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El genocidio de Ruanda

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En el genocidio de Ruanda, la iglesia católica de Nyamata desempeña el mismo efecto simbólico que Auschwitz. Situada a treinta y cinco kilómetros de Kigali, entre sus paredes aconteció un horror inenarrable: cuatro días de espantosa matanza que dejaron un rastro de casi diez mil víctimas. No hay una estimación definitiva sobre el número de víctimas de Auschwitz. En los juicios de Núremberg, Rudolf Höss, comandante del campo entre 1940 y 1943, aventuró la cifra de dos millones. Posteriormente, se consideró que su estimación era poco realista y se rebajó la cifra a la mitad. Al margen de las necesarias condenas, expiaciones y reparaciones, ¿resulta moralmente relevante cuantificar el crimen? ¿Merece ETA más indulgencia que el IRA porque mató menos? El IRA Provisional dejó un rastro de mil ochocientas víctimas mortales; ETA sólo arrebato la vida a 859 personas. En este caso, los números no restan ni suman. Cuando se mata por una ideología, el primer asesinato ya expresa esa voluntad de exterminio que caracteriza a los crímenes de lesa humanidad y las cifras sólo reflejan la capacidad operativa de una banda terrorista o de un régimen totalitario.

Poco después del genocidio de Ruanda, el periodista francés Jean Hatzfeld entrevistó a un grupo de hutus confinados en la cárcel de Rilima, próxima a Nyamata. Todos habían pertenecido a las milicias Interahamwe («los que combaten juntos»), el brazo ejecutor de la matanza de ochocientos mil tutsis. Hatzfeld comprobó que los milicianos incriminados apenas conocían el sentimiento de culpa. Al responder a consignas oficiales, su conciencia se inhibió de cualquier reparo moral: «Hacíamos una tarea de encargo. Íbamos en fila siguiendo la buena voluntad de todos. Nos reuníamos en el campo de fútbol en bandas de conocidos y nos íbamos de caza agrupados por afinidades». Al hablar de su primera víctima, Pancrace Hakizamungili, un agricultor de etnia hutu que cumplió siete años de prisión, afirma: «Tuve la suerte de matar a varias personas sin mirarles a la cara. Pero sí que me acuerdo de la primera persona que me miró, en el momento de asestarle el golpe sangriento. Eso sí que fue algo. Los ojos de la persona a la que matas son inmortales si te miran en el momento fatal. Son de un color negro terrible. Impresionan más que los chorreones de sangre y que los estertores de las víctimas, incluso entre un barullo grande de muerte. Los ojos de los asesinados son una calamidad para el asesino si los mira. Son el reproche del muerto».

Leópord Twagirayezu no experimentó nada semejante. Después de asesinar a su primera víctima, descubrió que «matar era una tarea de mucho sudar y muy distraída, una diversión inesperada». Nunca llevó la cuenta. Del primero conserva un recuerdo exacto, pero ha olvidado al resto: «Me pareció que no era nada del otro mundo; ni siquiera noté, mientras los mataba, nada que me convirtiera en asesino». Jean-Baptiste Murangira, agente del censo y campesino, casado con una tutsi, reconoce que enseguida se acostumbró a matar sin darle demasiadas vueltas. Pío Mutungirehe, agricultor, jugador de fútbol, miembro de la coral de su iglesia, cumplió siete años de reclusión por su participación en el genocidio. Al recobrar la libertad, se hallaba en plena forma, impaciente por jugar de nuevo al fútbol. Al igual que sus compañeros, reconoce que era necesario negar la humanidad de las víctimas para realizar el trabajo: «Cuando descubríamos tutsis en las ciénagas, ya no veíamos seres humanos. Quiero decir personas como nosotros, con ideas comunes y sentimientos parecidos». La responsabilidad por la sangre derramada se manifiesta como vergüenza y despersonalización: «Aquel asesino no era yo. Su ferocidad no tiene nada que ver conmigo. Aquella maldad era como de otro yo con una carga en el corazón».

