aurora Luelmo, Antonio Gascón y Luis M. Macía

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No deja de ser irónico que la traducción española del espléndido libro de Michael Baxandall, Giotto and the orators, aparezca ahora, nada menos que a los veinticinco años de su edición original, casi como si de una celebración de sus bodas de plata se tratara. No menos significativo es el hecho de que Giotto llegue al público con posterioridad a traducciones de otras obras de Baxandall mucho más recientes, como Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento (1972, traducción española 1978) o Modelos de intención (1985, traducción española 1989). Se trata, en definitiva, de una muestra más de las distorsiones que, históricamente, han caracterizado nuestra producción editorial, sobre todo, la de carácter académico.

En fecha tan temprana como 1972, Enrique Lafuente Ferrari en su revelador prólogo a la traducción de los Estudios sobre Iconología de Erwin Panofsky se lamentaba ya de esta circunstancia. Lafuente, que fue de los escasos académicos españoles de la época que disfrutó de una experiencia universitaria extranjera, constataba el aislamiento (infligido o autoinfligido) de nuestros estudiosos de historia del arte. Aislamiento en dos sentidos; en primer lugar por la tendencia a centrar su trabajo casi exclusivamente sobre fenómenos locales, cuando no localistas. En segundo lugar por el general (y a menudo altivo) desconocimiento de cuanto se hacía más allá de nuestras fronteras en el terreno disciplinar.

La situación ha cambiado algo. Por lo que respecta a los localismos, probablemente a peor, porque cualquier doctorando avispado descubre enseguida que le reportará más beneficios dedicar sus afanes a un artista mediocre, pero de su tierra, que a Poussin o a Miguel Ángel, pongamos por caso. En cuanto al conocimiento de la bibliografía foránea sobre historia del arte hay que admitir, sin embargo, que la situación ha mejorado espectacularmente, aunque no todo sea positivo.

En efecto, si en los últimos veinte o veinticinco años se ha traducido y publicado más en España sobre estas materias que en cualquier otro período de su historia, el criterio seguido habitualmente ha sido el del puro oportunismo editorial; de modo que líneas de pensamiento sólidamente estructuradas y coherentemente desarrolladas han llegado al público de un modo fragmentario e inconexo, haciendo saltar al lector generalmente a conclusiones cuyos puntos de partida desconocía.

Sin duda, a esta circunstancia se debe el debate típico de los años ochenta sobre las «metodologías» histórico-artísticas, entendidas casi como opciones personales dentro de un repertorio standard. Cualquiera que haya pasado por oposiciones universitarias de aquella época recordará cómo los candidatos, con la mayor ingenuidad, se autoproclamaban en el desdichado primer ejercicio (sólo superado en necedad por el actual sistema), «iconologistas» o «estructuralistas» o, ya al final los más espabilados, «deconstructivistas».

Pero, con diferencia, donde esta situación produjo efectos más devastadores fue en el terreno de la iconología, entonces conocida casi exclusivamente a través de las obras de Erwin Panofsky, desde luego el más brillante aunque no necesariamente el más sólido de los estudiosos vinculados con el mítico Instituto Warburg. La eclosión de un «iconologismo salvaje» hispano empeñado en obtener lecturas heterodoxas, neoplatónicas o herméticas, a veces de los más estólidos monumentos patrios, resultaría cómica si no fuera por el predicamento que gozaron y el gran número de publicaciones que engendraron. Los estudiantes españoles, afortunadamente, disponen ahora de un repertorio de traducciones más equilibrado: se han publicado las principales obras de otros «warburgianos» como Gombrich, Saxl o Wittkower e incluso algunas más recientes como las de Haskell. Pese a todo, se sigue teniendo, en general, una percepción errónea de lo que ha significado el Instituto Warburg y su «método». La traducción del Giotto de Baxandall no puede resultar, en este sentido, aunque tardía, más oportuna.

En efecto, aunque su obra haya evolucionado posteriormente por otros derroteros, el primer Baxandall (es decir, el del Giotto, su primer libro) constituye un ejemplo casi paradigmático del tipo de trabajos desarrollados en el famoso Instituto creado originalmente en Hamburgo por Aby Warburg y trasladado luego a Londres gracias a los nazis; sólo que en vez de seguir la línea más conocida, auspiciada por el mismo Warburg, sobre la supervivencia de los mitos clásicos (que luego continuaría Panofsky), Baxandall resulta más bien heredero de la línea iniciada por otra colosal figura del Instituto como fue Ernst Cassirer, centrado en el análisis de las formas simbólicas y muy especialmente del lenguaje que después, con sus matices, sería desarrollada por Gombrich entre otros.

