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García Lorca: fama y deseo

Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca, 1898-1936

IAN GIBSON

Plaza & Janés, Barcelona, 1998

677 págs.

Lorca: a Dream of life

LESLIE STAINTON

Bloomsbury, Londres, 1998

568 págs.

Biblioteca García Lorca

MARIO HERNÁNDEZ

Alianza Editorial, Madrid, 1998

Biblioteca de autor, n.º 0161-0168

Federico García Lorca (1898-1936)

MARIO HERNÁNDEZ

Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía

351 págs.

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García Lorca nunca hizo las paces con la fama. Por una parte ansiaba que su teatro, como el de Lope de Vega, Victor Hugo o Zorrilla, llegara a un amplio público. Aunque cultivaba –en palabras suyas– un arte «no diré aristocrático, pero sí depurado», aspiraba a «enseñar al pueblo y a influir en él. Tengo ansia por que me quieran las grandes masas».

Por otra parte, sobre todo a partir del éxito del Primer romancero gitano, la fama le inquietaba. Decía que le daba «vergüenza» ver su nombre «en grande, expuesto al público», oír a la gente referirse a «Lorca», salir al escenario y «estar desnudo ante la curiosidad de las gentes». Con temor a la «fama estúpida» advertía a un amigo en 1928: «El hombre famoso tiene la amargura de llevar el pecho frío y traspasado por linternas sordas que dirigen sobre él los otros».

Ausente el poeta, sólo quedamos «los otros», con linternas sordas o focos de cine, micrófonos o cámaras de televisión. Las hadas cibernéticas llevan su obra por el ciberespacio, y las editoriales no descansan. La «fama» ha invadido su memoria. Se le imita torpemente en la pantalla o en los escenarios; se sacan a la luz de manera despiadada versos que él tachó o suprimió (ya no quedan «inéditos» en el archivo familiar) y se examinan los rincones más íntimos de su vida.

Surge de todo esto una paradoja. Cuanto más se intenta iluminar esas parcelas «privadas» de su vida, más insobornable parece la intimidad del poeta. Dos biografías publicadas este año –la biografía revisada de Ian Gibson y una nueva de Leslie Stainton– intentan captar algo de lo que llama Gibson «el Lorca profundo».

El libro de Gibson salió por primera vez en español en dos tomos hace más de una década (1985, 1987). Al verterlo al inglés, el autor lo redujo hábilmente a un solo tomo –Lorca: A Life (Faber and Faber, 1989)– y es ese tomo en inglés el que ahora ha puesto al día y traducido nuevamente al español, incorporando lo más importante de los textos lorquianos recién publicados: por ejemplo, los tres tomos de la juvenilia (Cátedra, 1994) y el Epistolario completo (Cátedra, 1997). No pudo aprovechar la monumental edición de las Obras completas de Miguel García-Posada (cuatro tomos, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 1997). El nuevo título de Gibson –Vida, pasión y muerte F.G.L.–, que asocia al poeta granadino con la figura de Cristo, recuerda las primeras elegías a su muerte, cuando se hablaba de su «sangre mártir».

Vida, pasión y muerte es menos un retrato o semblanza del poeta que una detallada, rigurosa y admirable cronología, fruto de más de treinta años de investigación en archivos y hemerotecas, animada por dos o tres ideas sencillas. La más cuestionable es que un hecho biológico o psicológico y otro político –la homosexualidad de Lorca y sus creencias liberales– puedan explicar su vida y obra. Una frase del prólogo resume fielmente los temas principales. Al acercarnos a Lorca debemos recordar «su condición de homosexual, de homosexual para quien asumir plenamente su condición de tal, en una sociedad intolerante, fue una lucha cotidiana nunca del todo resuelta antes de que los fascistas acabaran con su vida a la edad de treinta y ocho años» (pág. 11).

