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El siglo de Hélène Berr

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Es imposible contemplar el siglo XX y no experimentar desaliento. Es el siglo del Lager y el Gulag, del genocidio armenio y los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki, del exterminio de los hutus en Ruanda y los campos de la muerte en Camboya. En una época de grandes avances científicos, se ha asesinado indistintamente con balas, machetes, napalm y armas nucleares. Denigrar a nuestra propia especie puede resultar tentador. Casi siempre se asimila el nihilismo a la lucidez, pero yo creo que sólo expresa ofuscación y resentimiento. La continuación de la vida no es una opción, sino un imperativo, pues hay un pasado que preservar, un presente que gestionar y un futuro que garantizar. Pero, ¿cómo continuar viviendo cuando aún humean en la memoria las fosas de Katyn, el mercado de Sarajevo o la aldea de My Lai? El ensayista Javier Goma Lanzón (Bilbao, 1965) ha rescatado la noción de ejemplaridad para estimular la excelencia y preservar la esperanza. Frente a la barbarie de las ideologías que han impulsado el exterminio de minorías raciales, adversarios políticos o personas discapacitadas, se alzan las vidas ejemplares de unos pocos, que han respondido al crimen con dignidad, coraje y solidaridad. «Que tu ejemplo produzca en los demás una influencia civilizadora», propone Goma Lanzón, con un innegable eco orteguiano. No es sencillo definir la virtud, pero creo que en el siglo XX puede asociarse a la ternura, la generosidad, la inteligencia, la entereza y la capacidad de perdonar. Mucho menos conocida que Ana Frank, Hélène Berr nos dejó un conmovedor Diario que pone de manifiesto una humanidad extraordinaria e indudablemente ejemplar.

Judía, jovencísima y con una madurez prematura, Hélène Berr también murió en Bergen-Belsen. Nacida en París en 1921, Hélène comienza su diario a los veintiún años. El 7 de abril de 1942 se acerca a la casa de Paul Valéry. Se ha aventurado a pedirle un libro dedicado y el escritor ha aceptado. La portera le entrega un ejemplar, con una bonita dedicatoria: «Al despertar, tan suave la luz y tan hermoso este azul vivo». Ilusionada, Hélène anota que «en el fondo lo extraordinario era lo real» y admite que siempre vive en un «estado de semiensueño». Días más tarde, apunta que el final de cada día le produce tristeza: «Nunca he podido acostumbrarme a que las cosas agradables tengan fin». Corre el verano en Aubergenville y la sensibilidad de la joven «bulle de recuerdos e imágenes». Las sensaciones del presente se mezclan con las del pasado: «la luz que emana del huerto, […] el perfume sutil de los arbustos en flor, el zumbar de las abejas, la aparición repentina de una mariposa de vuelo vacilante y un poco ebrio». Todo se repite, pero todo sucede por primera vez. La felicidad no es una fantasía, sino una discreta realidad cotidiana.

La inminente invasión de Francia le inspira temor, pero se consuela pensando que siempre podrá disfrutar del sol y del agua. Cuando los alemanes desfilan por París, Hélène estudia en La Sorbona y toca el violín. Le apasiona la música y la literatura inglesa. Su amor a la belleza se revela impotente ante la perversidad del nuevo orden político. El 29 de mayo de 1942 entra en vigor una ordenanza que obliga a los judíos a identificarse con una estrella amarilla de seis puntas. Hélène se plantea desobedecer, pero recapacita y considera que su gesto representaría un agravio para los que han acatado la disposición. Eso sí, no renuncia a «estar muy elegante y muy digna». Su orgullo se convierte en pena cuando una amiga le informa desconsolada que ha perdido a su padre. Desde octubre de 1941, el Gobierno de Vichy había internado en campos de concentración a los judíos extranjeros. Muchos mueren antes de comenzar las deportaciones a Auschwitz. Hélène piensa que un hecho tan monstruoso transforma en irrelevante todo lo demás.

