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Con pie forzado

El hombre duplicado

JOSÉ SARAMAGO

Alfaguara, Madrid, 407 págs.

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A estas alturas, con el Premio Nobel a su espalda y ochenta años cumplidos, cabe considerar que una nueva novela de Saramago es un hecho tan previsible como sorprendente. A ello contribuye, sin duda, la relevancia de su compromiso político, que el escritor en no pocas ocasiones ha colocado por encima de la literatura. Aquello tan repetido por Saramago de que «la literatura no puede cambiar el mundo» es una respuesta estéril a una pregunta con pie forzado. ¿Hay alguien que crea hoy que la literatura tiene el propósito de cambiar el mundo? Pero en el escritor portugués el pie forzado es también un punto de apoyo, su método de intervención. Véanse los temas de sus últimas novelas; todas se apoyan en cuestiones que soportan una larga tradición literaria, de las que el lector ya tiene concebida alguna idea, o espera de la lectura una nueva interpretación. Ensayo sobre la ceguera era una metáfora sobre la piedad. Todos los nombres podía leerse como una actualización del funcionario creado por Gógol y Kafka; La caverna, con su taller de alfarería, remitía al mito de Platón.

El hombre duplicado no sólo no escapa a esta aserción, sino que incluso la acentúa. Sabemos que nos vamos a encontrar con el tema del doble. Sobre este argumento bien está traer aquí a Borges, que escribió: «Sugerido o estimulado por los espejos, las aguas y los hermanos gemelos, el concepto del doble es común a muchas naciones». No olvida mencionar la creencia de que encontrarse consigo mismo es ominoso, y cita algunos autores que han tratado el aspecto trágico de este encuentro: Stevenson, Dostoiewsky, Poe. Tal vez Saramago ha tenido en cuenta estos precedentes, pero si lo ha hecho no se aprecian en su novela; no obstante, se servirá del efecto trágico de un accidente de carretera: si hay dos hombres iguales, uno de ellos sobra.

El argumento de El hombre duplicado, con ser actualmente un asunto a flor de labios (¿qué es la clonación, sino formas duplicadas?), obtiene aquí un tratamiento muy prudente, con un claro deslizamiento hacia la intriga en su parte final, cuando la historia adquiere tensión y consistencia. Antes, todo son preliminares y abusos del narrador omnisciente, que no cesa de intervenir, incrustando aquí y allá sus opiniones y suposiciones, erigiéndose en un protagonista más activo que sus personajes. Este método de apelación, que consiste en demostrar que leer es como viajar en diligencia, pero sentado en el pescante, con obligación de oír atentamente al cochero y contemplar su gobierno sobre el trote de la caballería, tiene el inconveniente de ser un procedimiento que el lector acepta con agrado (por ejemplo en Jacques el fatalista) si dice cosas agudas e inteligentes, pero se hace inoportuno, e incluso cargante, si se dedica a soltar obviedades, y peor si cae en burdas contradicciones, como recordar que conoce todos los pensamientos de su personaje, y luego delegar en ese personaje la permanencia, o no, de la amante de éste en la narración. Aún más flagrantes, como si se dirigiera a un lector de escasas luces, son las observaciones del tipo: «este día en que nos encontramos es viernes, de donde se sacará fácilmente la conclusión de que el día de ayer fue jueves y el de anteayer miércoles», líneas que el propio narrador juzga que serán motivo de crítica, pero aun así las mantiene (en lugar de borrar todo lo que viene después de «viernes», que hubiera sido lo pertinente) y soluciona el tropiezo contraponiendo, con una pirueta silogística digna de mejor causa, el hecho «generalmente conocido» de que el miércoles y el jueves se llaman de distinto modo en otras lenguas (por las dudas, remito a la página 88). Estas intrusiones, que no son sino huidas hacia adelante, construyen una novela donde la argamasa es más abundante que los ladrillos, de modo que El hombre duplicado eleva una arquitectura que se sostiene en un falso equilibrio.

En efecto, la historia de un profesor de instituto, divorciado, cercano a los cuarenta, llamado Tertuliano Máximo Afonso (nombre que suscita en el narrador continuas digresiones, es decir paletadas de argamasa), quien descubre en un vídeo que un actor es idéntico a él, y que a partir de ese hallazgo inicia una investigación con el fin de encontrarse con su doble, no va más allá de un relato realista con pie forzado en lo inverosímil, cuyas maniobras narrativas, condicionadas por el desafío del tema elegido, se resuelven en una actuación de virtuosismo, no muy brillante, pero al cabo ejecutada con las destrezas y el renombre de quien ya ha escrito más de diez novelas. No es ésta, por cierto, una obra que pueda emparentarse con El año de la muerte deRicardo Reis, o más próxima en el tiempo, con Ensayo sobre la ceguera, y se diferencia de ellas por el abandono de Saramago de la precisión barroca en favor de la autoironía narrativa y la metaficción. Los movimientos del personaje no pasan de ser una sucesión de descripciones, el seguimiento de la vida de un hombre grisáceo y de escasa densidad dramática, al que se le ha añadido el imprevisto de saber que existe, en la misma ciudad, otra persona físicamente idéntica. No se conocen, y nada les une; así que la novela da por supuesto que, ante una revelación de esta índole, nadie se queda de brazos cruzados, sino que se empeña en resolver la analogía. En la investigación del profesor para encontrarse con su doble, Saramago proyecta un misterio y una amenaza –punzadas que el personaje no siente, pues se mueve por estricta curiosidad– y sólo debido a que, según la tradición, la aparición del doble es presagio de muerte, la novela agitará sus aguas mansas y transformará la gris existencia en experiencia trágica. El aspecto fantástico del doble se mantiene así, a pesar del realismo de Saramago, reducido a un intercambio de personalidades que provocará la supresión de uno de los hombres idénticos. Para que suceda esta aniquilación, Saramago debe forzar su historia, y para ello recurre al egoísmo arbitrario –el doble, que no ha dado muestras de ser un canalla, decide pasar una noche con la novia del profesor–, un recurso poco imaginativo, más propio de una vulgar serie televisiva que del autor de La caverna. Pero es que Elhombre duplicado, leída atentamente, sin sumisión al prestigio bien ganado de Saramago, no logra elevarse por encima de una narración de casualidades y enfáticos misterios que, como las series mencionadas, no deja secuelas en la memoria.

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Ficha técnica

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