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El fracaso al alcance de todos

Instrucciones para fracasar mejor. Una aproximación al fracaso

Miguel Albero

Madrid, Abada, 2013

256 pp. 15 €

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En una sociedad que aparentemente persigue y venera el éxito en todas sus facetas, resulta paradójico el prestigio –diremos romántico o neorromántico, a falta de mejor acuñación– que sigue nimbando al perdedor. Digo romántico porque, no nos engañemos, el modelo sigue siendo el Werther, aunque hoy tienda a recubrirse con todos los disfraces y distorsiones posmodernas. Por eso –hago constar desde el principio– creo que Albero esquematiza y simplifica abusivamente cuando establece que el fracaso «es un hijo del siglo veinte occidental (uno más) como el nazismo o el McDonald’s». No es cierto. Hasta el propio autor lo reconoce una página después cuando señala, esta vez más certeramente, que es con el modelo capitalista y con la valoración de la libertad personal y la iniciativa individual (y luego más categóricamente con la nietzscheana «muerte de Dios»), cuando tiene verdaderamente sentido hablar de éxito y fracaso. Cuando Dios, los dioses o el destino dejan de dictar las vías por las que necesariamente tiene que transitar el ser humano: es entonces, a partir de ese momento, cuando al hombre se lo valora por la consecución de su propio proyecto vital. Él es el único responsable. La realización humana parece así inextricablemente ligada al concepto de éxito.

Pero no nos pongamos campanudos, entre otras cosas, como rápidamente vamos a ver, porque precisamente eso sería lo más opuesto al rol que aquí corresponde adoptar. Elijamos una perspectiva menos metafísica y más mundana, y vayamos al grano, a la dimensión social del éxito y el fracaso. Lo que nos reconcilia con el triunfador es precisamente el descubrimiento de que, tras su fachada deslumbrante, se esconde un gran fracasado. Los ejemplos salen en tropel de las páginas de sucesos: en el momento en que escribo, Philip Seymour Hoffman es el último –supongo que a estas alturas, será ya el penúltimo o antepenúltimo– de una interminable lista de supuestos triunfadores, gigantes con pies de barro, de tan ilustre progenie como Kurt Cobain, Michael Jackson, Whitney Huston, James Dean, Marilyn Monroe y no sé cuántas decenas o centenas de otros nombres que llegaron a estar casi deificados para millones de personas en todo el mundo. He citado a propósito «estrellas» exclusivamente estadounidenses –el espectáculo, el escaparate por antonomasia–, no obviamente porque el fenómeno no se dé en otras latitudes o ámbitos culturales, sino tan solo porque me permite la formulación sintética que ahora mismo nos interesa. Por decirlo al modo que popularizó en su día otra gran estrella que coqueteó con el wild side –no Lou Reed, sino Mick Jagger–, «vive deprisa, muérete joven y así tendrás un apuesto cadáver»Como suele ocurrir en estos casos, la frase tiene leves variantes y varios progenitores. Suele atribuirse a Truman Capote, aunque Jagger fue quien la popularizó. En nuestro país, Jordi Sierra i Fabra la utilizó parcialmente para titular uno de sus libros: Cadáveres bien parecidos (Crónica negra del rock), Barcelona, Ultramar, 1987. La frase de Capote le servía precisamente a Sierra como cita preliminar de su obra. Poco después, otro divulgador, Carlos Abella, se servía del mismo enunciado como motivo central de una obra de parecido alcance, como inequívocamente reflejaba el propio título: Murieron tan jóvenes, Barcelona, Planeta, 2003..

