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En Hong Kong, al filo

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Soplaba viento del este, así que el piloto enfiló hacia el aeropuerto de Lantau por la ruta menos habitual: desde el oeste, por la desembocadura del río de las Perlas. Cuando eso sucede, el avión entra a baja altura justo por el centro del estuario de Hong Kong y la vista es prodigiosa. Aquél, me dije, era mi día de suerte, pues tenía un asiento de ventanilla y a babor, con una perspectiva privilegiada sobre la isla. Que se chinchen los de estribor, le digo a mi vecino de asiento, que tienen que contentarse con Kowloon, el flanco continental de la ciudad y bastante menos espectacular desde el aire. «Ah, ¿sí?», se revuelve, envenenado porque él va a quedarse sin ver ninguno de los dos lados de la ciudad, «pues te pierdes el International Commercial Centre (ICC Tower), que, con sus 484 metros, es el edificio más alto del territorio». Y el más rimbombante, so gandul. Kowloon ha querido ningunear a la isla de Hong Kong, pero en su pecado de soberbia lleva la penitencia. Esa torre es un vampiro acromegálico que empequeñece todo lo que la rodea y le sorbe la sustancia. Al Centro Cultural lo ha dejado en un teatrillo de curritos; las galerías comerciales de Canton Road tienen cara de emporios provincianos; y hasta el hotel Península no es ya la gran señora del lugar. Demasiado sombrero de cowboy para tan pocas vacas.

A mí que me den la isla. Desde el avión se divisaba un hiperdesfile de los más afamados diseñadores (lo de arquitecto sabe a poco aquí), cuyos edificios se apiñan en torno a Central, la antigua ciudad administrativa británica. En un par de kilómetros se ofrecían a la vista y se alejaban de ella en un santiamén, y por ese orden, la torre del Banco de China (Pei y Asociados, 367 metros), el Cheung Kong Centre (Pelli y Asociados, 283 metros), Two International Finance Centre (Pelli y Asociados, 416 metros), One International Finance Centre (Pelli y Asociados, 210 metros) o The Center (Dennis Lau y Ng Chun Man, 346 metros), encaramados sobre otros muchos rascacielos que no levantan más de doscientos metros, pero que con su rara belleza se conjuntan con ellos como la miel con las hojuelas o la ganache de chocolate con el coulis de frambuesas.

La suerte que yo me figuraba iba a ir para siempre asociada con ese día no duró mucho. Hacía un tiempo de verano, muy caluroso, sin nubes, y la luz agobiaba aún más que el sol, que ya había convertido las calles en una sauna sin piedad para el viandante. Pero, así que fui a echar mano de unas gafas oscuras que llevaba, me di cuenta de que las había perdido. Mi hotel estaba en Tsim Sha Tsui, una zona de tiendas y centros comerciales, y me dispuse a comprar unas tan pronto como terminé de instalarme en la habitación. Nada parecía tan fácil, pero, en mi caso, había un par de pegas. Una, los cristales graduados; dos, que la montura fuese igual a la anterior que tanto me gustaba. Esto último era la mayor complicación, porque en óptica tras óptica decían desconocer su marca, obligándome a seguir por el calvario de la sauna urbana. «Sí, sí. Tengo gafas de esa casa. Ahí, en ese anaquel», me llegan, como un bálsamo, las palabras del dueño de la enésima tienda, un tipo de unos cuarenta años con el pelo amarillo pollito y cuidadosamente erizado, como si acabara de pasar un susto de muerte. «Los cristales pueden estar mañana, pero el modelo que busca ya no lo tenemos. Es de hace tres años y aquí, en Hong Kong, los clientes no quieren antiguallas, sólo estar al filo de lo nuevo». Colijo que el filo de lo nuevo está donde solía estar la movida y decido que la única opción sensata es dejarse arrastrar. «Hágame las gafas con el modelo más nuevo que tenga». Al día siguiente las recogí y me vi definitivamente instalado en el filo. Sin esfuerzo.

O eso creía. Mantenerse en el filo es harto complicado y exige saber dónde pasa la acción, que, a esas horas del día, es en Sai Yeung Choi South St., una calle peatonal cerca del metro de Mong Kok, en Kowloon. Es un hormiguero de jóvenes menores de treinta que curiosean las últimas novedades de sus tiendas –en marcas de ropa, en teléfonos móviles, en electrónica, en mandopop– para no perder el filo. Los que están al loro de la acción pueden distinguir los tótems de las tribus o de las granjas de pollos de las que ha salido el color de sus pelos –no todas son iguales– por los logos y los botones que se echan encima, por los restaurantes baratos que frecuentan, y por las librerías con los manga que les gustan, igual que la población local puede leer la casta de cada quien en India, aunque al forastero todos los indios le parezcan sólo indios. La marcha aquí va a un ritmo frenético y orgulloso de sí. No es Kowloon un buen país para los viejos.

Que me den Hong Kong trescientas veces antes. Cada vez que paso por la ciudad no perdono la isla y me entrego a un exigente ritual de mirón, arrancando en la Shanghai Tang Mansion de Duddell Street. Cachivaches raros, atavíos chinescos y dijes exóticos claman por mi atención desde estantes y armarios como las piezas de un museo y, admirándolas, se me va el tiempo sin sentir. De allí me llego a la cinta sin fin que sube hacia los Mid-Levels y salgo a la altura de Hollywood Road para saltar de un anticuario a otro, sufriendo la mirada desdeñosa de sus empleados que saben por instinto que no puedo pagar el precio überstratosphärisch (las brutalidades requieren del alemán para no turbar a los niños) de ese par de lokapalas que tienen en el escaparate y cuyo certificado de haber superado no sé qué prueba de luminosidad atestigua a ciencia cierta que se remontan a la dinastía Tang. Arrepentido de mi megalomanía, me conformo con seguir hasta el mercado de Cat Street, donde cargo para mi colección con una de esas figurillas del tiempo de la Gran Revolución Cultural Proletaria que carecen del pedigrí luminoso. Un campesino, un soldado y una obrera le dan su merecido a un gafotas que está de rodillas, lleva al pecho un cartel en el que se le afean sus yerros procapitalistas y está tocado con un gorrinche puntiagudo a guisa de sambenito. Y, como ya se ha hecho la hora de comer, para celebrarlo, sigo escaleras abajo hasta encontrar Stanley Street y la venerable casa de té de Luk Yu, en la que sirven el mejor dim sum de la ciudad y a precios menos despiadados que los del Conrad.

Seguramente, a esas alturas, haya yo perdido irremediablemente el filo, pero no se puede tener todo en esta vida.

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Ficha técnica

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