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Forajidos: la tentación se llama Ava Gardner

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Después de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad norteamericana aún mostraba cierta debilidad por la figura del gánster que desafiaba a la ley para huir de la pobreza. Ser un forajido podía interpretarse como un gesto de rebeldía mientras se mantuviera cierto código ético que respetara la vida de los inocentes. Casi nadie simpatizaba con los bancos, a los que se responsabilizaba de la crisis de 1929. Vaciar una caja fuerte a punta de pistola no era un acto criminal, sino una forma de alterar un destino que se había encarnizado con los más vulnerables.

Robert Siodmak (Dresde, 1900-Locarno, 1973) sufrió en sus propias carnes los estragos del Jueves Negro de Wall Street. De origen judío, realizaba tareas de contable en un banco cuando la economía se desplomó. Después de perder su empleo, decidió probar suerte en Berlín. Le acompañaba su hermano Kurt. Ambos deseaban abrirse camino en la industria cinematográfica, pero en un principio sólo consiguieron trabajar como vendedores ambulantes. La suerte sonrió a Robert, que firmó un contrato de director con Universum Film AG (más conocida como UFA), pero la llegada de los nazis al poder le obligó a exiliarse, primero en París y, más tarde, en Hollywood, donde le esperaba Kurt, convertido en guionista. En 1943 comienza la fructífera relación artística entre Siodmak y los estudios Universal.

El primer encargo consiste en dirigir a Lon Chaney Jr. en La hija de Drácula (1943). Con un mediocre presupuesto de serie B, Siodmak logra crear una atmósfera espeluznante, pero con toques de comedia. Es difícil no sonreír durante la escena del pantano, cuando el vampiro avanza sobre las aguas a bordo de un ataúd, manteniendo una inverosímil postura vertical. Algunos críticos se preguntaron si existía una intención paródica, que aludía al paseo de Cristo por el mar de Galilea. El siguiente encargo será Cobra Woman (1944), con María Montez, «la reina del Technicolor». Se trata de una película de aventuras ambientada en los Mares del Sur, que anticipa la fluidez narrativa de El temible burlón (1952), donde un sonriente y atlético Burt Lancaster repite la fórmula de El halcón y la flecha (Jacques Tourneur, 1950), acompañado de Nick Cravat, amigo de la infancia y compañero de trapecio. Poco después, Siodmak termina el rodaje de Christmas Holiday, con Deanna Durbin y Gene Kelly. Basada en una novela de W. Somerset Maugham y con guion de Herman J. Mackiewicz, la película reúne los elementos que definirán el estilo de Siodmak: una trama compleja con personajes atormentados por la fatalidad o por sus propios desarreglos internos, cierto pesimismo existencial, donde flotan como telón de fondo las teorías del psicoanálisis, y una concepción visual heredada del expresionismo alemán. De acuerdo con esta poética, Siodmak dirige El sospechoso (1944), La escalera de caracol (1946), A través del espejo (1946) y El abrazo de la muerte (1949), donde aparece Burt Lancaster en el papel de hombre común transformado en delincuente por culpa de una femme fatale (Yvonne De Carlo).

La escalera de caracol narra la angustiosa lucha de una joven muda (Dorothy McGuire) para escapar de un asesino en serie obsesionado con las mujeres discapacitadas. Ambientada en una mansión victoriana, se advierte la influencia de Hitchcock, pero con un guión poco elaborado, que se conforma con esbozar los rasgos de los personajes, sin profundizar en los conflictos que podrían derivarse del encuentro entre dos seres maltratados por la vida, uno en el papel de víctima y otro en el de verdugo. A través del espejo, con una inspirada Olivia de Havilland interpretando a dos mellizas, explota la confusión engendrada por dos presuntas culpables físicamente indiscernibles, pero con una psicología divergente, que sólo revelará sus contrastes después de una terapia psicoanalítica, donde el fenómeno de la transferencia estimulará el deseo de cometer un nuevo crimen. El abrazo de la muerte se aleja del psicoanálisis, pero no de las tensiones emocionales. El amor actuará como un impulso incontrolable, que acepta el chantaje, la humillación, el fraude, la mentira y la autodestrucción. Una sensual Yvonne de Carlo y un atormentado Burt Lancaster escenifican con intensidad el juego de la seducción, el engaño y la fatalidad.

Siodmak consigue su mejor film noir con Forajidos (The Killers, 1946), adaptación de un relato de Ernest Hemingway. La acción comienza con un plano posterior de dos siluetas en el interior de un coche, avanzando por una carretera de una pavorosa negrura. Enseguida aparece el letrero de Brentwood (Nueva Jersey) y un plano general de la calle principal, con la banda sonora de Miklós Rózsa, mezclando madera y metal para obtener una atmósfera inquietante. Mientras se suceden los letreros de crédito, dos siluetas doblan una esquina y atraviesan la calle. Se dirigen a una gasolinera y, tras husmear discretamente por el cristal, giran lentamente la cabeza hasta mostrar sus caras, iluminadas por las farolas. Se trata de dos hombres de mediana edad, con la mirada endurecida y una actitud desafiante. No es difícil deducir que son los asesinos del título, pero su apariencia es casi sobrenatural. Siodmak mezcla film noir y cine de terror para introducir una nota fantástica que evoca los cuentos infantiles habitados por ogros y brujas.

