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Frente al toro de Osborne, La vaquilla de Berlanga

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Hay muchos países que tienen en su escudo, su bandera o en sus símbolos nacionales algunas referencias zoológicas. Se supone en estos casos que el animal en cuestión representa al país o, sencillamente, que algunas de las cualidades que se atribuyen al bicho son por alguna razón características de los naturales del mismo. Hay casos muy emblemáticos y que conoce todo el mundo. Uno de los animales más repetidos en las representaciones heráldicas es el águila, cuyo vuelo y fisonomía se asocian a la majestuosidad, la fuerza, el dominio, la libertad y el orgullo. Países como Alemania, Estados Unidos o México la invocan en sus símbolos nacionales. Pero nosotros, los españoles, no necesitamos ir muy lejos para hallar ejemplos de esas figuraciones. Uno de los símbolos más exitosos de iconografía nacional es el que asocia a España con la imagen del toro. Pregúntenle al turista japonés más despistado, al estadounidense de sombrero tejano o a cualquier guiri de sandalias y calcetines, y lo más seguro es que todos ellos coincidan en que no saben nada de España y de los españoles, pero sí que esta es tierra de toros. Por si acaso, a cualquiera de nuestros visitantes la negra y gigantesca silueta del toro de Osborne se encargará de reavivarle esa asociación decenas de veces al deambular por la mayor parte de las comarcas de la península.

Todos nosotros sabemos de sobra, como es obvio, lo que queremos escenificar con el toro. Quienes llevan la bandera con la silueta del toro en su centro a los eventos deportivos apelan a la «furia española», que no es más que una variante ad hoc de la tópica bravura que se atribuye al animal. Quizá lo que no sepa tanta gente es que durante mucho tiempo, y en particular durante casi todo el siglo XIX y buena parte del XX, el patriotismo español se encontraba más representado por otro mamífero: el león. Son incontables los lugares físicos y simbólicos en que aparece dicho animal como arquetipo de España. Durante la malhadada guerra del 98, por ejemplo, era un lugar común en la propaganda bélica y en la retórica patriotera apelar al «león español» frente al «cerdo yanqui». Aunque algunos admitían de mala gana que el felino hispano llevaba algún tiempo durmiendo la siesta, inmediatamente después argüían que, en cuanto despertase, daría buena cuenta de quien osara hollar su territorio. En fin, ya saben cómo acabó la cosa, pero precisamente el reconocimiento de esas expectativas es lo que permite luego explicar por qué aquello se vivió en su momento como una humillación insondable: el famoso «desastre».

Si entonces el león resultó ser gatito, el desmontaje satírico de las fanfarrias y oropeles de la Guerra Civil –gloriosa Cruzada Nacional, en la versión de los vencedores– requería una devaluación semejante de la bizarría hispana. El primer gran acierto de Luis García Berlanga estuvo en ese terreno simbólico: la conversión del indómito toro («Alza, toro de España: levántate, despierta», escribía Miguel Hernández) en miserable vaquilla. La vaquilla, con guion de Rafael Azcona y el propio Berlanga, data del año 1985. He leído que el proyecto en sí se remontaba a varios años atrás (incluso algunas décadas, según declaraciones del director), pero no fue hasta esas fechas de mediados de los ochenta cuando pudo materializarse. Aunque por aquella época ya no cabía hablar de «transición» –el Partido Socialista, con Felipe González al frente, llevaba tres años en el poder–, tampoco estaba muy lejos el susto de Tejero (23 de febrero de 1981) y tratar la Guerra Civil en clave abiertamente cómica no dejaba de entrañar un cierto riesgo, como mínimo de incomprensión, por parte y parte.

Quizá –podría decirse– era una provocación calculada que se beneficiaba de que otras obras, sobre todo literarias y teatrales, ya habían desbrozado el terreno: recuerdo, por ejemplo, el impacto que me causó Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán-Gómez, que vi en el Teatro Español de Madrid en 1982. Es verdad que la hilaridad que causaban algunas escenas de la pieza de Fernán-Gómez estaba atemperada por la congoja que despertaban otras de signo diametralmente opuesto. Y, sobre todo, el conflicto se encuadraba en una atmósfera dramática que terminaba por congelar la risa y hasta la sonrisa. La vaquilla optaba, por el contrario, por la comicidad a tumba abierta, rayando a menudo en la pura astracanada (sobre todo en su parte final). Berlanga era el prototipo de cineasta libertario, escéptico y provocador, pero también el autor venerado de obras consagradas como ¡Bienvenido mister Marshall! o El verdugo. No es que gozara de patente de corso, pero sí podía permitirse algunas licencias. Y así lo hizo.

