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El espejo del pasado: la conquista, España y su historia como estigma

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            Nos hemos acostumbrado a que nuestra relación con el pasado se efectúe en gran medida en forma de efemérides, en especial cuando se cumplen fechas redondas, como los cien años de un acontecimiento tildado de histórico. Venimos padeciendo en estos primeros compases del siglo XXI el eco de los grandes sucesos que jalonaron la entrada del siglo XX y determinaron el rumbo de nuestra trayectoria reciente: se ha recordado hasta la saciedad en 2014 el centenario de la Gran Guerra, hecho decisivo de la contemporaneidad, del mismo modo que en 2017 se evocaron los estremecimientos del Octubre ruso, que determinaron el rumbo del siglo pasado y, en menor medida, en 2018 se ha vuelto la mirada a la nueva configuración del mapa europeo que surgió del armisticio de hace una centuria. Esta perspectiva incentiva los paralelismos hirientes y un punto desconcertantes, como los que se han producido entre la actual pandemia de COVID-19 y la llamada gripe española de casi exactamente un siglo antes.

Pero esa manera de situarse ante el pasado adolece de, al menos, tres defectos difícilmente soslayables: el más obvio, la consideración acrítica de las fechas, que suele conllevar una suerte de mitificación de las mismas; en segundo lugar, una tendencia al presentismo, implícito en el mejor de los casos, pero con frecuencia explícito en la comparación de la atalaya actual con la situación que se conmemora; y, por último, una imparable propensión al oportunismo, patente sobre todo cuando la conmemoración tiene ribetes políticos, pero que se manifiesta también en el ámbito intelectual, con una proliferación de obras que inundan el mercado editorial al socaire del aniversario. Esa disposición frente al pasado tiene una larga tradición: el historiador Moreno Luzón acuñó el término Centenariomanía, título de un libro que comenté en estas mismas páginas de Revista de Libros. En el volumen se examinaban algunas de las grandes efemérides del siglo pasado en España, desde el centenario de la guerra de la Independencia en 1908 al tercer centenario de la muerte de Cervantes en 1916.

El reduccionismo, la polarización y la óptica sesgada son argumentos más que suficientes para que el profesional de la historia en cuanto tal difícilmente puede declararse entusiasta o simple seguidor de una contemplación del ayer –lejano o reciente- desde esta perspectiva o esta modalidad de efemérides. Para ser más concreto, diré que me sorprendió la aparición desde el verano de 2021 de múltiples artículos periodísticos sobre el tema de la Conquista y la presencia española en América, acompañados o seguidos inmediatamente por una cascada de novedades editoriales sobre la misma cuestión. Aunque me desconcertó en principio tal explosión de interés por un tema en sí poco novedoso, sospeché que alguna conmemoración redonda se escondía tras la avalancha publicística. No fue difícil dar con el evento, que en realidad eran dos, aunque con una relación evidente: el 13 de agosto se cumplían los 500 años de la caída de Tenochtitlán y el 28 de septiembre se celebraban los doscientos años de la consumación de la independencia mexicana. Por estas fechas, además, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, echaba más leña al fuego solicitando a España y, en particular, a su rey, la petición pública de perdón por las atrocidades de la Conquista y el genocidio cometido en su suelo, ¡Acabáramos!

Expedición de Almagro a Chile. Pintura de Fray Pedro Subercaseaux. Siglo XX.

Mi objetivo principal en este ensayo es examinar las publicaciones que han ido apareciendo en el mercado editorial español en estos años recientes –en particular, los tres o cuatro últimos, desde 2018 o 2019 hasta hoy- sobre la irrupción española en América a fines del siglo XV y su presencia y labor desde entonces, amén de reflexionar sobre los asuntos específicos que surgen al hilo de ese magno acontecimiento. No trato aquí de obras o aportaciones lejanas en el tiempo ni, en consecuencia, de todos aquellos estudios o estudiosos que han alcanzado en este terreno la categoría de clásicos, tanto españoles como extranjeros (es decir, los hispanistas canónicos, de Prescott a Elliot). Añado a todo ello la puntualización de que, dadas las circunstancias arriba señaladas, dedicaré previamente un pequeño espacio a la controversia mediática que se ha desarrollado en los últimos meses, en la medida en que sirve no solo para trazar las líneas maestras de la mirada actual sino también para contextualizar las publicaciones a las que luego me referiré. No quiero en todo caso, hacer un recorrido exhaustivo –propósito, por otro lado, casi irrealizable aun contando con la generosidad de espacio que brinda esta revista- sino todo lo contrario, un recuento más bien selectivo, tomando como referencia las opiniones y tomas de postura que, particularmente, me han parecido más significativas.

1. La Conquista, entre el alarde y la ignominia

Como antes aludí a la conmemoración de la toma de la capital azteca, empezaré mi recorrido con un artículo titulado «Tenochtitlán, la herida que no cicatriza en Ciudad de México 500 años después», que me parece digno de destacarse no tanto porque el texto tenga entidad por sí mismo –que no la tiene- sino por cuanto acoge algunas formulaciones que nos ocuparán seguidamente y, aún más, por su extraordinaria difusión (he podido comprobar que aparecía con muy ligeras variantes en una pléyade de cabeceras españolas y americanas, desde la Agencia EFE a Clarín, El Peruano o Los Ángeles Times). El contenido juega con la idea ya expresada en el titular y se recrea en varias ocasiones en la metáfora de la herida supurante. Pero no es en esto en lo que me quiero detener. En uno de los diarios citados, después del titular antedicho, aparece una gran fotografía con el siguiente pie: «Imagen de Coyolxauhqui, por los 500 años de resistencia indígena, en el centro histórico de la Ciudad de México» [sic]. La redacción es un poco equívoca pero bien se puede entender que los indígenas llevan cinco siglos de lucha ininterrumpida, interpretación que permitiría comprender en toda su magnitud la «herida que no cicatriza»… ¡después de 500 años! Caben aquí como mínimo dos preguntas ingenuas: la primera, si cinco centenas de años no han sido suficientes para cerrar la herida, ¿cuántos siglos más se estima que serían necesarios para la cicatrización? Segunda, ¿qué es preciso hacer entonces -y quién lo debe hacer- para que la cura se produzca?

Dejo ahí las preguntas que, como verán en seguida, de una u otra forma gravitarán a lo largo del recorrido, junto con otras muchas que irán apareciendo a su debido tiempo. Como en cierta forma estamos todavía en los prolegómenos, creo que lo más conveniente es delimitar el terreno de juego y dejar que se expresen y retraten los concurrentes en el debate, lo cual implica, dicho de otro modo, presentar las líneas maestras de la controversia tal como se expresa en los medios, con toda la impregnación ideológica que es viable suponer. En general, puedo anticipar ya, los artículos de opinión mantienen un vuelo alicorto, con argumentos tan predecibles como inanes. Empecemos con la cosmovisión que podría denominarse tradicional (entendiendo por tal, en un sentido amplio y flexible, un conglomerado que va desde la derecha política al pensamiento conservador). La evaluación de la Conquista desde esta óptica admite el reconocimiento de pequeños errores, injusticias o tropelías que quedan minimizados al subsumirlos en la obra grandiosa que supuso llevar y asentar una cultura, una lengua y una religión –una civilización en suma- en aquel inmenso territorio americano. Un planteamiento -todo lo discutible que se quiera- que sería atendible si se hiciera con buenos argumentos y no con eslóganes reciclados. No hay tal cosa, al menos cuando hablan los más destacados líderes políticos de esta tendencia. Ello permite a sus oponentes entrar a saco, claro. Veamos algunas muestras.

