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Estrategias del yo

CREMATORIO

Rafael Chirbes

Anagrama, Barcelona

416 pp.

20 euros

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Cuando reseñé la anterior novela de Rafael Chirbes, encabecé aquellas líneas con un título que procedía de una melodía de Aznavour –Hier encore, j’avais vingt ans– que resonaba en las páginas de Los viejos amigos (2003), donde Chirbes narraba el reen­cuentro de un grupo de ex compañeros o camaradas que, en el Madrid de finales de los años sesenta y principios de los setenta, integraban una célula maoísta y que, al cabo de los años, se reunían en torno a una mesa para compartir mantel, charla, amor, recuerdos y melancolía, además de rencores y derrotas.

Ahora, en Crematorio, volvemos a encontrar a nuevos personajes cuya juventud transcurrió durante los años de excitación que fueron los turbulentos sesenta, cuando se celebraba la fiesta de las palabras encendidas, como aquí se las llama; es decir, figuras que más o menos se corresponden con las de la generación real del autor y que, a rachas, también recuerdan su tiempo de veinteañero. Pero Chirbes no está repitiéndose. Posiblemente esté recogiendo cabos anteriores –de Los viejos amigos y de otras narraciones–, no en vano la sucesión de sus novelas ha ido pautando un espléndido friso de la rea­li­dad histórica y existencial de la España franquista y posfranquista o democrática.

Pero ahora, en Crematorio, el escritor agrega otros materiales, algunos de extrema actualidad, aunque tan destacado como el presente es la revisión de los distintos factores que conducen a cada cual a ser lo que es. Para ello, Chirbes organiza la trama narrativa a partir de un suceso cuya eficacia a la hora de operar como revulsivo o galvanizador de las conciencias es indiscutible: la muerte de alguien y la reacción que el hecho suscita en el círculo de familiares y amigos íntimos.

«Estás tendido sobre una sábana, sobre una lámina de metal o sobre un mármol»: así comienza Crematorio, con estas palabras que Rubén Bertomeu dirige a su hermano menor, el difunto Matías. Y así termina: «Y también tú, Matías, eres ahora una instalación de museo contemporáneo, tendido sobre una sábana, sobre una lámina de metal o sobre un mármol». Entre aquel inicio y este cierre –casi idénticos, pero con un añadido significativo– se despliegan las miradas y las voces de otra media docena de personajes que, recordando escenas pasadas y en soliloquio consigo mismos, pautan la común trayectoria que los unió y distanció, enjuiciando y censurando, acusándose y defendiéndose los unos a los otros y también a sí mismos, pues lo fundamental es el fuego cruzado que va desplegándose a lo largo de estas páginas, la pluralidad de perspectivas que se suman y contrastan para que nada ni nadie quede demasiado a salvo ni resulte previsible por tópico (léase monofacético), ni mucho menos bueno o malo, y ni siquiera mejor o peor que los demás.

Matías, aunque omnipresente en el discurso es, sin embargo, el personaje menos dibujado de Crematorio, tal vez por estar privado de voz directa (salvo cuando se recuerdan tramos de su vida) y, por consiguiente, de la posibilidad de añadir su personal punto de vista al de los otros. Representa el ideólogo que ha permanecido fiel a los ideales de juventud, y considera al resto traidores e hipócritas, retirándose en sus últimos años a unas propiedades que posee su madre para poner en marcha selectos cultivos ecológicos, gracias a la total despreocupación del dinero y al desentendimiento de otras obligaciones personales. Quien más acerbamente lo acusa y desenmascara es su hermano, Rubén Bertomeu, que no admite ningún elemento del atrezocon que, en los últimos años, Ma­tías amuebló el escenario de su vida. El cainismo característico de nuestra literatura tiene en esta pareja una nueva prolongación.

Rubén es un arquitecto que, tal vez a causa de no haber contado con el apoyo familiar necesario para desplegar ciertos proyectos más o menos idealistas, hubo de ponerse a edificar en la costa levantina, enriqueciéndose. Es el personaje más asaeteado por cuantos viven a su alrededor y en gran medida a su costa o, al menos, beneficiándose de su posición o situación (hija, yerno, nieta, etc.). Está firmemente anclado en «el principio de rea­li­dad» que los otros le reprochan, y considera, entre otras cosas, que «un genio contemporáneo es el que le da de comer todos los meses a su familia con el sueldo base», o bien aquellos otros inventores de cosas que nos facilitan y alegran la vida: «el que decide ponerle ruedas a una bolsa e inventa el carrito de la compra», por ejemplo.