Los asesinos se separan para entrar en una cafetería situada enfrente de la gasolinera. Cada uno accede al local por una puerta diferente. No es una maniobra casual. Es evidente que sus intenciones no son amistosas. En apenas dos minutos, Siodmak nos ha impartido una lección de cine, situando al espectador en una perspectiva de miedo e incertidumbre, que se acentúa en el interior de la cafetería, con leves contrapicados que recogen el techo para crear la sensación de un espacio absurdamente deformado. Al igual que en los vagones de tren de Hitchcock (La dama del expreso, Extraños en un tren, Con la muerte en los talones), prevalece un clima opresivo, claustrofóbico, que adquiere la máxima tensión dramática cuando comienza el diálogo entre los pistoleros y el propietario de la cafetería, que atiende al otro lado de la barra, con la ayuda de un cocinero negro. Los asesinos buscan a Ole Anderson, «el Sueco» (Burt Lancaster), que trabaja en la gasolinera con nombre falso. Su intención es matarlo. No lo conocen de nada. No se trata de algo personal. Sólo es una cuestión de trabajo. Siodmak utiliza un plano secuencia, alterado por un eficaz contrapicado, para mostrar la carrera de un compañero de trabajo del «Sueco», que intenta advertirle del peligro. «El Sueco» le escucha desde la penumbra de una modesta habitación, sin levantarse de la cama. Siodmak nos escamotea el rostro. Sólo escuchamos una voz que rechaza la idea de escapar. «Hice algo malo en cierta ocasión», admite con pesar, y despide a su amigo, agradeciendo su lealtad. Un discreto zoom rescata de la oscuridad la cara del «Sueco», que parece abatido y resignado. Los asesinos suben unas escaleras, abren la puerta y disparan. Cada bala es un estruendoso fogonazo, pero la muerte del «Sueco» sólo es un gesto: una mano maltrecha que se desliza por el cabecero de la cama.

Edmond O’Brien interpreta a James Reardon, el agente de seguros que investiga el asesinato para resolver el asunto de la póliza contratada por el «Sueco». La beneficiaria es una desconocida y Reardon no se conforma con los hechos. Necesita encontrar una explicación lógica. Su intuición le sugiere que, si tira del hilo, descubrirá algo importante. Edmond O’Brien (vecino de Houdini en su infancia, que le ayudó en sus primeros escarceos interpretativos) revela una vez más su sólida formación como actor de teatro, encarnando a un personaje tenaz e inteligente, pero sin madera de hombre duro. De hecho, saldrá malparado en varias ocasiones, demostrando que su perspicacia no está respaldada por los puños. No es el «Sueco», antiguo boxeador, que tuvo que abandonar el cuadrilátero después de una lesión irreversible en la mano derecha, pero que aun así es capaz de enfrentarse a sus adversarios con enorme contundencia. Siodmak nos presenta a James Reardon examinando las pertenencias del «Sueco» en la comisaría de Brentwood. Se aprecia enseguida su carácter minucioso y su resistencia a dejar las cosas a medias. Es evidente que no descansará hasta llegar al final del asunto. Un pañuelo con un arpa irlandesa le pondrá sobre la pista de un importante atraco que Siodmak filmará con un famoso plano secuencia de estética neorrealista.

Una serie de flashbacks que no respetan un orden cronológico reconstruyen la historia del «Sueco»: el fin de su carrera deportiva (su mánager se deshará de él al comprobar que su mano está rota sin remedio), la vieja amistad con un policía, que se casará con su primera novia y le enviará a la cárcel por azar, el romance con Kitty Collins (una bella e inmoral buscavidas interpretada por una primeriza Ava Gardner), la condena de tres años de cárcel, la preparación del atraco, la doble traición que le hundirá en una profunda desesperación y la tranquila aceptación de la muerte cuando dos asesinos cumplen el encargo de liquidarle.

Al igual que Hitchcock, Siodmak utiliza un fetiche o Macguffin para imprimir fluidez al relato. El pañuelo de Kitty Collins circula por diferentes escenarios, evocando la belleza de Ava Gardner, una mujer que –según John Huston? poseía «una belleza áspera, primaria, elemental». Su presencia se imponía por su estricta materialidad, desbordando cualquier consideración racional. No hace falta esforzarse mucho para comprender la pasión del «Sueco», que no se resigna a una vida sencilla, con una novia que acude a todos sus combates y no le exige nada, salvo un futuro apacible en un hogar de clase media. El «Sueco» se enamora de Kitty apenas la conoce. En su primera aparición, Ava Gardner se encuentra de espaldas, sentada frente a un piano y con un traje de noche que se ciñe a su cuerpo como una segunda piel. Sabe que el «Sueco» es boxeador, pero reconoce que no le gusta un deporte basado en la violencia: «No soportaría ver cómo pegan a un hombre que aprecio», afirma con un candor poco convincente. Se aleja un momento (Siodmak busca un pretexto para mostrarnos un plano completo de un cuerpo que no admite ninguna objeción) y regresa al instante con una copa y un cigarrillo, apoyándose sensualmente en el piano para iniciar una canción con una voz susurrante, que hechiza al «Sueco».