Las explicaciones de Pancrace recuerdan el alegato de Eichmann. Sin un gobierno que respalde las matanzas, la conciencia individual alega objeciones irrebatibles: «Matar es algo que desanima mucho si depende de ti la decisión, incluso matar a un animal. Pero si tienes que obedecer consignas de las autoridades, si te han mentalizado como es debido, si sientes que te mangonean, si ves que la matanza va a ser total y sin consecuencias nefastas en el futuro, te apaciguas y te serenas. Y sigues adelante sin más apuros». La normalización del crimen facilita la tarea. La insensibilidad moral prospera cuando la conciencia de obrar conforme a la ley exime de responsabilidad individual. Las palabras de Leópord corroboran la transformación interior que convierte a un hombre común en ejecutor de un genocidio: «Durante las matanzas no veía nada en particular en los tutsis: sólo que había que suprimirlos. Quiero dejar claro que desde el primer señor al que maté hasta el último, no lamenté nada».

Los testimonios insinúan que matar es un impulso atávico y placentero. Alphonse Hitiyaremye, comerciante, católico ferviente, buen futbolista, siete años de prisión, comenta: «Era una actividad menos reiterativa que la siembra; nos alegraba la vida, por decirlo de alguna manera». Pío nos es menos sincero: «No se puede decir que echáramos de menos la tierra. Estábamos más cómodos con ese trabajo de caza, porque no había que agacharse para recoger la comida, las chapas y el botín. Matar era una actividad más brusca, pero más gratificante. La prueba es que nadie pidió nunca permiso para irse a limpiar su tierra, ni siquiera medio día». Alphonse no oculta su regocijo y su nostalgia: «Nos decíamos que era una temporada de suerte que no se iba a repetir». La ebriedad provocada por las matanzas adquirió una fuerza incontrolable. Jean-Baptiste admite que si el Frente Patriótico de Ruanda no hubiera puesto fin al genocidio, «nos habríamos matado mutuamente al morir el último tutsi, porque éramos prisioneros del delirio de repartirnos sus tierras. Habíamos dejado de lado la obediencia y los inconvenientes de la miseria. Los obedientes de a pie ya no obedecerían como antes a las autoridades para que la riqueza y la pobreza se repartieran como antes».

En Nyamata no se conoce ningún caso de hutus que ofrecieran refugio a las víctimas. En general, la sociedad apoyó el genocidio y quienes se opusieron, como Isidoro Mahandago, un campesino de setenta y cinco años, fueron asesinados. Entre la clase política, no hay ningún gesto de compasión, heroísmo o arrepentimiento. No hay ningún Raoul Wallenberg ni un Ángel Sanz-Briz. Las esposas de los asesinos raramente recriminan sus actos. De los entrevistados, sólo la mujer de Alphonse se muestra consternada: «Esto no es normal. Va más allá de lo humano». Pero no es lo habitual. Durante las matanzas, no se repara en la identidad individual. Los lazos comunitarios, las experiencias compartidas, las buenas relaciones de vecindad, apenas cuentan. Sólo dificultan las cosas, pero sin llegar a paralizar la espiral de asesinatos. Al igual que en la Alemania nazi, se alega el derecho a preservar la existencia de un pueblo supuestamente amenazado. Los asesinos se limitan a anticiparse para salvar su propia vida. Actúan en legítima defensa. En ese clima de cinismo y embrutecimiento, la degradación de las víctimas facilita el trabajo. Es más fácil matar a un ser humano vencido y humillado que a un semejante con su dignidad intacta: «Matar a gente andrajosa que se arrastraba era más sencillo que matar a personas de pie, como es debido. Parecían menos personas en esa postura». Jean Hatzfeld reunió los testimonios en Una temporada de machetes (trad. de María Teresa Gallego Urrutia, Barcelona, Anagrama, 2004), un libro tan recomendable como sobrecogedor.

