Buscar

¿Existe el progreso moral?

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Rousseau tuvo una especie de revelación cuando se dirigía a visitar a su amigo Diderot, preso. Iba una tarde de 1749 leyendo, mientras caminaba, las bases de un concurso convocado por la Academia de Dijon pidiendo ensayos sobre el restablecimiento de las ciencias y de las artes ha contribuido a depurar las costumbres, y de pronto le sorprendió una experiencia que relata en las Confesiones. Su conciencia atravesó un momento de lucidez prodigiosa, las ideas se le agolpaban a una velocidad muy superior a su capacidad de asimilación, pero la intuición central permanecía: ese progreso de los pueblos y naciones exaltado por su siglo –el ideario mismo de la Ilustración– no existe, porque el hombre nace bueno y la civilización lo corrompe, envilece y esclaviza.

La noción de progreso nació en la modernidad como una forma secular de salvar la finitud, recién descubierta pero de estatuto inseguro. Su difícil nacimiento tuvo lugar en el seno de la célebre querella de los Antiguos y los Modernos, que se riñó primero en Francia y luego en el Reino Unido a fines del siglo xvii y comienzos del xviiiSobre la Querella, véase el apartado VII.1, , en Javier Gomá Lanzón, Imitación y experiencia, Valencia, Pre-Textos, 2003, y la bibliografía allí citada.. La premodernidad descansaba toda ella en la suposición de que preexiste al hombre una naturaleza fija, completa y normativa, y que los grandes nombres de la Antigüedad grecorromana habían acertado a definirla y representarla –a imitarla– de forma perfecta y definitiva. En este orden de ideas, la doctrina del progreso necesitó el concurso de los mejores polemistas de la época para abrirse camino, y aun así tentativamente, porque venía preñada de implicaciones heréticas y subversivas al contradecir una de las verdades mejor asentadas, confirmada por una tradición de siglos innumerables y remachada con brillantez por el Renacimiento y el Neoclasicismo: el carácter canónico de la Antigüedad. La minusvaloración del presente que tal presupuesto suponía, esa minoría de edad de todos los vivos con relación a una remota edad de oro, mineralizada por el paso del tiempo, era desmentida por nuevas circunstancias históricas recientes que daban confianza y ánimos a los coetáneos para poner sus realizaciones al lado de las de aquellos gigantes del pasado.

El descubrimiento de América, los avances científicos, el florecimiento de las artes y las literaturas nacionales, la gloria de las repúblicas italianas, el esplendor de la Francia de Luis XIV, que se atrevía a competir con el de las ciudades griegas y la Roma imperial, y el mayor refinamiento de costumbres de la sociedad cortesana en comparación con las groserías e inmoralidades de los dioses y héroes homéricos, por ejemplo, les sugirieron la idea de que quizá, en lugar de concebir la historia como una inacabable decadencia desde esa primera perfección, era más justa la imagen de un cuerpo vivo que desde una infancia todavía informe va madurando en progresión constante, con la inevitable dignificación del presente –el de los Estados europeos a las puertas de la Ilustración– que la nueva metáfora entrañaba, al asociarlo con el floruit del organismo, su momento de mayor fuerza y vitalidad. Pero, en todo caso, no en todos los ámbitos de la cultura podía postularse con igual fundamento la hipótesis del progreso y se hacía forzoso establecer algunas distinciones.

Había demasiados testimonios sobre el superior estado del conocimiento científico en el siglo xvii como para seguir sosteniendo que los escritos físicos, geográficos o astronómicos de Aristóteles o Ptolomeo debían prevalecer sobre las modernas teorías de Copérnico, Galileo o Newton. En las ciencias, el conocimiento es acumulativo y, en consecuencia, aunque para la perspectiva actual sería ingenuo mantener un esquema de progreso lineal, dicho progreso es incuestionable, con aplicaciones del mismo tangibles y contrastables. ¿Y en las artes, y en la literatura? ¿Es Milton inferior a Homero, o superior? ¿En qué relación se encuentran Shakespeare y Sófocles, Dante y Virgilio, Miguel Ángel y Fidias? ¿Puede describirse esa relación con propiedad en términos de progreso o decadencia? La pintura, la escultura, la arquitectura, la poesía o el teatro, aunque puedan desarrollarse como oficios e incorporar nuevas técnicas, en rigor no progresan sino que son expresiones, enraizadas en su tiempo, del genio individual o colectivo que las produce. Tras múltiples intercambios de panfletos y libelos sobre estas cuestiones, hombres de letras como Pascal, Fontenelle o Wotton cerraron la Querella con la siguiente componenda: ¿progresa la ciencia? Sí; ¿progresan las artes? No.