Gardner no necesita actuar. Su físico escenifica la fuerza del destino, que minimiza la libertad del ser humano para escoger su futuro. Charleston (Vince Bamett), un anciano delincuente que compartió celda con el «Sueco», le aconseja que deje de escuchar el arpa y le habla de las estrellas, pero Burt Lancaster sólo tiene ojos para Kitty, que se ondula como un gato y le aturde con la mirada. Siodmak acentúa su belleza en cada plano, escogiendo encuadres que muestran todo su poder de seducción. Tendida en una cama, con el pelo suelto, un jersey ajustado y una revista entre las manos, su encanto resulta irresistible. Siodmak recurre a los contrapicados para subrayar la corpulencia del «Sueco», pero también para evidenciar su fragilidad frente a las artimañas de Kitty, que juega con él fingiendo dulzura, pasión o inocencia.

La escena del atraco es de una perfección formal asombrosa. El robo de la nómina de doscientos cincuenta mil dólares se rodó con un plano secuencia de dos minutos, que deja de lado la estética expresionista para adoptar la perspectiva del neorrealismo. La cámara comienza con un plano picado que muestra a una hilera de trabajadores donde se aprecia el tedio y el desánimo de las primeras horas de la mañana. La identidad de los atracadores se disuelve en la alienación de una fábrica, donde cualquier empleado parece intercambiable por otro. Los sombreros que ocultan los rostros contribuyen a esa sensación de impersonalidad. La cámara sigue a los atracadores y se sitúa detrás del cristal de la oficina donde se halla la caja fuerte. La acción discurre con rapidez y precisión. La oficina es un cubo ubicado en un primer piso, que mantiene aislados a los contables. La huida se recoge desde un plano picado, que muestra el caos de los últimos segundos, cuando una camioneta de reparto obstaculiza la fuga y se intercambian unos disparos.

La escena en la que el «Sueco» arrebata el botín a sus compinches o la secuencia de Reardon hablando con Kitty Collins en una cafetería, mientras los asesinos les observan desde la barra, revelan una vez más la influencia del expresionismo. La acción se articula con planos aberrantes, que juegan con la duplicación de las imágenes en un espejo o con encuadres sin pretensiones naturalistas, donde se explotan ángulos inesperados. Siodmak no se conforma con ilustrar una historia. Su propósito es construir un relato que mezcla cine y literatura con un estilo que, sin caer en lo barroco, trasciende la mirada clásica del narrador impersonal. Es evidente que hay un punto de vista que no moraliza, pero que tampoco esquiva un planteamiento estético que asume el riesgo y la introspección. No se aprecia la denuncia política del neorrealismo, pero tampoco se advierte ninguna complacencia hacia una sociedad que explota a los seres humanos, sin reparar en sus miedos, anhelos o inseguridades. La cámara no se limita a rodar. Su intención es penetrar en el interior de los personajes y explorar sus motivaciones. Siodmak no se muestra despiadado con sus criaturas. Hay ternura, indulgencia, comprensión, pero su forma de acercarse a sus conflictos no elude un feroz pesimismo. Las notas de comedia apenas logran aportar un poco de claridad en un paisaje humano dominado por la desolación. No hay esperanza para unos seres que no se conforman con sobrevivir, pues esperan una dicha irrealizable en un mundo que siempre se encarga de podar los sueños. Un primer plano de Kitty suplicando a un muerto para que hable de su inocencia a la policía nos revela su profundo vacío interior, su hueca amoralidad. Los rasgos de Ava Gardner se afilan por el contraste entre la luz que ilumina su rostro y la oscuridad de la mansión donde se representa el último acto de una tragedia que ha malogrado varias vidas, atrapadas en una espiral de celos, sexo y codicia.
El guion de Anthony Veiller y John Huston (que no aparece en los créditos) no descuida a los personajes secundarios y consigue cerrar la trama sin dejar ningún cabo suelto. Forajidos logra un perfecto equilibrio entre el estilo clásico de Hollywood y las innovaciones formales del expresionismo alemán. La influencia neorrealista se aprecia en el retrato de los pequeños rateros, hombres corrientes que litigan con la penuria, el desarraigo y la exclusión. Son la otra cara del sueño americano que nadie desea mostrar. Saturado de pesimismo y violencia, Forajidos es una película sobre las pasiones insensatas, la ambición, el fracaso, la amistad, la desesperanza. Representa la madurez creativa de Siodmak, que regresó a Europa cuando el macartismo desató la caza de izquierdistas en Hollywood. En la última etapa de su carrera, realizó películas más personales, pero escasamente apreciadas, verdaderas rarezas que reflejan un amplio bagaje intelectual y una compleja personalidad artística. Yo siempre lo asociaré a Forajidos, un film noir sin concesiones a un público hambriento de finales felices. La tragedia del «Sueco» es el infortunio de todos los que se enamoran de la persona equivocada.

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Ficha técnica

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