«El pasado remoto como argumento político» es el título de un extenso reportaje de El País, que plasma las opiniones de un selecto grupo de historiadores de diversas tendencias sobre el uso del pasado en general y la Conquista en particular. El arranque de esta reflexión viene dado por las pomposas declaraciones de varios dirigentes del Partido Popular: España llevó «la libertad al continente americano», sostenía Díaz Ayuso en un celebrado viaje a Estados Unidos; el presidente mexicano se llama «Andrés por la parte azteca, Manuel por la maya», se mofaba Aznar, con una sorna tan aplaudida en algunos ambientes como vituperada en otros; «España no tiene que pedir perdón (…) Nos deben dar las gracias por nuestra contribución a América. El acontecimiento más importante después de la romanización es la Hispanidad», sentenciaba por su parte Pablo Casado. Tendrán que admitir que, con esos mimbres, sus adversarios no lo tienen muy difícil, pero a estos también les puede la desmesura. En un artículo en The Washington Post, Marco Avilés toca a rebato para impedir que la derecha española reescriba la historia de América Latina. ¡Hombre, no es para tanto!, está uno tentado a sugerir. Avilés habla de proceso de «desindigenización», «disrupción» colonialista (de Colón, el genovés), «cruzada del Partido Popular», «paranoias y nostalgias imperiales» y «discursos racistas-imperialistas de la derecha española».

Aunque el contenido del artículo es extremista, no se trata de un caso excepcional. Valga como ejemplo representativo una colaboración de Nicholas Casey en The New York Times. Como muchos extranjeros progresistas que presumen de conocer bien a España, Casey cita a Franco como punto de partida para comprender la España actual, sigue con la amalgama de «la cruz, la bandera y los toros», se detiene en el nacionalismo españolista y la deriva autoritaria del PP, menciona la influencia del trumpismo y termina alertando de la eclosión de una extrema derecha racista (VOX). Un panorama estremecedor. Lejos de la humildad del Papa Francisco reconociendo los errores del pasado, ¿cómo va mirar la Conquista con espíritu crítico esta España corrupta, xenófoba y autoritaria? Me veo en la necesidad de insistir, para despejar el escepticismo del lector distanciado, que no se trata de exabruptos inéditos.

En The New Yorker, Jon Lee Anderson se plantea Why Spain Was Long in Denial About Franco and Still Stands By Columbus. El artículo es una antología de los prejuicios clásicos contra España, pero expresados con tal tosquedad y desenvoltura que causan estupor. La historia de España solo se entiende a partir de esos jalones que fueron la Reconquista, el terror inquisitorial, la expulsión de «moros y judíos» y el orgullo imperial. Una vez más, hay que reconocerlo, el detonante de la indignación progresista es la zafiedad de las declaraciones de los dirigentes conservadores (el autor cita a Casado, Aznar, Ayuso y Abascal): la reivindicación acrítica de la Conquista que hacen todos ellos es tan monstruosa para Anderson que solo puede parangonarse a suscribir la exaltación del Holocausto. Colón, explica, fue un filibustero que esclavizó a los indígenas y montó un sistema de explotación para robar el oro. A los que se resistían, los descuartizaba. ¿Cómo pueden los españoles defender a ese bandido? Lo peor, con todo, siguiendo al articulista, es que esos pronunciamientos de la derecha española son compartidos por buena parte del país, una perversión que solo puede entenderse por la pervivencia de un profundo franquismo sociológico. Casi medio siglo después de muerto, Franco sigue explicando qué es España.

Cristóbal Colón ante los Reyes Católicos en la corte de Barcelona, V. Turgis, siglo XIX.

Hay que tener cuidado con la tendencia refleja y habitual de despachar esas opiniones con una mezcla de fastidio y desprecio. Es obvio que su grosería analítica, rayana en la estupidez, induce al desdén intelectual, pero el error estriba en subestimarlos como simples productos de una profunda ignorancia del país y su historia, cuando en realidad constituyen un arma poderosa de propaganda y movilización. Desde este punto de vista, el hecho incontrovertible de que sean sobados clichés no los hace menos peligrosos, sino más bien lo contrario. Su capacidad de penetración es directamente proporcional a su simpleza, como bien saben los líderes populistas y nacionalistas. Los discursos y proclamas de López Obrador o de su homólogo venezolano son tan palmarios en este sentido que me eximen de glosa alguna.

Señala el historiador Ortega Sánchez que el primero de esos mandatarios –cual nuevo caudillo azteca- tiene un proyecto de transformación basado en cuatro pilares: el primero de ellos es la hispanofobia, que se ve complementado con la aztecomanía, el latinoamericanismo y el autoritarismo («El futuro de México. Los rumbos de AMLO»). Como es de sobra conocido, no está solo ni mucho menos el presidente mexicano en esta deriva populista. Una parte considerable de los dirigentes iberoamericanos y de sus opiniones públicas se mueven en la misma órbita. No es extraño que, entre todos ellos, el actual líder de la revolución bolivariana sea a estas alturas el que se haya atrevido a llegar más lejos (véase «Maduro contra la Conquista»), pues no solo se ha apuntado a la campaña de perdón patrocinada por su homólogo mexicano sino que ha creado una comisión del más alto nivel sobre el dominio colonial y sus efectos que llevaría aparejada una solicitud de «reparación económica». ¡Lo que faltaba! Tan cierto como que dinero contante y sonante no sacará, es que otros réditos si obtendrá de la ocurrencia.

Afortunadamente, no todas las posturas o intervenciones se sitúan en esa línea. Una considerable parte –quisiera pensar que la mayoría- de los historiadores serios, los auténticos especialistas en el tema, ya sean mexicanos, españoles o de otras nacionalidades, han aportado una saludable dosis de sensatez en el debate. No solo, como luego veremos, en sus estudios, ensayos y análisis específicos sino en las propias manifestaciones personales en los más diversos medios en forma de entrevistas, tribunas o artículos de opinión. Para no extenderme de manera desmesurada, me limitaré a citar un ramillete seleccionado de posicionamientos, un muestrario que creo suficientemente representativo, prescindiendo de matices que en este contexto no serían relevantes.

Tomás Pérez Vejo es un historiador español radicado en México, lo que hace de él un privilegiado observador de los prejuicios de una y otra parte. En un artículo titulado «México-España: la historia que nos divide», escrito con un explícito tono conciliador, aduce que en el país centroamericano la memoria de la conquista no es tanto un problema con España, como una cuestión irresuelta con su propio pasado y su identidad nacional. Martín Ríos Saloma representa el papel complementario, un historiador mexicano formado en Madrid. En una entrevista en El País insiste en la necesidad de contextualizar todo el proceso de la Conquista, que en realidad es más plural –conquistas- que singular. Lo más interesante de todo es que no solo coincide con el anterior en forma y fondo, sino que va más allá incluso, al afirmar que España se mira en el espejo americano y viceversa, es decir, que la identidad de unos y otros es un proceso conflictivo de reflejos mutuos, integrado a partes iguales de concomitancias y rechazos.