Y difícilmente podía ser de otra manera en quien ha estado vinculado al Instituto desde 1959. En efecto, aunque Baxandall obtuvo su licenciatura en el Downing College (Cambridge), seguido de estudios en las Universidades de Pavía y Munich, ya en 1959 figuraba como Junior Research Fellow en el Instituto Warburg, donde posteriormente desempeñó los cargos de lector en estudios sobre el Renacimiento y profesor de Historia de la Tradición Clásica, hasta 1988, cuando se integró definitivamente en la Universidad de Berkeley en California (aunque, por lo que sabemos, sigue formando parte del consejo editorial del Journal of the Warburg and Courtauld Institutes). Entremedio, Baxandall fue conservador ayudante en el Departamento de Arquitectura y Escultura del Victoria and Albert Museum de Londres, bajo sir John Pope-Henessy, de cuya experiencia habría de salir uno de los más brillantes y desconcertantes de sus libros, el desgraciadamente poco conocido en España The Limewood Sculptors of Renaissance Germany (1980).

Pero, volvamos sobre el libro que ahora nos ocupa: Giotto y los oradores. Ante todo: ¿a qué oradores se refiere Baxandall?, ¿quiénes son los oradores que pone en relación con el mítico Giotto, que, como afirmaba Vasari, ritrovó il vero modo di dipingere, stato perduto innanzi a lui molti anni? Se refiere, claro está, a los humanistas que, desde mediados del siglo XIV, iniciaron un titánico esfuerzo por recuperar el latín clásico, sobre todo ciceroniano, corrompido durante siglos por las contaminaciones de las lenguas vernáculas y los barbarismos del latín empleado en la filosofía escolástica.

Ahora bien, términos como los de humanismo o humanistas adolecen en el actual uso común de una gran imprecisión; se tiende a asociarlos, vagamente, con el cambio de orientación que se habría producido en el tránsito del Medioevo al Renacimiento hacia las cosas humanas (el hombre «medida de todas las cosas») frente a las aspiraciones de trascendencia del período anterior, o bien, al redescubrimiento de la filosofía de Platón y los neoplatónicos antiguos en contraposición a la filosofía aristotélica, barbarizada por los teólogos medievales, o incluso, al desprecio por la arquitectura y el arte «modernos» (es decir, gótico, lo que equivale a propio de bárbaros «godos») frente a la buona maniera antica (es decir, clásica). Pero, contemporáneamente, el humanismo o mejor dicho, los valores que representaba (puesto que el término, como señala Baxandall, sólo aparece a finales del siglo XV en los medios universitarios), poseía un significado mucho más concreto: la recuperación de una lengua, la latina clásica, susceptible de ser utilizada ventajosamente, por la mayor riqueza y precisión de su vocabulario tanto como por el rigor de su gramática, en situaciones, sobre todo políticas, pero también forenses o diplomáticas, de creciente complejidad. En efecto, casi todos los oratores neolatinos a los que hace referencia Baxandall, empezando por el gran Leonardo Bruni, florentino, estuvieron vinculados a las cancillerías de sus respectivas ciudades.

Ahora bien, lo que resulta fascinante y constituye el núcleo esencial de Giotto y los oradores es el proceso mediante el cual no ya términos concretos del latín clásico, sino incluso sus estructuras gramaticales, así como los preceptos de su retórica, comenzaron a ser aplicados al análisis de las obras de arte, sentando las bases de lo que sería la crítica moderna.

Difícilmente podría haberse producido este proceso en otro lugar que Italia, donde la abrumadora presencia de su pasado monumental mantuvo vivo el prestigio del arte incluso durante la Edad Media, cuando en el resto de Europa éste se había hundido al nivel de mera práctica artesanal.

El latín clásico, en efecto, proporcionaba a los humanistas un instrumento flexible y adecuado para hablar de las obras de arte, incluso para describirlas; un género, por lo demás, que venía sancionado por los grandes autores de la Antigüedad, conocido como ekphrasis. Así, categorías como dissolutus, que podemos traducir por «abundante» y «florido», convenían desde luego a pintores como Pisanello o Gentile da Fabriano, con su amor por las menudencias y los detalles ornamentales, mientras que compossitus resultaba eminentemente apropiado para la sobriedad y monumentalidad del propio Giotto y de los neogiottescos, pero lo interesante es que ambos adjetivos corresponden a distintos estilos de la retórica clásica, según habían sido definidos por autoridades como Quintiliano o el pseudo-Cicerón de la Rhetorica ad Herennium.

Puede parecer una cuestión baladí ésta de los orígenes remotos de la crítica de arte moderna, algo puramente académico (en el peor e injusto sentido del término), por más que no deje de emocionarnos el titánico esfuerzo de los humanistas por dominar una lengua tan difícil que, para Leonardo Bruni, era imposible que las capas populares de la Roma antigua la hubiesen hablado (se especuló, en su lugar, con una especie de italiano primitivo). Sin embargo, está bien lejos de ser una cuestión baladí. Como afirma con justicia Baxandall, «todo crítico anterior a Baudelaire debe mucho a estos primeros aunque rígidos pasos». En efecto, más allá de un vocabulario o de unas categorías, lo que las institutiones de la retórica clásica aportaron a los humanistas (y de ellos pasaron al público culto) fue una estructura mental para enfrentarse al arte, un marco de referencia. Un intelecto acostumbrado al manejo de términos como asperitas, copia, ordo, gracilis, proportio o pulchritudo, tendía a buscarlos en las obras de arte y a analizar éstas en función de los mismos. Pero, además, en el mismo proceso de su utilización, estos términos fueron asumiendo nuevos significados. El caso del concepto de compositio es, en este sentido, revelador. Debemos a Leon Battista Alberti su acepción moderna referida a la pintura, aunque Vitrubio ya la había empleado en relación a los edificios y Cicerón al cuerpo humano. Pero en los manuales de retórica, compositio se refería a la estructura que organizaba el texto, de palabras con frases, de frases en cláusulas y de cláusulas en períodos. Alberti se apropió de ese esquema para analizar las historiae pictóricas, sólo que sustituyendo las palabras por planos, las frases por miembros, las cláusulas por cuerpos y el período por el cuadro propiamente dicho. Al aplicar a una obra de Giotto este esquema, como si se tratase de una oración periódica ciceroniana, Alberti proponía un modelo de análisis extraordinariamente preciso y funcional, al mismo tiempo que ofrecía a los pintores contemporáneos un estilo narrativo plenamente clásico.

