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El mito del Che, o el triunfo de la moda

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Hace unas semanas, un amigo me recomendó que no manifestara públicamente mi aversión hacia el Che, un mito del siglo XX que simboliza la pureza revolucionara. La izquierda venera a Ernesto Guevara de la Serna con fervor adolescente y no perdona ninguna crítica hacia su mártir predilecto. Si alguien se atreve a cuestionar su presunto idealismo, de inmediato se convierte en un energúmeno reaccionario. Desgraciadamente, yo he participado en esa histeria colectiva, escribiendo tres lamentables artículos sobre un personaje que ahora me parece abominable. Fue durante los peores años de la crisis, cuando un sector de la izquierda recuperó el discurso marxista, justificando la lucha armada como una herramienta legítima para conquistar el poder político. Quiero aclarar yo que no apoyo los recortes sociales ni las políticas de austeridad. Creo en el Estado del bienestar, con servicios públicos al alcance de todos los ciudadanos, pero opino que la violencia revolucionaria es una vía inmoral e inaceptable. La lucha armada no desemboca en una sociedad igualitaria, sino en una pavorosa dictadura. Al igual que el fascismo, el comunismo es una ideología totalitaria y cuando ha conseguido el poder ha cometido horribles matanzas, alegando que se limitaba a defenderse de las fuerzas contrarrevolucionarias. Es lo que ha sucedido en la Unión Soviética, Camboya, Corea del Norte o Cuba. Sin embargo, cuando se trata del Che, la izquierda prefiere mirar hacia otro lado.

Muchos etarras comparecen ante los tribunales con una camiseta del guerrillero, insultando y amenazando a los jueces. Es indudable que saben perfectamente lo que hizo y por eso lo consideran un modelo. ¿Podría decirse lo mismo de los miles de jóvenes que decoran su cuarto con láminas del aventurero argentino? ¿O de las librerías y centrales sindicales que exhiben su retrato en un lugar destacado? Algunos políticos españoles, cuyo nombre omito, se han fotografiado con un retrato del Che al fondo: ¿significa eso que reivindican su legado? El Che no es un mártir, sino un criminal de guerra. En Sierra Maestra, su columna fusiló sin miramientos a presuntos bandidos, chivatos y desertores. A veces, el jefe guerrillero ejecutó personalmente la sentencia, sin experimentar ninguna clase de malestar. Su madre, Celia de la Serna, procedía de la alta sociedad, pero albergaba ideas progresistas y solidarias. Al igual que su marido, prestó apoyo a los refugiados españoles que huían del franquismo, alojándoles muchas veces en su propia casa. Durante la Segunda Guerra Mundial, obraron del mismo modo, intentando mitigar el sufrimiento de los pueblos ocupados por los nazis. Ambos repudiaban la violencia y cuando su hijo les relataba sus hazañas en Sierra Maestra, se quedaban conmocionados, expresando su consternación. El 15 de julio de 1956, el Che envió una carta a su madre, recriminándole su incomprensión: «No soy Cristo y filántropo, vieja, soy todo lo contrario de un Cristo […]. Por las cosas que creo lucho con todas las armas a mi alcance y trato de dejar tendido al otro, en vez de dejarme clavar en una cruz o en cualquier otro lugar […]. Lo que realmente me aterra es tu falta de comprensión de todo esto y tus consejos sobre la moderación, el egoísmo, etc., es decir, las cualidades más execrables que pueda tener un individuo. No sólo no soy moderado, sino que trataré de no serlo nunca y cuando reconozca en mí que la llama sagrada ha dejado lugar a una tímida lucecita votiva, lo menos que pudiera hacer es ponerme a vomitar sobre mi propia mierda».