Vi La vaquilla en su momento. Mis recuerdos con respecto a ella –la película– eran muy difusos. Puedo asegurar, desde luego, que no me entusiasmó y casi me atrevería a decir que ni siquiera me interesó mucho. Poco más. Yo la situaba en ese ámbito impreciso de tantas otras obras –literarias, teatrales o cinematográficas– que uno conoció en su momento y que, catalogadas como «ni fu ni fa», no volvería a revisar por propia iniciativa. Ahora, el estudio sistemático en que estoy empeñado –el humor negro en la cultura española– me ha llevado nuevamente a la contemplación de La vaquilla. Es verdad que esta nueva perspectiva cambia bastante la actitud del observador que, en este caso, pasa a ser analista. Ya no te sientas despreocupadamente en una butaca a disfrutar o a reírte, sino que examinas con detenimiento el contenido, el planteamiento y los mecanismos formales de la película. En el fondo, que te guste o no viene a ser una cuestión secundaria, que a lo mejor ni siquiera se plantea. En este caso, creo yo, eso me permite situar la película en el marco que le corresponde y, más allá de ello, señalar con cierto distanciamiento sus aportaciones e insuficiencias como el hito que supuso en el tratamiento cómico de la Guerra Civil.

Empecemos por los aciertos, que son muchos y de bastante enjundia. El primero, ya lo señalé antes, se sitúa en el plano simbólico y consiste en focalizar el protagonismo no en un toro bravo, emblema de una España imperial, sino en una pobre vaquilla, que se convierte en la representación más genuina de una España de alpargata. Otro hallazgo fundamental toma cuerpo o se pone de relieve desde los planos iniciales de la película: una extensión desolada, unos campos yermos abrasados por un sol de justicia. Está rodada en Sos del Rey Católico, durante el inclemente estío de aquella zona aragonesa, pero esa tierra pedregosa y esas lomas áridas representan perfectamente una buena parte de la superficie peninsular, que puede ser tanto la España áspera de la Meseta como la España calcinada por el achicharrante sol andaluz. En ese suelo ardiente se abren unas trincheras por las que pululan unos soldados más pendientes de sus necesidades materiales que de las específicas vicisitudes bélicas. Ello es así porque, desde el punto de vista cotidiano, las necesidades apremian, pero la guerra es una entelequia.

Es verdad que el enemigo está a unos cuantos pasos, agazapado a su vez en otras trincheras perfectamente intercambiables, pero no hay combates propiamente dichos. El frente está estabilizado y nacionales y republicanos matan el aburrimiento –ya que no hay otra cosa que matar– lanzándose pullas a voz en grito o usando rudimentarios altavoces para propagar consignas. Cada cierto tiempo se pacta un encuentro pacífico y una delegación de cada bando intercambia tabaco y papel de fumar, según lo que escasea en cada zona. Quien no sea historiador puede pensar que es una imagen chusca de la guerra, un poco como lo que se conoce como la guerra de Gila. Pero este no hizo otra cosa que recrear con genialidad una situación que se dio en muchas ocasiones y en múltiples lugares, sobre todo cuando la igualdad de fuerzas forzaba a la inacción y la espera interminable. Los estudios sobre los aspectos cotidianos de la Guerra Civil contienen múltiples referencias a esa realidad: así, por ejemplo, las obras de Michael Seidman, A ras de suelo. Historia social de la República durante la Guerra Civil (Alianza, Madrid, 2003); Pedro Corral, Desertores. La Guerra Civil que nadie quiere contar (Debate, Barcelona, 2006) o James Matthews, Soldados a la fuerza. Reclutamiento obligatorio durante la Guerra Civil, 1936–1939 (Alianza, Madrid, 2013).

El incidente que da pie a toda la peripecia argumental es otro acierto incuestionable. Los nacionales hacen saber que va a celebrarse una fiesta en el pueblo cercano, con el toreo de una vaquilla, paella y baile popular. Los republicanos se miran consternados: ¿han oído bien? Eso es peor que un avance enemigo, mucho peor que la pérdida de una posición estratégica. Jolgorio, verbena, comilonas, bebidas, capea, bailoteo, mozas, pachanga: las imágenes se superponen atropelladas. ¿Será posible? ¡Hay que impedirlo! De ahí surge la idea. Lo que en los episodios bélicos de verdad se llamaría un comando se dispone a infiltrarse en las líneas enemigas con el propósito de secuestrar la vaca. Cinco soldados republicanos se aprestan a la misión suicida. Con algunas reticencias, todo hay que decirlo, porque el objetivo es difícil y arriesgado y quien más, quien menos tiene como prioridad salvar el pellejo. La vis cómica de los integrantes del grupo –en particular los personajes interpretados por Alfredo Landa y José Sacristán– acentúa los ribetes jocosos de la aventura. En principio se admiten de buen grado las convenciones y hasta los tópicos, porque el sustrato vitalista concita las simpatías del espectador.

