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El juego de la silla y la literatura de la transición

DIARIO 1980-1993

José Antonio Gabriel y Galán

Editora Regional de Extremadura. Mérida 2007

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El hombre nace en la casa, pero muere en el desierto
Saint-John Perse
 

El diario es un género que obliga a la desconfianza, un espejo engañoso la mayoría de las veces, un intento de fijar para los otros una imagen interesada. En la mayoría de ellos se entretejen implícitos dos ingredientes: el miedo y el deseo. Miedo a no alcanzar crédito, deseo de ser quien uno cree ser. Por eso el diario aporta un tinte testamentario paradójico: está escrito para vencer a la muerte, y al tiempo la requiere para poder alcanzar significado. Es una escritura del más acá pero su destino es el más allá. Exige por parte del lector el mantenimiento de la sospecha, la suspensión de la credibilidad y una atención detectivesca, pues si todo movimiento nos delata será el autor con sus propias palabras quien irá creando las huellas que definen su rostro porque toda memoria confiesa y descubre al tiempo que olvida y disfraza. En ese sentido, Diario 1980-1993, de Gabriel y Galán, al menos en la edición que se nos ofrece, no parece necesitar de grandes dosis de aquella materia gris con que Poirot rastreaba las huellas ocultas. Muy al contrario, el texto es, a este respecto, llamativo por su transparencia, pues revela y pone al alcance de los lectores la clave de interpretación menos favorable para el autor: su resentimiento. No deja de llamar la atención en ese sentido que algún crítico haya creído descubrir el Medi­terráneo que el propio autor señala con reiteración. De Diario de un resentido llega a calificarlo el propio Gabriel y Galán. Sin duda que esa «honestidad» responde quizá a la socorrida estrategia de adelantarse al enemigo, buscando su benevolencia y su desarme. En esa dirección su diario se muestra poco complaciente: no nos deja sentirnos inteligentes en el caso, bastante usual entre la crítica actual, de que identifiquemos la inteligencia interpretativa con la mecánica deductiva del héroe de Agatha Christie. Tampoco se encuentran entre sus páginas noticias malévolas, acontecimientos ocultos de relieve ni ajustes de cuentas que despierten el morbo de ese lector de sucesos que todos llevamos dentro. De ahí el gesto de decepción que las mentes literarias acomodadas al periodismo parecen haber sentido al finalizar su lectura y que con el afán, tan propio en nuestras letras, de generosidad para los difuntos, apenas disimulan antes de recurrir a una retórica celebración sobre el autor y su obra. Se repite así, como en una especie de maldición literaria, la actitud de «cortesía generosa» de la que Gabriel y Galán fue víctima en vida por parte del establishment crítico.

*
 

La crítica me trató bien en general, pero no ­sabía dónde situarme, yo era «fronterizo». No entraba en las listas generacionales, ni en las recopilaciones críticas.
J. A. G. y G.

 

Y es que, leído así, sin sopesar el contexto en que el diario crece y que en su escribirse retrata, el texto en su vertiente literaria apenas parece aportar nada, mientras que por el lado humano, digamos, no iría más allá de presentarnos la historia interna de un escritor emplazado, e íntimamente violentado, por un cáncer con mal pronóstico, e intelectualmente resentido con su entorno literario en razón del escaso reconocimiento que éste le venía concediendo. Como trama narrativa secundaria, el lector puede encontrar los vaivenes biográficos esperables que el padecimiento de una autodestructiva enfermedad, la ludopatía, el diario describe con detalle siguiendo una estela argumental que ya Dostoievski agotó literariamente. Leído así, decimos, sólo aquellos que hayan conocido de manera próxima la trayectoria pública o privada del autor encontrarían implicación suficiente para su lectura. Leído así, es decir, mal.

Y digo mal porque si este mismo texto se lee reconstruyendo el paisaje cultural, político, social y literario que lo escribió, y no otra sería la tarea debida de la crítica, estos diarios muestran, a modo de negativo fotográfico, algunas de las claves necesarias para entender el tránsito sufrido por lo que ha venido llamándose la literatura española de la transición, por cuya senda aún caminamos. Quedarse en el registro de autor resentido sin analizar el territorio de donde brota esa actitud representa una ceguera crítica semejante a quien acusa de neurótico al superviviente de una epidemia.

