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El federalismo alemán y «el movimiento necesario de las cosas»

La trampa del consenso

Thomas Darnstädt

Trotta, Madrid

Trad. de Juan Manuel de Luco y Francisco Sosa Wagner

246 pp.

15 €

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El Estado constitucional fue, sin duda, un invento prodigioso. Y la separación de los poderes, alma madre de ese Estado, la más duradera aplicación de la filosofía racionalista y el espíritu ilustrado al campo institucional de la política. El esquema fundacional de la separación resultará en Europa muy sencillo: en el Estado hay tres poderes (el de legislar, el de gobernar y el de juzgar) que han de asignarse a órganos distintos (al parlamento, al gobierno y a los jueces), pues el hecho de que permanezcan divididos es el único medio para evitar la tiranía que vienen ejerciendo sin freno alguno las monarquías absolutas. Del otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, que entonces echaba a andar como Estado independiente, a ese esquema originario se añadirá muy pronto el principio federal, según el cual resultaba necesario asegurar, además de una separación horizontal de los tres poderes clásicos (legislativo, ejecutivo y judicial), también una separación vertical entre los propios departamentos del Estado federal y los de los diferentes Estados federados de la flamante Unión americana. Esa doble separación horizontal y vertical sería, de hecho, la única forma de impedir la configuración de mayorías uniformes –y, en tanto que uniformes, potencialmente peligrosas para los derechos de las minorías– en el conjunto del territorio nacional. Pero tanto en la vieja Europa como en los recién nacidos Estados Unidos era común el objetivo que se asignaba por sus impulsores teóricos y prácticos a la separación de los poderes: garantizar la libertad. Nadie llegará a expresarlo mejor que Thomas Jefferson cuando escribe que «concentrar los poderes en las mismas manos es precisamente la definición del gobierno despótico». Y a nadie puede sorprender, en consecuencia, que libertad y separación de poderes se presenten como las dos caras de una única moneda, pues en un Estado que apenas debía desempeñar otra función que la de preservar la paz social y el orden público –ese Estado vigilante nocturno al que habrán de referirse más tarde algunos de sus críticos– la separación de poderes no se piensa nunca desde el punto de vista de la eficiencia del Estado sino desde el de la posibilidad de establecer algunas garantías para los derechos ciudadanos.

Las cosas pasarán a ser, claro, muy distintas a medida que el Estado vaya ganando más y más espacio político, económico y social, de modo que el problema de la eficiencia del Estado ganará protagonismo en relación directamente proporcional al aumento de su intervencionismo en todas las esferas mencionadas. Llegará a darse así la paradoja de que los modernos Estados sociales se construirán institucionalmente sobre un esquema de separación de los poderes que en gran medida continúa siendo el del Estado liberal, muy apto, desde luego, para amparar la libertad de los individuos y/o de los territorios en que viven, pero muchas veces incapaz de salvaguardar correctamente la eficiencia del Estado, es decir, la indispensable rapidez, la adecuada precisión y la necesaria transparencia de la respuesta de unos poderes públicos que están por todas partes y que a todo deben hacer frente. Esos riesgos, evidentes en un Estado unitario, tienden además a incrementarse de una forma exponencial en los Estados federales, en los que el esquema de los poderes estatales presenta siempre una mayor complejidad y en los que las relaciones que se establecen entre aquéllos pueden acabar por resultar de un complicadísimo manejo para el conjunto de los actores, políticos e institucionales, del sistema. La denominada globalización no ha hecho otra cosa, a la postre, que incrementar, frecuentemente hasta el punto de la crisis, la ineficiencia de un esquema institucional de separación y coordinación de los poderes (de checks and balances, por utilizar la terminología acuñada por los estadounidenses) nacido hace más de dos centurias, en unos momentos en que nada, salvo quizá la naturaleza humana, era en el mundo como es hoy. Por eso ya no cabe compartir en la actualidad la ciega y algo ingenua confianza que expresaba a mediados del siglo XVIII el barón de Montesquieu cuando, tras explicar en El espíritu de las leyes el esquema de separación de poderes del que él mismo acabará por ser padre universal, expresaba las razones por las que ese esquema no embarrancaría nunca, a su juicio, en el bloqueo: «He aquí, pues –escribía Montesquieu–, la constitución fundamental del gobierno al que nos referimos: el cuerpo legislativo está compuesto de dos partes, cada una de las cuales tendrá sujeta a la otra por su mutua facultad de impedir, y ambas estarán frenadas por el poder ejecutivo que lo estará a su vez por el legislativo. Los tres poderes permanecerán así en reposo o inacción, pero, como por el movimiento necesario de las cosas están obligados a moverse, se verán forzados a hacerlo de común acuerdo».

