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La okupación del partido demócrata (I)

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Electoralmente 2016 fue un año aciago para el Partido Demócrata. Tras los triunfos del presidente Obama en 2008 y 2012 existía la impresión de que los demócratas habían comenzado un largo ciclo hegemónico y de que las elecciones de 2016 iban a revalidarlo. No fue así. Luego de una larga y alborotada campaña electoral, Donald Trump les aguó la fiesta y aún no se han repuesto. Hoy sabemos mucho más acerca de la personalidad del nuevo presidente y tan poco como entonces sobre sus convicciones políticas, pero a lo largo de aquellos meses parecía imposible que ese candidato a la medida de un reality show pudiera alzarse con el santo y la limosna.

No acababan ahí las malas nuevas. A pesar de que los demócratas habían ganado dos puestos en las elecciones al Senado, los republicanos mantenían una mayoría de 52 sobre 100. En la Cámara de Representantes sucedía algo parecido. El Partido Demócrata ganaba seis escaños, pero los republicanos seguían en mayoría: 241 frente a 194. Los electores no querían un tercer mandato Obama/Biden y pocos paliativos podían encontrarse para la derrota. El país -tal y como quedó configurado en el Colegio Electoral- confiaba en que Donald Trump y el Partido Republicano emprendiesen un camino político distinto y mejor.

¿Qué había pasado?

La explicación convencional desde entonces se ha dado en términos geográficos y demográficos. En 2008 y 2012, Obama había obtenido una amplia mayoría frente a sus rivales republicanos. Había ganado el Nordeste y el estado de Nueva York; el Midwest industrializado en la zona de los Grandes Lagos; toda la costa del Pacífico, dos estados del Suroeste (Colorado y Nuevo Méjico) y el pujante estado de Florida en el Sur. Era la flor y nata de la economía industrial y de servicios frente al interior rural (estados del Sur y del Suroeste) y al Rust Belt (Cinturón de la Chatarra), como se llamaba a las zonas industriales del Midwest en torno a los Grandes Lagos y al área urbana de Chicago. Esas zonas sufrieron con fuerza la competencia de otros países, especialmente la de China, durante ese rápido período globalizador que coincidió con los años de la presidencia de Bill Clinton (1992-2000) y llevó al cierre o a la deslocalización de muchas plantas industriales.

En 2016 la geografía de Hillary Clinton, aunque parecida, había encogido. La pérdida de algunos estados del cinturón industrial (Pennsylvania, Michigan, Wisconsin, Ohio, Iowa) sentenció su candidatura. La llamada muralla demócrata en esos estados industrializados se había venido abajo. Lo hizo por escasos votos, pero el Colegio Electoral no entiende de esas finezas. El ganador se lo lleva todo.

Para resumir, Clinton había perdido la confianza de muchos trabajadores blancos, fieles votantes del Partido Demócrata anteriormente. No era un fenómeno nuevo. Antes habían ocurrido otros sismos de menor intensidad: la mayoría silenciosa que apoyó a Nixon en 1968; los demócratas que votaron a Reagan en 1980 y 1984; la mayoría republicana en la Cámara de Representantes que obtuvo Newt Gingrich en 1994; el Tea Party en 2010. Pero el triunfo de Trump parecía augurar un cambio radical del escenario.

En mi opinión, una de las más sagaces explicaciones de lo que había pasado se la debemos, a Thomas Edsall. Edsall es columnista del NYT desde 2011 y anteriormente lo había sido del WaPo. Con esas credenciales no es difícil imaginar hacia dónde se encaminan sus simpatías políticas. Aunque ambos diarios acogen opiniones de diferente procedencia, la mayoría de sus colaboradores y de sus editoriales defienden a ultranza las políticas del Partido Demócrata, una tendencia que se ha reforzado en número y, especialmente, en fidelidad e intransigencia desde el triunfo de Trump. Al tiempo, sus redacciones se han radicalizado y han ido abandonando progresivamente la separación entre información y opinión que había sido por muchos años la base de la confianza que les deparaban sus lectores.

Los trabajos de Edsall, sin embargo, me han interesado particularmente porque no se anda con zarandajas a la hora de definir con frialdad los problemas con que se enfrenta su partido y, por extensión, los Estados Unidos. Cosa distinta son las soluciones que propone, pero lo que aquí me interesa es precisamente lo primero, ese planteamiento suyo tan ajeno a las filigranas retóricas.

