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No es amargo recordar

El invitado amargo

Vicente Molina Foix y Luis Cremades

Barcelona, Anagrama, 2014

416 pp. 19,90 €

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En la noche del 30 de diciembre de 2012, unos ladrones entraron en el piso de Vicente Molina Foix cuando él estaba de viaje. No se llevaron mucho, porque no encontraron cosas que les interesaran, pero abrieron todos los armarios y desparramaron su contenido por el suelo. Entre otras cosas, sacaron de los armarios una serie de cajas de Ikea que contenían las cartas recibidas por el escritor a lo largo de los años. Sorprende que hubiera tantas y que estuvieran, además, clasificadas por orden alfabético. Entre ellas se encontró Molina Foix, en la caja de la letra C, las de Luis Cremades, un poeta con el que años atrás tuvo una breve pero intensa relación sentimental. El escritor se puso a leer las cartas de Luis Cremades y se sintió transportado al pasado. A esta suma de azares, que ahora podemos calificar de felices, debemos el libro que ahora tenemos entre las manos.

Apenas un mes más tarde, Vicente Molina se puso en contacto con Cremades y le hizo una propuesta: recuperar las cartas que los dos se habían escrito a lo largo de los años (no muchas: veinticuatro en total) y escribir, «sobre el pequeño andamiaje de las cartas […] el relato novelado y veraz de nuestra breve pero para mí al menos definitiva historia de amor». Cremades, muy enfermo en esa época, se mostró indeciso en un principio. Trescientos cincuenta correos electrónicos más tarde, el proyecto era una realidad. El título, como es obligado, proviene de las obras de Shakespeare y hace referencia a los celos: «that sour unwelcome guest». Molina Foix no nos dice de qué obra la ha tomado. De pronto tengo una idea arrebatada: buscarlo en las obras completas del bardo. Pero desisto, porque me doy cuenta de que, metiendo la frase en Google, la fuente aparecerá al instante.

El invitado amargo es, pues, un experimento literario que podemos relacionar fácilmente por la pasión de Vicente Molina Foix por las cartas, de la cual es buen testimonio El abrecartas, la asombrosa novela epistolar polifónica que es, quizá, su obra maestra hasta el momento. La que nos ocupa no es una novela epistolar, aunque las cartas tengan en ella un papel importante, sino una obra de «autoficción», por utilizar un término de moda, escrita a dos manos por los dos autores en capítulos alternos. Es una obra híbrida, a caballo entre el libro de memorias, la confesión y la novela. Es, también, la evocación de una época.

El invitado amargo tiene un comienzo cinematográfico. Empieza –con una de esas simetrías que tanto favorecen el cine y también la vida– otro 30 de diciembre, el del año 1978. El protagonista duerme abrazado a «M.», sosteniendo «su cuerpo sin ropa», cuando suena el teléfono y él toma el supletorio en forma de góndola que está sobre una mesilla art déco. Se trata de Rafael, el marido de su hermana, que le notifica que su padre ha muerto.

Es curioso que Vicente Molina Foix escriba discretamente «M.» cuando, dos páginas más tarde, nos revela de quién se trata: María Vela Zanetti, mujer de belleza legendaria, con la que él estaba saliendo por aquel entonces. Lo cierto es que no era raro que el teléfono en forma de góndola sonara de pronto en mitad de la noche. Francisco Umbral, enamorado de María Vela y descompuesto por los celos, solía llamarles a horas intempestivas para luego quedarse callado al otro lado. Si es que realmente se trataba de él, como aseguraba María, ya que el llamador misterioso jamás dijo ni una palabra. En efecto, El invitado amargo comienza casi con una comedia de enredo.

Tenemos, por otra parte, la historia de Luis Cremades, un jovencito llegado a la capital para estudiar Sociología, aprendiz de poeta deseoso de introducirse en los círculos literarios. Después de conseguir el teléfono de Luis Antonio de Villena, le llama a su casa, y Villena le responde amablemente y queda con él en el café Gijón para conocerlo y leer alguno de sus poemas. Es en esa primera entrevista cuando Villena sugiere que queden con Vicente Molina Foix, otro escritor al que cree que le gustará conocer.

Quizá lo que más me gusta de El invitado amargo sea la animada evocación de una época de Madrid, la década de los ochenta, que ha sido muy poco y muy pobremente trasladada a la ficción. Vicente Molina Foix vivía y vive en la Avenida de América, en esa gran torre coronada por un luminoso de Iberia que es visible desde tantos puntos de Madrid. Este barrio, situado entre la anodina Guindalera, el barrio de Salamanca y el de Prosperidad, era muy animado en esa época: por allí estaban el Rock-Ola, el Marquee, el Ateneo de Prosperidad, la Morasol… También por allí cerca, hacia la zona noble, está el pub Dickens, el centro de las reuniones con Félix de Azúa, Villena y Fernando Savater. Y justo detrás, la calle Méjico (sic) que aparecerá en una novela de Molina Foix, El vampiro de la calle Méjico, en la que Luis Cremades aparece como invitado amargo bajo el nombre de Koldo.

