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En un lugar de la Mancha

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En memoria de Juana Laguna Martínez, un alma bella.

-¿Qué hacemos en Villaescusa de Haro? –preguntó el padre Bosco.

-Quiero continuar la conversación que mantuvimos antes del verano –contesté mientras caminábamos alrededor de la Iglesia parroquial de San Pedro Apóstol-. ¿Ha visto el retablo de la Asunción? Es magnífico.

-No lo he visto –admitió el sacerdote con pesar-, pero voy a ser sincero. Ahora me preocupa más otra cosa.

-¿A qué se refiere?

-A mi futuro. ¿Va a matarme? ¿Ha decidido acabar conmigo?

-No. Definitivamente no. Me cae bien y ha salido de mi imaginación. Liquidarle sería algo inhumano. Me sentiría como Saturno devorando a sus hijos.

-¡Menos mal! –resopló el padre Bosco, aliviando con dos dedos la presión del alzacuello-. ¿Y por qué me ha traído a la Mancha para contármelo?

-¿No le gusta la tierra de Cervantes? En estos pueblos, perdura el espíritu de la hidalguía. Sus habitantes son personas con un gran sentido de la justicia y una dignidad natural. Además, por sus venas corre cierta insensatez, la locura de la que nacen los sueños y las grandes gestas.

-¿Significa todo eso, señor Narbona, que ha superado su crisis de fe?

-Creo que sí, pero con ciertos matices. La fe es un camino que se hace día a día. Sin dudas, carece de mérito. Deviene mera costumbre.

-Sí, eso es cierto –asintió el padre Bosco-. Para algunos, la misa es un acto social, no un encuentro con Dios.

-Con Dios y con el hombre, pues la misa es un acto comunitario. No se acude a comulgar para alardear de un traje nuevo o fingir que eres un ciudadano ejemplar, sino porque quieres acercarte a los otros, compartir con ellos un momento especialmente importante.

-¿Qué significa para usted la eucaristía?

-Un acto de amor hacia la vida.

-¿Cree que ahí está Cristo?

-Sí, pero sin esas connotaciones paganas que algunos le atribuyen. No estás comiendo su carne y bebiendo su sangre, sino alimentándote de su espíritu. Es decir, de su ternura y amor. Escuchar a Bach también es una forma de eucaristía. Dios está donde hay belleza y fraternidad.

-¿Y qué me dice de la resurrección? Antes del verano dudaba de ella.

-Hablemos de ello delante de una cerveza. Podemos sentarnos en la terraza de la plaza del Regimiento Saboya. Ya no hace tanto calor como en agosto. ¿Sabe que visité el pueblo con mi mujer en plena ola de calor? Paseamos por sus calles a las tres o cuatro de la tarde, con temperaturas de casi cuarenta grados. Nos acompañó Cayetano, el alcalde, y Fernando, el párroco. Aún me pregunto cómo logramos sobrevivir.

No he olvidado el paseo por el centro de Villaescusa de Haro. Salí de Cobeña, mi pueblo, demasiado tarde, pues desde hace meses lucho contra un insomnio particularmente insidioso. No dormir bien es un martirio refinado, algo que no pueden imaginar los que descansan a pierna suelta. La primera parte del viaje en coche fue bastante tediosa. Mi mujer y yo circulamos por unas vías particularmente antipáticas, sobre todo al salir de Madrid, con sus eriales exentos de belleza. La periferia de la capital no se inscribe en la austeridad del campo castellano, con sus planicies infinitas, sino en la fealdad de los descampados que circundan los polígonos industriales, con sus arbustos raquíticos, sus carteles publicitarios y sus desechos de una gran urbe que no deja de vomitar suciedad. Cerca de Tarancón, nos desviamos hacia una carretera nacional y el paisaje cambió. Apareció la Mancha, con sus llanuras salpicadas de encinas, girasoles, pinos y olivos. Aunque el ser humano ha alterado el paisaje con algunas plantas de otras latitudes, no ha desfigurado el espíritu de la región. El clima de la Mancha es cruel: calor extremo en verano, frío despiadado en invierno, escasez de lluvia. Sin embargo, esa tierra palpita vida, pues se aprecia el anhelo de sobrevivir a cualquier inclemencia y un impulso ascendente hacia el cielo. Un cielo que no se curva como una cúpula, sino que parece una flecha en movimiento, siempre dispuesta a traspasar el corazón del contemplador que sabe mirar con los ojos del alma.

