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El turista infinito

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Hay en El topo, la película dirigida por el sueco Tomas Alfredson en 2011 a partir de la novela de John Le Carré, un memorable diálogo final durante el cual Smiley (Gary Oldman) interroga a su compañero de generación Bill Haydon (Colin Firth) por las razones que lo llevaron a traicionar a su país espiando para los rusos en el más alto nivel del espionaje británico. Su respuesta es sorprendente: «Mis razones son estéticas, además de morales. Occidente se ha vuelto muy feo, ¿no crees?» Es fácil escandalizarse ahora ante una afirmación así, que además proviene de un hombre con modales de aristócrata que, según confesión propia, echará de menos el cricket cuando lo deporten. Hoy conocemos las simas de horror estético alcanzadas tras el Telón de Acero, objeto ahora de la consabida nostalgia vintage que todo lo canibaliza, pero quizá pueda disculparse a un esnob que viste pantalones de tweed por fantasear con una respuesta comunista al imperio del centro comercial y el turismo de masas.

Quizá sea el turista, precisamente, quien mejor simbolice la degradación estética del mundo democrático. Al menos, el estereotipo más arraigado en el imaginario colectivo: un señor con chanclas y calcetines que pasea despistado por una vieja ciudad italiana haciendo fotos a todo lo que no se mueve. O bien, ese mismo espécimen jugando a una máquina tragaperras en Las Vegas, última frontera del ethos turístico global ahora, en realidad, menos dedicada a los juegos de azar que nunca. Ante imágenes así, sólo cabe concluir que Haydon tenía razón y el mundo se ha vuelto muy feo: pongámonos a cantar British People in Hot Weather, el sarcástico hit de The Fall, a fin de olvidarnos pronto del asunto. Sin embargo, la cosa se complica si reparamos en algunas variantes del fenómeno: la pareja de rockers europeos que llegan a Las Vegas en coche con plena conciencia irónica de su modesta epopeya y el último Elvis sonando en los altavoces; o un sosias del propio Bill Haydon, vestido de lino mientras visita la Galería Uffizi antes de tomarse un spritz veneziano a la sombra del toldo más cercano. Se objetará que estos últimos pertenecen a la noble tradición de los viajeros, y aquellos a la vulgar clase de los turistas: unos buscan la belleza en el mundo, mientras otros se encargan de arruinarla. ¡Acabáramos!

Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Y que solamos contemplar el turismo con arreglo a categorías tan simplistas, además de consoladoras, de poco nos sirve para comprender un fenómeno central a la experiencia de la modernidad, que ahora que el verano llega a su centro alcanza su máxima expresión. ¡Mirad esos aeropuertos! Tal es su magnitud que el turismo constituye la primera industria mundial, ascendiendo su contribución al PIB mundial hasta un significativo 9,8%, que llegó a ser del 11,2% en 1999: la tendencia alcista se ha recuperado tras el nadir de 2010. En términos de empleo, uno de cada once trabajos ha sido generado por el sector turístico. Sabido es que España nunca había recibido tantos visitantes, alcanzando en 2014 la escalofriante cifra de sesenta y cinco millones de turistas extranjeros. Siente uno nostalgia de aquel entrañable turista un millón celebrado en los aeropuertos del franquismo. De un tiempo a esta parte, en fin, el turismo se ha convertido en eso que Davydd Greenwood llamaba ya en 1972 «el mayor desplazamiento de seres humanos en tiempo de paz»Davydd Greenwood, «Tourism as an agent of change: a Spanish Basque case», Ethnology, vol. 11, núm. 1 (enero de 1972), pp. 80-91. : un hormigueo incesante que se extiende por todo el planeta sin dejar hueco alguno que escudriñar.

