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Gerónimo

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Casi todos los niños de mi generación, han gritado en infinidad de ocasiones: «¡Gerónimo!» Sólo sabíamos que era un apache rebelde y que invocar su nombre nos infundía valor. Gritar «¡Gerónimo!» era algo así como decir: «¡Nunca nos rendiremos! ¡Moriremos luchando!» Por supuesto, esas exclamaciones carecían de dramatismo, pues surgían en lugares tan inofensivos como un parque infantil o las afueras de un tranquilo pueblo de la España de los setenta. Al cabo de los años, los más nostálgicos hemos seguido la pista de Gerónimo, intentando averiguar quién era en realidad. Y, salvo en algunos detalles, la realidad no ha desmerecido del mito que inspiró nuestras hazañas infantiles, que incluyeron feroces peleas de piñas, donde perdía el que no soportaba los impactos y retrocedía. No me avergüenza reconocer que en algún momento de mi adolescencia he susurrado el nombre del legendario apache con la supersticiosa fe del que espera un milagro.

Gerónimo fue un apache chiricahua que resistió con treinta y cinco guerreros a un ejército compuesto por cinco mil casacas azules, quinientos exploradores y quinientos soldados mexicanos. Nacido entre 1823 y 1829 (nadie conoce la fecha exacta) en Turkey Creek, afluente del río Gila en el moderno Estado de Nuevo México, Gerónimo o Goyathlay («el que bosteza») era nieto de Makho, famoso jefe de guerra de los apaches bedonkohe. Por aquel entonces, los apaches eran un pueblo sedentario que cultivaba judías, maíz, pepino, calabazas, melón y sandía. Cuando las cosechas no eran propicias, atacaban a sus vecinos para aprovisionarse. Sus incursiones explican que les llamaran «apachu», que en lengua zuñi significa enemigo. A los diecisiete años, Goyathlay entra en el consejo de su tribu y poco después se casa con una joven llamada Alope.

Mangas Coloradas es el jefe de guerra, un apache mimbreño, que ha crecido cerca de una misión católica. Es un hombre tranquilo y corpulento, que viste una camisa roja de franela. No se fía de los mexicanos, que pagan cien dólares por cada cabellera apache, pero no desea una confrontación. En 1859 viaja con Goyathlay a Sonora para comerciar con los tenderos locales. Cuando regresan, descubren que una compañía de cuatrocientos soldados mexicanos al mando del coronel José María Carrasco ha atacado a la tribu, asesinando indiscriminadamente a hombres, mujeres, ancianos y niños. Sólo hay ochenta supervivientes. La madre, la mujer y los tres hijos de Goyathlay se encuentran entre las víctimas de la matanza. Los cadáveres han sido mutilados y ninguno conserva la cabellera. Enloquecido, Goyathlay experimenta su primera visión. Entiende que su sufrimiento le ha conferido un gran poder, que le servirá para iluminar y dirigir a su pueblo. Su clarividencia lo convierte en un líder carismático, si bien no asume la jefatura militar. Todos lo consideran un chamán, con experiencias místicas y un valiente guerrero. Aliado con Cochise, Goyathlay seguirá a Mangas Coloradas en las escaramuzas contra los mexicanos. La batalla de Kaskiyeh se convierte en la primera victoria importante. Goyathlay se hace famoso por su temeridad y aparente invulnerabilidad a las balas. Es el día de San Jerónimo y los mexicanos utilizan el nombre del santo cristiano para referirse al caudillo apache. Algunos historiadores sostienen que se trata de una simple asociación, carente de significado; otros aseguran que, en realidad, los soldados invocaban la protección del santo o que simplemente eran incapaces de pronunciar Goyathlay. En cualquier caso, Goyathlay se convierte en Gerónimo a ojos de los blancos.

En 1861, el Gobierno de los Estados Unidos inicia una campaña contra la nación apache sin otra justificación que apoderarse de sus tierras. Durante diez años, los apaches luchan contra los casacas azules con técnicas de guerrilla. Su fiereza y su habilidad se hacen legendarias. Sin embargo, sufren graves pérdidas. Desbordados por la superioridad numérica y el armamento moderno, aceptan negociar. Mangas Coloradas cree en la promesa del capitán Edmond Shirland y acude a una mesa de paz, pero el oficial lo traiciona y lo envía prisionero a Fort MacLean. Durante la noche, un grupo de soldados penetra en su celda y lo tortura sin piedad. Después, lo matan a bayonetazos y decapitan el cadáver. Cuando Gerónimo recibe la noticia, experimenta una visión que no sabe interpretar. Un tren atraviesa el desierto hacia un destino incierto. En su interior, viajan los apaches, derrotados y enfermos. Intuye que es un mal presagio, pero eso no le impide buscar venganza. Gerónimo mata a muchos mexicanos y a un puñado de casacas azules. Sin embargo, sus guerreros mueren a decenas. Los rifles de los apaches no pueden frenar las modernas ametralladoras y los cañones ligeros del ejército de los Estados Unidos.

