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ETA: de las cloacas a las instituciones

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ETA dejó de matar en 2011 y en 2018 se disolvió. ¿Significa eso que fue derrotada por el trabajo de las Fuerzas de Seguridad del Estado? Indudablemente, la policía y la Guardia Civil asestaron a la organización terrorista golpes que contribuyeron a su retirada, pero ese trabajo, que implicó grandes sacrificios -486 agentes asesinados y un alto número de heridos, que sobrevivieron con gravísimas secuelas físicas y psicológicas-, no logró desmontar el proyecto independentista de ETA, que siempre contó con el apoyo del PNV. No está de más recordar que ETA surgió como una escisión de las juventudes del PNV. Hace poco, un buen amigo me comentaba que algún día se debería escribir el libro negro del PNV, pues si bien las pistolas y las bombas las esgrimían sicarios, la ideología de fondo procedía del partido fundado en 1895 por Sabino Arana,  cuya ambición última siempre ha sido separarse de España, alegando argumentos raciales y culturales que vulneran los principios más elementales de la democracia. Cuando murió Xabier Arzalluz, presidente del PNV entre 1980 y 2004, Arnaldo Otegi comentó: «Era uno de los nuestros».

Hoy en día, el independentismo vasco goza de un poder creciente, influyendo de forma decisiva en el gobierno de España. Y las víctimas de ETA, lejos de recibir el reconocimiento y la solidaridad que merecen, se han convertido en un estorbo. Con un cinismo que roza la perversión, se les pide que no creen crispación, abriendo viejas heridas. Sin embargo, esas víctimas son el capital épico de nuestra democracia. Pienso en figuras como el político del PP Gregorio Ordoñez, el abogado socialista Fernando Múgica, el jurista, historiador y escritor Francisco Tomás y Valiente, el periodista y antiguo luchador antifranquista José Luis López de Lacalle, la fiscal Carmen Tagle, el político de UCD Jaime Arrese, el político de UPN José Javier Múgica, el general Quintana Lacaci, el inspector Eduardo Puelles, el exjefe de la Policía Local de Andoáin Joseba Pagazaurtundúa o el guardia civil José Pardines, primera víctima de ETA. Pido perdón por las incontables omisiones, pero con esta lista pretendo señalar que el terrorismo independentista vasco luchó contra la democracia, no contra una dictadura. Comparar a los pistoleros de ETA con los miembros de la Resistencia francesa es una vileza. No es menos obsceno establecer analogías entre Nelson Mandela y Arnaldo Otegi, que secuestró a Javier Rupérez e intentó asesinar a Gabriel Cisneros. Todas las formas de represión que sufría el País Vasco por culpa de la dictadura franquista desaparecieron con la Transición española, un ejercicio de madurez colectiva empañado por la violencia de la extrema derecha y la extrema izquierda, donde hay que incluir a ETA.

Más de 300 crímenes de ETA han quedado impunes. Los presos de la banda terrorista se han negado a colaborar con la justicia. Su silencio es un ejemplo de lealtad mafiosa y una forma inequívoca de manifestar que siguen apoyando la lucha armada. Los pistoleros se consideran «gudaris», no criminales que hicieron todo lo posible para que descarrilara la Transición y destruir lo que el populismo de izquierdas llama despectivamente el «régimen del 78».  ¿Cómo fue posible que Herri Batasuna, brazo político de ETA, haya disfrutado de un amplio apoyo electoral, convirtiéndose muchas veces en la segunda fuerza electoral? ¿Cómo un proyecto antidemocrático y excluyente pudo gozar de la complicidad de un sector significativo y numeroso de la sociedad vasca? En un artículo, Fernando Múgica, hijo de Fernando Múgica Herzog, recuerda que el lema del PNV es «JEL», que significa «Dios y Ley vieja». Escribe Múgica: «Indica su manera religiosa de gobernar. Incluye la expulsión y la conversión como modos de afirmar su fe en la raza, lengua e historia de los vascos». No es un planteamiento muy diferente del lema «Sangre y Suelo» acuñado por  Maurice Barrès, una fórmula que explotaron los nazis, alumbrando una utopía basada en la raza, el idioma y el territorio. Hitler y sus conmilitones forzaron el éxodo de miles de alemanes que no encajaban en su ideal de Germania. Durante los ochenta del pasado siglo, el terrorismo de ETA hizo algo semejante con los vascos que no suscribían la ideología nacionalista. Paradójicamente, esa campaña de acoso y hostigamiento, lejos de haber dejado al independentismo en la cuneta de la historia, se ha revelado muy rentable. Otegi, al que se describe como un «hombre de paz», se pasea por los platós televisivos y las emisoras de radio, hablando como un estadista. Siente que le ha absuelto la historia, pese a que no ha condenado ni pedido perdón por los crímenes de ETA. Sabe que es un modelo para los independentistas catalanes y el populismo de izquierdas.