De esto trata, precisamente, el interesantísimo libro de Thomas Darnstädt que ahora se comenta: de cómo el movimiento necesario de las cosas no ha librado en Alemania a sus poderes del riesgo de la inacción, sino todo lo contrario. Darnstädt ha escrito, según sus propias palabras, «una invectiva» o, mejor, un «libro despertador», como lo califica con justicia el administrativista español Francisco Sosa Wagner en un amplio estudio introductorio que ningún lector debería dejar de leer atentamente. Recorrido de principio a fin por un fuerte espíritu crítico y un finísimo sentido del humor, pese a que su tono general nunca deja de ser demoledor, el estudio de Darnstädt combina con pasmosa habilidad la claridad del periodista y el rigor del jurista que conoce muy bien, en la teoría y en la práctica, el tema del que habla: el funcionamiento del sistema político alemán. La tesis del autor, que éste ya nos había anticipado por entregas en una serie de artículos publicados en 2003 en el semanario Der Spiegel bajo el título genérico de La polvorienta Constitución, es que Alemania vive sometida a lo que Darnstädt denomina la trampa del consenso: «En el Estado diseñado por la Ley Fundamental [la Constitución alemana] ya nadie tiene la última palabra pero todos pueden oponer su veto. Dado que Federación (Bund) y Estados regionales (Länder), partidos y grupos parlamentarios, canciller y compañeros de coalición, asociaciones y Tribunal Constitucional continuamente se obstaculizan entre sí, ya sólo es posible la toma de decisiones por consenso. La vía democrática, en la que las decisiones son tomadas por mayoría por los representantes electos, está bloqueada».

Aunque, según se ve, Darnstädt no libra ni al apuntador de los dardos de esa crítica acerada, en realidad su libro se compone de dos partes bien diferenciadas, por más que una y otra estén materialmente conectadas en la dialéctica argumentativa del autor: en primer lugar, de un penetrante análisis del funcionamiento del federalismo alemán, parte esta que constituye, a mi juicio, la principal aportación teórica de La trampa del consenso y que es, sin duda, la que ha convertido a la obra en una lectura obligatoria para todos los españoles que sigan atentamente el descalabro territorial que se ha instalado en nuestro país desde la apertura de esa segunda descentralización en que se nos ha embarcado sin tomar siquiera la prevención elemental de darnos previamente un salvavidas. En todo caso, Darnstädt analiza también en su obra otra cuestión, según él capital en el mal funcionamiento del régimen parlamentario alemán: la de la grupoparlamentariocracia germana. Es esta otra parte la que resulta, en mi opinión, más vulgar y previsible, tanto desde el punto de vista analítico como desde la perspectiva propositiva, con la que reconozco mantener numerosas discrepancias. Y esto es así porque no se aparta en ella el autor de los caminos ya trillados de la crítica a la partitocracia y a sus muchas perversiones, así como de los lugares comunes sobre las medidas supuestamente regeneradoras que habría que adoptar para superar el exceso de poder de los partidos o, mejor, de los grupos parlamentarios que hoy han venido a controlarlos. Pues, escribe Darnstädt citando las palabras de Hans Meyer, especialista alemán en el asunto, mientras que antes «los grupos parlamentarios eran algo así como los partidos en el parlamento […] pronto llegaremos a ver a los partidos como los grupos parlamentarios en la sociedad». Sería, por tanto, y en resumen, la parálisis provocada por la incapacidad de decidir de las oligarquías internas de los grupos parlamentarios alemanes, forzados constantemente a la búsqueda de alianzas entre ellos como consecuencia de la proporcionalidad del sistema electoral la que, unida a la inextricable maraña federal, daría por resultado una República decapitada que haría urgente e indispensable la reforma constitucional en Alemania: «La clave para liberar a la República de la trampa del consenso es el artículo 146 de la Constitución. Éste, al final del todo, en un lugar donde ya nadie se ocupa de leer, habilita al pueblo alemán para darse al fin una Constitución en condiciones». Y más adelante: «La desgracia en Alemania es la Ley Fundamental, que impide decisiones de gobierno claras. Los complicados entrelazamientos dentro del federalismo alemán, el derecho a veto de los Estados alemanes para casi cualquier decisión de importancia del gobierno o del parlamento, hacen que la República del consenso haya dejado de funcionar por sí sola».

