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Felicidades

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Los hombres mueren y no son felices: la apodíctica sentencia sale en 1944 de la boca de Calígula, un pesimista con poder (la clase de político más temible), a través de Albert Camus, cuando la felicidad no se vislumbraba como horizonte cercano en una Europa devastada. Hubo un momento en que ese estado tan deseable todavía tenía un puesto de honor en la agenda de la burguesía victoriana: una felicidad rebajada, en cualquier caso, más parecida a la dicha del nuevo rico, inducida por la posesión de las cosas y su disfrute, que a la beatitud eterna suscitada por la contemplación de Dios y anhelada por los escritores cristianos, que, como se sabe, insisten en que la felicidad no es de este mundo. Algo, dicho sea de paso, que también expresó a su manera el poeta Sergio Alexandrovich Esenin, un temprano desencantado de la Revolución como método para obtenerla aquí y ahora: para la felicidad este planeta es una pobre morada.

Desde que la Constitución americana le dio carta de naturaleza como desiderátum democrático (los hombres tienen derecho no sólo a la vida y a la libertad, sino también a la «búsqueda de la felicidad») hasta ahora, cuando estatutos y cartas magnas reclaman simplemente el universal «derecho a la felicidad» (y no a buscarla), el mundo ha cambiado lo suyo.Todavía hay quien cree –algunos nacionalistas, por ejemplo– en una edad de oro en que la felicidad era el estado natural del hombre: antes del invento de la propiedad y, por tanto, de la envidia y la violencia.Todos los pueblos que tienen una historia, tienen también un paraíso, decía Schiller. Una obra maestra de Lucas Cranach, La edad de oro, lo refleja de modo magistral (incluyendo su pizca de ironía) una generación más tarde de que Tomás Moro publicara su Utopía y de que el Renacimiento hubiera difundido por toda Europa el mito clásico de la aurea aetas. Examinémoslo: en un feraz jardín cerrado –un hortus conclusus protegido del exterior por una muralla– gozan desnudos, mezclados y despreocupados, hombres y mujeres jóvenes y viejos.Algunos danzan armoniosamente en torno a un árbol cargado de frutos, otros retozan sobre una alfombra de flores naturales, en la que también se refocilan sin agredirse ciervos y leones. En ese ámbito no hay penas ni enfermedades, la vejez no es oprobiosa, el ocio es perpetuo, el goce, absoluto; no existe el dinero, ni el pudor, ni los prejuicios, ni el conflicto. Incluso podemos suponer que todos hablan el mismo idioma, puesto que todos se entienden.

Paz, abundancia y justicia son las divisas de cuantos se han referido –para añorarla o para resucitarla– a aquella edad feliz y ya perdida que ha existido en todas las culturas, desde Sumer a la Camboya de Pol Pot. La felicidad era el estado de quienes en ella vivieron, tanto en el sentido de ausencia de dolor, como en el de experiencia del placer. El lema del comunismo –que ya anunciaba como posibilidad al alcance de la mano el Stalin tardío– era «de cada cual según sus posibilidades, a cada cual según sus necesidades» (o, un paso más allá: según sus deseos); de ese modo se incorporaba a una línea de pensamiento trazada desde el Renacimiento –Bacon, Campanella, Moro– y la Ilustración –Rousseau, Diderot–, hasta los socialistas «utópicos» del XIX . Pero lo cierto es que nunca hubo una edad de oro, sino su sueño. Y que la violencia no viene del invento de la propiedad, sino de nuestros instintos: Freud, hobbesiano y lector de Schopenhauer, nos explicó en El malestar en la cultura (que, por cierto, iba a llamarse «La infelicidad en la cultura») que el añorado «estado de naturaleza» era la guerra de todos contra todos: una carnicería a la que –ay– volvemos de vez en cuando con instrumentos más sofisticados.

Los teóricos de la felicidad pueden agruparse en dos grandes circunscripciones entre las que la posibilidad de diálogo es escasa: los que creen que ese sentimiento inefable –y sobre cuyos rasgos no se ponen de acuerdo– concierne a la conciencia y a la voluntad del ser humano, y los que aseguran que depende de causas externas y más bien incontrolables: los dioses, la Naturaleza, las condiciones sociales, la Revolución. Los primeros –de Epicuro a Wittgenstein, pasando por Schopenhauer, Sade o Barthes– pueden ser, en todo caso, tan opuestos entre sí como para que unos promuevan la renuncia y la moderación y, en el extremo contrario, otros clamen por el goce sin freno de las cosas del mundo. Los otros –Séneca,Tomás de Aquino, Marx, Freud, por ejemplo– sitúan la felicidad en esferas fuera de nuestra influencia inmediata, aunque pueda ser propiciada (con ritos, militancias y liturgias) para que se implante en un futuro más o menos lejano: el que marcará –ahora sí– el fin de la Historia.

Volvamos a la pintura de Cranach, ahora para contemplar con cierto espanto la perspectiva que encierra. La modernidad y, sobre todo, lo que ha venido después, nos han enseñado que cuando algo se mantiene estable durante un tiempo el placer que provoca se diluye hasta esfumarse. La democracia, el menos malo de los regímenes posibles, es sin duda el más aburrido. En él, desde luego, los hombres mueren y no son felices, al menos con la felicidad que anunciaban los grandes relatos que impregnaron las ideologías dominantes del siglo XX : visto lo visto, nos hemos hecho tan suspicaces con quienes prometen la Felicidad (con mayúsculas) en este mundo, que cuando nos los encontramos nos dan ganas de acudir al juez de guardia.Y, sin embargo, nunca ha estado tanto la felicidad en boca de la gente. Desde los magazines televisivos de sobremesa o los reality shows que crean condiciones artificiales para los que se encierran en la jaula a buscarla (Gran Hermano sería la respuesta contemporánea y perversa a la Goldenes Zeitalter de Cranach), hasta el way of life que impone la máquina ideológica (y militar) del Imperio, todo conspira para poner a nuestro alcance una felicidad empequeñecida, pero posible.

Una felicidad de libro de autoayuda o de predicador laico. Como Alain de Botton, que en su superventas Las consolaciones de la filosofía relee a los clásicos para suministrarnos píldoras sedativas con pedigree filosófico: Sócrates nos consolará de no ser «populares», Epicuro de nuestras frustraciones, Séneca de nuestras angustias económicas, Montaigne de los «gatillazos» y disfunciones eréctiles (véase Essais, I, XXI), Schopenhauer de las penas de amor. La filosofía como remedio y consuelo para partidarios de los pequeños placeres.

La felicidad, vaya fiasco. Usted y yo, seamos o no felices, tenemos nuestra propia idea de lo que sería. La mía se enraíza en algunos momentos pasados en los que, sin embargo, no era consciente de que «felicidad» era precisamente lo que me estaba pasando. Quizás se parezca más a la satisfacción o al contento que a las grandes palabras con las que nos hemos ido alimentando sin saciar el hambre de infinito. Felicidad: llegar al número cien de esta revista, por ejemplo.Y saber que ustedes nos siguen leyendo.

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