La pregunta ahora, más difícil de responder, es la que se planteó Rousseau aquella tarde de 1749: la de si existe el progreso moral. Es algo que los participantes de la Querella sólo tocaron tangencialmente, denunciando el mal gusto o la perversión de costumbres de dioses y héroes de la mitología grecorromana, que ofendían el rigorismo racionalista y moralizante del clasicismo francés. La pregunta puede ser reformulada de la manera siguiente: ¿somos mejores nosotros que nuestros mayores? ¿Supone cada generación un avance moral respecto a la anterior? ¿Es la edad contemporánea más virtuosa que la moderna, y ésta que la medieval o la antigua? ¿Progresa, en suma, la humanidad como tal? El interrogante no admite una respuesta unívoca, que, en todo caso, sería obligado hallar en algún punto intermedio entre las ciencias y las artes. Se reitera: ¿existe el progreso moral? Corrigiendo respetuosamente a Rousseau, no hay más remedio que responder sí y no.

Sería posible presentar la historia de la humanidad, y en particular la reciente, como una lucha, plagada de titubeos y vacilaciones, avances y retrocesos, de la subjetividad por ampliar la esfera de su libertad frente a las opresiones e inmunidades de los poderes públicos. Los escritos morales de Kant, por ejemplo, muestran la conciencia que el hombre ha adquirido de su propia dignidad, fuente última de toda moralidad, así como, arraigado en ella, el reconocimiento de la libertad individual como valor supremo. Herder o Mill entienden la libertad como el derecho a ser individual en el sentido de distinto, diverso, peculiar, sin que el Estado ni el bien común estén asistidos por legitimidad alguna para estorbar o interferir en ese intento. Mill en particular escribe en 1859 su conocido ensayo Sobre la libertad para estudiar , situando con ello el debate, como ya lo hiciera Kant de otra manera, en la tensión entre libertad y coacción; esto es, entre un ámbito de elección personal que cada uno es libre para ejercitar como prefiera, encontrando en la diferencia y la diversidad humanas un elemento positivo, de un lado, y los límites de un Estado coercitivo que tiende a la uniformidad, la dominación y el control, de otro.

Y, desde esta perspectiva subjetivista, no puede negarse que los últimos tiempos, y en especial el siglo xx, han sido pródigos en sucesivas ampliaciones de la esfera de la libertad frente a la coacción con resultados verdaderamente admirables. La más importante de todas, los derechos humanos, como el derecho a la libertad religiosa, de conciencia, de expresión, de reunión, etcétera, recogidos en declaraciones políticas y luego positivizados en constituciones vigentes y protegidos por instituciones jurídicas eficaces y vinculantes. Estos derechos fundamentales, con toda su variedad, son modulaciones del mismo derecho esencial de todo ciudadano, jurídicamente sancionado, a encontrar la forma de realización de su individualidad con libertad plena, siguiendo sus personales preferencias, espontaneidad y capricho, sin tener que rendir cuentas a nadie. La constitucionalización de los derechos fundamentales, en suma, ha implicado el reconocimiento al sujeto de un cada vez más amplio espacio para ejercitar su libertad, incluso, en ciertos casos, si así lo desea, contra los intereses del bien común, sin sufrir por ello el castigo de la coacción pública, puesto que nunca se ha necesitado de una especial garantía jurídica para obedecer dócilmente las pautas marcadas por las autoridades políticas, siendo lo nuevo la facultad de contravenirlas sin peligro en virtud de su propio poder, pues, como dice Mill, «en la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano»John Stuart Mill, Sobre la libertad, trad. de Pablo de Azcárate, Madrid, Alianza, 1970, p. 66..

Al lado de esta lucha por el Derecho, el subjetivismo reñía otra contra la ideología en el campo de la cultura. La llamada  (Ricoeur) acostumbró a la conciencia subjetiva a recelar de la cultura en general al ver en ella un instrumento solapado de dominación por parte de la sociedad o sectores de ella, recuperando así el tema rousseauniano de la civilización alienante que encadena al hombre nacido ingenuo, libre y bueno. En El malestar de la cultura, Freud presenta el ideal –más o menos encarnado en un pasado prehistórico indefinido– de un yo en libertad que sería feliz dando curso libre a su eros, contrapuesto al yo actual inhibido por la cultura represora, que coarta su deseo, crea en su conciencia el sentimiento de culpabilidad y cambia la felicidad por el malestar, que es el precio que hay que pagar para el nacimiento de la cultura. Norbert Elias aplica este esquema a una secuencia temporal en El proceso de la civilización, imaginando la Edad Media europea como la época dominada por el yo instintivo y libre, al abrigo de represiones culturales y sociales, y contempla el desarrollo de la Modernidad –el Renacimiento, el Barroco, la Ilustración, el siglo xix– como un gran progreso de la civilización occidental, construida sobre la represión de los instintos básicos del individuo, quien soporta, primero, la coacción externa de la violencia del príncipe y, más tarde, la coacción interna o autocoacción, esto es, el control sentimental de los individuos con los resortes de la vergüenza, el pudor y el asco, agentes poderosos que emplea el poder político para conseguir que el individuo reprima por sí mismo sus deseos sin necesidad de violencia externa, renuncie a ellos y acepte, como dictados por su conciencia, las uniformadoras normas morales de la sociedad. Freud y Elias coinciden en desconocer la función educativa, ética y civilizadora de la sociedad, convertida en sus escritos en pura  que busca la dominación del individuo, el cual, en libertad, sin coacciones, con sus instintos liberados, recuperaría su antigua felicidad.