No siempre fue así. Ya se ha dicho que el turismo de masas es un fenómeno moderno, cuyos precedentes han de buscarse menos en el comercio –auténtico viaje sin mapas durante siglos– que en los peregrinajes religiosos, primero, y en el turismo de clase ociosa, después. Este comienza a despuntar en la protomodernidad del siglo XVII y se consolida con el Romanticismo. Su paradigma es el conocido Grand Tour, viaje iniciático de los hijos de la nobleza europea alrededor del continente, que comienza siendo un itinerario de aprendizaje desapasionado y termina por contagiarse del anhelo romántico de lo sublime. Ilustres hombres de letras de la mejor tradición europea dejaron constancia de sus hallazgos en una época previa a la difusión fotográfica del paisaje: Michel de Montaigne, en su Diario de viaje a Italia, emprendido en 1580 con objeto de ver «cosas nuevas y desconocidas» y lleno de detalles escatológicos; Laurence Sterne y su Viaje sentimental de 1767, novelita cuyo narrador se complace en la conversación y el erotismo antes que en la contemplación de monumentos; el Viaje a Italia, de Goethe, iniciado en 1786, tan importante en la construcción de la visión alemana de la meridionalidadMichel de Montaigne, Diario de viaje a Italia, trad. de Santiago R. Santerbás, Madrid, Cátedra, 2010; Laurence Sterne, A sentimental journey, Londres, Penguin, 2005; Johann Wolfgang von Goethe, Italienische Reise, Fráncfort, Fischer, 2009.. ¡Por no invocar a Stendhal! Súmense a ello los distintos viajantes de comercio romántico que visitan España en busca del irreductible pintoresquismo nacional. En todos estos casos, el viajero era una excepción y por eso no era –todavía– turista. Ni había industria, ni clase media, ni infraestructuras de transporte.

Es a partir del siglo XIX cuando las emergentes clases medias, todavía escasas, empiezan a dar forma a algo parecido al turismo. Desde entonces, las clases no ociosas emplean una parte de su ocio en desplazarse lejos de su lugar de residencia para visitar lugares y experimentar emociones desligadas de su vida cotidiana. Su generalización a lo largo del siglo XX significa, de hecho, que la vida cotidiana misma empieza a estructurarse por contraste con las aventuras turísticas que la suspenden. Para el gran sociólogo John Urry, ahí es donde hay que buscar la especificidad del turismo: en un orden del placer que obtiene su significado al diferenciarse del mundo del trabajo y del hogarJohn Urry, The Tourist Gaze, 2ª ed., Londres, Sage, 2002.. El turismo sería así una desviación que nos ayuda a comprender la sociedad en su estado de normalidad. Más que poseer características intrínsecas, como nos sentiríamos tentados a pensar a la vista de una playa abarrotada, el turismo se define como tal por oposición a aquello que no es turismo.

«Necesito unas vacaciones» constituye, así, una proclama típicamente moderna, aun cuando el contenido particular de las vacaciones pueda diferir entre distintos grupos de individuos. Tomemos como referencia el mes de agosto, cuando la paralización generalizada de la actividad social –con la notoria excepción de los profesionales de la industria turística– crea una atmósfera que nos obliga a ejercer como turistas debido a la suspensión manifiesta del ritmo social ordinario. Viajar se convierte entonces en una marca de estatus, porque sólo permanece en su lugar habitual quien no puede permitirse lo contrario; salvo, quizá, quienes empiezan a rebelarse contra ese diktat quedándose en casa y ejerciendo como turistas de su propia ciudad: rebeldías tardomodernas ligadas a la creación de la propia imagen. Es en este contexto donde se ha generalizado la tonta metáfora del «cambio de chip», que, sin embargo, tiene la virtud de apuntar hacia la función psicológica del turismo; una función, si se quiere, autocreada: la ruptura programada con la realidad cotidiana como parte indispensable de esa misma realidad.

Se deja ver aquí la importancia capital que tiene la anticipación emocional en el consumo moderno de bienes y experiencias. Aquello que hacemos lo hemos hecho ya mil veces antes, imaginando el momento de su realización, recreándonos en ella: el consumo imaginado es un polo magnético que atrae nuestros pensamientos y los dirige hacia el futuro, de manera que –por ceñirnos al turismo– el viaje es un mecanismo irradiador que produce sin pausa prefiguraciones primero y remembranzas después. Colin Campbell ha señalado agudamente esta dimensión romántica del consumo, cuyo principio activador suele ser la publicidad: la satisfacción del consumidor proviene menos del producto en sí que de la anticipación y la búsqueda imaginativa del placer asociado al mismoColin Campbell, The Romantic Ethic and the Spirit of Modern Consumerism, Oxford, Basil Blackwell, 1987..