Es el Madrid de Nicolás Sartorius; el de las veladas con Juan Benet; el de las reuniones con Vicente Aleixandre en Velintonia; el de la época de los viajes a Inglaterra; el del montaje de La vida es sueño de José Luis Gómez que tanto nos impresionó a todos; el de Leopoldo Alas; el de Coronada y el toro de Francisco Nieva, un autor que nos fascinaba (a mí no me gustó nada esa obra, pero sí La señora Tártara, estrenada en la misma época), junto con toda la generación teatral de los Riaza, Ruibal, Esteo, Mediero, López Mozo; el Madrid en el que El País era la principal referencia cultural; el Madrid del Joy Eslava, de La Vía Láctea; el Madrid del pop rock, de Los Secretos; el Madrid que acogía con grata sorpresa El mundo según Garp, de John Irving (recomendado por ¿Félix de Azúa? en el maravilloso programa de televisión Encuentros con las letras); el Madrid de Álvaro Pombo (Pombo, Villena y algún escritor más tenían una tertulia muy divertida en la televisión de sobremesa), el Madrid que se rendía maravillado ante Flowers, de Lindsay Kemp…

Toda la melancolía de una época compartida y de una ciudad compartida, de haber estado muchas veces en los mismos sitios en que estuvieron los dos protagonistas de este libro, le da a El invitado amargo, para este lector al menos, un valor que quizá no llegue a tener para otros lectores de otras ciudades o de otras generaciones. ¡Es tan poco lo que se escribe sobre Madrid! ¡Tan poco lo que perdura en la memoria artística de esa época florida y feliz! A través de los testimonios paralelos de Vicente y de Luis emerge un retrato plácido y casi idílico del Madrid de los ochenta. La política y los problemas sociales tienen muy poca cabida en ese retrato, que es personal y vital. No así la poesía, el cine, el teatro, la música, la moda, la vida nocturna, que eran las verdaderas preocupaciones de esa época. El mundo gay, junto con algunos de sus códigos no escritos, malentendidos, sobreentendidos. Y la amistad, los amigos, los paseos, las charlas, los cafés. ¿Habrá ciudades mejores y peores para la amistad? Yo siempre he pensado que Madrid es una gran ciudad para tener amigos.

El invitado amargo es, quizás, un libro demasiado largo. Sería difícil establecer diferencias significativas entre ambos autores. Sus voces se complementan y entrelazan a la perfección. El narrador llamado Vicente es más alegre, más travieso, más mundano, y usa más la imaginación, es decir, las imágenes. El narrador Luis es más meditativo, más digresivo, más reflexivo, aunque su verbo posee una gran elegancia. En cuanto a las cartas de ambos, no cabe duda de que están muy bien escritas, aunque tienen ambas una tendencia a la opacidad que revelan, inevitablemente, su origen real como comunicación entre dos personas que saben perfectamente de qué están hablando. Quiero decir que en las falsas cartas de las novelas epistolares, el autor siempre se las ingenia para llenar sus misivas de información y de imágenes, mientras que en las cartas reales toda esa información se da por supuesta y no se hace explícita. Hay algo ligeramente hermético, privado, en estas largas cartas, y algo de exceso, quizá de autocomplacencia, en los largos comentarios que las acompañan. Al leerlas tenemos la sensación de estar metiéndonos en un asunto que sólo debiera interesar a los participantes.

El final del libro es triste. En el año 2000, cuando habían pasado casi dos décadas desde su relación con Vicente, Luis Cremades se hace la prueba del sida y descubre que tiene el virus del VIH. Comienza entonces la larga lista de enfermedades y problemas médicos que trae consigo el síndrome de inmunodeficiencia. Cremades decide no ocultar su enfermedad, de acuerdo con los eslóganes más activos y valientes del momento, y descubre enseguida, ¡ay!, que su condición de enfermo de sida lo convierte en un marginado, en persona non grata en todos los ambientes. Poco a poco, todos sus amigos lo abandonan. «He ido perdiendo contacto con ese baile de espejos que es el mundo», escribe en una de las páginas más desoladas del libro.

Luis Cremades vive actualmente en Jijona (Alicante). Vicente Molina Foix, en Madrid. En la solapa del libro encontramos fotos recientes de ambos autores y en una de las páginas de cortesía, fotos de cómo eran entonces, a principios de los ochenta. Vicente, muy joven, aunque con unas profundas líneas en la frente. Luis, casi un niño. Todos éramos casi unos niños entonces.

Andrés Ibáñez es escritor. Sus últimos libros son El perfume del cardamomo (Madrid, Impedimenta, 2008), Memorias de un hombre de madera (Palencia, Menoscuarto, 2009), La lluvia de los inocentes (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012) y Brilla, mar del Edén (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014).

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