He aquí el fundamento teórico de los movimientos de liberación surgidos en la segunda mitad del siglo xx, que deben interpretarse como la radicalización del subjetivismo romántico y antisocial hasta el paroxismo. El ensayo de Marcuse Eros y civilización (1955) toma como punto de partida la teoría social y psicológica de Freud, que identifica el progreso moral de la civilización con la coacción sobre la libertad subjetiva y con la hegemonía de «fuerzas destructivas»Herbert Marcuse, Eros y civilización, trad. de Juan García Ponce, Barcelona, Seix Barral, 1968, p. 62.. Pero, a diferencia de Freud, que establece una ecuación necesaria e indestructible entre civilización y represión, indaga en la segunda parte de su trabajo en las condiciones históricas para una civilización no represora. El progreso mismo de esta civilización ha alcanzado tal grado de productividad que la energía instintiva que debía ser consumida antes en el trabajo enajenado puede ser reducida considerablemente y levantada la anterior obligación de reprimir los instintos vitales. Con la reducción del trabajo, «eros, los instintos de la vida, serían liberados hasta un grado sin procedentes»Ibídem, p. 148.. Y sueña con un mundo en el que sean eliminadas las tradicionales dos instituciones de la eticidad: el trabajo y la familia, para culminar una liberación total del sujeto. Por una parte, dice que ; y en lugar del trabajo propone el juego, el cual «es improductivos y es inútil precisamente porque cancela las formas represivas»Ibídem, pp. 183-184.. Por otro, en esa nueva civilización conciliada con el eros se produciría una reactivación de la sexualidad polimorfa pregenital y narcisista; el cuerpo así sexualizado sería un puro instrumento de placer y ello conduciría a «una desintegración de las instituciones en las que las relaciones privadas interpersonales han sido organizadas, particularmente la familia monogámica y patriarcalIbídem, p. 188.. La sociedad ideada por Marcuse estaría compuesta por subjetividades narcisistas, lúdicas, altamente sexualizadas, descomprometidas éticamente y capaces de reducir al mínimo sus obligaciones laborales.

Las revoluciones culturales de los sesenta implicaron una auténtica mise en scène del programa marcuseano, y hay que decir que con notable éxito. «La distancia que separaba a una generación numerosa, próspera, mimada, segura de sí misma y culturalmente autónoma de la generación de sus padres, insólitamente poco numerosa, insegura, marcada por la Depresión y devastada por la guerra, era mayor que la distancia que suele haber entre distintos grupos de edades»Tony Judt, Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, trad. de Jesús Cuéllar y Victoria Gordo del Rey, Madrid,Taurus, p. 575.. En efecto, Europa y América estaban llenos de jóvenes y el problema no era alimentarlos o vestirlos, sino educarlos e integrarlos en la sociedad. La originalidad de los movimientos de protesta de esa década reside en que el conflicto no estalla, como en casos anteriores, entre clases sociales, entre religiones, entre naciones o entre ideologías, sino, por primera vez de forma masiva, entre generaciones, una, la mayor, instalada en las instituciones del orden tradicional y establecido, y la otra pujante, insolente y multitudinaria, amalgama de clases, religiones, naciones e ideologías, unida sólo por su juventud y su inconformismo, que clama contra el venerable principio de autoridad (el del padre, el maestro, el juez, el militar, el policía, el sacerdote, el profesional y el adulto en general), vigente en Europa, como principio básico de vertebración social, al menos desde las primeras oleadas de los indoeuropeos cuatro milenios atrás, y ahora empujado, derribado y pisoteado como la estatua de un dictador cruel. Porque no se trata de una normal dialéctica entre generaciones, la de los padres que se resisten a ceder a los hijos su posición en los órganos de poder político y económico, cuya estructura no hace más que mantenerse y confirmarse en los sucesivos relevos; ahora se critican en un plano teórico y se transgreden en el práctico los fundamentos de la secular comunidad patriarcal en nombre de las diversas formas de liberación subjetiva (sexual, feminista, pacifista, nudista, ecológica, etcétera). En lugar de reemplazar a la generación antigua dentro de la cultura dominante, quieren cancelar dicha cultura con la provocación de una contracultura, por lo mismo que gustan de cambiar el uniforme que ha vestido tradicionalmente la autoridad por las ropas de los gitanos trashumantes o por la desinhibida ausencia de ropa.