De manera que viajamos porque imaginamos. Y si el lugar común de la experiencia turística analógica era la proyección de diapositivas en casa, las redes sociales han multiplicado las oportunidades para el exhibicionismo, hasta tal punto que el viaje es narrado live durante su transcurso y recreado con posterioridad ante una audiencia más amplia de la que podemos congregar en el salón de casa. Más aún, así como la exteriorización digital del viaje se ha convertido en una dimensión central del turismo contemporáneo, inimaginable sin el selfie correspondiente, las distintas formas del turismo son un input valiosísimo para los usuarios más activos en las redes sociales, a los que proporcionan un contenido de fuerte potencial expresivo. En fin de cuentas, si el turismo se define por contraste con lo cotidiano, otro tanto puede decirse de las redes sociales: la atención en ellas se dirige a lo extraordinario por encima de lo ordinario. Azorín no tendría sitio en Instagram.

Sucede que esa anticipación fantasiosa, tan decisiva en la experiencia turística, no nace del vacío. Es, por el contrario, producto de un complejo sistema de mediaciones culturales que influyen por igual en unos y otros: el británico que sueña con la Costa del Sol tras ver unos anuncios en Sky Television no difiere mucho del joven cinéfilo que visita el sur de Francia con las películas de Eric Rohmer en la cabeza. John Urry lo explica con claridad:

Esta anticipación es construida y sostenida a través de una variedad de prácticas no turísticas, como el cine, la televisión, la literatura, las revistas, los discos y los clips, que construyen y refuerzan la mirada del turista. […] La mirada se construye así mediante signos y el turismo implica la acumulación de signos. Cuando los turistas ven a dos personas besándose en París, lo que su mirada captura es el «eterno París romántico».

¡Diga usted eso en la banlieue! Y es que late aquí uno de los aspectos más discutidos en la conversación –profesional y amateur– sobre el turismo: su relación con la autenticidad. Si el disgusto que solemos experimentar ante el turista posee un componente destacado, ese es la sensación de encontrarnos delante de un intruso que apenas toca la superficie de las cosas durante su estancia. De ahí la socorrida metáfora del bárbaro que atraviesa las puertas de la ciudad sin comprender en ningún momento aquello que está arrasando. Tal es la posición que adoptara el influyente Daniel Boorstin en su libro de 1964 sobre la sociedad norteamericana: el turista no experimenta la realidad, sino un conjunto de «pseudoeventos» organizados por la industria turística que, al ser bien recibidos por el turista ordinario, termina por convertir los lugares de destino en escenarios artificiales que guardan poca relación con sus características originariasDaniel Boorstin, The Image. A Guide to Pseudo-Events in America, Nueva York, Harper, 1964.. Desde este punto de vista, el nacionalismo no se curaría viajando, en la medida en que el turismo también puede ser un medio para la perpetuación de los estereotipos nacionales y locales:

Los viajeros que sean ciegamente indiferentes a la realidad social de sus huéspedes acabarán promoviendo el desprecio mutuo, no una mayor comprensión recíproca. No importa cómo se presente el turismo internacional en cuanto fuerza para el mejor entendimiento: la evidencia empírica sugiere que, a medida que aumenta el tamaño del sector, las percepciones individualizadas son sustituidas por estereotiposMalcom Crick, «Representations of International Tourism in the Social Sciences. Sun, Sex, Sights, Savings, and Servility», en Yorghos Apostopoulos, Stella Leivadi y Andrew Yiannakis (eds.), The Sociology of Tourism. Theoretical and Empirical Investigations, Londres, Routledge, 1996, p. 34..