Un intelectual mexicano del prestigio de Enrique Krauze terciaba en el debate con un par de pinceladas: la primera suponía la confluencia con los historiadores anteriores, con un plus de dramatismo: «A lo largo del siglo XIX los mexicanos no pelearon con España sino con la España que vivía en sus entrañas». En el XX, continúa, pese a algunos esfuerzos, no llegó a superarse del todo ese desgarramiento. «La vía de la reconciliación es el conocimiento» pero tal cosa solo será posible –y esta era la segunda cuestión destacable- si no se produce una denuncia y un distanciamiento del uso –y, sobre todo, abuso- de la historia con fines políticos partidistas. Solo «entonces podremos llevar a cabo la conmemoración pendiente», palabras estas últimas que sirven de título del artículo.

En «El prisma de la conquista», un amplio reportaje que tomaba el pulso a diversos intelectuales mexicanos, se partía de la conocida frase de Octavio Paz («El odio a Cortés no es odio a España: es odio a nosotros mismos») para desarrollar luego un relato de la esquizofrenia del país azteca. Sus rasgos distintivos son siempre los mismos, una búsqueda tortuosa de sus raíces acompañada de un obsesivo maniqueísmo histórico. Ahora bien, aquí, como en los casos citados inmediatamente antes, aun reconociendo que el mencionado delirio no se ha superado del todo, se consignan los encomiables esfuerzos de muchos historiadores y otros especialistas –sobre todo en el ámbito universitario mexicano- para trascender las simplificaciones y la polarización. Por decirlo brevemente, la conclusión que podía extraerse de todo ello era que el problema de la Conquista era más un asunto interno de México que un problema de España o un problema de las relaciones hispano-mexicanas.

Dejar las cosas así sería una tentación suculenta desde la perspectiva hispana (vendría a ser algo así como pasarle la patata caliente a ellos) pero es una opción irreal, no solo por falsear escandalosamente la realidad, sino porque tropieza con algo más obvio: España tampoco ha sabido asumir ese pasado, como muestra la existencia misma de la presente reflexión. En este punto se sitúa el profesor Javier Carbonell para coger el toro por los cuernos y preguntarse «¿Por qué es tan difícil hablar sobre colonialismo?» La razón principal, la que marca, por así decirlo, el terreno de juego, es que «los debates públicos sobre el pasado imperial están dominados por dos emociones; el orgullo y la vergüenza». Conservadores y progresistas coinciden paradójicamente en una misma actitud: mirar el pasado no desde el presente –lo cual es inevitable, obviamente- sino, matiza, con los ojos del presente.

Ello conlleva dos actitudes diametralmente distintas pero que salen del mismo tronco: el orgullo produce un revisionismo vocinglero, en tanto que la vergüenza tiende más bien al silencio. «Es difícil hablar sobre colonización porque afecta a la honra y estima nacionales». Así, «en el debate político, las interpretaciones del pasado no se juzgan solamente basándose en su rigor histórico, sino en base a cómo se comparan y compiten entre ellas para ofrecer una narrativa atractiva a los ciudadanos de hoy en día». Dicho en otras palabras, no basta el conocimiento especializado, sino que hay que enfangarse en las guerras culturales del presente, teniendo en cuenta que existe un orgullo nacional que en gran parte se alimenta de cómo se conciba la historia. Carbonell, que se sitúa explícitamente en una perspectiva de izquierdas, introduce otras consideraciones mucho más discutibles, en la que no puedo ni debo entrar. Lo que ahora me interesa subrayar es esa dimensión siempre conflictiva del pasado colonial que, para cualquier espíritu crítico, no puede reducirse a oprobio o arrogancia, mitificación o masoquismo, obsesión o encubrimiento.

La conquista del Colorado, Augusto Ferrer-Dalmau Nieto, s. XX.

Aquí precisamente es donde juegan –o deberían jugar- un papel relevante ese tipo de obras que establecen un puente entre el conocimiento especializado (universitario o académico) y el gran público, o sea, la ciudadanía sin formación histórica pero a la que concierne -¡y mucho!- la estimación del pasado nacional. Las obras de divulgación con un mínimo rigor disponen así de un campo privilegiado para provocar el encuentro o, al menos, el acercamiento entre las investigaciones específicas y la concepción global de un período histórico que, a la postre, irradia sobre nuestro presente. No podemos resignarnos a que las controversias actuales exhalen esa pestilencia política –partidista, sectaria-, que el debate mediático se reduzca a un maniqueísmo (evangelización versus genocidio) que constituye un insulto a la inteligencia o que progresistas y conservadores rivalicen en lanzarse como armas arrojadizas unos clichés deleznables. El caso es que, de un tiempo a esta parte, como señalaba al principio, el mercado editorial se ha visto inundado por libros que tratan de modo global o parcial el tema de la Conquista. Me ocupo a continuación de una muestra representativa de las novedades que han ido apareciendo desde hace dos o tres años, con alguna pequeña incursión a un tiempo algo más lejano, pero no más allá de una década atrás.

2. La Conquista, en su contexto

Me acabo de expresar con cautelas al referirme a la función que compete a las obras de divulgación: que puedan o deban desempeñar un papel relevante como puente entre el conocimiento y la opinión significa también que no siempre lo hacen o, simplemente, que existe un amplio margen o discrecionalidad que al final supone la renuencia de asumir, por las razones que fuere, tan digno empeño. Dicho sin tantos circunloquios, eso implica que el lector que se pasee por los escaparates de las librerías o sus mesas de novedades, va a toparse con una gran cantidad de títulos que, de una u otra forma, reproducen algunos de los defectos que hemos detectado en la controversia mediática, esto es, básicamente, la primacía de los prejuicios políticos o las opciones preconcebidas sobre cualquier otra consideración. Ello es así hasta el punto de que harían bien en entender el epígrafe que antecede –la Conquista, en su contexto- más como un desiderátum o un objetivo idealizado que como reflejo de lo que ofrecen una parte importante del material impreso del que me apresto a dar cuenta. (Aviso, por otra parte, al lector interesado en profundizar en la materia, que la ficha completa de los libros que a continuación voy a comentar se encuentra ordenada según criterio alfabético de autores en la parte final, como anexo al presente artículo).

En el género literario que nos ocupa, hay libros que, ya desde la portada o por el propio título, sientan cátedra. No hace falta ojearlos o reparar en el índice para saber con precisión qué nos vamos a encontrar. A esta modalidad pertenece por derecho propio 1492. Fin de la barbarie. Comienzo de la civilización en América, de Cristián Rodrigo Iturralde. En la portada vemos un indígena clavando una estaca en el pecho de otro, que se desangra, postrado y casi partido por la mitad. El libro está dedicado a S.S. Benedicto XVI e impregnado de profundo espíritu religioso, hasta el punto de que la Conquista se disuelve en el proceso de evangelización del Nuevo Continente, que es lo que de verdad importa para el autor. Junto a ello, destaca la descalificación moral de los pueblos nativos americanos, por bárbaros y sanguinarios. El corolario puede expresarse en términos tan precisos como elementales: la «civilización cristiana resultó, muy primeramente, un beneficio a los mismos indígenas». Es verdad que este es un caso particular pues, por lo general, ni siquiera los ensayos más encomiásticos de la labor de España en el Nuevo Mundo osan llegar a tal extremo.

