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El estilo Obama

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La configuración constitucional de los Estados Unidos se presta de manera casi obligada a la confrontación entre el legislativo y el ejecutivo, sobre todo cuando sus detentadores no pertenecen al mismo partido. El caudal de emociones vividas en los últimos días del año 2012 con motivo de lo que se vino en llamar, con cierta razón, el «fiscal Cliff», el «precipicio fiscal», ha sido una nueva manifestación de ello, ciertamente no la primera y, desde luego, tampoco la última: de aquí a dos meses como muy tarde volveremos a vivir el suspense derivado de la fijación del techo del endeudamiento federal y la enésima discusión sobre la limitación del gasto, aplazada esta in extremis el último día del año pasado cuando los protagonistas del juego se dieron cuenta de que sólo cabía la adopción de una limitada subida de impuestos a los más pudientes del país para evitar que los recortes impositivos adoptados hace diez años por la administración Bush caducaran y con ello pudiera producirse un significativo aumento tributario para toda la población. Pero si no es nuevo el drama, sí lo es –relativamente– la manera en que el presidente Obama lo encara, vive y soluciona.

Infinitos reproches caben con respecto al comportamiento de la clase política estadounidense –tan parecida en ello a otras clases políticas igualmente desacreditadas, incluida la española– al permitir que sus intereses electorales cortoplacistas predominen sobre un determinado y razonable interés general del país. La invocación de los mandatos recibidos por unos y por otros ignoran sistemáticamente el respeto al más obvio de todos: la búsqueda de acuerdos que, en buena y debida forma, permitan solucionar los problemas de la sociedad y favorecer su progreso. Pero como los republicanos han hecho de su oposición a elevar los impuestos el mismo dogma que los demócratas han construido sobre la afirmación contraria, y ambos parecen convencidos que sólo en sus respectivas propuestas se encuentra la salud de la nación, lo que en principio debería haber sido una discusión técnica se convierte en una cruzada de perfiles fundamentalistas en los que, naturalmente, la cesión es interpretada como una sangrante derrota. Con el trasfondo de la masiva acumulación de la deuda nacional, que en los últimos cómputos superaba los dieciséis billones de dólares: entendidos a la europea: millones de millones; en términos norteamericanos, serían «trillones». Sitúan los republicanos su máxima preocupación en la reducción de esa astronómica cifra y en su reconducción hacia prácticas de virtuoso comportamiento hacendístico, mientras que los demócratas se muestran antes que nada preocupados por encontrar vías suficientes de financiación para los abundantes gastos federales, sobre todo aquellos en los que una parte importante de su parroquia propia e incluso ajena encuentra consuelo: la sanidad, la educación, las infraestructuras. Para cerrar el complicado círculo, y en contradicción con sus afanes recortadores, los republicanos no quieren ni oír hablar de los que eventualmente podrían afectar al presupuesto del Pentágono, mientras que los demócratas no sólo no los excluyen, sino que activamente los patrocinan.

Nos podíamos haber ahorrado del forcejeo de última hora. Ejecutivo y legislativo sabían lo que se avecinaba desde hace al menos dos años, cuando tuvieron al mismo rifirrafe por cuestiones similares. Bien es cierto que las elecciones presidenciales tuvieron lugar el 6 de noviembre. Difícilmente se hubiera podido imaginar una negociación solvente antes de conocer su resultado. Pero, ¿era indispensable agotar el plazo y llegar a las últimas horas del 31 de diciembre, e incluso las primeras del 1 de enero de 2013, para sacar de dudas a las muchas y muy angustiosas que embargaban el ánimo de los estadounidenses que se encuentran en la tabla baja y media de las percepciones salariales, el 99% de la población? Lo era para Barack Obama. La consecución de sus objetivos necesitaba de un determinado estilo negociador. Sería bueno que los republicanos interiorizaran la fórmula para, en lo menor, evitar de nuevo un revolcón. Y, en lo mayor, intentar conseguir resultados equilibrados, teniendo en cuenta el superior interés del país, en la permanente pelea entre gastos e ingresos.