Es indicativo de las dificultades implícitas en este enfoque el que, de entre los pintores contemporáneos, sólo podamos encontrar realmente huellas de la influencia albertiana en dos, Piero della Francesca y Andrea Mantegna; dos pintores, por lo demás, no solamente «intelectuales», sino, además, seguramente en contacto con el propio Alberti durante sus estancias en Urbino y en Mantua.

Pero existe otro índice aún más revelador del desconcierto que producía pensar en estos términos inusuales. Nos lo proporciona el mismo Alberti en las dos versiones de su tratado Sobre la pintura, la versión latina y la italiana (esta última una traducción realizada por el propio autor de su original latino). En efecto, si ya en el original latino Alberti advertía «temo que a causa de la novedad de la materia… sea poco comprendida por quienes lo leen», en la versión italiana se vio obligado además a suprimir párrafos enteros y literalmente a retorcer los términos vernáculos para acercarlos a sus modelos latinos.

En definitiva, lo que los humanistas italianos, y sobre todo Alberti, realizaron desde mediados del siglo XIV a mediados del XV, por lo que respecta al arte, fue redefinir el marco de lo pensable, asentándolo sobre el principio horaciano del ut pictura poesis, es decir sobre la afinidad esencial entre pintura y poesía. La audacia de este planteamiento de partida contrasta, como reconoce el propio Baxandall, con la relativa pobreza de sus resultados. Leyendo los textos de los humanistas que forman el apéndice de su libro nos sentimos generalmente abrumados por lo inane de sus comentarios, una acumulación de tópicos entre los que buscaremos normalmente en vano un destello de originalidad. Pero sería injusto, sin duda, juzgarlos por estos pobres resultados; su labor fue parecida a la de los cartógrafos pioneros, encargados de acotar un territorio ignoto, aunque la descripción precisa de cada uno de sus accidentes internos quedara para generaciones posteriores de geógrafos. Y efectivamente, sin su esfuerzo, no sólo la crítica sino el propio arte occidental, al menos durante la vigencia del clasicismo, es decir hasta mediados del siglo XIX, habrían recorrido un camino bien diverso.

Nos queda añadir algo sobre la traducción. Vaya por delante el reconocimiento de las dificultades inherentes a la misma, no sólo por el propio inglés un tanto conceptuoso de Baxandall, sino por la abundancia de textos en italiano antiguo, latín y griego para la inmensa mayoría de los cuales no existen traducciones standard en castellano; se trata además de textos muy especializados que presuponen ciertos conocimientos de historia del arte y aquí es donde aparecen los principales fallos. Así, por ejemplo, al traducir la observación de Petrarca, en un pasaje de Plinio sobre la pintura a la encáustica, Tales sunt in sancto Miniato et cet, como «Tales son las de un santo Miniado y otras», cuando es obvio que la referencia de Petrarca es a la iglesia románica de San Miniato de Florencia; del mismo modo, el ciborium argenteum citado por Ambrogio Traversari en Ravena no puede traducirse por «un copón también de plata», sino por un «ambón» que es algo bien distinto en la liturgia bizantina; mientras que traducir Classense Monasterium nostrum como «nuestro monasterio «Classense»», resultará seguramente desconcertante para muchos lectores que, sin embargo, reconocerían enseguida a la iglesia monástica de San Apolinar in Classis de Ravena. En alguna otra ocasión se trata de evidentes descuidos, como en la p. 152, n.° 129, donde el Tríptico de los Reyes Magos de Gentile da Fabriano es citado como «pintado por Palla Strozzi» (cuando fue pintado para Palla Strozzi, como por lo demás se reconoce correctamente en la p. 188).

En fin, puede parecer mezquino detenerse en estos errores, pero realmente resultan tan llamativos precisamente porque el trabajo de traducción en general es excelente, máxime teniendo en cuenta las dificultades que ya hemos señalado. No quisiéramos terminar sin hacer votos porque otros editores españoles se atrevan con libros como el Giotto de Baxandall, un texto duro y denso pero que da una idea mucho más precisa del rigor del «método» Warburg que otros trabajos sin duda más brillantes y más fáciles de mimetizar.

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