1492. España contra sus fantasmas contiene también en el título, aunque de manera algo más críptica, el propósito fundamental del autor, que es nuevamente vindicar sin apenas sombras el pasado español, no solo en lo referente a la Conquista sino a los acontecimientos pretéritos más o menos vinculados a la fecha aludida (expulsión de los judíos, Inquisición o el llamado aquí «fantasma de Al-Ándalus»). El autor, Pedro Insua Rodríguez, no es historiador sino filósofo, discípulo de Gustavo Bueno, y todo ello se nota en la concepción y desarrollo de un libro que se propone sobre todo ser un ensayo interpretativo, más que un intento de recopilar hechos. «Desde el islamismo, (…) desde el socialismo indigenista del siglo XXI, desde el progresismo democrático (por no hablar del nacionalismo fragmentario español), se repite (…) el mismo esquema acusatorio para España, vinculada [sic] a estas efemérides: xenofobia, genocidio, racismo, odio y aversión» a otros hombres distintos del blanco-católico-occidental. «Pues bien, justamente, (…) esto es lo que no hizo España. Si algo clama a la evidencia en el comportamiento histórico de España, sobre todo en suelo americano, es precisamente el carácter mestizo de la demografía hispanoamericana, (…) consecuencia directa de la acción imperial, que no colonial, española en América».

Si me pusieran en la tesitura de elegir un estudio diametralmente distinto, optaría por Matar a la madre patria. Historia de una pasión latinoamericana de Miguel Saralegui. Aunque el autor es español, a quien se da voz en el libro es exclusivamente a los autores latinoamericanos, de Bolívar a Sarmiento o Alberdi –por citar los más conocidos en nuestros lares-, que construyeron la identidad de las nuevas naciones sobre la base del antiespañolismo. Por lo que respecta al contenido, el título despeja cualquier incertidumbre. «Durante el primer siglo independiente, las naciones latinoamericanas se entendieron como una no-España». No bastaba con la independencia, dice el autor, para referirse a los movimientos políticos e intelectuales que estudia: había que erradicar España y la cultura española del corazón y la mente de los ciudadanos americanos, cuyos antepasados habían vivido, durante tres siglos, bajo su yugo. Saralegui intenta no juzgar, sino exponer con la mayor frialdad posible esta profunda pasión antihispánica que, en el fondo, toma la inevitable forma de pulsión esquizofrénica. Es importante subrayar que el análisis se atiene al siglo XIX, por cuanto las cosas cambian desde 1898, con la aparición de un nuevo enemigo mucho más amenazante que la antigua metrópoli. Pero esa es otra historia que aquí no se contempla.

La índole del libro anterior me lleva a citar otro volumen de carácter erudito o especializado –quizá incluso en mayor medida- que, reconozco, solo hasta cierto punto cumple las condiciones que me había impuesto para establecer esta relación. Quiero decir que, pese a que pueda encontrarse comercialmente en librerías y no se trate de una obra muy extensa, pues no llega a las cuatrocientas páginas, muchos lectores no se sentirán tentados a hincarle el diente por escapar de las coordenadas habituales del ensayo generalista o las obras de alta divulgación. La Monarquía Española y América. Filosofía política de la Corona según la Legislación y el pensamiento de Las Casas, Vitoria y Julián Marías, de Enrique González Fernández, fue en su origen una tesis doctoral. En el proceso de acortamiento y conversión para un público no universitario, se hubiera debido también adaptar el título de modo más incisivo o menos formal, con lo que quizá se hubiera ampliado su alcance. El contenido, indudablemente, responde a lo que se enuncia desde la portada: un examen prolijo de la legislación que auspició la Corona española desde los Reyes Católicos en adelante y que fueron desarrollando diversos tratadistas (teólogos, filósofos, políticos y administradores), con especial atención a Bartolomé de Las Casas y Francisco de Vitoria, y con la hasta cierto punto sorprendente inclusión (por el salto temporal) de Julián Marías. Colegirán de todo lo dicho que el autor se sitúa sin titubeos en el bando de los ardientes defensores de la labor hispana.

Historia desconocida del Descubrimiento de América. En busca de la Nueva Ruta de la Seda, de Luis Antequera, representa justo lo contrario, no en cuanto al enfoque ideológico –que es básicamente el mismo-, sino en la voluntad de llegar al público más amplio de la forma más atractiva posible, aunque ello conlleve (peaje que, al parecer, se asume a gusto), una simplificación y una esquematización que espantará a los más exigentes. El autor no es especialista en el tema, ni siquiera historiador, sino economista y abogado y, por lo que afecta a lo que estamos tratando, un digno polígrafo que ha escrito obras del más variado registro, en especial sobre temas religiosos. El contenido de esta Historia desconocida del Descubrimiento resulta ser paradójicamente poco fiel a dicho epígrafe en un doble sentido: no es tan desconocida como, con fines inequívocamente comerciales, se pretende y, al mismo tiempo, por lo que argumenta el propio autor, trata de una serie de acontecimientos para los que se queda corto el concepto de Descubrimiento, porque lo que España hizo en aquellas tierras fue mucho más que eso. España descubrió, conquistó, evangelizó, civilizó, legisló sobre bases nuevas, organizó un complejo entramado económico e institucional, implantó una lengua, estableció rutas, construyó ciudades, fundó universidades, erigió hospitales, promovió el mestizaje y posibilitó una expresión artística original plasmada en catedrales, capillas, retablos, palacios y otras innumerables obras, sin que la relación apuntada pase de ser un mero recuento apresurado.

Conquista de México por Cortés, Anónimo, segunda mitad del s. XVII.

El conglomerado editorial cuya cabeza más visible es Almuzara -pero que cuenta con otros satélites como Sekotia-, parece haber encontrado lo que suele denominarse un rentable nicho de mercado en todo lo relacionado directa o indirectamente con el Descubrimiento, la Conquista, la labor española en América y, en general, el Imperio español. El número de obras de esta temática es ciertamente numeroso y causa en principio una favorable impresión por la variedad de planteamientos, aunque el enfoque ideológico se mueve en una línea más uniforme, que podríamos caracterizar, para entendernos, como renuente -en el mejor de los casos- a un enfoque crítico de la historia imperial hispana, cuando no volcada directamente a una vindicación desacomplejada de aquella. Me tendrán que dispensar que no haga aquí una relación exhaustiva de su catálogo, alternativa que dispararía la ya larga extensión de este artículo hasta límites insoportables.

Citaré tan solo como botones de muestra tres obras que me han parecido destacables por diferentes motivos. Me refiero a América hispánica. La obra de España en el Nuevo Mundo, de Borja Cardelús y Muñoz-Seca; Pioneras. Mujeres en la conquista de América, de Carmen García y, por último, un volumen que desborda el ámbito americano pero que proporciona una perspectiva complementaria y enriquecedora: Victorias por mar de los españoles, de Agustín Ramón Rodríguez González. Cardelús, como el antes mencionado Antequera, es un polígrafo de amplio espectro, que tiene una extensísima obra que abarca desde obras humorísticas (es nieto de Muñoz-Seca) a ensayos sobre el medio ambiente. Ha escrito además un montón de obras sobre la presencia española en América, con una evaluación encomiástica del legado hispano. En estas coordenadas se inserta el libro arriba citado, un volumen monumental de casi 900 páginas con vocación de trazar un panorama global, aunque obligadamente sintético, de todo lo que España sembró –literal y figuradamente- en el Nuevo Mundo (incluyendo una buena parte de lo que hoy es Estados Unidos). Aunque el autor se sujeta a los parámetros de la historia tradicional y en algunas partes despliega un tono narrativo, el carácter del volumen viene dado por la atención sistemática a todos los elementos de cultura espiritual y material que España transplantó en aquellas tierras hasta conformar, mucho más allá de la tópica explotación colonial -que otras naciones sí ejercieron en sus dominios respectivos-, una auténtica civilización hispánica a ambos lados del Atlántico. En este sentido el libro se parece mucho a alguna de las obras anteriores de Cardelús, en especial el titulado precisamente La civilización hispánica. El encuentro de dos mundos, publicado tres años antes.