En 1871, Cochise acepta rendirse para evitar el exterminio de su pueblo. Los apaches son confinados en cuatro reservas ubicadas entre Nuevo México y Arizona. Las condiciones son inhumanas. No hay caza y la tierra no es apta para el cultivo. Se propagan las enfermedades y la tasa de mortalidad es escandalosa. Seis años más tarde, son trasladados a la reserva de San Carlos, donde el sufrimiento se agudiza aún más. La viruela y el escorbuto provocan un lento genocidio. Gerónimo, que no se había rendido con Cochise, es convocado para parlamentar. Agotado por la tensión de huir y atacar, escatimando horas al sueño y sin poder aprovisionarse regularmente, se presenta ante los blancos para escuchar su oferta. No se sorprende cuando lo desarman y encadenan. De hecho, piensa que su fin será parecido al de Mangas Coloradas, pero el gobierno se conforma con enviarlo a San Carlos, con la esperanza de que se desmoralice o muera a causa de las privaciones. Durante un año, Gerónimo soporta el hambre, las vejaciones y las amenazas de ser linchado sin juicio. Muchos guerreros se plantean iniciar una rebelión. Los descontentos se enardecen cuando un hombre empieza a predicar, incitándoles a recuperar su orgullo y su estilo de vida tradicional. Los apaches creen en la otra vida, pero, al igual que los griegos, no le atribuyen un gran valor. La muerte es el umbral hacia lo desconocido. Es como adentrarse en un cañón inexplorado. Es imposible anticipar lo que aguarda detrás de cada roca. Sin embargo, es preferible vagar hacia lo indeterminado que agonizar entre el polvo, la sed y las enfermedades. El hombre habla de la grandeza de los apaches y denuncia la corrupción del hombre blanco, que siembra el dolor a su paso y expulsa a los pueblos de sus hogares, confiscándoles las cosechas, el agua, la tierra y el ganado. Un grupo de soldados escucha sus palabras y lo acusa de atacar al Gobierno de Estados Unidos. El hombre no se amedrenta y repite sus argumentos. Un oficial saca su revólver y dispara, agujereándole el pecho. Los guerreros se sublevan y comienzan a luchar. Gerónimo acaba con la vida de varios casacas azules. Esa misma noche, abandona la reserva y vuelve a la guerra.

La prensa alimenta la leyenda de Gerónimo como un caudillo particularmente cruel y sanguinario, que asesina a sangre fría a los blancos, sin respetar la vida de las mujeres y los niños. Es imposible ofrecer un relato objetivo de los hechos, pero todo indica que ambos bandos cometen atrocidades. Acosados por los norteamericanos y los mexicanos, los apaches se agotan rápidamente y acceden volver a la reserva, con la promesa del general Crook de garantizar su bienestar material y respetar sus tradiciones. Sin embargo, nada cambia con su retorno. El hambre y las enfermedades continúan diezmándolos. La existencia es cada vez más penosa y los periódicos de Arizona alientan la formación de pelotones de linchamiento para solucionar definitivamente «el problema apache». En 1885, Gerónimo escapa de nuevo, resuelto a morir peleando. Se marcha a México con 35 guerreros y 109 mujeres y niños. El general Crook le persigue sin éxito. Washington lo reemplaza por el ambicioso y cínico general Nelson A. Miles, que en 1890 sería el responsable de la masacre de Wounded Knee, donde el Séptimo de Caballería asesina a doscientos lakotas (entre los que se incluyen noventa mujeres y niños). Indiferente a cualquier objeción moral, Miles toma represalias contra los apaches que permanecen en la reserva, recortando sus provisiones y propiciando toda clase de iniquidades. A veces, los soldados se emborrachan en la cantina y matan al primer apache que se cruza en su camino. Si es una mujer, la violan brutalmente. Nadie les exige cuentas. Mientras tanto, los exploradores apaches de los cinco mil soldados movilizados por Miles (una cuarta parte del ejército regular) siguen el rastro de Gerónimo y finalmente lo localizan. Se ha refugiado en un lugar inaccesible de la Sierra Madre, pero acepta a hablar con el teniente Charles Gatewood, un oficial íntegro y con ciertos conocimientos de la lengua apache.