ALEMANIA SALIENDO DE LA TRAMPA
 

Pese a la indisimulada dureza del diagnóstico de Darnstädt, lo cierto es que sus críticas al descabellado funcionamiento del dispositivo federal –y muy especialmente al de una de sus piezas esenciales, el Consejo Federal o Bundesrat– eran en Alemania ampliamente compartidas, como lo demostró la constitución en octubre de 2003 de una denominada «Comisión de la Dieta Federal (Bundestag) y del Consejo Federal (Bundesrat) para la modernización del orden federal». Creada con la finalidad de elaborar un proyecto de reformas del federalismo germano, reiteradamente pospuesto pero sin ninguna duda necesario, la comisión mixta del Bundestag y el Bundesrat no fue capaz, sin embargo, de coronar con éxito su labor reformadora como consecuencia de los enfrentados intereses partidistas de los cristianodemócratas y los socialdemócratas germanos, a la sazón respectivamente acantonados en la Dieta y en el Consejo Federal. Pero, tras ese primer fracaso, la línea de reformas que indicó la comisión habrá de ser la finalmente adoptada en Alemania para modificar su sistema federal cuando la gran coalición que hoy lidera Angela Merkel colocó al país en condiciones de superar aquellos enfrentamientos partidistas. Como ha demostrado con todo lujo de detalles el joven constitucionalista español Antonio Arroyo en un libro destinado a desmenuzar las propuestas de la comisión mixta creada en 2003 y la situación de partida a la que tales propuestas querían dar una salida funcional (El federalismo alemán en la encrucijada. Sobre el intento de modernización del orden federativo en la República Federal de Alemania, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y Fundación Manuel Giménez Abad, 2006), de lo que se trataba en realidad era de invertir la doble tendencia que había ido marcando progresivamente, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el federalismo en la gran potencia del norte: de un lado, la creciente regresión competencial de los Estados federados; de otro, la creciente progresión del poder de veto del órgano, el Bundesrat o Consejo Federal, en el que esos mismos Estados federados están representados a través de sus gobiernos respectivos: «La práctica política desarrollada durante varios lustros –escribe Arroyo–, amparada por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal, ha llevado a que cada vez sean menos los ámbitos materiales sobre los que los Länder pueden actuar legislativamente. A cambio, sus posibilidades de participación en la formación de la voluntad federal a través del Consejo Federal se han incrementado notablemente, hasta el punto de que hoy en día el sesenta por ciento de las leyes federales precisa para su válida aprobación del consentimiento de este órgano constitucional de representación de los gobiernos de los Länder, lo que en ocasiones complica sobremanera la adopción de aquellas medidas o decisiones legislativas necesarias para dar respuesta a las graves dificultades por las que atraviesa Alemania desde hace algún tiempo».

No es casual, a la vista de este análisis, deducible también de la obra de Darnstädt con toda claridad, que la crítica de este último al desmesurado y paralizante poder del Bundesrat sea la que vertebra casi todo el análisis de las disfunciones del federalismo alemán contenida en La trampa del consenso: «La oposición arremete cada martes en el Consejo Federal (Bundesrat) contra el poder gubernamental en Alemania», escribe nuestro autor. Y añade, en esa misma línea: «Hay que redefinir el papel del Consejo Federal (Bundesrat)», pues «si las mayorías en el Parlamento y en el Consejo Federal son contrarias, queda paralizada cualquier reforma». ¿Por qué? Es fácil de explicar: porque «en ninguna otra parte del mundo existe una locura semejante a la que se da en Alemania», sentencia Darnstädt ahora con el sentido del humor de lord inglés: «Dieciséis Estados pequeños que se embrollan mutuamente para que ninguno pueda hacer nada sin el otro, y que han delegado casi todas las decisiones en una central (Bundesrat) que a su vez controlan celosamente, de modo que allí nadie puede tomar una decisión porque los dieciséis continuamente la vetan. ¿Quién es capaz de inventar semejante cosa?». Una cosa a la que Darnstädt llama sin tapujos la trampa federal, que «consiste en que las dieciséis regiones puedan decidir cada vez menos, pero como consuelo puedan bloquear cada vez más». El resultado final, desde el punto de vista de la funcionalidad del esquema federal, resulta de una meridiana claridad: es «tremendamente eficiente», ya que «cada iniciativa política es pulverizada con absoluta fiabilidad».