La segunda obra de las arriba consignadas destaca porque aporta la -hoy casi inevitable y ubicua- perspectiva de género en ámbitos tan convencionalmente masculinos como los de la navegación, descubrimiento, exploración y conquista de nuevos territorios. En este caso, la autora no es una mera aficionada sino todo lo contrario, una acreditada historiadora que afronta aquí el reto de hacer una obra de divulgación seria y hasta cierto punto ambiciosa, por cuanto proporciona un panorama general del protagonismo femenino en el Nuevo Continente, que resulta ser a la postre más significativo de lo que tradicionalmente se ha admitido. Interesante e innovadora su aportación. Agustín Rodríguez es también un historiador de larga trayectoria, uno de los mejores especialistas en historia naval. Su Victorias por mar de los españoles adopta desde su concepción un marcado carácter divulgativo, abarcando un amplísimo lapso, desde el siglo XVI hasta el «fin del imperio» en el XIX. Más allá del contenido propiamente dicho, me interesa resaltar el talante que subyace a este empeño, un asunto que también subrayan los dos prologuistas de la obra, aparte, naturalmente, del propio autor: ya está bien de regodearnos en las derrotas o en los desastres, como el 98. ¿Es que España ha perdido todas las batallas que ha librado a lo largo de su historia? Tal parecería según una determinada historia canónica, la que habla de crisis, fracaso y decadencia interminable. Pues aquí se asume la perspectiva opuesta, se vislumbran y recrean muchos momentos de gloria y se habla solo de ellos. No «por el vano prurito de pretender ser más que nadie recordando viejas glorias (…) sino por algo mucho más importante: por no perdernos el respeto a nosotros mismos ignorando nuestro pasado».

3. De la Conquista a los conquistadores

Una considerable parte de la bibliografía que ha aparecido en estos últimos años tiene como centro de atención o toma como punto de referencia privilegiado dos de las grandes culturas americanas anteriores a Colón, la azteca y la inca o, dicho de otra manera, se detienen en el examen de esos dos grandes imperios del centro y sur americanos, en su aniquilación por parte de los españoles o, personalizando al máximo, diseccionan el comportamiento de los dos más conocidos y representativos conquistadores, Hernán Cortés y Francisco Pizarro. A los dos grandes caudillos que acabo de citar dedica Esteban Mira Caballos sendas obras que tienen como fondo común la voluntad explícita, patente incluso en el propio título, de aportar una nueva perspectiva desde nuestra atalaya actual. Me refiero a Hernán Cortés. Una biografía para el siglo XXI y Francisco Pizarro. Una nueva visión de la conquista del Perú.

Se trata de obras sólidas, excelentemente documentadas, escritas por un especialista que intenta llegar a un público amplio. Lo más parecido, como antes decíamos, a situar la Conquista en su contexto. Valga como muestra de esa actitud estas frases de uno de los libros aludidos, el dedicado a Pizarro: los conquistadores constituían un híbrido entre «cruzados medievales» y «guerreros modernos e individualistas, que luchaban por ganar honra y fortuna». Sus valores, como los de la sociedad de la que formaban parte, situaban el ardor guerrero como virtud suprema: «la forma más rápida y fácil de conseguir honra, fama y fortuna era mediante la guerra» (la cultura de su tiempo equiparaba virtud y nobleza a disposición bélica). A todo ello se unían altas dosis de intransigencia religiosa. «Estaban dispuestos a morir y a matar en nombre de Dios y del emperador y eso les reportaba una extraordinaria fortaleza moral». Con todo, «sabían que muchas de sus acciones no eran éticamente correctas» y, de ahí que muchos, «al final de sus días, dispusiesen memorias y obras pías a favor de los naturales, los mismos a los que ellos se habían encargado de someter, robar y explotar».

Si me aceptan que estas breves pinceladas que acabo de bosquejar son representativas, como pretendo, de la disposición del autor y el propósito de la indagación, la cuestión que se plantea es hasta qué punto son excepcionales tanto el uno como la otra en el panorama que estoy trazando. Me refiero, por expresarlo más claramente, a los ensayos, investigaciones o simples empeños divulgativos que persiguen de modo resuelto anteponer la comprensión al veredicto o que, incluso juzgando, procuran hacer un balance equilibrado o, si así lo requiere el asunto, una valoración ambivalente. Me apresuro a reconocer, aunque solo sea por la experiencia acumulada en esta tarea, que se trata de una actitud difícilmente sostenible en su integridad o hasta sus últimas consecuencias sin despertar resquemores y suspicacias. En un asunto tan controvertido y sensible, las apreciaciones particulares del autor pueden despertar incomprensiones y rechazos en múltiples lectores, que buscan en una obra determinada, por encima de cualquier otra cosa, la confirmación de sus ideas previas. En última instancia, como se pueden imaginar, la cuestión clave es si se cargan o no las tintas a la hora de desentrañar la innegable conmoción –por usar un término relativamente neutro- que supuso la Conquista y cómo se reparten o adjudican las responsabilidades en las catástrofes subsiguientes. No hago estas consideraciones en el vacío sino referidas al siguiente autor que ocupará nuestra atención.

El catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona, Antonio Espino López, es perito en la materia, concretamente especialista en historia militar de la Conquista. El matiz es importante porque supone que en sus obras, centradas en los aspectos bélicos, las fechorías sanguinarias desplazan por fuerza otras consideraciones más amables. El historiador, que tiene una larga trayectoria de publicaciones, ha dedicado varias obras a la penetración española en el Nuevo Continente desde una perspectiva global (así, La Conquista de América. Una revisión crítica, que luego se ha reeditado con algunos añadidos y modificaciones con el título de La invasión de América). También se ha ocupado específicamente de la invasión de Centroamérica (Vencer o morir. Una historia militar de la conquista de México) y de la presencia española en los territorios más al sur (Plata y sangre. La conquista del Imperio inca y las guerras civiles del Perú).

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Ilustración del «Brevisima relación de la destrucción de las Indias», Theodore de Bry, siglo XVI.

En La Conquista de América, aparte de dedicar todo un capítulo a «Las prácticas aterrorizantes», Espino deja claro desde las primeras páginas que considera la extrema violencia y la crueldad sistemática los aspectos más relevantes –con diferencia- de la actuación española en el Nuevo Continente: aunque se diga con frecuencia que la atrocidad no compensa a largo plazo, en el caso de la Conquista de las Indias sí lo hizo, «porque la brutalidad empleada fue menos selectiva que generalizada». Por ello, Espino da una vuelta de tuerca a la llamada Leyenda Negra, a la que responsabiliza, no de la mala imagen de España, sino de haber contribuido en nuestros lares a una reacción nacionalista defensiva, que a la postre ha impedido que surja «una perspectiva historiográfica competente». En el prólogo que ha puesto a la nueva edición, Espino va más allá, porque argumenta que señalar simplemente que la Conquista tuvo «aspectos positivos» o «civilizadores» solo puede sostenerse desde «una ideología conservadora, nacionalcatólica, racista e imperialista heredera del franquismo».