Y aunque ciertamente no se ha cumplido ese anhelo de Marcuse, para la nueva civilización no represora, de «vivir sin angustia», la supresión del santo principio de autoridad, bendecido por todas las leyes morales y jurídicas, sí puede aventurarse que es definitiva, así como son irreversibles el desprestigio de la coacción represora y la exaltación de la autenticidad y la espontaneidad ética y estética, acompañados de la generalización de los valores típicos de una adolescencia detenida en el estadio estético, reacia a incorporarse a unas instituciones de la eticidad –amor ético, trabajo productivo– que han perdido entretanto su sacralidad y su aura, y que se presentan sólo como una opción, y no de las más atractivas, entre otras igualmente dignas, que se ofrecen a una subjetividad consciente de su derecho soberano a elegir la forma de vida que prefiera y que ya no se deja intimidar. La contracultura, como movimiento social, se diluyó finalmente en la cultura tardomoderna hoy hegemónica, pero a cambio infundió en ésta un hálito de nihilismo y de invencible escepticismo hacia todo lo colectivo y lo político que ha dejado pendiente la tarea de hallar a la polis unos fundamentos morales nuevos, exentos de coacción, represión y autoritarismo.

Por consiguiente, a la pregunta de si existe el progreso moral ha de contestarse afirmativamente si se considera el rotundo avance de la libertad individual en el mundo contemporáneo y los extensos terrenos conquistados a la coacción y a la opresión. Somos, incuestionablemente, más libres que antes. Podría incluso argumentarse que la nuestra es una época de libertad consumada, queriendo indicar con ello que el progreso de la libertad y de los derechos individuales, sin decir que se ha agotado totalmente, ha alcanzado un máximo histórico en todos los órdenes de la vida (no ignorando los obstáculos materiales que, en muchos casos, se oponen todavía hoy al ejercicio efectivo de esos derechos, en determinados países, minorías o sectores sociales). La batalla por la libertad está básicamente ganada, o le falta ya poco. Existen las condiciones jurídico-formales y, en buena medida, también materiales para, en términos kantianos, salir de la autoculpable minoría de edad, emanciparse y constituirse sin interferencias exteriores en sujeto moral libre.

Otra cosa es el uso, virtuoso o no, que se haga de esa libertad ampliada. Somos jurídica y políticamente más libres que antes, pero no hay razón para mantener que somos mejores –más virtuosos– que los hombres del pasado. En este punto, argüir la existencia de un progreso moral es muy problemático. La libertad puede ejercitarse para el bien o para el mal, puede hacerse un uso virtuoso o defectivo de la libertad, y una mayor libertad representa una mayor capacidad para construir, pero también para destruir los cimientos morales de una sociedad. Se observa esta doble capacidad en los ambiguos resultados del siglo xx. Hemos asistido en esta última centuria a conquistas morales inconcusas como, entre otras, la generalización de la democracia, la aprobación de constituciones liberales, el reconocimiento jurídico de derechos fundamentales, la creación de un Estado de bienestar, la consagración de la tolerancia, el pluralismo y la paz social como principios estructurales de las sociedades contemporáneas, y los primeros pasos de una resolución pacífica de conflictos entre países y de una justicia internacional. Pero no puede olvidarse que ese mismo siglo de los derechos humanos ha sido el escenario de las mayores tropelías y atropellos nunca vistos contra ellos, tanto más atroces cuanto mayor era la conciencia del valor de lo que se violaba, muchas veces conforme a un plan racionalmente ideado: allí están, verbigracia, las dos guerras mundiales, Auschwitz, el Gulag, los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki, las masacres de Pol Pot, el terrorismo de Estado y el internacional, o las redes mundiales de corrupción, delincuencia y tráfico (de estupefacientes, menores o armas).

En suma, la misma civilización que ha sabido progresar moralmente ganando a la opresión una más amplia esfera de libertad, ha usado esa libertad ampliada, en una medida no despreciable, para la inmoralidad más perversa, haciendo descender al hombre a unas profundidades de abyección y envilecimiento imposibles de predecir. De lo que se sigue, en fin, que si desde la perspectiva de la libertad cabe confirmar la existencia comprobada de un progreso moral, desde la del contenido de esa libertad y de su ejercicio efectivo sería casi un sarcasmo mantener semejante aserto. De ahí el matizado sí y no a la pregunta que se suscitó al principio.

image_pdfCrear PDF de este artículo.
Maurice_Quentin_de_La_Tour_-_Portrait_of_Jean-Jacques_Rousseau_-_adjusted

Ficha técnica

11 '
0

Compartir

También de interés.

La captura del tiempo