En realidad, Obama no negocia. No lo hace porque se contenta con enunciar sus objetivos sin admitir alteraciones sustanciales en los mismos. No lo hace porque delega la complicada tarea del proceso en manos de subordinados y colaboradores. No lo hace porque, mientras enuncia y deja que otros se ensucien las manos buscando salidas, él no tiene reparo en utilizar profusamente el púlpito de una supuesta o real superioridad moral –lo que los estadounidenses llaman gráficamente el «bully pulpit»– para construir la bondad de su caso y denigrar sin contemplaciones la postura de los que se le oponen. No lo hace porque en el camino ha procurado desplazar la responsabilidad del fracaso hacia los adversarios. No lo hace porque ha construido una imagen remota y displicente del ejecutivo, que aparece como algo diferente y superior a los poderes cuyo equilibrio reclama la Constitución. No lo hace porque, en consecuencia, lo malo que del desacuerdo pueda acontecer en el país no le afecta a él y a su magistratura, sino al legislativo, sus dos cámaras y todos sus integrantes, sin importar demasiado que sean demócratas o republicanos. No lo hace porque, una vez condimentado todo lo anterior, no le importa llegar al borde del precipicio, sabiendo como ya sabe que las piernas le temblarán al otro antes que a él.

La noche del 31 de diciembre, que a efectos mediáticos repartió su atención entre lo que ocurría en el Capitolio y lo que pasaba en Times Square en Nueva York, esperando que la bola multicolor bajara para anunciar la llegada del nuevo año, es un buen ejemplo de la práctica política en la que suele navegar el actual presidente de los Estados Unidos. Apenas faltaban tres horas para las doce, las noticias sobre un acuerdo encerraban un cierto nivel de esperanza, el vicepresidente Joe Biden y el jefe de la minoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, daban los últimos toques a su trabajoso compromiso, y fue entonces cuando Obama anunció una comparecencia pública que, dadas las circunstancias, sólo podía traer buenas nuevas. Pero, en realidad, no se trataba de una declaración ante los medios de comunicación, ni menos una rueda de prensa, sino de un «mítin» electoral, en el sentido más español del término, en el que el presidente, ante una audiencia de enfervorizados seguidores, y rodeado por una selección de los mismos, efectivamente dejaba entrever que la posibilidad de acuerdo existía para, inmediatamente después, denigrar a los republicanos como causantes del problema y del desafuero, y presentarlos precavidamente como culpables de cualquier descarrío de última hora. Los republicanos que contemplaran la transmisión –entre los cuales seguramente no se encontraba el senador Mitch McConnell– debieron de sentirse cornudos y apaleados. ¿Se trataba de una innecesaria demostración de saña añadida a la victoria? ¿Fue un torpe movimiento del entorno mediático del presidente? Cuesta creer lo segundo. Obama no mostró remordimientos por el inoportuno espectáculo, ni curiosidad para esperar sobre el terreno el resultado de la intrincada noche: tras su presencia pública, se dirigió hacia la Base Andrews, en las cercanías de Washington, donde le esperaba el Air Force One, que lo llevaría a Hawaii para reanudar allí las vacaciones que había interrumpido durante unos pocos días con motivo del «Cliff» y su solución. Sacar las castañas del fuego –noción lejana al espíritu y a la práctica del obamismo– quedaba en manos de Biden. La solución final correspondía a la Cámara de Representantes y a su presidente, el congresista por Ohio, John Boehner, quien no sin coste –151 congresistas republicanos votaron en contra y sólo 85 a favor; la legislación salió adelante con todos los votos demócratas– consiguió que el compromiso cocinado en el Senado pasara sin enmiendas por la Cámara el mismo 1 de enero. El país emitió un profundo respiro de alivio.

