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El silencio del Papa. Una nueva biografía del papa Pío XII

El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII

JOHN CORNWELL

Trad. de Juan María Madariaga Planeta, Barcelona

480 págs. 3.500 ptas.

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Un título como Hitler's Pope sigue el esquema que, desde el éxito internacional del best-seller de Daniel Goldhagen Hitler's Willing Executioners, parece garantizar la mayor publicidad posible: identificar a una persona, un grupo de personas o incluso una nación entera como auxiliar de Hitler. En el caso de Pío XII, el título inglés del libro sugiere que el Papa, que como es público no fue nombrado por Hitler, sino elegido por el cónclave, fue o un secreto simpatizante o un desválido instrumento del Führer. Ninguna de las dos cosas es cierta. Hacia el final de su libro, John Cornwell revela lo que quiere decir con «El Papa de Hitler»: que Pío XII fue «el Papa ideal para los planes de Hitler». De hecho, el vicario de Cristo en la tierra y pastor supremo de todos los católicos se lo puso muy fácil y muy cómodo al Führer del Reich panalemán. La traducción alemana renuncia a estos anzuelos y se conforma con el título Pío XII, completado con el subtítulo El Papa que guardó silencio. Esto se acerca más a los hechos históricos.

¿En qué puntos decisivos se cruzaron los caminos de Hitler y Pío XII? El 20 de julio de 1933, seis años antes de su elección y coronación como Papa, el cardenal secretario de Estado Eugenio Pacelli firmó el concordato entre el Vaticano y el Reich alemán. Con este tratado, la Santa Sede reconocía al régimen nacionalsocialista y sacrificaba al Zentrum, el partido del catolicismo político alemán, dando impulso a la dictadura de partido único del NSDAP. Como último partido de oposición posible, si bien muy debilitado, el Zentrum había votado el 23 de marzo de 1933, con la aprobación indirecta de Pacelli, la «Ley de plenos poderes», y con ella el vaciamiento político del Parlamento. De este modo, el que luego sería el Papa contribuyó a que en Alemania el régimen nazi pudiera imponerse de manera «legal» y Hitler obtuviera manos libres de forma ilimitada.

Con el concordato, que excluía la acción política y la injerencia de la Iglesia católica, los católicos alemanes se vieron unidos al «Estado total» a través de sus cabezas. Además el tratado, negociado a través de la diplomacia secreta y, dentro del espíritu del «principio del caudillaje», al máximo nivel entre emisarios de Hitler y Pacelli, neutralizaba a los obispos alemanes y convertía no pocas veces al sacerdote en ejecutor de prácticas inhumanas. Por ejemplo, al poner a disposición del Estado sus registros de matrimonio y bautismos, participaron en la localización de los conversos «no arios». El propio Hitler, en una reunión del Gabinete el 14 de julio de 1933, lo dijo claramente y subrayó la especial importancia del El cardenal Pacelli, que más tarde sería el papa Pio XII, saliendo de la celebración del ochenta cumpleaños del presidente Von Hindenburg. Hulton Getty. concordato «en la inminente lucha contra el judaísmo internacional».

«El régimen tenía poco que temer del catolicismo alemán mientras Pacelli tuviera las riendas», resume Cornwell. Desde su nombramiento como nuncio apostólico en Múnich en mayo de 1917, los alemanes le estaban muy próximos a Pacelli, más que todos los demás pueblos. Al mismo tiempo, dice Cornwell, Pacelli estaba profundamente convencido de que «a la cabeza de la jerarquía católica, el Papa tiene el mandato único de determinar el destino de los pueblos». Pocos días después de su elección, el 2 de marzo de 1939, el nuevo papa Pío XII se dirigió a Hitler asegurándole» que rogaría a Dios por la felicidad del pueblo alemán confiado al Führer. Para el vicario de Cristo, el comunismo ateo era la más peligrosa encarnación del «Maligno». En la campaña de Hitler contra Rusia vio, dice Cornwell, «la oportunidad de una evangelización católica en la estela del ejército alemán, que se abría paso hacia Moscú». Cuando se perfiló la derrota de Hitler en el Este, Pío XII se pronunció a favor de una paz separada y considerada entre las potencias occidentales y Alemania.

Más escandalosa que esta toma de partido fue la conducta de Pacelli ante la persecución y aniquilación de los judíos por parte del nacionalsocialismo. Después de que Pío XI encargara a principios del verano de 1938 la preparación de una encíclica sobre el racismo y antisemitismo nazis, se escribió un boceto que no ha sido encontrado hasta 1997. Desde el agudo punto de vista de Cornwell, «hay indicios que apuntan a que Pacelli hizo desaparecer ese texto entre la muerte de Pío XI y el cónclave»: un proceder increíble e injustificable. Después de la «Noche de cristal», el 9 de noviembre de 1938, Pacelli se atuvo a su «apaciguamiento moral» (Cornwell) y a su postura de que los judíos tenían que cuidar de sí mismos. Aunque estaba bien informado de la crueldad y las dimensiones de la «solución final» desde marzo de 1942, sólo en su sermón de Navidad del mismo año, difundido por radio, habló, tras retorcidas y agotadoras exposiciones de la doctrina social católica, de la muerte inocente de «cientos de miles», pero sin llamar por su nombre a las víctimas y los verdugos, los judíos y los nazis. Como Cornwell constata estremecido, «esta fue su máxima protesta y acusación durante el resto de la guerra».

