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Los rostros de Jano

El dios de la modernidad

JOSEP R. LLOBERA

Anagrama, Barcelona, 1996

304 págs.

Los nacionalismos

MONTSERRAT GUIBERNAU

Ariel, Barcelona, 1996

208 págs.

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Podría afirmarse, sin exagerar en exceso, que de igual suerte que los teóricos contemporáneos de la política tienen que vérselas, de un modo u otro, con la obra de Rawls, los actuales estudiosos del nacionalismo han de ajustar cuentas con Ernst Gellner. Ciertamente, la hipótesis del profesor de Cambridge considerando al nacionalismo como producto de la moderna sociedad industrial y sus requerimientos funcionales de una lengua y cultura homogéneas, para facilitar la movilidad socioeconómica de la fuerza de trabajo, arrojaba en los años sesenta un certero dardo al corazón mismo de una llamativa ausencia en la teoría social clásica, a la que los libros de Llobera y Guibernau prestan ahora, entre nosotros, detallada atención: las razones del reiterado potencial de movilización de masas del nacionalismo. En efecto, centrada aquélla ora en las clases sociales (Marx), la división del trabajo (Durkheim) o la racionalización burocrática del Estado (Weber), había terminado por abandonar a la suerte del más añejo historicismo positivista el estudio del fenómeno nacional. Bien se comprende por tanto, que en un panorama intelectual centrado obsesivamente en la febril procura de antecedentes pre, o en su caso, proto nacionales, lo más lejanos posibles en el tiempo e interpretados después de modo lineal como preanuncio de las formas maduras de la nación, la tesis de que «el nacionalismo inventa naciones allí donde no existen», fuera recibida como intolerable provocación. Lo cierto, sin embargo, es que pese al indudable tufillo economicista del argumento de Gellner, se aventuraba una explicación plausible que partía, además, de los mismos datos que habían servido hasta la fecha para postular el irremediable declinar de las naciones. Y, sobre todo, se razonaba al margen de la beata narrativa de una nación «natural», configurada en tono a la presencia taumatúrgica de uno o varios factores diacríticos: «lengua», «raza», «territorio», «tradiciones», etc., cuya sola presencia «objetiva» y prepolítica confería el carisma nacionalitario. Frente a tal apriorismo, la alternativa sugerida por Gellner no podía ser, desde luego, más inquietante: adentrarse sin prejuicios en el ámbito menos indulgente de las ciencias sociales, con las consiguientes exigencias, teóricas y empíricas, de dar cuenta de la compleja producción cultural, política y social de las naciones.

Ahora bien, emprendido este arduo camino en el estudio del nacionalismo, la vieja contienda entre primordialistas, aquellos para quienes la diferencia nacional se remonta a la noche de los tiempos, y modernistas, quienes por el contrario fechan su aparición al hilo de las revoluciones francesa y americana, estaba destinada a perder su ya inicialmente escaso interés heurístico. Y, en efecto, el debate actual ha pasado a caracterizarse por encontradas interpretaciones de los factores y procesos varios (económicos, políticos, culturales, etc.) que han generado o, en su caso, hecho desaparecer históricamente a las naciones.

Las obras que comentamos constituyen, a la vez que buen ejemplo de la superfluidad de la antítesis modernista/perennialista, tres muestras de altura de los más elaborados senderos que recorren hoy los estudios del nacionalismo. Cierto que Llobera y Moreno no sólo afirman, sino que muestran con brillantez de despliegue argumental y empírico, el arraigo medieval de las naciones, defendiendo que «las raíces de la nación están firmemente ancladas en la Edad Media» y «la conformación étnica de francos, visigodos, normandos o celtas trabó relaciones e instituciones políticas a las que cabe calificar como protonaciones». Guibernau, por el contrario, considera el nacionalismo como una ideología deudora, ante todo, de «la emergencia y consolidación del Estado-nación», y así «es la etnia y no las naciones lo que –como subrayaron entre otros su maestro Giddens y el propio A. D. Smith– predomina en la vida social y cultural de la Antigüedad, la Alta Edad Media europea y el Oriente Próximo». Pese a todo, resulta perceptible en los tres estudiosos un consenso subyacente en torno a lo que, con el diferente acento que confieren a cada uno de ellos las diversas ópticas de la sociología histórica, la sociología estructuracionista y la politología, respectivamente, y con matices que no es el caso de detallar, nos aventuraríamos a calificar de talante constructivista. Así, si bien Llobera, se demora inicialmente en un recorrido por las raíces medievales de las naciones europeas, una cabal lectura de su texto muestra no sólo que el concepto de historia que utiliza es, en propias palabras del autor, «muy estructurado», sino que además el centro de su interés reside inequívocamente en el análisis de las complejas condiciones sociales, estructurales e ideológicas, que activan contemporáneamente a los nacionalismos y que constituyen el fulcro articulador de la segunda y más conseguida sección de su libro. Por su parte, Moreno al tiempo que enfatiza el caso de Escocia como «el más ilustrativo de protonación en el desarrollo histórico medieval», no duda en asumir que el nacionalismo constituye una «manifestación de etnicidad politizada» y analiza con infrecuente rigor los factores que, al margen de una supuesta «culminación natural de un proceso de maduración nacional», explican, por ejemplo, el espectacular éxito electoral del SNP en 1974 y su posterior crisis bajo el thatcherismo. Finalmente, Guibernau, atenta por definición al momento político del nacionalismo moderno como demanda de autodeterminación, en pro de la correspondencia nación/Estado, introduce, empero, en su análisis una segunda dimensión de capital relieve. Se trata de la generación de identidad mediante la cultura, símbolos y rituales que provienen de una tradición, que tiene su origen en el pasado, pero ha de ser constantemente redefinida ante las urgencias planteadas por los nuevos contextos. Y así, la «política de la identidad», como ha recordado Melucci y la más reciente teoría de los movimientos sociales, se inscribe en el orden del día de las sociedades complejas que, faltas de mecanismos de reconocimiento y solidaridad, redescubren el nacionalismo (o la religión) como Jano bifronte proveedor de seguridad ontológica.