Cuanto más, peor. Repugnados por esa falta de autenticidad, los aspirantes a ser viajeros y no meros turistas vuelven su mirada hacia destinos menos explotados por la industria, hasta que éstos, cuya reputación se difunde con rapidez, caen también en las garras de ésta. Se generaliza así una «autenticidad escenificada» que impide a los turistas más autoconscientes disfrutar de su experiencia, salvo que recurran a la ironía como amarga tabla de salvación. ¿Cómo enfrentarse sin ella al hecho de la Autoescuela Rilke que abre sus puertas a diario en Ronda?

Desde este punto de vista, como señala Eric Cohen, la inautenticidad es una consecuencia estructural del desarrollo del turismoEric Cohen, «Authenticity and Commoditisation in Tourism», Annals of Tourism Research, vol. 15, núm. 3 (1988), pp. 371-386.. No hay manera de evitarla. De hecho, su paradójico efecto es a menudo una «autenticidad emergente» que se produce cuando una tradición o evento organizado o recuperado para el turismo se consolida con el paso del tiempo. No en vano, las culturas no son bloques estáticos, sino entidades porosas abiertas al cambio, que incluyen una buena dosis de escenificación sin necesidad de que el turista la provoque. No obstante, el propio Cohen advierte del peligro que entraña homogeneizar bajo la categoría de lo inauténtico toda vivencia turística, dada su formidable diversidad: no todos los turistas son iguales. De hecho, ni siquiera está claro que la definición del turismo que apuntábamos más arriba como experiencia que se alimenta del contraste con la vida cotidiana sea aplicable en todos los casos: son millones los turistas británicos que quieren encontrar una versión soleada de los ítems insulares –con el pub a la cabeza– allá donde viajan. Hay un tipo de turismo, pues, que busca una familiaridad mejorada más que una extrañeza emocionante. En ocasiones, esa familiaridad opera dentro del propio sistema turístico entendido como universo autorreferencial, que incluye idénticas prestaciones en cualquier lugar: el desayuno-buffet, el trenecito municipal, la pulsera para el spa. ¡La apoteosis de lo inauténtico!

O eso parece. Pero también es posible otra lectura, que nos lleva a ver en esas experiencias una suerte de autenticidad paradójica que no se fija en la «naturalidad» del contenido turístico, sino en la vivencia de sus protagonistas. Richard Sharpley nos pone en la pista:

La autenticidad no es una cualidad dada y mensurable que pueda aplicarse a un producto o evento concreto, ni proporciona una escala con arreglo a la cual juzgar una experiencia turística. Más bien, la autenticidad (o falta de ella) percibida de un producto cultural o de una experiencia turística en su conjunto depende de la relación entre el turista como individuo y el producto que consume. […] En otras palabras, la autenticidad debe ser contemplada desde el punto de vista de los turistas individuales, de sus expectativas, su experiencia y su entorno socioculturalRichard Sharpley, Tourism, Tourists & Society, Huntingdon, Elm Publications, 1994, p. 135..

Podríamos entonces pensar que el mediopensionista vacacional que acude con entusiasmo al concierto de standards de Tin Pan Alley en su complejo hotelero del Algarve es más auténtico que el hipster que alquila un coche en Chicago para recorrer la Ruta 66 con el libro de Kerouac en la guantera. Ya que la ironía detrae autenticidad a la experiencia turística: el turista que, sin sombra de autoconciencia rebelde, se sumerge en la inautenticidad para él escenificada carece de los mecanismos de defensa del ironista. Este sabe que lanzar un grito de asombro ante el Gran Cañón es hacer el juego a la industria. Y por ahí no pasa.