Pocos días antes de la elección presidencial de 2016, Edsall se refería a los malabarismos que Hillary Clinton había tenido que hacer para evitar una ruptura entre los tres grandes sectores del Partido Demócrata.

En 2016 el partido se parecía muy poco a la coalición de votantes e intereses salida del New Deal de Franklin Roosevelt, del triunfo de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y de las primeras etapas de su hegemonía internacional hasta la guerra de Vietnam. Entre 1934 y 1968, los demócratas controlaron la vida política norteamericana excepto por el paréntesis Eisenhower (1952-1960). A grandes rasgos, los demócratas establecieron y mantuvieron una coalición social y electoral que puso los cimientos de un Estado Benefactor con rasgos específicos, pero no muy distintos de los que iban a caracterizar a los países del Oeste europeo durante esa misma etapa.

Hasta bien entrado el siglo XX el Partido Demócrata había sido diferente, agrupado en dos grandes alas: los conservadores sociales favorables a una economía de mercado con un fuerte componente asistencial y con base geográfica en los estados del Norte; y los herederos de la resistencia confederada en los estados del Sur, también conservadores, pero con fuertes rasgos populistas y enemigos de la franquicia política de los negros.

El New Deal marcó la ruptura de ambos sectores, dando ventaja a los primeros y a sus componentes fundamentalmente urbanos. Las leyes anti-racistas de 1964 (Civil Rights Act) y 1965 (Voting Rights Act) llevaron a una ruptura definitiva: los demócratas de los estados del Sur se orientaron de forma creciente hacia el Partido Republicano y los del Nordeste se convirtieron en los grandes impulsores de las políticas socialdemócratas y de inclusión racial que ha defendido el partido desde entonces. Durante esos años las grandes centrales sindicales en las que se agrupaban los trabajadores organizados desempeñaron un papel en el mantenimiento de la unidad de acción de los demócratas.

Desde los 1960s, sin embargo, empezaron a acercarse al partido una serie de movimientos con estrategias más específicas, pero no menos ambiciosos en su impulso transformador. Residentes urbanos; diversas oleadas feministas; trabajadores con un alto nivel educativo; generaciones jóvenes (las llamadas X –1965/1979-, del Milenio -1980/1999- y, con una inquietante letra Z que parece presagiar un definitivo final de la sociedad americana, los nacidos entre el año 2000 y 2020); y minorías identitarias -raciales, sexuales y religiosas- empezaron a hacer oír su voz a la hora de estipular las plataformas políticas del partido y a dificultar la adopción de fórmulas ampliamente compartidas anteriormente. Salvo por el efímero paréntesis del presidente Carter (1976-1980), los republicanos ocuparon la presidencia del país entre 1968 y 1992.

En 2016 y hasta hoy, en el Partido Demócrata se han hecho notar tres tendencias crecientemente alejadas entre sí. Ante todo, el movimiento sindical organizado y sus estructuras institucionales que continuaron desempeñando un papel estabilizador, pero con fuerzas cada vez más mermadas.  Ese sector ha perdido su antigua influencia por la reducción de afiliados a los sindicatos; por las políticas de libertad en el trabajo, es decir, la prohibición de que la organización sindical de una empresa permita a sus líderes imponer una cuota de afiliación a todos sus trabajadores, quieran que no; y por la creciente reducción del sindicalismo a los trabajadores del sector público. Más allá estaba el ala convencida de la necesidad de impulsar las tendencias pro-globalización de la economía mundial. Y, finalmente, el gran sector de trabajadores blancos que desde los tiempos del New Deal veían en el partido al principal defensor de sus intereses pero cada vez se sentían más perjudicados por la deslocalización de las cadenas de valor globales. Este último grupo había ido perdiendo posiciones en el enfrentamiento con los globalizadores en los 90, precisamente bajo el mandato de Bill Clinton.

Hillary Clinton se reveló incapaz de mantener el equilibrio alcanzado a duras penas entre esos sectores en los años del presidente Obama y pagó un alto precio en cada uno de ellos.