Dejando ahora de lado otras interpretaciones pertinentes, se trataría en cierto modo de la constatación de que el éxito es por definición efímero e impostado y lo sustancial o auténtico es lo que permanece detrás. Aunque en este libro que vamos a comentar no se habla mucho de este tipo de triunfos y estrellas, esa es precisamente la idea central que subyace en todo su recorrido argumental. Ya de por sí, la cita de Rafael Cansinos Assens (El divino fracaso) con la que se abre y cierra el volumen presenta reveladoras concomitancias, incluso en la forma, con lo que acaba de exponerse: «Aceptarás desde luego tu fracaso, heroica y  magnánimamente, en plena plenitud, como esas mujeres que, en la juventud más deseada, cercenan sus cabellos: aceptarás tu divino fracaso, para sentirte más triunfalmente seguro de ti mismo». Por si cabía alguna duda, la segunda cita que se encuentra el lector al pasar página es la de una de las mejores obras del último Samuel Beckett, Rumbo a peor. Aquí se disipa cualquier duda que hubiera podido aún albergarse acerca de lo que acaba de exponerse, es decir, la aspiración al fracaso como auténtica naturaleza del ser humano. Un ejercicio metódico y disciplinado para hallarse a sí mismo: «No matter. Try again. Fail again. Fail better»El fragmento de la obra de Beckett Wostward Ho se cita en página 7 (existe versión española: Rumbo a peor, trad. de Libertad Aguilera, Barcelona, Lumen, 2001)..

Así las cosas, parece que el inevitable paso siguiente no puede ser otro que ingresar con todas sus consecuencias en una deriva existencialista clásica, incluyendo en ella hasta la imposibilidad de alternativa. De hecho, en algunos momentos se bordea en estas páginas un precipicio de esa índole: «no es que el objeto sea el éxito y fracases, es que no es una opción». No estamos lejos de la formulación clásica del hombre como ser-para-la-muerte, pues «en cuanto naces, ni un minuto antes ni uno después, ya estás destinado al fracaso». Ser mortal no significa otra cosa que «fracasar de todas todas». De Pascal a Nietzsche, con modulaciones muy semejantes, se repite la idea de que todos estamos embarcados en el mismo navío con destino inexorable al naufragio (pp. 223-227). Naufragio es precisamente, según Albero, el concepto que más se aproxima al de fracaso. La consabida metáfora del barco que encalla se repite en nuestra cultura, como repasa el autor, desde Cicerón hasta Julio Ramón Ribeyro. Parecería pues que, con esas premisas, el autor se habría visto necesariamente abocado a un ensayo clásico de tonos sombríos. Nada más lejos de la realidad. Desde las primeras páginas –¡qué digo!: desde el título mismo–, Albero adopta una pose irónica, parodiando hasta en la propia conformación del libro los manuales de autoayuda. En este caso, ayuda no para triunfar ni para aprender del fracaso, sino para apurarlo hasta sus últimas consecuencias. ¿No estamos destinados al fracaso de cualquier modo? ¡Sea! ¡Aceptémoslo! Y esmerémonos entonces en fracasar lo mejor posible.

Como cualquiera puede colegir, esta perspectiva determina profundamente el sentido y alcance de la obra, tanto en su vertiente positiva como en sus limitaciones e insuficiencias. Por expresarlo sin ambages, estamos ante un ensayo que pretende sortear a toda costa el formato clásico que convencionalmente se espera de obras de esas características. Quiero decir que, frente al examen sistemático de la materia o el análisis riguroso, Albero opta –como si le espantara caer en tales excesos– por la vía opuesta, la broma, el tono zumbón, el chascarrillo incluso. Tanto le repele al autor instalarse en la trascendencia o el discurso solemne y admonitorio que termina por caer en el defecto opuesto: una impostada liviandad que, por su reiteración, puede hacerse pesada e incomodar a determinado tipo de lectores (entre los cuales, confieso, me incluyo).