El paisaje se volvió especialmente entrañable cuando aparecieron los pueblos. Pueblos pequeños, de casitas bajas y fachadas encaladas, localidades con unos pocos centenares de habitantes, tramas de calles que no finalizan en sórdidas periferias, sino en el campo, creando un tránsito suave entre la mano del hombre y la naturaleza. Pueblos con tejados que parecen aletear como mirlos o gorriones. Pueblos con una iglesia de piedra donde la fresca penumbra de las capillas alivia las tribulaciones del alma. Pueblos donde el otro no es un desconocido, sino el vecino que deja abierta la puerta, invitándote a traspasar el umbral para hablar sin prisas en un patio bajo una parra o la sombra benévola de un árbol. Temía toparme con perros abandonados o maltratados, un espectáculo que me parte el corazón, pero no fue así. Presumo que san Francisco de Asís también se ha paseado por la Mancha, recordando que los animales son nuestros hermanos menores.

-Aquí me senté con el alcalde de Villaescusa de Haro –dije al padre Bosco, acomodándome en una silla del bar de la plaza del Regimiento Saboya-. Mi mujer y yo pedimos una cerveza y algo de comer. Nos trajeron unas porciones de queso de oveja manteca floral. Una delicia. Le invito a probarlo.

-Adelante –dijo el padre Bosco, cruzando sus largas piernas-. Ya sabe que soy de buen yantar, pero retomemos la conversación. ¿Qué me dice de la inmortalidad?

-Desde luego, la resurrección parece imposible. Es un buen argumento para creer en ella.

-¿Resurrección del cuerpo y el alma?

-Sí, claro. Hay que ser paulinos. O, si lo prefiere, unamunianos. ¿Qué quedaría de nosotros si desaparece el cuerpo?

-¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?

-El recuerdo de mis seres queridos. Siento que de algún modo están vivos. No puedo aceptar que las buenas personas se conviertan en polvo. La muerte no puede ser la melodía triunfante del universo.

-Ya, pero son argumentos sentimentales, no racionales.

-Pues me cago en la razón… Disculpe. He perdido los nervios. El culto a la razón nace de nuestra vanidad. El ser humano es un animal bastante miope. Su mirada solo se aclara cuando sueña o fabula. Eso que algunos llaman mentiras son intuiciones profundas, visiones que nos dejan entrever lo que no pueden captar los sentidos.

-Se ha vuelto místico –dijo el padre Bosco con una sonrisa, mientras bebía su cerveza.

-Siempre lo he sido un poco. Además, este verano ha sucedido algo terrible.

-No sé de qué me habla.

-De la muerte de una prima de mi mujer.

-Lo siento mucho. ¿Era joven?

-Poco más de sesenta años. Una edad prematura para morir.

-Sin duda. ¿Cómo se llamaba?

-Juana. Su vida no fue fácil. Perdió a su padre de niña, estudió medicina, luchó contra una cruel enfermedad, se casó ya mayor, pero con un hombre que la quería mucho. Cuando los problemas parecían haber desaparecido, surgió el cáncer. No se derrumbó, pero el tumor se extendió y, al cabo de dos años, acabó con ella. Juana sobrellevó la enfermedad con entereza y ternura. Se mostraba muy agradecida por los cuidados que recibía. Siempre amable para los médicos, las enfermeras y su propia familia. Su madre aún vive. Su dolor debe debe de ser terrible.

-Juana parecía una mujer con un alma bella –dijo el padre Bosco, con el semblante entristecido.

-Sí, lo era. Pienso mucho en su marido, que es belenista.

-Una hermosa profesión.

-Cuando murió Juana sentí rabia e impotencia –confesé, torciendo la boca.

-Imagino que se preguntó por qué Dios permite estas cosas.

-Hace mucho que no me hago esa clase preguntas. El dolor es inevitable en un mundo finito. Si no existiera, no habría historia ni evolución. Adquirimos una identidad porque nacemos, crecemos, nos enamorarnos, fracasamos, sufrimos, morimos. La finitud es el precio de tener un nombre, de ser alguien. Creo que ha leído a Javier Gomá. Si Aquiles no hubiera abandonado el gineceo, no se habría convertido en un héroe. Si no existiera la muerte, el mundo no se renovaría. Después de un tiempo, debemos dejar nuestro lugar a otros. Además, la naturaleza es un mecanismo complejísimo. Dios no puede alterarlo sin desencadenar catástrofes. Algunas personas mueren porque se precipitan al vacío. ¿Viviríamos mejor en un mundo sin gravedad? Sin ese fenómeno natural, el universo colapsaría.