En cualquier caso, las transformaciones que experimenta el turismo en nuestra época son un reflejo del carácter mutante de las sociedades capitalistas. Tiene razón Cohen cuando apela a la diversidad de las experiencias turísticas, cuyo reflejo digital incluye ahora una fuerte dimensión reflexiva que se expresa en blogs personales, espacios para el exhibicionismo digital tales como Instagram o Facebook, foros especializados donde pueden obtenerse consejos y recibirse advertencias, así como en el entretenido sistema de colaboración que constituyen los ratings comentados de TripAdvisor: allí donde la mala ubicación del toallero justifica la indignada reprobación del huésped milanés. Y es que el turismo no podía escapar a la tendencia general hacia la hiperdiferenciación de la oferta de bienes y servicios que caracteriza al capitalismo desorganizado que empieza a gestarse en la posguerra mundial. Forma parte de este proceso la creciente redefinición del consumo como consumo de experiencias y emociones, que, por supuesto, encuentra en la industria turística –habida cuenta de que el más vulgar viaje organizado contiene ya una fuerte carga sentimental– un área idónea de desarrollo. Hay incluso quienes demandan un «giro emocional» en el estudio del turismo, por ejemplo analizando el conocido como «turismo oscuro» [dark tourism] que se desarrolla en zonas peligrosas o lugares que conservan la huella de una catástrofe pretéritaDorina Maria Buda, Affective Tourism. Dark Routes in Conflict, Nueva York, Routledge, 2015, y Richard Sharpley y Philip R. Stone (eds.), The Darker Side of Travel. The Theory and Practice of Dark Tourism, Bristol, Channel View Publications, 2009.. ¿Qué clase de emociones se experimentan visitando Siria o Auschwitz, por ejemplo? También el turismo vinícola o gastronómico es un turismo de sensaciones, aunque sean mayormente corporales. Es el capitalismo artístico del que hablan Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, caracterizado por un consumo cada vez más abundante de experiencias estéticas «en el sentido original de sensaciones, experiencias sensitivas y emocionales», lo que produce una paradójica diversidad homogénea: la impresión de que todo es lo mismo, aunque no lo sea exactamenteGilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico, trad. de Antonio-Prometeo Moya, Barcelona, Anagrama, 2015..

Asimismo, durante la reciente crisis griega supimos que una buena parte de los protagonistas de los disturbios atenienses que siguieron a las manifestaciones contra el acuerdo del Gobierno heleno con la Unión Europea eran extranjeros. Stathis Kalyvas, politólogo griego en Princeton, advertía en Twitter de que Grecia se había convertido en destino para el turismo revolucionario, fenómeno que ya había sido explorado entre nosotros por Ignacio Vidal-Folch en su novela Turistas del idealIgnacio Vidal-Folch, Turistas del ideal, Barcelona, Destino, 2005.. Tampoco es algo nuevo: la tendencia había sido anticipada gloriosamente por Lord Byron en la misma Grecia, antes de que toda una generación de intelectuales europeos quedara fascinado por nuestra Guerra Civil y una parte de ellos entrase en combate: la autenticidad de los fallecidos entonces hace palidecer el esteticismo de los ahora amotinados.

Sea como fuere, no tengo espacio ni imaginación para proporcionar una lista exhaustiva de todas las posibilidades turísticas contemporáneas, que incluyen, es importante recordarlo, modalidades particulares relacionadas con aficiones culturales: participar en el Bloomsday en Dublín, visitar los escenarios de las novelas de nuestro escritor favorito, hacer cruceros a la carta en pequeños barcos sin discoteca. O, como último reducto de libertad, lanzarse en coche por las carreteras del interior del país. Todas son experiencias propiamente turísticas, entendidas como suspensión momentánea de una vida normal cuyo acelerado transcurso nos acerca cada día más velozmente a la muerte: el principio del placer está por ello implícito en todas ellas. ¡Incluso en las vacaciones familiares!

No sería descabellado proponer, a modo de arabesco final, que la globalización y la digitalización nos hayan hecho a todos turistas sin salir de casa: que el paradigma turístico, en fin, se haya infiltrado en nuestra vida cotidiana y esté alterando nuestra relación con la realidad. Si identificamos al turista con su caricatura, es decir, con alguien que sobrevuela la realidad sin penetrar nunca en ella, haciendo de su contacto inauténtico con lo auténtico motivo para el exhibicionismo narcisista, quizá nos parezcamos un poco a él: quizá seamos turísticos, a fuer de superficiales. Aunque, bien pensado, eso será en el caso de los demás. ¡Nosotros no somos así! ¡Nosotros somos viajeros!

PS: Este blog –al igual que los demás– se despide hasta septiembre. Feliz verano.

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