En Vencer o morir, analiza las gestas del conquistador de México a la luz de la «nueva historia militar», dando como resultado una desmitificación del héroe que no arrumba empero algunos de los rasgos elevados que siempre se le han reconocido: «Hernán Cortés cometió muchos errores a lo largo de su dilatada trayectoria, pero nadie puede negarle el genio militar, la capacidad organizativa y logística, un ejercicio del liderazgo y un carisma superlativos, sin olvidar su uso del terror y de la violencia extrema cuando fue insoslayable». El problema en un asunto tan controvertido es que cuando Espino sale del ámbito propiamente historiográfico para hacer consideraciones más generales, deja ver un sesgo tan revelador como impugnable. En una reciente entrevista declaraba en relación con las demandas del presidente mexicano: «Si España conociese bien la conquista de México, entendería ciertas reclamaciones».

Si Espino trata de desmitificar al héroe de Medellín, el análisis de Iván Vélez Cipriano en El mito de Cortés. De héroe universal a icono de la Leyenda negra podría decirse que se ubica en la posición opuesta, no exactamente porque admita o asuma el rol glorioso que se le atribuye al extremeño en determinados ambientes sino porque parte del hecho mismo de su conversión en mito o símbolo, tanto para lo bueno como para lo malo. No es por tanto el Cortés humano, de carne y hueso, el que le interesa, sino el Cortés que fabrican sus coetáneos y, sobre todo, la posteridad. Vaya por delante, en cualquier caso, que Vélez, un profesional vinculado al círculo de Gustavo Bueno, no es historiador ni, mucho menos, americanista o especialista en historia militar. Su perspectiva, simplemente, es la de un divulgador que trata de atenerse a los hechos desde una perspectiva convencional, sin cargar las tintas en uno u otro sentido. Así se pone nuevamente de relieve en una obra posterior, La conquista de México. Una nueva España, con un marcado carácter empírico, orillando en la medida de lo posible las consabidas polémicas.

En Conquistas. Actores, escenarios y reflexiones. Nueva España (1519-1550), un acreditado experto como Martín F. Ríos Saloma coordina a un conjunto de historiadores que tratan aspectos puntuales de la irrupción y presencia de España en Mesoamérica. Es una obra de innegable valor historiográfico pero me temo que difícilmente llegará a un público amplio, entre otras cosas porque se trata en definitiva de una yuxtaposición de estudios específicos que no desemboca en una perspectiva de conjunto. Algo similar se podría establecer en el caso de La conquista de la identidad. México y España, 1521-1910, aunque el carácter de este libro, como ya indica el mismo título, nada tenga en común con el anterior. En este caso, otros dos consumados investigadores, como son Alejandro Salafranca y Tomás Pérez Vejo, utilizan la polisemia del término por aludir a otro tipo de conquista, la del ser nacional, sin perder de vista la Conquista propiamente dicha, que queda como telón de fondo, tanto en el caso de México (Salafranca) como en el de España (Pérez Vejo). Un volumen muy interesante pero, una vez más, de alcance muy limitado a especialistas en la materia.

Conquistadores, de Fernando Cervantes, trata de hacer honor a su subtítulo de Una historia diferente. Constituye, desde mi punto de vista, uno de los intentos más sólidos de enfocar la Conquista con todo el bagaje de conocimientos de los que hoy disponemos pero para situarla en su contexto, no en el nuestro, el mundo del siglo XXI y sus valores: trata de comprender sin prejuicios o, lo que es lo mismo, analizar pero sin ser abogado de una causa preestablecida. En definitiva, Cervantes pretende escribir historia, no juicios morales o políticos desde la mentalidad actual. El autor es un profesor mexicano radicado fuera de su país y el libro apareció originalmente en inglés. En el prólogo se establece con claridad que se precisa una «reconstrucción» de lo que fue el mundo del siglo XVI, no simplemente para anatematizarlo como «cruel, atrasado, oscurantista y fanático», sino para colocar a aquellos aventureros en unas coordenadas radicalmente distintas de las nuestras: «solo si situamos a los conquistadores en su contexto prenacionalista y preempírico podremos (…) entender la cultura religiosa medieval que los motivó y que (…) sentó las bases de un sistema de gobierno no unitario que sobrevivió durante tres siglos sin ningún ejército permanente o fuerza policial, y sin rebeliones importantes».

Cervantes insiste en ese punto: sin descartar el uso de la fuerza e incluso de la violencia más cruel, lo cierto es que se instauró en líneas generales un «sistema de gobierno dominado por una cultura religiosa» que se mostró extraordinariamente flexible y pragmático, permitiendo «un alto grado de autonomía local y heterogeneidad bajo la tutela de una monarquía muy respetuosa de los fueros y privilegios de sus diversos reinos». La regla no fue entonces la opresión inmisericorde, como quieren determinadas corrientes políticas actuales, sino «un ambiente moral en el que la Corona española no podía olvidarse de sus obligaciones hacia los pueblos indígenas, al punto de que estos se sintieron facultados a llevar la lucha por sus derechos hasta la más alta instancia del poder judicial». Concluye Cervantes diciendo que ese fue el legado «de un grupo de hombres que, a pesar de sus innumerables errores y deficiencias, merecen ser vistos con una óptica más abierta que la que hasta ahora los ha condenado con base a caricaturas acríticas y, en el peor de los casos, abiertamente mendaces».

Ilustración del «Brevisima relación de la destrucción de las Indias», Theodore de Bry, siglo XVI.

Dice el investigador mexicano en otro pasaje que nos cuesta trabajo comprender el mundo que forjó la mentalidad de los conquistadores, con su profunda impregnación religiosa en el ámbito individual y colectivo y que llevaba a paradojas hoy desconcertantes, como la de no ver contradicción alguna en «establecer formas de gobernanza nobles y al mismo tiempo desvergonzadamente lucrativas». Dicho más claramente, los conquistadores confesaban con sinceridad y si perturbación alguna que «habían ido a las Indias a servir a Dios, al rey y a hacerse ricos». Ya comprenderán que, por mucho que se afanen libros como este, tales matizaciones suenan como vaporosa música celestial a quienes, desde unos presupuestos políticos determinados, sean de un signo u otro, están decididos a llevar el agua a su molino, esto es, a extraer réditos del pasado para su presente inmediato y sus intereses concretos. Por eso hay que reconocer que, desgraciadamente, no le faltaba razón al cínico mensaje que subyacía en un amplio reportaje periodístico sobre el tema, algo así como dime a quien votas y te dirá si el imperio español fue bueno o malo. Tras la ironía, una pétrea constatación: «De Covadonga a Kiev, la historia se ha convertido en la causa del enfrentamiento político en el mundo».

No me quiero dejar en el tintero la mención a una perspectiva a contrapelo de la línea dominante, pero que tiene su importancia por cuanto la imagen de conjunto que se establece a partir de ella es claramente contrapuesta a la que se dibuja en los pasajes anteriores. Me refiero a la propia consideración convencional de la noción de Conquista: ¿qué sucedería si en vez de fijarnos en los conquistadores militares hablamos de otro tipo de conquistadores? O, por expresarlo en términos complementarios, ¿qué pasaría si sustituimos nuestro habitual esquema mental de la Conquista, siempre entendida implícitamente como acción militar, por otra Conquista, basada en el conocimiento, la cultura, la técnica, la sanidad y las obras públicas?  En Un imperio de ingenieros. Una historia del Imperio español a través de sus infraestructuras, Felipe Fernández-Armesto y Manuel Lucena ponen en valor la inmensa obra que llevaron a cabo en América los técnicos españoles. Los conquistadores, como dice el título del libro, serían en este caso los ingenieros, además de los arquitectos y otros peritos –es decir, científicos y técnicos- que trazaron líneas férreas, construyeron puentes y embalses, diseñaron carreteras, caminos y otras vías de comunicación, edificaron hospitales, drenaron humedales, habilitaron puertos y desarrollaron importantes medidas de higiene pública, entre otras labores de mejora social. Como apunté antes, la perspectiva determina el cuadro.