No, no es, desde luego, casual, que Darnstädt insista en el nefasto papel del Bundesrat. Ni lo es tampoco que una parte primordial de las reformas que propone –las dirigidas a mejorar la funcionalidad del dispositivo federal– se dirijan, en lo esencial, a invertir la doble tendencia más arriba referida: es decir, a reequilibrar las competencias estatales entre el poder federal y los poderes federados y reducir drásticamente el poder de veto del Consejo Federal, como único medio de reducir, a su vez, el papel del consenso en el funcionamiento del régimen político, convirtiéndolo en la excepción y no en la regla. Porque la regla en una democracia parlamentaria no puede ser otra que la de la mayoría. De hecho, sólo la costumbre tan ranciamente española de leer los libros comenzando y terminando en sus solapas, permite explicar que, pese a las propuestas de Darnstädt, de marcado tono federal, el autor alemán pase entre nuestros nacionalistas periféricos –siempre atentos a denunciar cualquier crítica fascista– y, también, entre una parte de la derecha española más antiautonomista, como un paladín de la lucha ¡contra el federalismo! y no como lo que es en realidad: un federalista crítico de las disfunciones de un federalismo concreto en una determinada coyuntura de la historia.

Al fin y al cabo, la prueba más evidente del profundo sentido común sobre el que está construida la crítica al federalismo alemán que recorre de punta a cabo La trampa del consenso reside en el hecho de que la reforma final del dispositivo federal aprobada en la primera mitad de 2006 por el parlamento de Berlín ha acabado por traducirse a grandes rasgos en modificaciones específicas que ya cabía deducir de la línea argumental de Thomas Darnstädt: en primer lugar, en un reequilibrio del reparto competencial entre la federación y los Estados alemanes, que coloca las competencias en el lugar en que mejor pueden ser ejercidas desde el punto de vista del eficaz funcionamiento de un Estado eficiente en la persecución de los intereses generales; y, en segundo lugar, en una reducción muy sustancial del poder de veto del Consejo Federal (el Bundesrat) que verá drásticamente reducido –en más de la mitad– el porcentaje de materias sobre las que su concurso es necesario para que pueda decidir en Berlín el Bundestag. Un gran ejemplo a seguir, pues, el de Alemania, que intenta huir así, como quien lo hiciera del diablo, de la trampa de un consenso que no es más que «una irresponsabilidad costosamente organizada», mientras otros nos empeñamos sorprendentemente en comprar todos los boletos para meternos en la trampa de la que nuestros vecinos del norte han hecho todo lo posible por salir.
 

Y ESPAÑA METIÉNDOSE EN LA TRAMPA

Pues, ¿qué es, a la postre, el nuevo Estatuto catalán, sino una especie de contrarreforma federal a la española? ¡Curiosa manía esta nuestra de contrarreformar lo que Alemania se empeña en reformar! Una contrarreforma, sí, en la medida en que el Estatuto patrocinado al alimón por los nacionalistas y los socialistas catalanes resulta, paradójicamente, la suma de todo lo contrario de lo que se ha hecho en la República Federal en 2006: completo desequilibrio de las competencias entre el Estado central y Cataluña, tendente virtualmente a forzar la desaparición del primero en la segunda, más bilateralidad de vocación confederal entre Cataluña y el Estado. Esa es la fórmula, que todos los que han participado de uno u otro modo en la reforma que ya se ha llevado a cabo en la República Federal de Alemania –empezando por Thomas Darnstädt, por supuesto– hubieran desaconsejado sin el más pequeño miramiento. El autor de La trampa del consenso lo tiene perfectamente claro cuando, al defender la necesidad de proceder a un nuevo reparto competencial en Alemania que favorezca a los Estados, propugna que «ese reparto del trabajo presupone aquello que los Estados regionales siempre han sabido evitar: una instancia central que funcione». O cuando advierte que «la palabra clave para definir la enfermedad alemana» es Politikverflechtung, es decir, «maraña política».