En Sierra Maestra, el Che se mostró implacable desde el primer momento. Su propósito era convertir la guerrilla en una fuerza de combate letal y fuertemente disciplinada. Le irritaba la indulgencia de Fidel Castro con los holgazanes e insubordinados. Cuando Fidel estableció que la «insubordinación, la deserción y el derrotismo» se castigarían con la pena de muerte, celebró la medida y no lamentó el trágico fin del desertor Sergio Acuña. Brutalmente torturado por el ejército de Batista, Acuña murió tras recibir cuatro disparos. Después, ahorcaron su cadáver y lo dejaron expuesto. En su Diario, el Che anotó: «Triste pero aleccionador». El 17 de febrero de 1956, el Che puso en práctica su sentido de la disciplina con el traidor Eutimio Guerra. Capturado por una patrulla, nadie se atrevía a ejecutarlo, pero el Che no vaciló: «La situación era incómoda para la gente y para él, de modo que acabé con el problema dándole en la sien derecha un tiro de pistola [calibre] 32, con orificio de salida en el temporal derecho. Boqueó un rato y quedó muerto». El 15 de abril surgió un nuevo caso. Filiberto Mora había colaborado con el ejército en una emboscada y, más tarde, delató el emplazamiento de los rebeldes. El Che hizo de nuevo de verdugo y reflejó el incidente en su Diario: «Se ajustició al chivato; a los diez minutos de darle el tiro en la cabeza lo declaré muerto». En mayo, la guerrilla detiene a dos presuntos espías. El Che anota que uno era negro y otro blanco. El blanco «lloraba a lágrima viva». Los dos admitieron ser espías y suplicaron por sus vidas: «No daban lástima pero sí repugnancia en su cobardía». Fidel ordenó fusilarlos: «Se cavó la fosa para los dos chivatos y se dio la orden de marcha –apunta el Che–. La retaguardia los ajustició». El 28 de julio, ya con el grado de Comandante, el Che hizo desfilar a los nuevos voluntarios delante del cadáver de Ibrahim, un desertor abatido por tres balazos. Pese a ser su amigo, el guerrillero Baldo disparó contra Ibrahim cuando abandonaba su puesto. El Che consideró que la historia era un buen ejemplo de moral revolucionaria. El cadáver quedó insepulto. Sería injusto no admitir que el ejército de Batista actuaba con una brutalidad aún mayor. Según Wayne S. Smith, funcionario de la embajada norteamericana, «La policía reaccionaba de modo excesivo a la presión de los insurgentes, torturando y matando a centenares de personas, sin diferenciar entre inocentes y culpables. Se abandonaban los cuerpos, ahorcados en los árboles, en las carreteras».

En Sierra Maestra, la guerrilla no toleraba los actos de rapiña o los delitos comunes, pues dañaban gravemente su imagen. Los hermanos Acevedo presenciaron la ejecución de René Cuervo, que había aprovechado su condición de combatiente del Movimiento 26 de julio para robar a los campesinos, asegurando que se trataba de requisas revolucionarias: «El Che lo recibe en una hamaca –escribe Enrique Acevedo–. El prisionero intenta darle la mano, pero no encuentra respuesta. Lo que se habla no llega hasta nosotros, pese a que se discute fuerte. Parece un juicio sumario. Al final [el Che] lo manda retirarse con un gesto de desprecio de su mano. Lo llevan a una cañada y lo ejecutan con un fusil [calibre] 22, por lo cual hay que darle tres disparos». El Che considera que no se puede relajar la disciplina ni caer en el sentimentalismo sin poner en peligro la victoria final. El caso de Aristidio ilustra su moral de combate. Confía la vigilancia de un campamento a un guajiro llamado Aristidio, encargándole que reciba a los nuevos voluntarios. Aristidio, que ejercía de cacique local, se deja dominar por el miedo cuando le comunican la proximidad del ejército. Se desprende de sus armas y confiesa a varias personas que se pasará al bando de Batista apenas surja la oportunidad. El Che regresa y descubre lo sucedido. «Aquellos eran momentos difíciles para la Revolución –recordará tiempo después–, y en uso de las atribuciones que como jefe de una zona tenía, tras de una investigación sumarísima, ajusticiamos al campesino Aristidio». Enrique Acevedo relata la ejecución: «Por nuestro lado pasó un campesino descalzo. Lo llevan amarrado. Es Aristidio. Nada queda de su facha de cacique. Más tarde se siente un disparo. Cuando llegamos al lugar ya le están echando tierra. Al amanecer, luego de una jornada agotadora, se nos explica que Aristidio fue ejecutado por mal empleo del dinero y los medios de la guerrilla». Poco después, la guerrilla detiene al Chino Chang, un bandido cubano de origen chino, que es condenado a muerte por cometer robos y violaciones. Un campesino que ha forzado a una joven también es sentenciado a la última pena. El Che supervisa la ejecución y relata los últimos momentos en su Diario. Ambos mueren con entereza: «El violador murió sin que lo vendaran, de cara a los fusiles, dando vivas a la Revolución».