Los tres autores, pues, apuntan inequívocamente, si bien con diferente alcance, a la necesidad de elaborar marcos de análisis que permitan dar cuenta, más allá de cualquier transparente evidencia, de la esquiva y múltiple génesis sociopolítica de las naciones. Y es en este orden de cosas donde afloran ciertas dudas acerca de la pertinencia o plausibilidad de alguno de sus argumentos. Por ejemplo, puede resultar problemático postular, como hace Llobera, una suerte de determinación en última instancia en favor de la «reserva de potencial étnico» de las naciones. Pues las precondiciones étnicas, producto a su vez de un previo itinerario social e intelectual, se redefinen en un proceso político de selección de mitos y símbolos por parte de las mismas elites nacionalistas que delimitan, según sus intereses, lo propio y lo ajeno, el nosotros y el ellos, y eventualmente el amigo y el enemigo. De esta suerte, el análisis del potencial étnico debe ser completado, como muestra acertadamente Moreno, no sólo con el de las precondiciones económicas y sociales que delimitan una matriz de intereses nacionales comunes y un bloque social de clases específico aglutinado en torno a los mismos; sino además con una muy particular atención a las características de cada contexto político específico: nivel de apertura democrática de las instituciones, posibilidad de desalineamientos electorales, conflicto intraélites, etc.; así como a la naturaleza misma de la movilización nacionalista en sus dimensiones organizativas, estratégicas y programáticas.

Ahora bien, si una perspectiva constructivista en el análisis ha de acentuar las dimensiones propiamente políticas de la reinvención de la nación, y la política nacional de los modernos, como nos recuerda Guibernau, se desenvuelve en el horizonte de la soberanía popular y la democracia, resulta harto cuestionable etiquetar como «ilegítimos» a los Estados (por lo demás, la inmensa mayoría) que incorporan en el interior de sus fronteras a más de una nación. Porque ello equivaldría a aceptar acríticamente y sin tamizar, la sustancia misma del discurso nacionalista, el mito de la nación que deposita en su esencia comunitaria, fundacional, con la solidez indiscutible de la autoevidencia, los derechos y las exigencias de Estado propio que, sin embargo, sólo al conjunto empírico y plural de los ciudadanos corresponde, en democracia, actualizar y negociar mediante el debate público y los mecanismos mayoritarios de decisión y sus garantías. Sin indagar tras la supuesta transparencia del discurso y las políticas homogeneizadoras del nacionalismo, tendentes a obviar las diferencias sociales, culturales e ideológicas, difícilmente podremos dar debida cuenta del lado oscuro de este dios de la modernidad política. Pero entonces quizás habría que preguntarse, sin ignorar la cabal dimensión del respeto a la diferencia que en su reclamación encierra, si los peligros del nacionalismo proceden únicamente de su asociación externa, de su «conexión» con otras ideologías como el racismo y el fascismo…, o bien si existe, además, algún presupuesto en su discurso organicista –por ejemplo, la relativización de la voluntad política mayoritaria de la ciudadanía, toda vez que la nación se configura primordialmente sobre la base de la diferencia étnica– que aboca a una tensión latente con los postulados de tolerancia, pluralismo y suspensión procedimental de los referentes de certidumbre que caracterizan a la democracia. A estos efectos, el análisis de los marcos interpretativos, las modalidades de movilización, los modelos organizativos y las fórmulas de autogobierno constituye complemento irrenunciable de las precondiciones étnicas y sociales. Estaríamos, así, en condiciones de explicar no sólo la revitalización actual de los nacionalismos, sino de discernir cuáles de sus supuestos comportan el peligro de que, huyendo del Leviathan centralista topemos con el oscuro rostro de un Jano que deturpa las legítimas protecciones externas de la diferencia con intolerables restricciones internas para la ciudadanía. Uno de los muchos méritos, y no el menor, de los libros que hemos comentado, radica en abrir la posibilidad misma de plantearnos con rigor estos y otros interrogantes.

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