*
 

A mí me emparejaron con Félix de Azúa: él representaba la belleza y yo el compromiso. Malentendidos semejantes fueron institucionalizándose. Se creó una atmósfera poco grata y yo, personalmente, decidí medio retirarme a un pueblo de las afueras de Madrid con cierto resentimiento.
J. A. G. y G.
 

En los años finales del franquismo y comienzos del postfranquismo, la literatura española se movía en terrenos inciertos. Entre las arremetidas de Juan Benet y el rodillo narrativo que supuso el «boom» latinoamericano, una vieja legitimidad, la asentada en la responsabilidad civil del escritor, agonizaba –recuérdese la polémica Benet versus Isaac Montero–, mientras que la renovación de la narrativa –en poesía, el triunfo de los novísimos constituyó una real ruptura estética– era más un deseo impostado que una realidad: el experimentalismo se saludaba como una revolución higiénica (ya la única celebrada) del lenguaje, Torrente con La saga/fuga recomponía un realismo mágico a la española y el viejo realismo acomplejado intentaba, algo histérico, un aggionarmento: Parábola del náufrago de Delibes, Gramática parda de Garcia Hortelano, no siempre bien ajustado. En ese ambiente premercadocomún presentan sus primeras galas literarias autores como Eduardo Mendoza, Ramón Hernández, José María Vaz de Soto, Jose Antonio Gabriel y Galán, Millás, Álvaro del Amo, Javier Fernandez de Castro, Javier Marías, Félix de Azúa, Jose Antonio Leyva, Alberto Escudero, Antonio Prometeo Moya, Aliocha Coll, Augusto Martínez Torres, Juan Cruz, Javier del Amo, Germán Sánchez Espeso, Manuel Vázquez Montalbán, Mariano Antolín Rato, José María Guelbenzu, Montserrat Roig, Ana María Moix, Esther Tusquets, Terenci Moix. Un repertorio plural y revuelto de árboles y bosques, pero que en su conjunto era celebrado por los dueños del canon como muestra de una nueva actitud definida por «la palpable demostración de la necesidad de una renovación tanto del papel de la imaginación como de las exigencias del lenguaje». Esta pluralidad giraba en torno a una negación: la de su responsabilidad social, que escondía un desasosiego en apariencia contradictorio: no saber cuál habría de ser el nuevo rol social de la literatura en una España que, entre la ruptura y la reforma, pareció inclinarse por el hábil remiendo.

Coincidiendo con la estabilización política que representó la llegada a las instituciones del primer gobierno socialdemócrata, la incógnita se despejaría y la narrativa española encontraría su «normalización», término que en realidad esconde la hegemonía de una literatura al servicio del mercado. Por tanto: contar historias, la explotación de los subgéneros, crisis en el seno de la burguesía, lavados de conciencia, la memoria como nostalgia, desaparición de la lucha de clases como conflicto narrativo, la metaliteratura como exhibicionismo autogratificante. La recepción mediática y literaria de lo que vino en llamarse Nueva Narrativa Española –Jesús Ferrero, Julio Llamazares, Ignacio Martínez de Pisón, Soledad Puértolas, Antonio Muñoz Molina, Paloma Díaz Mas, Alejandro Gándara–, que pronto se reveló dotada de una singular fuerza expansiva y aglutinadora, acabaría por constituirse en la piedra de toque de la supervivencia y el reconocimiento. Quien no pudiera arrimarse a esa nueva narratividad que se legitimaba como aduana estética estaba condenado, si no a la extinción, sí a la falta de reconocimiento. Como en el juego de las sillas: se para la música y alguien se queda sin sitio. Si repasamos el largo repertorio antes aportado veremos cómo los árboles caídos en aras de la «normalización» representan todo un bosque hoy olvidado, no reconocido, quemado. Sólo pasaron la aduana los que, al olor de la nueva narratividad light, cuando no cursi, se reciclaron con éxito, en pretendientes al Premio Planeta. Los otros no están. Estar o no estar: esas fueron, y son, las reglas del juego.

*
 

El mundo es un inmenso desierto por el que no cruza la sombra de ningún escritor español, si exceptuamos a Lorca, que se permite el lujo de ir en camello y descansar en los oasis. Sólo existe él, todo para él, nada para los demás, del marqués de Santillana a nuestros días. En nombre del marqués, de Quevedo y de Luis Cernuda, por ejemplo, grítese el resentimiento, reclámese la justicia.
J. A. G. y G.
 