4. Vindicar o repeler el pasado

Supongo que habrán reparado en que he prescindido hasta ahora -hasta donde me ha sido posible, para ser exactos- del sintagma maldito, la Leyenda Negra, para no añadir más leña al fuego y para no abrasarme yo mismo en las ascuas de una controversia que termina habitualmente sacando lo peor de nosotros mismos, un maniqueísmo grosero –valga la redundancia- que con gusto calificaría simplemente de ramplón si no desembocara en cainita. Aquí, en cuanto la discusión pasa de los cinco minutos, la polarización se hace tan ostensible que el bando que no cierra filas en la defensa de la evangelización se apunta a la tesis del genocidio. O viceversa, que tanto monta. Pero, llegados a este punto, no puedo seguir orillando el asunto, entre otras cosas porque la función primordial de esta reflexión no puede ser otra que reflejar una realidad y la realidad, como diría un político al uso, es la que es. Constato además con cierta estupefacción que la vitola negrolegendaria que hace unos años se trataba de evitar por parte y parte ha reverdecido en los últimos tiempos, como si los que la enarbolan en un sentido o en su contrario estuviesen encantados de sacar el trapo para que embista el otro –o, más bien, el unamuniano hotro-.

Por lo demás, dos matizaciones se imponen: por un lado, el reconocimiento por mi lado que la cesura en este sentido entre la parte anterior y la que viene tiene bastante de convencional: el hecho de que yo haya evitado polarizar mi discurso en la acuñación antedicha -Leyenda Negra- no significa obviamente que los autores y obras examinados hasta ahora hayan hecho lo mismo. Por el contrario, el asunto aparece en la inmensa mayoría de los libros comentados y, por lo general, de forma más explícita que implícita. En segundo lugar, aunque es evidente que la Conquista constituye un pilar fundamental de las diatribas antiespañolas, no es menos cierto que estas abarcan otros aspectos o, simplemente, trascienden la acción de la Corona española y sus representantes en el Nuevo Continente. Ello me permite ahora, por tanto, abrir el foco y referirme no ya, o no solo, a la Conquista propiamente dicha sino al conjunto de la historia española. Por tanto, más allá de la aventura americana –con ser lo importante que es- se impone una cuestión más trascendente: ¿por qué tenemos los españoles una relación tan conflictiva con nuestro pasado?

Reformulo el planteamiento irónico que he citado hace poco: dime si eres de izquierdas o de derechas y te diré si te avergüenzas o enorgulleces del pasado español. Para no perder el crédito que me pueda quedar ante ustedes a estas alturas confieso inmediatamente que ese enunciado se limita, una vez más, a reflejar lo que hay. «¿Por qué la izquierda se avergüenza de España?» se preguntaba, desde el titular mismo, Antonio Robles en Libertad Digital. La izquierda –argumenta Robles, sin más matizaciones- ha reducido «el descubrimiento de América a un genocidio, y España, al imperio maligno que lo perpetró». Todos los Estados y no digamos ya los Imperios, continúa diciendo, se han construido «sobre las ruinas de la violencia. Si descontextualizamos con criterios democráticos actuales esos pasados, todos nos parecerán aberrantes (…): hoy sería obsceno defender la esclavitud, pero ayer Aristóteles o Platón, pilares intelectuales de Occidente, poseían esclavos».

«¿Por qué la izquierda odia la historia de España?», se preguntaba a su vez César Cervera, en un titular casi calcado del anterior, en El Debate. El autor entiende y asume que la izquierda –se refiere a esta como bloque indiferenciado, como el anterior- abomine de «la evangelización de todo un continente o los tercios españoles» pero considera «desconcertante» que renuncie a «todos los personajes y periodos, presentando la historia de España como una sucesión interminable de fracasos y de oportunidades perdidas». Termino la muestra de este sector ideológico con el director de The Objective, Álvaro Nieto, que titulaba, ya sin interrogantes, «A la izquierda pija no le gusta su país»: «Hay un tipo de español, generalmente que se considera a sí mismo de izquierdas, al que no le gusta su país. O, dicho de otra manera menos diplomática, que aborrece todo lo que tenga que ver con España».

Si se les ha pasado por la cabeza la idea de que el listón no estaba muy alto –incluso aceptando el argumento de que no se le pueden pedir peras al olmo de un artículo periodístico que no llega a las mil palabras-, esperen a ver cómo disparan desde la acera opuesta. The Conversation, una publicación que recoge las colaboraciones desinteresadas de profesores universitarios españoles y extranjeros, con fines de divulgación científica, publicaba una investigación firmada por tres docentes con un titular anonadante: «Los efectos de la Inquisición todavía se perciben hoy en día».

Podían referirse, claro está, a cualquier país donde hubieran ejercido los tribunales inquisitoriales o sus equivalentes pero no, han acertado, se referían a España y con pretensiones de estudio científico, así como suena. La conclusión era bien explícita –está en el título- pero luego se ampliaba en estos términos: «Los resultados de la investigación muestran que las localidades donde la Inquisición tuvo una actuación más intensa tienen hoy en día un nivel inferior de riqueza, confianza y educación en comparación con localidades con una intensidad inquisitorial baja». Han leído bien, dice «hoy en día» y se establece una relación causa-efecto entre los lugares de juicio inquisitorial y la «riqueza, confianza y educación». ¡Ay, Torquemada, ni en sueños habrías podido columbrar que tu mano diabólica extendiera su influencia a lo largo de más de cinco siglos! El último párrafo del artículo resumía los resultados de la «investigación»: «Aún hoy, 200 años después de la abolición de la Inquisición española, las localidades más afectadas son más pobres, más religiosas y tienen un nivel de educación y confianza menores».

El primer firmante del artículo, Jordi Vidal-Robert ya había publicado esas mismas conclusiones científicas varios años antes en un blog de cierta solvencia intelectual, como Nada es gratis. El titulo era ligeramente más comedido (Los efectos de la Inquisición a largo plazo) pero bajo una forma más alambicada de estudio científico se exponía la misma tesis sobre la base de que la Inquisición española era algo excepcionalmente cruel, agudo y prolongado, incluso en el contexto de la época: un «hecho innegable» es que su actividad «fue más intensa y persistente que otras instituciones europeas similares», hasta el punto de que «tanto si tenemos en cuenta el número total, anual o juicios per cápita, la Inquisición española llevó a cabo más juicios y durante un periodo más largo que las demás instituciones similares». La insistencia en la excepcionalidad de la Inquisición española lleva a una equiparación del famoso tribunal y la nación –España, país inquisitorial- y termina contaminando de esa misma excepcionalidad al ser español.

Detalle del lienzo de Tlaxcala. Hernán Cortás y La Malinche con Moctezuma, ca. 1550.