El «mártir» biografiado por Gibson es un ser deslumbrante pero frustrado, y su obra es un mapa de esa frustración social, política, y sobre todo erótica. En el joven Federico queda «interiorizada» la «moral sexual católica», y desde aquel entonces no podrá –por más que luche contra ella– «buscar con desenfado el disfrute sexual» (87). Supone Gibson que las obras maduras expresan esa íntima frustración que amigos y detractores del poeta han ocultado con «el silencio y las ofuscaciones» (pág. 11). Así, Yerma sería una «variación más sobre la tragedia que espera a los que no siguen, por el motivo que sea, la llamada de la "inclinación" erótica» (pág. 423). Bodas de sangre exploraría «el tema del amor perdido, del amor que pudo o que debió ser pero que no fue» y «refleja la propia experiencia del poeta» (401). La nota preliminar a La casa de Bernarda Alba, donde Lorca «define» su obra como «documental fotográfico», indica que «se trata de una especie de crónica verídica, con ilustraciones en blanco y negro, de la España intolerante y autoritaria siempre dispuesta a aplastar los impulsos vitales del pueblo» (pág. 514).

Alguna vez he dicho, en contra de tales nociones, que la frustración amorosa no fue la fuerza impulsora ni de la vida de Lorca ni de sus extrañas criaturas dramáticas. En el centro de todo está, más bien, el deseo: fuerza infinitamente más poderosa que el apetito erótico. La «frustración» es siempre un fracaso, un querer y no poder. Pero el «objeto» al que señala la obra de Lorca no sólo es desconocido, sino también indefinible. Queda más allá de la razón y del lenguaje.

Pienso, con el poeta norteamericano Rober Bly, que en el mundo de Lorca, siempre hay «algo» que se añora. Pero ese «algo» –libertad o justicia social, amor «oscuro» o el hijo que no llega– no explica de forma realista o adecuada la fuerza sobrecogedora del deseo. Aun cuando tiene un nombre, el objeto deseado es siempre (como en la «Casida de la rosa»), «otra cosa». La poesía existe precisamente para intentar nombrar plenamente ese misterio, que Lorca llamó en ocasiones Pena o Pena Negra: «Es un ansia sin objeto, es un amor agudo a nada». Cita Gibson unas palabras perturbadoras del Lorca joven: «Yo soy un hombre hecho para desear y no poder conseguir» (pág. 90). Pero añadió el joven poeta: «Lo trágico y espeluznante del corazón humano y lo incomprensible y aterrador de [sus] deseos es que si consiguen sus sueños ansiados no encuentran en su posesión [la] dicha». Sigue Lorca: «Si un hombre ama intensamente […] cuando posee a su dolor constante su ilusión se borra poco a poco y al consumar el sacrificio se desmorona toda la torre de deseos y de anhelos y se convierte en hombre como los demás». Lejos de la «frustración», estamos ante el deseo que es, para Lorca, la esencia misma de la poesía.

Con menos atención a la «frustración», buen ojo para el detalle visual y mayor voluntad de estilo, publica la escritora norteamericana Leslie Stainton una nueva biografía, Lorca: A Dream of Life (Lorca: Un sueño de la vida), editada hace dos meses en Londres (Bloomsbury, 1998). Una edición estadounidense está en prensa (Farrar, Straus & Giroux) y el libro merecería traducirse al español. Se basa Stainton en el imprescindible libro de Gibson, pero ha recogido, de una serie de entrevistas con la familia del poeta y con los que lo conocieron, detalles y anécdotas que redondean su retrato, dándole, a veces, mayor vivacidad. La narración está menos sujeta que en Gibson a un orden estrictamente cronológico.

Sean cuales fueran los respectivos méritos de los dos libros, el Lorca más «íntimo» sigue fuera del alcance de los biógrafos. Como ocurre con cualquier poeta auténtico, su «vida íntima» consiste en materia apenas dramatizable: lecturas, ambiciones y dudas estéticas, tachaduras y revisiones; en fin, la lucha con las formas recibidas o inventadas y con el «rebelde, mezquino idioma».