-¿No cree en la providencia o los milagros?

-Sí, pero la providencia no es un plan preconcebido y cerrado, sino una apertura, un conjunto de posibilidades. La providencia es Edith Stein confortando a otros deportados mientras caminan hacia la cámara de gas en Auschwitz. El milagro es su serenidad, su amor al hombre, su confianza en Dios.

-Habla como un teólogo.

-No lo soy, pero he leído algo de teología. Simplemente, repito ideas ajenas, ideas de inteligencias mucho más elevadas que la mía. De ellas he aprendido que nuestra imagen de Dios es sumamente infantil y está lastrada por mitos heredados del paganismo. Dios es siempre lo más grande. Si lo confinamos en una palabra o un concepto, lo degradamos hasta volverlo ridículo o incomprensible.

-Pero estará de acuerdo conmigo en que Dios nos enseñó su rostro.

-Se refiere a Jesús, claro, pero piénselo bien. ¿Qué nos enseñó realmente Jesús? Que Dios no es un poder terrible, sino un frágil absoluto. Jesús llora, se encoleriza, tiembla de miedo, suda sangre, se siente desamparado y abandonado, piensa que ha fracasado.

-¿Eso quiere decir que Dios es impotente?

-Eso creí durante un tiempo, pero si fuera así, ¿qué esperanza hay para las víctimas inocentes de la historia o para personas como Juana, arrebatadas por la muerte antes de tiempo? Dios siempre puede más. Es más fuerte que la muerte, pues ha pasado por ella y la ha derrotado. Dios se encarnó para acercarse a nosotros, para solidarizarse con nuestro sufrimiento, para asumir el coste de la finitud. Quizás incluso para conocerse mejor o para lograr esa plenitud que no habría alcanzado si hubiera permanecido alejado de la historia, como un simple observador.

-¿Qué clase de católico es usted? –preguntó el padre Bosco, saboreando el queso de oveja que nos habían servido.

-Un mal católico, pues no creo en la infalibilidad papal ni en la moral sexual de la iglesia. Un heterodoxo, como Unamuno y Simone Weil. Un pecador, como Graham Greene. No pretendo compararme con ellos. Simplemente, me sitúo en el lugar que ellos eligieron.

-¿Se refiere a los márgenes?

-Exacto. Siempre me han gustado las periferias existenciales.

-¿Paseamos un poco? –sugirió el padre Bosco-. Me gustaría conocer el pueblo. En Algar de las Peñas, mi parroquia, no hay edificios históricos, salvo la iglesia, pero es muy pequeña y no alberga obras de arte. Solo una Virgen tallada en madera.

Mientras subíamos por una calle que conduce a la Iglesia de san Pedro Apóstol, recordé mi temeraria visita de agosto, cuando mi mujer y yo avanzábamos penosamente en medio de un calor infernal, acompañados por el alcalde y el párroco. Mi mujer llevaba una pamela y yo un panamá, pero el sol se reía de ellos, abrasándonos la cabeza. El alcalde y el párroco parecían inmunes a la altas temperaturas, pero las calles totalmente vacías insinuaban que en circunstancias normales habrían ocupado esas horas en echarse la siesta. Agobiado por el calor, me asombraba su estoicismo. En vaqueros y con una camisa de manga corta, Cayetano empujaba una bicicleta, el vehículo que suele utilizar para desplazarse por el pueblo. Fernando, con pantalones cortos y una camiseta con el escudo constitucional de España sometido a un electroencefalograma, sonreía, sosteniendo a mi mujer con el brazo, un gesto caballeroso cada vez más infrecuente. El alcalde, el cura, un escritor al borde de los sesenta y su mujer. Podría ser una estampa de otra época, pero nuestro aspecto disipaba cualquier ilusión de haber retrocedido en el tiempo. A pesar del panamá que yo  me había encasquetado con la vana ilusión de parecer un cónsul en país tropical, mis pantalones bermudas de color verde y mi polo del mismo tono sintonizaban con el aire informal de mis acompañantes. Solo mi mujer conservaba la elegancia que el resto habíamos sacrificado en aras de la comodidad.

-La Iglesia de San Pedro Apóstol encierra una auténtica joya –comenté al padre Bosco-. Como puede ver es de gran belleza por fuera, pero el retablo de la capilla de la Asunción es verdaderamente insuperable.