La barbarie y el mal se propagan por toda Francia, pero aún hay personas generosas y valientes, a veces simples desconocidos que no temen saludar y sonreír en el transporte público a una joven con la estrella amarilla. Hélène llora ante las manifestaciones de afecto o simpatía. En la estafeta de correos, un empleado intenta animarla: «Vamos, es usted aún más agradable así que antes». Cuando un amigo le ayuda a ponerse la chaqueta, se conmueve profundamente: «Es maravilloso que te cuide otra persona […]. Me da una sensación de refinamiento, casi de lujo». A pesar de la ocupación, el cielo no ha perdido su poder de seducción, con sus cambios de luz y sus contrastes de colores: «Hay belleza mezclada con la tragedia. Una especie de belleza fortalecida en el corazón de la fealdad. Es muy extraño». El día en que detienen a su padre para ser deportado a Drancy, luce un sol espléndido, casi insolente: «Siempre hace bueno en las catástrofes», reflexiona amargamente. Su padre sonríe para no entristecer a su familia, pero ya nada será igual. El diario de Hélène adquiere un tono sombrío: «El mundo sólo es sufrimiento. […] Estoy apagada». Un ciudadano anónimo le estrecha la mano en la calle, alegrando su corazón, pero esa misma tarde le cuentan que han comenzado a deportar a los niños judíos. El tiempo fluye turbia y penosamente: «La vida forma una costra por encima del pensamiento».

Hélène no quiere permanecer al margen del sufrimiento, sino compartir las penalidades de sus semejantes. Desea estar con los deportados, aliviar su sentimiento de desamparo, renunciar a cualquier privilegio. La infamia de los alemanes y sus cómplices franceses parece insondable. El 15 de julio escribe: «Algo se prepara, algo que será una tragedia, la tragedia». Se producen los primeros suicidios. Los niños judíos son tratados con especial brutalidad. No se libran de los interrogatorios y las vejaciones. Pasan hambre, su cuerpo se llena de llagas, los piojos corren por su piel deslucida. La esperanza sólo despunta en el coraje de quienes protegen y esconden a los judíos. Algunas francesas se casan con sus novios judíos para evitar su deportación.

Hélène y sus amigos siguen tocando música de cámara. Schubert no pertenece a los nazis, sino a la humanidad. Es fundamental escapar a la dialéctica racial, que establece odiosas distinciones. No hay judíos y alemanes, sino ciudadanos, como proclamó la Revolución Francesa. Hélène cree en los libros, la música, la libertad. París es una ciudad ocupada, pero un lugar hermoso que algún día volverá a ser libre. La tiranía no debe combatirse con odio, sino con ideas, principios, valores, sentimientos: «No será con la guerra como venguemos los sufrimientos: la sangre llama a la sangre, los hombres se aferran a su maldad y su ceguera. ¡Si consiguiéramos que los malvados comprendieran el mal que hacen, si llegáramos a darles la visión imparcial y completa que debería ser la gloria del ser humano!»

Hélène empezó su diario por la necesidad de celebrar la vida y expresar sus emociones, nunca por ambición de fama. El curso de los acontecimientos ha impuesto un nuevo rumbo. Ahora debe escribir para dar testimonio, para mostrar a las generaciones futuras lo que sucede. Es cierto que cada vez le cuesta más seguir con su diario. Por desánimo, por tristeza, por miedo. Pero entiende que el sentido de la obligación debe prevalecer sobre la tentación de rendirse. Hélène recrimina al papa su silencio y a los católicos su tibieza. Se pregunta si no advierten que «crucifican a Cristo todos los días». Cada niño deportado, cada anciano obligado a viajar en un tren de ganado, cada hombre o mujer confinado entre alambradas, sin otra expectativa que la tortura, la humillación y la muerte, es un nuevo Cristo, agonizando lentamente ante la indiferencia de la mayoría. Al releer el Evangelio de Mateo, Hélène se identifica con las enseñanzas de Jesús: «En las palabras de Cristo sólo he encontrado las reglas de conciencia a las que intento obedecer por instinto. Me pareció que el Cristo era más mío que el de algunos buenos católicos».