Desde hace años, el que mejor nos adentra en ese mundo creativo íntimo ha sido el poeta y profesor madrileño Mario Hernández, quien publica ahora, en la serie «Biblioteca García Lorca» de Alianza Editorial, nuevas ediciones de ocho de los tomos que empezó a publicar en Alianza en 1981. Tres de ellos han sido revisados a fondo, hasta el punto de convertirse en ediciones casi nuevas: Primer romancero gitano (ahora en su tercera edición), Canciones (1921-1924) (en su segunda) y Doña Rosita la soltera (que sale por primera vez).

La edición de Canciones no sólo propone cambios textuales y rastrea, a la luz de nueva documentación, la accidentada historia del libro, sino que añade más de cincuenta notas textuales e interpretativas a las de la primera edición (de 1981). Hasta las más breves arrojan nueva luz sobre las intenciones del autor. Recuérdese, por ejemplo, cómo «bajo el Moisés del incienso» se queda adormecida «La soltera en misa» de una de las Canciones. Adormecidos, con ella, nos hemos quedado los comentaristas. Mientras habla cierto crítico del «significado histórico de la figura bíblica», Hernández quita la mayúscula –es moisés, no Moisés– y, de manera convincente, convierte la figura bíblica en cuna de cestería (¿cubierta, quizás de un tul?). La palabra «Nu», título de otro de los poemas, no es error por «Nue», como pensábamos los editores previos. Explica Hernández: «Lorca utiliza un término de la crítica pictórica, como si el poema correspondiera a un cuadro; de ahí, "Nu", en sentido genérico; no "Nue", como correspondería a la francesa, real o fingida, de la canción».

Lo mismo ocurre en la nueva edición del Romancero gitano, donde se parte de pequeños detalles textuales para llegar a una relectura del libro. Hernández rebate interpretaciones peregrinas y aporta, en una «cronología razonada», de 75 páginas en la nueva edición, datos desconocidos sobre la lenta elaboración de los poemas. Novedad de otro tipo ofrece la edición de Doña Rosita, con una valiosa introducción que relaciona las ideas de García Lorca sobre lo cursi con las de Salvador Dalí sobre el Art Nouveau y con las obras de Benavente o Gómez de la Serna.

Entre el cúmulo de libros conmemorativos publicados durante el centenario, uno de los más útiles es Federico García Lorca (1898-1936), catálogo de la exposición del mismo título en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, con un rico acervo de fotos y facsímiles procedentes de archivos privados desconocidos o poco consultados, y algún que otro error (una carta mal atribuida a Lorca, y pequeños deslices en la cronología). Entre nueve breves «Ensayos» y «Testimonios» (págs. 21-86), se destaca el de Andrés Soria Olmedo, quien explora distintos avatares póstumos del poeta, entre ellos «el universo del kitsch lorquiano, extendido a objetos, alusiones, recitaciones patéticas, empatía, culto homoxesual [en su forma más burda], frases hechas (la Junta de Andalucía empleó el lema "Azul que te quiero azul" para incitar al consumo de sardinas y caballa), etc. Concluye Soria que «en este mundo postmoderno no cabe privilegiar una imagen de Lorca a expensas de las otras, porque las formas de la pervivencia se entreveran». En todo caso, es «la compleja operación de la lectura» lo que «actualiza la "presencia real" del poeta».

De alguna manera, la publicidad generada por el centenario de su nacimiento (1898-1998) ha creado un nuevo espacio para la lectura de sus obras (en el ruido de cualquier aeropuerto o centro comercial, es donde algunos logran mayor concentración y leen más a gusto). Al cabo del «año Lorca» no cabe duda de que su figura ha llegado a un público aún más amplio del que alguna vez quiso alcanzar. Al mismo tiempo, ha sufrido los percances de la «fama estúpida» que temía. Nos queda un Lorca más misterioso y más solitario.

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