Si la guerra es muerte, la fiesta es vida, la vida por antonomasia. Hasta ahí, un sentir universal. Pero, para Berlanga, las coordenadas ibéricas implican una nota más, la fundamental: en esta pasión por los goces materiales, de la comida al sexo, hallamos la auténtica España, la quintaesencia española, si es que puede hablarse de tal esencia. Dejemos ahora de lado la discusión sobre este criterio, en mi opinión bastante reductivo y, por ello, injusto, porque esta sería sólo una cierta España. Pero es indudable que, represente o no a la totalidad, esa España existe y tiene una larga tradición en nuestra cultura: es, para entendernos, la España del pícaro, del vividor, del hedonista. Este país sanchopancista –que, como he dicho, es aquí el auténtico– se refleja en la pantalla en todas sus facetas. Pero, eso sí, se manifiesta únicamente por los resquicios que le deja el otro país, la España oficial, que pretende imponer su disciplina cuartelera (ejército), su autoridad rayana en la arbitrariedad (caciques), sus dogmas y su pompa (la Iglesia). Esta antítesis, esta contraposición entre la apariencia solemne y la tosca realidad, constituye el sustrato o basamento de toda la comicidad de la película.

Para Berlanga, la marcialidad es pura impostación. Los soldados hacen la guerra no por principios o ideologías políticas, sino porque no les queda más remedio. Están donde están a la fuerza, muy a su pesar. Ellos no son soldados, sino peluqueros, sastres o incluso toreros, y lo que quieren, por encima de todo, es que les dejen volver al pueblo a seguir sus vidas. El uniforme militar no es sólo algo accidental, sino además una especie de disfraz o una careta. Oculta lo que de verdad es cada cual, da una imagen falsa del individuo. Por eso, cuando los hombres se desnudan para darse un chapuzón en el arroyo retornamos a lo auténtico. En el baño, en pelotas o en paños menores, se mezclan y confunden nacionales y republicanos. Mejor dicho, no hay ni unos ni otros, sino sólo compatriotas que hablan el mismo idioma, hacen las mismas bromas y quieren vivir en el fondo un tipo de vida muy parecido. Algo parecido pasa después en el burdel. Aquí no es sólo la desnudez, sino la pulsión sexual la que iguala a unos y a otros. Además, en este caso concreto, se pone de manifiesto con más fuerza aún si cabe lo que de verdad mueve a los seres humanos, por encima o por debajo de las proclamas salvadoras. Por decirlo en los términos coloquiales que se emplean en la película, «picha dura no cree en Dios».

La guerra, como sabía Berlanga por experiencia propia, no es sólo avances y retrocesos, disparos, cañonazos y bombas. La guerra, la mayor parte del tiempo, es inacción, frío terrible o calor insoportable, piojos, hambre, sed, tensión, suciedad. Estas condiciones hacen que se valore, por ejemplo, un cigarro como si fuera un tesoro. O que los hombres, sometidos a privaciones continuas, sueñen con una comilona, una bota de vino o un catre decente para reposar los huesos. De ahí que la anécdota que desencadena la acción tenga todo su sentido y sea menos exagerada de lo que a primera vista pudiera parecer. Podemos, además, entender que la urgencia por satisfacer las necesidades más elementales constituya la prioridad absoluta. La habilidad de Berlanga es tomar como punto de partida esta realidad para luego desenmascarar los discursos oficiales, que adquieren así una dimensión no sólo falsa, sino abiertamente ridícula. Hasta ahí, nada que objetar. El problema está en que los guionistas dilapidan esos magníficos presupuestos con un desarrollo que se hace progresivamente más exagerado e inverosímil, hasta culminar en su última parte, la huida, en una simple bufonada. La eficacia de la crítica, e incluso la corrosión de la sátira, se diluyen en un divertimento elemental. Los personajes, en principio bien construidos, se despeñan por la senda de la desmesura hasta desembocar en el absurdo. El desmadre de tintes casi surrealistas se enseñorea de la pantalla para decepción del espectador. No es esto lo que esperábamos. O, por continuar en términos castizos, para este viaje no hacían falta alforjas tan prometedoras.

La vaquilla se queda así en tierra de nadie (expresión que, curiosamente, iba a ser el título primigenio de la cinta). Hacia la mitad del metraje el espectador avezado se da cuenta de que la cosa no da más de sí y que sus artífices tratan una u otra vez de sacar jugo a un limón exprimido hasta el fondo. Pero ya no hay acidez y sí una complacencia ramplona. Los gags ya se han apurado y sólo quedan reiteraciones que se neutralizan en su pretendido efecto vitriólico. Siempre queda el recurso de la sal gruesa y las alusiones escatológicas, pero no es esto lo que esperamos y exigimos del tándem Berlanga-Azcona. La vaquilla nos deja un regusto amargo, pero no por su contenido, sino exactamente por lo contrario: por lo que pudo haber sido y no fue. No puede negarse empero que la escena final recobra el pulso, tiene fuerza y garra: la vaquilla muerta en un campo yermo, devorada por los buitres, mientras suena «La hija de Juan Simón» (una canción que representa muy bien el desgarro y la acritud de una cierta España). El animal por el que tanto han disputado los miembros de uno y otro bando termina por no ser de nadie ni aprovechar a nadie. Sólo queda la muerte o, peor aún, los despojos, la carroña. Un acertado simbolismo para poner punto final.

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Ficha técnica

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