De jóvenes, Rubén, el desaparecido pintor Montoliu y el escritor Federico Brouard pretendían unir como un arma arquitectura, pintura y literatura y hacer de esa alianza «una especie de catapulta con la que apedrear aquel Misent que no acababa de despegarse de la grisalla de la guerra. De Rubén ya sabemos qué queda. Y en cuanto al afamado novelista social que había sido Brouard –amén de insignia de la honestidad, preso bajo el franquismo, exiliado, inmune a la tentación de poder y a los fastos de la literatura–, aunque lúcido y con capacidad de agredir, lo vemos ahora, en los últimos años de su vida, sumido en un imparable proceso de degradación física (enfermedad, coca, alcohol), moral (se muestra abyecto y tiránico con quienes, por amor o admiración, lo rodean y atienden) y literaria: su deficiente e innecesaria última novela era «una confusa historia de un alma en pena» que ni de lejos cumplía lo que el autor decía que era la buena escritura, «la expresión ajustada de una idea».

Es un personaje que, por otra parte, le sirve a Chirbes para plantear interesantes cuestiones referidas a la función de la literatura en la actual sociedad del espectáculo, cuando aquélla ha perdido su antiguo papel «como mensajera del pacto social» y el novelista «ya no es el que ayuda a construir la narración, a buscar el sentido de lo colectivo, no es el sacerdote laico sino el que expresa los miedos previos, los dolores de un estadio anterior al pacto». De ahí que a partir de este personaje afloren otras cuestiones de signo existencial al sesgo del oficio de escribir, cuestiones todas que dejan una invencible sensación de vacío y desesperanza.

Juan Mullor, el yerno de Rubén Bertomeu y catedrático de literatura experto en la obra de Brouard, pertenece a una generación más joven y más sombría, que no encendió en su vida ninguna luminaria y que piensa que si sus hermanos mayores equivocaron el camino, ellos simplemente no tuvieron nunca intención de ir a ninguna parte. Ha conseguido sacudirse la fascinación juvenil que sentía por el adorado novelista, pero le quedan aún muchas ataduras que cortar. Pasada la madurez, pero algo lejos todavía del declive de los anteriores, se presenta como otro personaje que igualmente ha llevado una existencia indeseada, acomodaticia y falsa, sorda y ciega a los deseos más auténticos. Visto por su suegro, Juan no es menos rapaz y depredador que él, el arquitecto especulador, pues sabido es que profesores y críticos literarios somos poco menos que parásitos que nos dedicamos a destripar y vaciar las obras de los autores (para catalogar, clasificar, encasillar y confirmar la operatividad de unas cuantas recetas de manual piadosamente ennoblecidas por un lenguaje técnico), a quienes consideramos inferiores y a quienes poco menos que despreciamos.

En este juego de peligrosos y tensos lazos de amor, amistad y parentesco que despliega Chirles en Crematorio (donde ardemos casi todos), hay dos personajes femeninos enfrentados entre sí: Silvia (hija de Rubén y esposa de Juan, dedicada al noble arte de la restauración de cuadros), y Mónica, la jovencísima segunda esposa de Rubén, una desclasada –y según Silvia, mera colección de órganos y planta carnívora– que tiene perfectamente calculado el sacrificio corporal que se autoimpondrá, dejándose preñar para asegurarse la parte de la herencia familiar. Junto a éstas, otros dos personajes iluminan los bajos fondos de Misent: Collado, mano derecha de Rubén en los duros años del arranque empresarial, y Yuri, miembro de la poderosa mafia rusa allí instalada recientemente.

A través del asedio y la dureza con que se miran y remiran semejantes personajes, Chirbes rompe y rasga muchas pantallas de colores y deja al aire la luz cruda y desoladora que enfoca las relaciones de familia como una forma de ejercitar los valores de propiedad, la especulación inmobiliaria, el dinero negro, los bajos fondos, los tráficos y comercios varios o la corrupción material y espiritual. 

 

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Ficha técnica

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