No pide compasión, sino comprensión. No teme por sí misma, sino por la caída del mundo en un pozo de indignidad. El sufrimiento ajeno le resulta insoportable, especialmente cuando afecta a los niños. Opina que pensar en el otro, solidarizarse con sus desdichas y luchar por aliviarlas, constituye la piedra angular de la civilización. Las circunstancias excepcionales que soporta le revelan aspectos nuevos de la realidad y de sí misma: «Pienso sin cesar. Es incluso uno de los descubrimientos que he hecho, esta conciencia incesante que soy». No reniega de la alegría, pero el sentido del humor le parece un sacrilegio, cuando familias enteras son arrancadas de sus hogares y enviadas a la muerte. Desconfía de las certezas: «Si tuviera que revivir, me gustaría que fuera bajo el signo de la duda». Lamenta no haber escrito más, pues cree que su existencia tendría «un peso, un volumen, un contorno, una consistencia histórica». No renuncia a rezar, pues entiende que la plegaria posee una grandeza muy superior a cualquier proeza científica. Se plantea si las próximas generaciones comprenderán lo que ha significado ser joven bajo la tiranía nazi. Contemplar a los soldados alemanes no le despierta odio, sino rebeldía: «Estos hombres, sin comprenderlo siquiera, han arrebatado el placer de vivir a toda Europa». Se habla de camiones que asfixian con gas en territorio polaco, de fusilamientos masivos. Las matanzas parece impersonales, pero cada víctima es importante. La muerte de un individuo nunca puede ser insignificante, pues en su interior hay un universo. En noviembre de 1943, escribe: «Pensar que si me detienen esta noche (lo cual tengo presente desde hace mucho), estaré en la Alta Silesia dentro de ocho días, quizá muerta, que toda mi vida se apagará de golpe, con todo el infinito que siento dentro de mí».

Pasan los meses y las noticias de asesinatos en masa son cada vez más abundantes. Se dice que han fusilado a veinte mil judíos en Kiev, a doce mil en Crimea. Hélène comienza a perder el gusto por la vida. Nunca pensó que el mal pudiera adquirir un poder tan colosal. Se angustia al percibir en sí misma una rabia incipiente. Ya sabe sin sombra de duda cuál es el objetivo de los alemanes: exterminar. Y ella es una de las víctimas escogidas dentro de ese proyecto criminal. No oculta su abatimiento, pero cree que otros sufren mucho más: los niños, los ancianos, los enfermos. Para los artistas, la situación es particularmente catastrófica. Su mundo espiritual se rompe en mil pedazos, dejándolos en un estado de «desarraigo absoluto». En una de sus últimas anotaciones, escribe: «Sufro pensando en el sufrimiento ajeno. Si sólo estuviera yo, sería todo muy fácil. Nunca he pensado en mí, y no será ahora cuando empiece a hacerlo. Sufro la cosa en sí misma, esta monstruosa organización de las persecuciones, la propia deportación».

La vida de Hélène Berr es una vida ejemplar. Murió con veinticuatro años, pocos días antes de la liberación de Bergen-Belsen. Es inevitable preguntarse si conoció a Ana Frank. Ambas murieron durante la epidemia de tifus que acabó en el campo con diecisiete mil vidas inocentes. Ana era una adolescente de dieciséis años; Hélène, una joven de veinticuatro. Ninguna transigió con el odio, pese a sufrirlo en sus propias carnes de una manera especialmente insidiosa y mezquina. Su virtud consistió en conservar la dignidad en uno de los momentos más indignos de la historia humana. Su escritura transmite alegría, ilusión, ternura, compasión, altruismo. No es una mera expansión de su subjetividad, sino una lección de fraternidad, delicadeza y compromiso. Nunca repudian la vida, jamás piden venganza. Su amor a la humanidad parece indestructible. El siglo XX es el siglo del Lager y el Gulag, pero también es el siglo de Ana Frank, Edith Stein, Etty Hillesum, Hélène Berr. El legado del bien y la belleza siempre supera a los frutos del fanatismo, efímeros y corrompidos. Hélène Berr pertenece a todos los que sufren y a todos los que miran a sus semejantes con respeto, amor e indulgencia.

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