El genocidio nunca es un impulso: siempre es algo planificado. Al comparar las matanzas que se produjeron en 1959 con el genocidio de 1994, se aprecia una inflexión en la historia de Ruanda, la diferencia entre una explosión incontrolada y una demolición minuciosa. Se responsabiliza a políticos e intelectuales, que reelaboraron el viejo antagonismo étnico para convertirlo en exterminio, introduciendo un elemento nuevo en las confrontaciones entre pueblos o naciones. Las potencias coloniales fomentaron las tensiones ya existentes, de acuerdo con sus intereses. Antes de la colonización europea, África ya conocía la guerra, pero no el genocidio, una empresa absurda comparada con la posibilidad de esclavizar al enemigo vencido o, simplemente, ocupar sus tierras, expulsándolo hacia regiones periféricas. De hecho, la cultura ruandesa no reconoce el concepto de genocidio, salvo como algo adventicio, sin raíces, bastante alejado de la historia anterior. Incluso como algo que no pertenece a la condición humana y que tampoco puede atribuirse a la Naturaleza. De etnia tutsi, Sylvie sobrevivió al genocidio, pero le desborda lo vivido, el terror en las ciénagas y el milagro de poder contarlo. Su experiencia no puede integrarse en una vida humana, pues lo acontecido es estrictamente inhumano. Ni la razón ni el instinto se reconocen en ese horror. «Si se queda uno demasiado anclado en el genocidio, se pierde la esperanza. Se pierde lo que se ha conseguido salvar en la vida. Se corre el riesgo de contagiarse de otra locura. Cuando pienso en el genocidio en momentos de tranquilidad, reflexiono para saber dónde colocarlo dentro de la existencia, pero no encuentro ningún sitio. Quiero decir sencillamente que no es nada humano».

El genocidio necesitó reinventarse el lenguaje para justificar su inaudita tarea. Su propia desmesura cuestiona la posibilidad del perdón: «Las matanzas nos superaron, el perdón nos supera también», reconoce uno de los asesinos.

No podemos permitir que las víctimas caigan en el olvido. Los homenajes carecen de valor cuando se conforman con la evocación retórica. El lugar de las víctimas no es el pie de página ni la estadística, sino el centro de la historia. El mal no crea nada: sólo desata una calamidad temporal. Ninguna matanza logra su objetivo. Sería un acto de arrogancia e hipocresía atribuir el genocidio de Ruanda al subdesarrollo económico y cultural, pues en la civilizada Europa se han perpetrado horrores semejantes en fechas recientes. Sin llegar más lejos, en julio de 1995, las tropas serbias al mando del general Ratko Mladi? exterminaron a ocho mil bosnios musulmanes, inspirándose en el mismo anhelo de limpieza étnica que guió a las milicias Interahamwe. ¿Hay una explicación universal para estos actos de barbarie, que se repiten cíclicamente? ¿Tenía razón Freud al describir la civilización como un doloroso ejercicio de represión sobre las pulsiones destructivas de nuestro inconsciente? ¿Existe realmente un malestar en la cultura, que se expresa cuando las circunstancias históricas y políticas crean las condiciones propicias? Me resulta más convincente responsabilizar a las ideologías, que despliegan una trama conceptual más o menos desarrollada para deshumanizar al otro y justificar su aniquilación. Las ideologías son altamente dañinas, pero creo que el relativismo no es la alternativa capaz de neutralizarlas. Las convicciones son necesarias. Para pensar y obrar éticamente. La convicción más elemental es reconocer el derecho a la vida y la libertad de nuestros semejantes, especialmente cuando sus valores y estilo de vida no coinciden con los nuestros. Si esa convicción básica se posterga en nombre de un ideal supremo, los machetes de Ruanda vuelven a resplandecer en la oscuridad, preparándose para añadir nuevas masacres a la historia de la humanidad. Machetes o bombas que estallan en trenes y aeropuertos.

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