Su defensa de las políticas identitarias, que favorecen a las minorías negras e hispanas y a los inmigrantes ilegales, aumentó la desconfianza de los trabajadores blancos. Durante la campaña electoral, una encuesta daba a Trump una ventaja de 38 puntos sobre Clinton entre los hombres blancos sin grado universitario y de 27 puntos entre las mujeres blancas en las mismas condiciones. La desafortunada intervención en la que Clinton calificó de deplorables a sus miembros impulsó aún más el sentimiento de alienación de este grupo.

Los estrechos lazos de Clinton con el primer grupo -globalistas y grandes intereses en el sector de los negocios y en el financiero- erosionó también el apoyo de los jóvenes (18-29 años) que habían votado con entusiasmo a Obama. Muchos de ellos, veteranos de los movimientos Occupy en años de la Gran Recesión, pintaban a Clinton como incapaz de controlar los intereses de las grandes empresas. En noviembre de 2015, WaPo había estimado que el total aportado por estas a sus campañas políticas y a la fundación Clinton estaba por encima de tres millardos de dólares que pesaban como una losa sobre la independencia de la candidata. Las críticas de Elizabeth Warren y especialmente de Bernie Sanders en ese punto eran ampliamente compartidas por muchos jóvenes votantes demócratas.

Por su parte, los trabajadores blancos, tradicionalmente fieles al Partido Demócrata, que tuvieron que soportar el colapso del empleo industrial en la Gran Recesión de 2008-2009, compartían las críticas a la inexistencia de barreras para la inmigración ilegal, la erosión de las instituciones conservadoras y el declive de los sindicatos bajo Bill Clinton. Los votantes demócratas de ingresos moderados veían cómo se deterioraba su posición mientras el partido abrazaba a las minorías étnicas y sexuales.  No es pues de extrañar que muchos trabajadores industriales blancos decidiesen abandonarlo ni que aumentara la distancia entre los militantes demócratas y sus votantes tradicionales.

Por el contrario, los graduados universitarios blancos que anteriormente solían alinearse con las políticas del Partido Republicano se pasaron masivamente a los demócratas. Esta última tendencia era especialmente notable en grandes segmentos corporativos, especialmente en el de las empresas de tecnología, que se convirtieron en un granero de votantes demócratas y apoyaron con fuerza la financiación electoral del partido. En junio de 2016, el número de contribuciones individuales entre los trabajadores de empresas tecnológicas a la campaña de Clinton había subido a 2.087, mientras el de Trump se quedaba en un ridículo 52. En ese mismo sector la campaña de Clinton había recaudado 55,7 millones de dólares por un solitario millón para Trump. El Partido Demócrata dominaba en los sectores de telecomunicaciones, internet, manufacturas electrónicas, servicios financieros y la industria de TV, radio y música; no entre los trabajadores industriales.

Las elecciones legislativas de 2018 confirmaron la tendencia. «No hay signo más claro del cambio interno experimentado por la coalición demócrata que el hecho de que los veinte distritos electorales más ricos -seis de los cuales estaban representados anteriormente por congresistas republicanos- vayan a estar todos y cada uno de ellos en manos de los demócratas. El Partido Demócrata ha continuado extendiendo sus apoyos entre los movimientos minoritarios, que [en 2018] constituían ya el 41% de su electorado, especialmente los provenientes de grupos acomodados, a menudo suburbanos, al tiempo que las mujeres blancas con grados universitarios abandonaban en masa al Partido Republicano. […] La educación formal se ha convertido, en términos generales, en la nueva línea divisoria entre los partidos» .  

No estaba sólo Edsall. Comentando los mismos resultados electorales de 2018, la insistencia en el llamado factor diploma quedó subrayada e hizo renacer las expectativas demócratas de una recomposición de su voto en las presidenciales de 2020. Según los estudios a pie de urna, en 2018 un 61% de los votantes blancos sin grados universitarios se apuntó a las candidaturas republicanas, mientras que sólo lo hizo un 45% de los graduados. Por el contrario, los graduados blancos se decantaron (53%) por los demócratas frente al 37% de quienes no tenían título universitario.

Aún más importante sería el cambio radical en el comportamiento previsible del electorado blanco en su conjunto. Si anteriormente los no graduados votaban por el Partido Demócrata y los graduados por el republicano, el hiato entre unos y otros apuntado en 2016 y 2018 iba a convertirse, según los observadores demócratas más optimistas, en el factor electoral decisivo. Lo que se inició con un cisma en el interior del Partido Demócrata estaba llamado a convertirse en el mejor predictor de la conducta electoral en Estados Unidos. Y, como el número de graduados, especialmente entre las mujeres, había crecido exponencialmente en los veinte años anteriores, la hegemonía demócrata devendría inquebrantable.  