Gatewood se acerca al campamento de los fugitivos con dos suboficiales (ambos intérpretes) y dos exploradores chiricahuas. Promete un trato justo, que incluye el regreso a Arizona, donde se les entregará tierra, semillas y una mula. No se fía del general Miles, pero su condición de oficial no le permite cuestionar las órdenes. Gerónimo se rinde, pues considera que sus oportunidades de sobrevivir son insignificantes. Sólo quedan dieciséis guerreros, doce mujeres y seis niños. Cuando Gerónimo aparece ante la caballería de los Estados Unidos, un sargento desenfunda su arma, pero Gatewood se interpone y le advierte que le volará personalmente la cabeza si no guarda el revólver. Gatewood será relegado por el general Miles, que no aprueba su simpatía hacia los apaches y desea capitalizar el éxito de su rendición. Gatewood (apodado «Nariz Larga» por los apaches) será enviado a Dakota del Sur, donde empeora su ya maltrecha salud. Afectado por un severo reumatismo, el frío le produce unos dolores intolerables. Un cáncer de estómago pone fin a su vida a los cuarenta y tres años, sin obtener ningún reconocimiento oficial por su peligrosa labor como mediador.

El gobierno de los Estados Unidos no respeta lo prometido. Gerónimo y unos cuatrocientos cincuenta apaches son deportados a Florida, hacinados en trenes de ganado y sin apenas agua ni comida. Los exploradores apaches que han colaborado con el ejército corren la misma suerte. Muchos no sobreviven al viaje. Es inevitable pensar en los trenes de deportados judíos y gitanos hacia los campos de exterminio. Las cosas no mejoran demasiado cuando llegan a su destino. La estancia en Florida estará marcada por las penalidades y la nostalgia de la tierra natal. El clima y las enfermedades se cobran vidas sin descanso. Los escasos supervivientes son trasladados a Mount Vernon (Alabama) y, algo después, a Fort Still (Oklahoma), donde han de realizar trabajos forzosos. La rebeldía de Gerónimo se apaga poco a poco. En 1903 se convierte al cristianismo y el año siguiente accede a participar en la Exposición Universal de Saint Louis, donde se fotografía con los visitantes y saluda al presidente Theodore Roosevelt. Pide regresar a Arizona para que sus huesos descansen en su lugar de nacimiento, pero el general Miles responde con ofensivas carcajadas. El 17 de febrero de 1909 fallece en Fort Still a consecuencia de una pulmonía. Mientras agoniza, lamenta haberse rendido y no haber presentado batalla hasta el último hombre.

Los niños de mi generación crecieron pensando que los indios eran los malos, pero ahora mucho sabemos que sólo era un pueblo en lucha contra la dominación blanca. Las películas del Oeste les adjudicaban el papel de salvajes sedientos de sangre, pero la historia nos enseñó que la costumbre de cortar cabelleras era un invento de los franceses, que exigían a sus mercenarios una prueba de sus depredaciones. Después les copiaron los ingleses y, finalmente, los nativos americanos. Gerónimo comenzó a matar mexicanos cuando exterminaron a su familia. No combatió por placer, sino por afán de supervivencia. En 1781 había veinte mil chiricahuas. Veinte años más tarde sólo quedaban unos pocos centenares. Gerónimo no era un bandido, sino un líder que intentó defender a su pueblo de una política de extermino. No fue compasivo con sus enemigos. No le tembló la mano a la hora de matar, pero conviene recordar que sus adversarios pretendían borrar a los apaches de la faz de la tierra. Al final, se amansó y pasó los últimos veintisiete años de su vida en una reserva, aceptando ser tratado como una atracción turística. Se dice que vendía los botones de su casaca por veinticinco dólares. Al parecer, se aficionó al aguardiente y a veces se paseaba borracho con aspecto de viejo león, aficionado a tumbarse al sol y dormitar, intentando no pensar en la gloria pasada. A pesar de ese triste final, Gerónimo ha pasado a la posteridad como un mito que simboliza la rebeldía, la áspera belleza de los pueblos guerreros y la fatalidad de avanzar en sentido opuesto al rumbo triunfante de la historia.

 

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