El Diario del Che también recoge el simulacro de fusilamiento de tres jóvenes de la pandilla de Chang. Se les ata a un poste, se les vendan los ojos y se dispara al aire. Fidel ha decidido darles una oportunidad y un susto le parece suficiente. Cuando los jóvenes descubren que están vivos, uno se acerca al Che y, de acuerdo con el Diario del argentino, le da «un sonoro beso, como si estuviera frente a su padre». No sé si la izquierda que venera al Che estima que se trata de ejemplos aleccionadores, pero las leyes internacionales consideran que estos actos son «crímenes de guerra».

El Che nunca desperdiciaba la ocasión de mostrar su dureza. Un cachorro de perro se unió a su columna, pegándose a un guerrillero llamado Félix. Cuando se detuvieron al lado de un arroyo, el animal comenzó a aullar. Intentaron hacerlo callar con caricias, pero no lo consiguieron y el Che ordenó que lo mataran. En su Diario cuenta el incidente: «Félix me miró con unos ojos que no decían nada. Entre toda la tropa extenuada, como haciendo el centro del círculo, estaban él y el perrito. Con toda lentitud, sacó una soga, la ciñó al cuello del animalito y empezó a apretarlo. Los cariñosos movimientos de su cola se volvieron convulsos de pronto, para ir poco a poco extinguiéndose al compás de un quejido muy fino». El Che admite que sintió lástima, pero juzgó que era necesario. Al finalizar la guerra, Fidel Castro lo nombra comandante de la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, donde se celebraron los juicios contra policías y soldados de Batista. No eran los capitostes del régimen, que habían huido antes de la caída de La Habana, sino esbirros de poca monta. Los procesos se llevaron a cabo de forma sumaria. El Che ejercía de fiscal supremo y tenía la última palabra sobre las apelaciones. Los juicios solían empezar a las ocho o las nueve de la noche y se llegaba a un veredicto hacia las dos o tres de la madrugada. Entre el público, prevalecía el espíritu de linchamiento y el anhelo de venganza. Fidel Castro decidió que el juicio contra el mayor Sosa Blanco y otros oficiales de alta graduación acusados de asesinatos y torturas se celebrara en el estadio deportivo de La Habana, con las gradas repletas de una multitud que no cesaba de chillar, pidiendo la pena capital. Según Jon Lee Anderson, Raúl Castro era mucho menos escrupuloso. Después de la toma de Santiago, «presidió un juicio sumarísimo y la ejecución de más de sesenta soldados capturados. Hizo abrir una fosa con una excavadora, alineó a los condenados frente a ella y los hizo fusilar con ametralladoras. La acción cimentó la reputación de Raúl como hombre despiadado y afecto a la violencia, que los años no han atenuado» (Che Guevara. Una vida revolucionaria, trad de Daniel Zadunaisky, Barcelona, Emecé, 1997).

El Che se mostró partidario de continuar con los juicios hasta purgar todo el ejército y la policía. Argumentaba que no debían caer en el mismo error que Árbenz, el coronel guatemalteco que se había negado a consolidar sus reformas con medidas represivas, permitiendo que sus adversarios se reorganizaran para derrocarlo con la ayuda de Estados Unidos. Fidel advirtió que los procesos desacreditaban a la Revolución cubana y puso fin a los fusilamientos. El Che aseguró que era un error, pero acató la orden. Es imposible determinar con exactitud el número de ejecuciones en La Cabaña. Algunos estiman que se acercan a las dos mil, pero otras fuentes rebajan la cifra a quinientas cincuenta. En esa época, Ernesto Guevara Lynch visitó La Habana y le costó trabajo reconocer a su hijo. No quedaba nada del muchacho bromista que en 1953 se despidió de sus padres en Buenos Aires. Le sorprendió su rigor militar y en sus memorias apuntó que se había transformado en «un hombre cuya fe en el triunfo de sus ideales llegaba al misticismo». Después de ese único encuentro en La Habana, evitó volver a reunirse con su hijo, incapaz de aceptar el cambio que se había operado en él.