Es verdad, por decirlo todo como es debido, que muchas veces se trata más de un problema de exposición o forma que de fondo propiamente dicho, porque detrás del tono paródico se atisba un concienzudo trabajo de documentación. Del mismo modo, o complementariamente, puede apuntarse que tras unos epígrafes a menudo penosos («Basta de meandros, doctor, extiéndame de una vez la receta») se agazapa una exposición más estructurada de lo que a primera vista cabía pensar. Las acotaciones del autor, por debajo de la aparente ligereza, suelen ser bastantes certeras y las abundantes citas están por lo general bien traídas y bien insertas en su contexto. Así que, por emplear una fórmula rotunda, si el lector interesado en el tema o que haya llegado a estas páginas buscando algo más que un mero divertimento, logra trascender la fachada y superar los chistes de tercera categoría, se encontrará con algunos apuntes sugestivos y algunas ideas interesantes sobre el fracaso y sus diversas formas de plasmarlo y vivirlo en nuestra cultura y en los más variados ámbitos, como la literatura, la filosofía, el arte, el cine o la misma vida cotidiana. El tratamiento –ocioso es subrayarlo, después de todo lo dicho– no es sistemático. Pero, como le gusta a determinadas corrientes posmodernas, Sartre, Camus, Lacroix o Cioran se mezclan con Mark Twain, el Titanic o la secta Moon. El estudio del fracaso en la literatura no es tan heterogéneo, aunque también aquí cabe casi de todo. Los capítulos siguientes siguen la misma tónica, no ya sólo por el batiburrillo de elementos dispares, sino también porque se alternan observaciones agudas con referencias pintorescas o inanes.

El conjunto se resiente de todos los factores que acabo de señalar y termina por producir una cierta insatisfacción, como de perspectivas o promesas no colmadas. La deliberada mezcolanza de ingredientes –no vamos a ponernos puristas, pero nos cuesta aceptar que se mida, o que parezca medirse, con el mismo rasero un sistema filosófico y la ocurrencia más trivial– no contribuye precisamente a paliar los defectos apuntados. He echado en falta, sobre todo, una mayor atención al papel del fracaso en la cultura española: no en vano, la obra cumbre de nuestra literatura tiene por protagonista al que puede ser considerado sin exageración el fracasado por antonomasia. Las alusiones al «muy fracasado don Quijote» son muy escuetas en extensión y pobres en sugerencias. Más allá del famoso hidalgo, nuestra literatura, desde el llamado Siglo Áureo, está literalmente atestada de ilustres perdedores que aquí apenas se convocan.

Más aún, no puede entenderse nuestra historia reciente sin esa recurrente pulsión de fracaso (no nos metemos ahora en si con razón o sin ella, que esa es otra cuestión): la noción de decadencia es consustancial a la historia de España desde hace varios siglos y es el gran tópico que llega hasta el siglo XX o casi hasta nuestros días. Recuérdese que en España las derrotas se han «celebrado» tradicionalmente más que las victorias, desde Villalar en Castilla al 11 de septiembre catalánY el prestigio de los perdedores sigue incólume, como ha puesto de relieve una de las últimas y exitosas obras de Fernando García de Cortázar: Los perdedores de la historia de España, Barcelona, Planeta, 2006.. Y nos hemos regodeado tanto en ellas que durante el siglo anterior las derrotas simplemente nos supieron a poco y convertimos cualquier revés de nuestras banderas en insondables desastres: el desastre del 98, el desastre del Barranco del Lobo, el desastre de Annual… De todo esto hubiera podido sacar Albero muchos ejemplos, pues, según una interpretación victimista bien asentada, los españoles nos hemos empeñado con denuedo a lo largo de muchos momentos de nuestra historia en eso mismo que él pretende cultivar desde el propio título: cómo fracasar mejor.

Volviendo al autor, para terminar ya: lo congruente en su caso sería que aspirara con esta obra a cosechar un rotundo fracaso según el principio clásico (quod erat demonstrandum). Pero me da la impresión de que ha puesto muchos, demasiados medios para conseguir finalmente privarse de él (del fracaso, claro). La verdad es que no sé qué desearle sin incurrir yo mismo en una contradicción insoluble.

Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Sus últimos libros son Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Madrid, Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo: del 98 al desencanto (Madrid, Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Madrid, Marcial Pons, 2014).

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