Cataluña ha seguido los pasos del «movimiento vasco de liberación nacional». De momento, ha conseguido incendiar las calles, copiando los métodos de la «kale borroka» y ha organizado un golpe de estado, disfrazado de grotesco referéndum. El independentismo catalán presume de «presos políticos», cuando en realidad se trata de políticos presos por infringir leyes democráticas. Otegi es recibido en Cataluña con alfombra roja. Los pactos políticos entre un PSOE desfigurado por la ambición de Pedro Sánchez, el populismo de Pablo Iglesias y los partidos nacionalistas han creado un nuevo escenario donde las víctimas de ETA ya solo son arqueología y no memoria viva. Se ha cumplido lo que ya advirtió Gregorio Ordoñez: comprar una escopeta y utilizarla se ha revelado más útil que depositar una papeleta en una urna. Ha surgido así una pedagogía política que corrompe a las nuevas generaciones. En el País Vasco y Cataluña, un sector significativo de la juventud considera que la violencia es un instrumento legítimo.

Mientras los etarras son aproximados al País Vasco, las víctimas viajan hacia el olvido. Su situación me recuerda a la de las víctimas de la Shoah después de la Segunda Guerra Mundial. Nadie quería oír hablar de ellas, pues su sufrimiento parecía irrelevante en una Europa que buscaba la reconciliación. Hasta que Alain Resnais rodó y estrenó el documental Noche y niebla en 1955, mostrando imágenes inéditas de los campos de exterminio, la conciencia de los europeos no comenzó a despertar, comprendiendo la magnitud de lo que había sucedido. Afortunadamente, el nazismo fue excluido de la vida política y sus jerarcas desfilaron por los tribunales, donde respondieron de sus crímenes. Salvo una minoría irrelevante, nadie se atrevió desde entonces a exaltar su memoria. Los líderes de ETA han pasado por los tribunales y han cumplido condenas más o menos largas, pero gozan de una vergonzosa respetabilidad. No se les ha visto humillados, como a Göring y a otros gerifaltes del nazismo tras ser condenados en los juicios de Núremberg, sino sonrientes y desafiantes, alardeando de su historial criminal. Corremos el riesgo de que la historia la escriban los verdugos y no las víctimas. De hecho, ya está sucediendo.

Gregorio Ordoñez afirmó que el lugar de los terroristas se encontraba en las cloacas, pero lo cierto es que ahora están en las instituciones. «¡Ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar!», vocifera Otegi. Es absurdo hablar de reconciliación cuando no se reconoce el dolor causado ni se colabora con la justicia en la resolución de los asesinatos sin esclarecer. ¿Qué cabe entonces? Recordar, homenajear a las víctimas, decir en voz alta que la ideología que animó a ETA sigue viva y que es una ideología sumamente peligrosa, pues no se basa en principios democráticos, sino en una mística de la Sangre y el Suelo que ya se ha extendido a Cataluña, reinventando la historia para hablar de paraísos perdidos y repelentes utopías. No hay que menospreciar el poder de seducción de una ideología con un fuerte componente romántico y una vocación salvífica. Euskal Herria es un mito, como lo fue la Germania exaltada por los nazis, y los mitos, al no basarse en razones, pueden permitirse el lujo de prometer lo imposible, atrayéndose a los incautos pero también a las mentes más privilegiadas. Jon Juaristi y Mikel Azurmendi militaron en ETA. Fernando Savater publicó artículos en Egin, defendiendo la autodeterminación del País Vasco y hablando despectivamente del «nefasto patriotismo unitarista español». En su momento, yo también expresé ideas parecidas. Urge, por tanto, una pedagogía democrática que honre la memoria de las víctimas y que muestre la verdadera faz de las ideologías totalitarias. Con el pretexto de traer el paraíso a la tierra, nos llevan siempre al infierno. La batalla por la libertad y la democracia deberá librarse en los foros políticos, pero sobre todo debería tener lugar en las aulas para que los más jóvenes, al mirar hacia atrás y contemplar el dolor sembrado por ETA, exclamen: «Nunca más».

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