¿Será así?

En 2016, los militantes y votantes que participaron en las elecciones primarias para designar a los candidatos electorales del Partido Demócrata, según datos del Pew Research Center, se dividían étnicamente de la forma siguiente: 57% blancos, 21% negros, 12% hispanos y un 10% mixto (asiáticos y otros). Dos años más tarde, en 2018, un estudio de Brookings encontraba una textura similar: 54,6% blancos, 24,1% negros, 9% hispanos y un resto de 12,3 de otras etnias. Los blancos eran -e iban a seguir siendo- su bloque electoral fundamental.

Sin embargo, en el Partido Demócrata no existe una estructura monolítica sino una pirámide de grados de identificación con una ideología más o menos explícita que lleva a sus afiliados a dividirse en tres grandes facciones. En el ala más progresista, que se identifica con las políticas más radicales en inmigración, salud, educación e identidades, la representación de la mayoría blanca es desproporcionada en relación con la presencia de otras etnias. Algo similar sucede en un segundo grupo que se define como relativamente liberal, aunque la presencia de blancos en su composición es más reducida que en el grupo progresista. Por el contrario, es en el sector moderado, que se define en torno a los problemas cotidianos como el empleo y los impuestos y que tiene una visión más contenida de las políticas de salud en donde se encuadra una mayoría no blanca, cuya fuerza proviene de los votantes afroamericanos e hispanos.

Para Edsall, el grupo más liberal y progresista, que es también el más activista, ha obtenido una influencia exagerada en la fijación de la agenda política del partido, especialmente notable en las dos cuestiones más contenciosas que separaban a los candidatos presidenciales durante los debates de 2019: extensión de la protección sanitaria a los inmigrantes ilegales y un sistema universal de salud que prescindiese de la asistencia privadaA grandes rasgos, la mayoría de la asistencia sanitaria en Estados Unidos antes de la reforma impulsada por el presidente Obama en 2010 provenía de las empresas del sector privado que la incluían entre los beneficios que ofrecían a sus trabajadores y sus familias o de las decisiones de contraer seguros privados de individuos o grupos familiares si eran menores de 65 años. Todos los americanos que llegaban a esa edad pasaban a integrarse en un sistema universal de salud llamado Medicare y, además, se mantenía otro sistema (Medicaid) que cubría de forma imperfecta y desigual a los sectores más pobres de la población. La reforma Obama, conocida como Obamacare, impuso a todos los americanos no incluidos en Medicare o Medicaid la obligación de contraer un seguro que podía ser ofertado por instituciones privadas o por la administración pública en competencia con ellas. Los sectores más radicales de seguidores de Bernie Sanders o Elizabeth Wallace han criticado duramente ese sistema y se han decantado por otro universal organizado y administrado por una burocracia pública especializada..

Los grupos más progresistas estaban divididos por la mitad (51-49) sobre la conveniencia de prescindir de cualquier clase de iniciativa privada, mientras que los relativamente liberales (68-32) y los moderados (70-30) se oponían firmemente a su desaparición. También había una diferencia ideológica notable sobre una eventual cobertura federal de la sanidad para los inmigrantes ilegales, con el grupo progresista ampliamente a favor (75-25), mientras que los relativamente liberales se partían por la mitad (52-48) y los moderados se oponían por una gran mayoría (61-39). 

Esas mismas diferencias aparecían entre los demócratas negros e hispanos en las cuestiones identitarias y de justicia sociocósmica que tanto apoyo suscitaban entre los progresistas blancos. «Hay abundantes razones para pensar que los candidatos presidenciales demócratas más progresistas [y con ellos buena parte de las bases demócratas blancas JA] adoptaron posiciones políticas difíciles de defender en las elecciones generales».

La tendencia a la okupación del Partido Demócrata por unas bases mayoritariamente blancas y bien educadas en detrimento de sus votantes de clase media industrial resulta, pues, indiscutible. Pero no son ellos los únicos okupas. A su lado hay otros protagonistas igualmente importantes de los que nos ocuparemos otro día. 

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