Pero unos días antes había sido el mismo Boehner –quizá no el más ilustrado de los republicanos, pero sí el más inclinado a la búsqueda de consensos con el ejecutivo– el que había procurado deshacer el punto muerto adelantando una propuesta en la que, para gran horror de los militantes del «Tea Party» republicano, acogía la idea, tan querida por el presidente, de elevar los impuestos a los sectores más favorecidos de la población, bien que empezando por los que perciben anualmente un millón de dólares o más. Obama había situado la frontera en los 250.000 dólares. La distancia era todavía grande, pero había un primer movimiento hacia las posturas demócratas por parte de los republicanos. La Casa Blanca no se dignó responder. Y Boehner, en principio dispuesto a someter la propuesta a la Cámara de Representantes, donde el Partido Republicano goza de una cómoda mayoría, conoció pocas horas después la humillación pública de verse obligado a retirar su propia propuesta al comprobar que tampoco contaba con el suficiente predicamento entre sus propias filas. La pinza Obama/Tea Party había funcionado adecuadamente. El Speaker, que cuenta y no acaba de sus frustrantes experiencias negociadoras con Obama en esta y otras ocasiones anteriores, ha quedado poco menos que anulado en su capacidad de maniobra y en su propia reputación. Cuando, cuarenta y ocho horas después, presentó su puesto a la reelección del nuevo Congreso, tuvo sólo dos votos más de los necesarios para alcanzarla en la primera votación: le habían fallado catorce de sus conmilitones. Entre ellos, el número dos de la nomenclatura republicana, el congresista por Virginia, Eric Cantor. Menudo comienzo de legislatura: el grupo mayoritario, profundamente dividido, y su líder, gravemente capitidismunido. Mientras que Obama ha conseguido limitar el acuerdo en exclusiva a la subida de impuestos –bien que con un umbral de 450.000 dólares en vez de los 250.000 inicialmente exigidos: al fin y al cabo, peccata minuta–; ha introducido en los republicanos el miedo a ser acusados de las torcidas consecuencias de los próximos encontronazos; ya ha anunciado que no piensa tolerar ninguna oposición sobre el tema de la elevación del techo de la deuda y de paso, aunque no lo diga, ha colocado a la oposición en el peligroso camino que conduce a perder la mayoría parlamentaria en la Cámara de Representantes en las elecciones de 2015. ¿Hay quien dé más?

No hay ninguna razón para esperar que el presidente de los Estados Unidos sea un dechado de generosidad política. Tampoco, en contra de los que muchos piensan, cabe argumentar con solidez sin mácula que lo ahora ocurrido muestre la quiebra definitiva del sistema político estadounidense. Más bien todo lo contrario: al final de la historia las instituciones han funcionado con los chirridos habituales y producido un consenso imperfecto, como suelen ser todos los consensos. Y lo mismo cabe decir de la solución alcanzada: no evita problemas ulteriores, pero soluciona uno inmediato y grave, que hubiera podido suponer serias alteraciones económicas en los Estados Unidos y en todo el mundo. Y, desde luego, a nadie que no sean los propios republicanos compete ocuparse del futuro del propio partido. Todo lo cual no impide constatar, con ánimo que puede oscilar desde la displicencia hasta la admiración, pasando por el más simple del desencanto, que este Obama no es aquel que comenzó su prometedora carrera hacia la Casa Blanca proclamando que él no quería un país «rojo» –el color de los republicanos– o «azul» –el color de los demócratas–, sino una nación encarnada en la expresión «Estados Unidos de América». Quien más, quien menos, todos sus recientes antecesores, desde Carter hasta el mismo Bush, habían buscado fórmulas para encontrar acuerdos con los adversarios. Pareciera como si Obama se regocijara en la táctica que conduce a condenarlos a las tinieblas exteriores. Pocas veces como ahora ése parece ser el sino político al que la dinámica del estilo Obama conduce al país. Bien que algunos controles no hayan perdido su vigencia: Susan Rice, la actual embajadora norteamericana ante las Naciones Unidas, vio truncadas sus aspiraciones de ser Secretaria de Estado, tal como lo había deseado el propio Obama, cuando la Casa Blanca comprobó que el Senado no ofrecía los votos suficientes para sacar el nombramiento adelante. Esto de la división de poderes, incluso con sus imperfecciones, sigue teniendo sus grandes ventajas. Y nos acercamos al espectáculo de las audiencias senatoriales para la confirmación del ex senador Chuck Hagel como Secretario de Defensa. No es para mañana el fin de la democracia en América, tal y como la describiera Alexis de Tocqueville.

Y eso que el estilo Obama, según dicen sus detractores, y que Dios les perdone por la osadía, parece sacado de un manual que el Departamento de Estado publicó allá por los años sesenta del siglo XX y que se titulaba «The Soviet approach to negotiations». En resumen, decía el librito, los soviéticos tienen un solo y firme principio: «Lo mío es mío y lo tuyo negociable». Debe de ser una malintencionada interpretación de los hechos, porque a Obama lo de la Unión Soviética le queda lejos y del manual en cuestión no tendrá ni remota noticia. Es seguramente otra y más sencilla cosa: que, como dicen sus íntimos, siempre se ha sentido «el chico más listo del cotarro» y le cuesta admitir que alguien cuestione sus opiniones. Aunque puedan conducir hacia algo que acabara por llamarse los «Estados Desunidos de América». Sería una pena.

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