Y en ese juego a Gabriel y Galán le tocó ser un perdedor. Hasta tal punto que cuando hoy se habla de su obra, en plan de dar una de esas palmaditas benevolentes que entierran más a la víctima si cabe, acaso por ignorancia, acaso por pereza y falta de lecturas, acaso por rutina, se la despacha remitiéndose a una superficial apología de la única de sus novelas, Muchos años después, que tuvo la fortuna de entrar en la rueda de un premio de gran pompa, aunque con escaso poder de intervención en el canon. Una novela que más allá de la anécdota sobre la pasión ludópata de los revolucionarios que en algún momento quisieron cambiar el mundo, aspecto en el que se detiene con satisfacción la crítica socialdemócrata, olvidando, por ejemplo, que el eje central de la historia viene dado por la imposibilidad de terminar una obra de teoría revolucionaria que, por su condición de inconclusa, funciona como paradigma de la impotencia del escritor cuando la acción política se ha paralizado. Si se echase, aunque sólo fuera un vistazo, al resto de su obra, poética y narrativa, se comprendería bastante bien el origen no patológico del resentimiento del autor, condenado a contemplar perplejo cómo la nueva narratividad va ocupando, con la empatía, complicidad y prisa de la clase cultural, los escaparates, las peanas, los balances y los reconocimientos, mientras que los autores que se resisten a entregarse a esa nueva sintaxis narrativa en que predomina la ironía como complicidad, la construcción de tramas pseudopolicíacas, los guiños ­metaliterarios, la memoria teñida de bonita, o la profundidad horizontal de un psicoanálisis de salón, pierden su silla en el juego. El escritor de Punto de referencia, La memoria cautiva, El bobo ilustrado, Muchos años después, A salto de mata, de poemarios como Descartes mentía o Un país como éste no es el mío, y de adaptaciones teatrales como La velada de Benicarló de Manuel Azaña, es decir, de una literatura que sigue aceptando que su legitimidad pasa por sentirse responsable del uso que se haga de las historias y palabras colectivas, no entra en el juego que los dueños de la música imponían. Y claro, se resiente. Como supongo que habrá resentimiento en los diarios, escritos o no, de tantos y tantos otros entre los arriba citados, que también se vieron no aceptados en la fiesta (recuerden que llegó a hablarse de un nuevo Siglo de Oro para la narrativa española).

*
 

No me meto individual, aisladamente, con nada ni con nadie. Es el magma, ¿comprenden?
J. A. G. y G.


Gabriel y Galán fue consciente, durante los años que el Diario nos ofrece de que los dueños de la música entonaban melodías con la que su voz no entraba en armonía. Contra esa música y esos músicos creció su resentimiento. Incapaz de sentir rencor, porque entre otras cosas eso hubiera representado renunciar a cualquier intento de ser oído, el resentimiento, ese rencor que no encuentra salida, alimentaba, paradójicamente, su esperanza. Hasta el último momento, y más cuando al fin el ansiado premio a Muchos años después le hizo imaginar que al fin se le otorgaba el debido boato, no entendió, al menos esa es mi opinión, que lo que le estaba sucediendo, o mejor, lo que no le estaba ­sucediendo, no respondía a causas o motivos personales, sino que atañía a la naturaleza de su escritura, a su desencuentro con la tendencia dominante, a su arraigo en bases morales e intelectuales más próximas al «superado» Sartre que al canonizado Borges. Si algo se le puede reprochar a José Antonio Gabriel y Galán fue su empeño en verse reflejado en un espejo que, por ser ajeno a su mirada, sólo podía devolverle la imagen deformada de un resentido. Ese desgarro trágico que recorre este Diario 1980-1993 y esa tensión son los que le dan sentido literario. No entender que esa imagen personal es la imagen de un tiempo colectivo, y no sólo la de un destino personal o autosuficiente, es una forma de ceguera propia de quienes se enfrentan a per­sonajes o hechos que no encajan de modo positivo en la visión hoy dominante sobre nuestra historia reciente. Como si el árbol ­caído impidiera ver el bosque y, lo que es más lamentable, la tierra sobre la que crecieron el bosque y el árbol. Y, encima, se les aplaude la gracia. Así escriben la historia, no los vencedores, sino sus criados. Sólo cabe añadir que cada tiempo tiene su cumplimiento y acaso el del escritor José Antonio Gabriel y Galán todavía no ha llegado. 

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