Así las cosas, y volviendo a España, ¿qué instancia central podría funcionar de una manera razonablemente funcional después de convertirse en residual –Maragall dixit– en las unidades territoriales que conforman el conjunto del Estado? ¿Cómo luchar contra la maraña política que amenaza siempre, en mayor o menor grado, y debido a su inevitable complejidad estructural, a los Estados federales –aun a los mejor organizados–, creando una compleja red de comisiones bilaterales entre el Estado central y las comunidades regionales, comisiones éstas que por su propia naturaleza paritaria sólo pueden decidir por medio del consenso y que están, por lo tanto, en condiciones de paralizar, llegado el caso, la capacidad de decisión de las instancias centrales del Estado? ¿Cómo no ver, en fin, que esos dos problemas que acaban de apuntarse se incrementarán en España como consecuencia de la peculiaridad más fundamental de nuestro sistema federal, que no es jurídico-constitucional sino política: la presencia de partidos nacionalistas que viven de mantenerse en una situación de permanente confrontación con el Estado?

Digámoslo con toda claridad: es sencillamente increíble que, teniendo a la vista el debate sobre el federalismo abierto en Alemania, del que el libro de Thomas Darnstädt deja constancia más que sobrada para el lector español interesado en este tema central de nuestro futuro colectivo, nos hayamos metido en la camisa de once varas de una reforma estatutaria –la catalana– que, de cumplirse los funestos presagios que sobre la misma cabe realizar, tendrá, en términos políticos, una muy difícil, por no decir imposible, marcha atrás y provocará, casi con total seguridad, un efecto contagio que multiplicará en progresión, y no en mera proporción, los problemas de funcionamiento del sistema político español: con dos estatutos como el catalán tendremos más del doble de problemas que con uno, con tres mucho más del triple, y así sucesivamente en una endiablada progresión. ¿Se imaginan lo que ocurriría con diecisiete estatutos de esa clase? No, no se lo imaginan, pero muy probablemente lo verán.

Es increíble, sí, que estando tan cercano el ejemplo alemán hayamos llegado a donde estamos. O, peor aún, es completamente lógico, si se tiene en cuenta el nivel de un debate institucional –el español– que, fuera de los círculos estrictamente universitarios y científicos, resulta de una pobreza y de un simplismo aterrador. Muchos políticos de uno y otro signo pueden, así, decir lo primero que se les viene a la cabeza, sin permiso ni de la inteligencia, ni de la preparación, ni de la más mínima prudencia. Sólo es necesario para comprobarlo seguir el debate que ha provocado la inclusión en los estatutos del término nación para echarse las manos a la cabeza y poner los pies en polvorosa. En ese contexto general, que parece a veces más propio del teatro del absurdo (¡lo que hubiera disfrutado el profesor de La lección de Eugène Ionesco con nuestro requintado debate filológico-político sobre naciones, nacionalidades, regiones, regionales, regionalidades, principados, caracteres nacionales y demás maravillas propias de la obsesión identitarista que recorre España de norte a sur y de este a oeste!) que del discurso político de una sociedad democrática madura, resultan, por ello, dignos de admiración textos como el elaborado por nuestro Consejo de Estado a instancias del Gobierno aunque no, por lo que parece, a gusto del mismo. El interesado puede consultarlo en la edición preparada por José Álvarez Junco, que preside la institución que acaba de coeditarlo, y por el gran constitucionalista Francisco Rubio Llorente, presidente del propio Consejo de Estado y, sin duda, padre inspirador fundamental de un texto espléndido que no tiene desperdicio pero que, me temo, será también desperdiciado (El Informe del Consejo de Estado sobre la reforma constitucional. Texto del Informe y debate académicos, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y Consejo de Estado, 2006). Y es que aquí, en este terreno al menos, no hay debate sino greña. Por eso, porque muy pocos de los que deciden manejan en España verdaderos argumentos, acabaremos al fin metidos en una trampa federal que no será igual que la alemana, sino mucho peor. Y es que mientras que aquélla consiste, según una frase de Thomas Darnstädt ya mencionada más arriba, «en que las dieciséis regiones puedan decidir cada vez menos, pero como consuelo puedan bloquear cada vez más», en la nuestra –dado que los españoles somos siempre más echados para adelante, como corresponde a la bizarría hispana, aunque ahora pasada por las no menos bizarras naciones interiores– las regiones podrán decidir cada vez más ¡y bloquear cada vez más! ¿Y todo ello con qué efectos? La exactitud de la respuesta de Darnstädt para Alemania resulta ahora sencillamente inmejorable para España: «El resultado parece un escenario hecho a propósito para políticos de provincias con aspiraciones y gusto por el alboroto». Los nuestros, sin necesidad de ponerse a buscar, ni de ir más lejos.

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