Pacelli no arriesgó nada por los judíos, ni siquiera por los judíos de su propia diócesis de Roma, que en octubre de 1943 fueron deportados a Auschwitz por así decirlo delante de sus narices y sin una palabra suya de protesta. Una de las máximas, por no decir la máxima instancia moral del mundo, se negaba hasta el final a hacer público y condenar en términos claros e inequívocos el millonario asesinato de los judíos, lo que tal vez hubiera salvado muchas vidas. El indignante silencio del «Papa más locuaz de la Historia» (Friedrich Heer) es elocuente, y tiene varias raíces que Cornwell menciona: los prejuicios antisemitas, biográficamente tempranos y vinculados a una tradición antiquísima, de Pío XII, sus 27 años de carrera como nuncio y jefe de la diplomacia de la Curia, que marcó persistentemente su conducta, así como su «aspiración a un poder papal sin precedentes», con una «autoridad ilimitada».

Un diagnóstico tan intelectual y abstracto, que puede desbordar a los profanos, no reduce el comportamiento del Papa a peculiaridades psicológicas como el temor, la incapacidad para decidir, la rigidez y la extraordinaria «espiritualidad». Pacelli no era en modo alguno hombre temeroso ni dubitativo. Lo demostró cuando en 1937, por orden de Pío XI, formuló la encíclica Mit brennender Sorge (Con ardiente preocupación), anhelada por el episcopado alemán, e hizo leer en todos los púlpitos de Alemania que había «maquinaciones» que infringían el concordato, llevaban una guerra de aniquilación contra la Iglesia y rendían homenaje a un culto pagano. De manera típica en él, la encíclica, a la que el Estado nazi reaccionó con duras campañas de represalia, no llamaba por su nombre ni a Hitler ni a los nacionalsocialistas, ni a los judíos ni al antisemitismo. Se supone que para no poner en un peligro mayor a los católicos alemanes.

Pacelli no sólo fue influyente como incansable diplomático, sino, en años anteriores, también como jurista, cuando era un estrecho colaborador de Pietro Gasparri, al que el Vaticano debe «el más importante acontecimiento para la historia del catolicismo en el siglo XX » (Klaus Scholder): el Código de Derecho canónico de 1917. El nuevo Código unificó la legislación eclesiástica y fortaleció el absolutismo del Papado. La «total soberanía» del representante único de Cristo emanaba de Dios. En una encíclica publicada en 1943, Pío XII calificaba a la Iglesia de «cuerpo místico de Dios en la tierra» y al Papa como la cabeza y la encarnación viva de ese cuerpo místico. Insistió en esa pretensión, que se asemejaba a una autodeificación, hasta su muerte en el año 1958.

Desde 1963, cuando el drama de Hochhuth, El vicario, hizo furor, el debate en torno a Pío XII no se ha acallado. ¿Qué podía descubrir ahora el libro, pensado para un amplio público, de John Cornwell, hermano de John Le Carré, como para provocar rápidamente una acalorada y casi global controversia? Este periodista católico, profesor en Cambridge, escritor y experto vaticanista, ha utilizado sin duda algunos documentos de los archivos vaticanos a los que ha tenido acceso por vez primera, pero su biografía no saca a la luz tantas cosas nuevas. Sin vanidad alguna, al final de su libro Cornwell ofrece una síntesis de las más importantes publicaciones sobre el tema. Entre ellas destaca especialmente la obra canónica Las iglesias y el Tercer Reich (2 vols., 1986 y 1988), del historiador eclesiástico alemán Klaus Scholder, los resultados de cuya investigación sobre el concordato y sus consecuencias están sin duda «insuperados» a fecha de hoy. También la referencia de Cornwell al «silencio» papal se remonta a muchas otras; en 1965, el primer experto en mencionarlo fue el antiguo sacerdote Carlo Falconi, en su amplia documentación El silencio del Papa.

Así que la biografía de Cornwell da testimonio ante todo de la «conmoción moral» del autor, que según él mismo afirma habría gustosamente rehabilitado a Pío XII, pero no está en condiciones de hacerlo en vista de los acusadores documentos. Lo que vuelve tan explosiva la biografía, además de su título extremadamente provocador, es el momento en que se publica. Porque Juan Pablo II quiere terminar con éxito lo antes posible el proceso de beatificación de Pío XII, puesto en marcha ya por Pablo VI. A ese respecto, El Papa de Hitler se publica en el momento justo para colaborar a impedir un acto efectivo de cinismo.
 

Traducción de Carlos Fortea

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