El 29 de junio de 1959 se establece la pena de muerte en los casos de «delitos contrarrevolucionarios […] o que lesionen la economía nacional o la hacienda pública». Es cierto que un sector del exilio cubano promueve sabotajes y atentados con la colaboración de Estados Unidos. El 4 de marzo de 1960 vuela por los aires al vapor La Coubre, que entraba en el puerto de La Habana con un cargamento de armas y municiones comprado a Bélgica. Más de cien personas perdieron la vida y doscientas resultaron gravemente heridas. Alberto Korda hizo su famosa fotografía del Che al día siguiente, cuando se homenajeaba a las víctimas. El 15 de abril de 1961 se produjo la fallida invasión de la Bahía de Cochinos. En ese clima de crispación se entrevistó con el Che el arquitecto Nicolás Quintana. Había recibido el encargo de construir el nuevo edificio de treinta y dos pisos del Banco Nacional, pese a no ser un entusiasta de la Revolución. Sus dudas se convirtieron en indignación cuando fusilaron a uno de sus amigos, un joven católico acusado de repartir panfletos anticomunistas. Quintana relata su entrevista con el Che: «El Che me dijo: “Vea, las revoluciones son feas pero necesarias, y parte de este proceso revolucionario es la injusticia al servicio de una futura justicia”. Jamás podré olvidar esa frase. Respondí que ésa era la Utopía de Tomás Moro. Dije que a nosotros [la humanidad] nos habían jodido con ese cuento por mucho tiempo, por creer que obtendríamos algo, no ahora, sino en el futuro. El Che me miró por un largo rato y me dijo: “Ajá. Usted no cree en la Revolución”. Le dije que “no creía en nada que se basara en una injusticia”. “¿Aunque esa injusticia sea saludable?”, preguntó el Che. “A los que mueren no se les puede hablar de injusticia saludable”, respondí. La respuesta del Che no se hizo esperar: “Tiene que irse de Cuba: una de tres: se va de Cuba y de mi parte no hay ningún problema; o treinta años [de cárcel]; o el pelotón”».

En esa época, el Che se dirige a los estudiantes universitarios en una alocución pública, manifestando que la educación debe estar al servicio de la Revolución, lo cual significa reducir las humanidades al «mínimo indispensable para el desarrollo cultural del país». En cambio, deben fomentarse las carreras técnicas: «Se debe pensar en función de masas y no en función de individuos –clama el Che–. Es criminal pensar en individuos, porque las necesidades del individuo quedan absolutamente desleídas frente a las necesidades del conglomerado humano de todos los compatriotas de ese individuo». El Che estima que el odio es la mejor forma de motivación política. Afirma que «un verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor», pero al mismo tiempo declara en su Mensaje a la Tricontinental: «El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal. Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aun dentro de los mismos: atacarlo dondequiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo». ETA aplicó esta estrategia, sembrando el dolor durante décadas y desestabilizando al sistema democrático.

La «guerra total» no es una invención de ETA ni del Che. Se menciona a Carl von Clausewitz y a Erich Ludendorff como teóricos y precursores de la «guerra total», pero las primeras experiencias de guerra total se llevaron a cabo en la guerra civil española y en la Segunda Guerra Mundial. Es paradójico que el Che reivindique una táctica que Franco y Hitler desplegaron durante sus campañas militares, convirtiendo en objetivo de guerra a la población civil. Fidel opinaba de un modo parecido. Gracias a documentos desclasificados que reproducen las conversaciones entre Nikita Jruschov y Antonín Novotný, presidente de Checoslovaquia, sabemos que insistió en iniciar el ataque contra Estados Unidos durante la crisis de los misiles. Afortunadamente, Jruschov no hizo caso al líder cubano. Sam Russell, corresponsal del diario socialista británico Daily Worker, entrevistó pocas semanas más tarde al Che, que se mostró furioso por la traición soviética. Sostenía que si la decisión hubiera dependido del Gobierno cubano, se habría dado la orden de disparar los misiles, hiriendo de muerte al enemigo: «Me pareció que estaba chiflado», comentó Russell.

Imagino que el culto al Che perdurará. Los mitos se basan en emociones, no en planteamientos racionales. La fotografía de Alberto Korda y las imágenes del cadáver expuesto en el lavadero del jardín del hospital Nuestro Señor de Malta en Vallegrande (Bolivia) han adquirido la condición de fetiches sagrados, incorporándose a la galería de grandes iconos del mundo contemporáneo. El Che parece un Cristo revolucionario, el incuestionable mártir del internacionalismo socialista, el «hombre nuevo» que barrerá de la historia al capitalismo. Algunos lo consideran un santo y esperan su resurrección. El Che es tan mediático como Madonna y sus crímenes se justifican o minimizan, pues, en fin de cuentas, el trabajo del revolucionario es matar. Dicen que Steven Soderbergh decidió rodar su largometraje sobre el Che después de ver su imagen tatuada en la nalga de una chica en un parque de Nueva York. La película realizada es tediosa, como cualquier hagiografía, pero el tatuaje que la inspiró revela con elocuencia el triunfo de la moda sobre la objetividad histórica.

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