Penetramos en el interior y avanzamos hacia la capilla, confortados por el silencio y el frescor.

-Admirable rejería –observó el sacerdote-. ¿Por qué ya no se hacen cosas así? La manía de innovar nos ha alejado de las enseñanzas de los grandes maestros.

La visión de retablo conmovió al padre Bosco, que lo examinó de arriba abajo, aguzando la vista para no perder detalle. El conjunto, que reproducía escenas de la vida de la Virgen, poseía la inocencia de un cuento infantil, pero no desprendía la ingenuidad de lo estereotipado, sino la autenticidad de lo genuino y sincero. Nada parecía estático. Todas las escenas transmitían movimiento, pero un movimiento sereno, nada trágico. Las formas desprendían paz, luminosidad, vida. Los gestos poseían la necesaria afectación del arte, donde la impresión de verosimilitud se obtiene mediante un artificio sabiamente administrado. María de Nazaret inclinaba ligeramente el rostro ante el ángel de la Anunciación, pero en su expresión no había sumisión, sino la generosidad del que asume una tarea descomunal, descartando cualquier alarde. La adoración de los Reyes, con sus rostros venerables, sus preciosas ofrendas y sus mantos salpicados de oro, despertaba la nostalgia de la infancia, cuando la razón aún no se obstinaba en desmontar las ilusiones tejidas por ardientes ensoñaciones. El milagro de las bodas de Canaán santificaba el vino. El vino es un don, siempre que no se aleje del justo medio aristotélico. Cuando la embriaguez es ligera, el ser humano recobra ese paraíso donde la muerte aún no había hollado la conciencia, ensombreciendo nuestra percepción del tiempo. Ese paraíso que se atisba en los ojos de la Virgen del retablo durante su sereno tránsito y que se revela en todo su esplendor en la Asunción.

-¡Qué rostro más hermoso tiene la Virgen cuando ya ha vencido a la muerte! –exclamó el padre Bosco-. Las mejillas sonrosadas, la frente alta, el rostro ovalado, la mirada rebosante de ternura.

-Siempre he sentido un enorme aprecio por María de Nazaret –dije, observando la escultura-. Se enfatiza en que Dios es Padre, pero yo creo que sobre todo es Madre.

Salimos de la iglesia y caminamos por el pueblo. Al pasar por las ruinas del convento de los dominicos, evoqué de nuevo la primera tarde que pasé en Villaescusa de Haro, caminando bajo un sol de justicia. En las ruinas, bordeé el colapso, pero en la Iglesia del Convento de las Justinianas superé la crisis. El Santo Cristo de la Expiración, con su rostro sereno, casi apolíneo, se apiadó de nosotros y, al salir al exterior, la temperatura había disminuido.

-Tenemos que despedirnos –le dije al padre de Bosco, interrumpiendo nuestro paseo en la plaza del Regimiento Saboya-. Seguiremos en contacto.

-¿Tiene la intención de inmiscuirse a menudo en mis ficciones? –preguntó el sacerdote.

-Ni idea. ¿Sabe un hombre cómo pensará al año siguiente? Vivir es cambiar sin tregua y ¡ay de ti si no lo haces!, porque eso significa que tu pensamiento se ha estancado.

-Parece que le gusta este pueblo.

-Quizás pase aquí mis últimos años. ¿Puedo hacerle una recomendación?

-Sí, claro.

-Quédese aquí un tiempo. Hable con el alcalde y el cura. Y acérquese a Tresjuncos. Allí tengo una gran amiga, Carmen Moral, una excelente periodista. Quizás se anime y le haga una entrevista.

-¿Entrevistar a un ser imaginario?

-¿Qué es la realidad? ¿Acaso Don Quijote no es real?

-Perdone que se lo diga, pero usted no es Cervantes.

-Es cierto, pero me he propuesto hacerle la competencia a Graham Greene, que creó a Monseñor Quijote. En literatura, hay que ser ambicioso. La posteridad ya se encargará de ponerte en el lugar que te corresponde.

-Adiós, señor Narbona.

-Adiós, padre Bosco. No se marche del pueblo sin comprar un queso de oveja. Le alegrará los almuerzos y las cenas. Mientras me alejaba de Villaescusa de Haro, pensé que el tiempo en los pueblos no es un fuego que nos devora, sino un río que pasa lentamente, embriagándonos con su murmullo.

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