Pese a las protestas por la consideración anómala del país (Spain is different!), lo cierto es que el latiguillo de la peculiaridad, en sentido peyorativo, aflora a la menor ocasión. Un artículo de El País –bien escrito y documentado por lo demás- sobre el papel de los esclavos en nuestra historia acusaba a España de tapar sus vergüenzas (La memoria borrada de la esclavitud en España), a partir de la constatación –primera frase del reportaje- de que «la esclavitud fue una práctica muy habitual en España y sus colonias». Sin embargo, pese a su «magnitud», apenas quedan huellas en la memoria colectiva. «La memoria de la esclavitud fue silenciada» en España, se dice más adelante, en contraposición a lo que ha sucedido en el resto del orbe civilizado. Y ello remite, más pronto que tarde, como decía antes, a la famosa excepcionalidad (siempre negativa, claro, se mire por donde se mire): «la ausencia de debate es una anomalía porque España fue el último país europeo en abolir la trata». El lector puede encontrarse muchas otras afirmaciones en esa misma órbita: «los únicos países que no han hecho nada por la memoria de la esclavitud son Portugal y España». O, más adelante: «Vivimos una desmemoria completa: Carlos III tuvo 20.000 esclavos». La conclusión simplificada que se traslada en este y otros casos parecidos presenta, pues, dos facetas complementarias: España fue peor y, encima, no lo reconoce.

Es curioso –pero, sobre todo, sintomático- observar que, incluso cuando se trata de normalizar la historia española -o incluso dignificarla- y tal tarea la acomete un historiador solvente, como José María Faraldo, no se puedan evitar los estereotipos, los comodines y los fantasmas habituales. Vayamos por partes. En un excelente artículo titulado «Historia de España para gentes de izquierda» podemos leer cosas tan sensatas como las que siguen: «España, ni ha sido un país tan diferente de su entorno, ni ha sido despótico en la medida que lo pintan las leyendas negras, ni ha sido tan centralista como lo señalan (…) etno-nacionalistas vascos y catalanes (…)  El constitucionalismo en España fue pionero, el liberalismo burgués y las reclamaciones de derechos civiles, muy tempranos. La democracia liberal llegó a España -con sus sombras- casi al mismo tiempo que a los países que la rodeaban. El sufragio universal, no demasiado tarde, el femenino -pese a todo-, relativamente a su hora».

Un enfoque tan equilibrado debe sin embargo, ya en su primera frase, pagar un fuerte peaje para que sea aceptado por el sector político al que se dirige: «La larga sombra del franquismo sigue planeando sobre España, la bota de hierro de sus imaginaciones brutales continúa aplastando al país que en realidad es y al que verdaderamente ha sido». Teniendo en cuenta que el artículo data de 2016 (¡cuarenta y un años después de la muerte del dictador!), uno se pregunta con cierta zozobra hasta cuándo se va a seguir responsabilizando al Caudillo de lo que no nos gusta en este país. Para responder a esta cuestión de manera congruente con el tono que me he impuesto en este análisis –por encima de todo, reflejar una situación determinada- me voy a ceñir a una información escueta: se acaban de publicar hace poco dos libros que, desde su título, acusan (en el doble sentido de mostrar e inculpar) el legado franquista en la España actual. El primero, Franco desenterrado, de Sebastiaan Faber, desliza de manera poco o nada sutil la especie de que Franco continúa «ejerciendo su poder más allá de la muerte». El segundo, La revolución pasiva de Franco, de José Luis Villacañas, establece que el franquismo se impuso en España de una manera «definitivamente decisiva», es decir, aclara, con «ese tipo de victoria que es irreversible». Como suena.

No es de extrañar que hayan tenido que ser los historiadores extranjeros –hispanistas- los que sin ningún tipo de complejos se hayan visto en la necesidad de normalizar con todas las consecuencias y sin reservas la historia española, arrumbando al franquismo, también sin cortapisas ni excusas, al lugar que le corresponde, es decir, al baúl de la historia. La tesis, por decirlo de manera simplificada, es que el franquismo determinó nuestro siglo XX pero no puede servir de sombra o espantajo en una sociedad tan distinta como la española del siglo XXI. Las obras más significativas en este sentido –historias generales de España con voluntad explícita de llegar al gran público- han sido en estos últimos años En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras, de Stanley Payne y, desde una perspectiva distinta, pero en el fondo complementaria, La invención de España, deHenry Kamen. Es innegable que dichas obras no terminan de satisfacer a un amplio sector de la opinión pública española –ni tampoco a la historiografía sedicente progresista- porque juzgan, con mejores o peores razones, que a sus autores les mueven unas premisas ideológicas que reputan rechazables. Sin ir más lejos, por ejemplo, todo lo que venga del citado Payne, celebrado en sus inicios por la izquierda, es hoy acremente censurado y estigmatizado por este mismo sector, debido a su deriva conservadora y sus conexiones derechistas.

La entrada de Hernán Cortés en Tenochtitlán, Augusto Ferrer-Dalmau Nieto, s. XX.

Hallar un justo medio o, simplemente, tratar de discernir sin vindicar o repeler es, pese a todo, un ideal que no debería descartarse sin más. Ciertamente complicado, ¿para qué negarlo? Una dificultad que salta a la vista ante la obra de Juan Marcelo Gullo Omodeo, autor de una hiperbólica laudatio de la acción española en América: Madre patria: desmontando la leyenda negra desde Bartolomé de las Casas hasta el separatismo catalán. El politólogo argentino lleva su amor y admiración a España y lo español hasta perder cualquier sentido de la medida. Lo más indulgente que a uno se le ocurre ante su libro es el orteguiano «no es eso, no es eso». Aunque no desemboque en esos excesos, es innegable que la mirada foránea –me refiero ahora básicamente a los hispanistas actuales- tiende a ser menos hiriente que la de los propios españoles, pero esta misma actitud, tildada a menudo de complaciente, genera otros disensos. El mejor estado de la cuestión sobre este tema –las interacciones entre la perspectiva extranjera y la mirada interior, junto con la evolución de ambas a lo largo de más de cinco siglos- no ha venido en esta ocasión desde la órbita del hispanismo sino de la aportación inconmensurable de un historiador español, José Varela Ortega. Me refiero a una monumental investigación de más de mil páginas que trata de plasmar las múltiples interpretaciones de la trayectoria histórica de nuestro país desde los tiempos imperiales a nuestros días: España. Un relato de grandeza y odio

5. El reto de asumir la historia

            Volvamos a poner el foco en la Leyenda Negra, no tanto, como antes apunté, por voluntad propia cuanto por necesidad de reflejar o ser fiel a los reverdecidos términos que ha adquirido la controversia en el ámbito hispano en los últimos tiempos. Aunque tiene precedentes, fue Julián Juderías, como es sabido, quien acuñó en 1914 la denominación negrolegendaria para unificar y caracterizar en un determinado sentido la propaganda contra el Imperio español. Desde entonces, no se ha dejado de utilizar, pese a las reservas de todo orden que despierta en múltiples especialistas. Fue, sin embargo, el fulgurante e inesperado éxito de la obra de María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, la que catapultó de nuevo y con fuerza inusitada la idea y entidad de la Leyenda Negra a la controversia siempre abierta sobre España y su pasado.

Independientemente de otras muchas consideraciones que se podrían hacer, como sus planteamientos apriorísticos o su esquematismo interpretativo, la obra de Roca Barea tenía la virtud de entrar sin complejos, como elefante en cacharrería, en el coto de la historia progresista, no dejando títere con cabeza y, lo que es más importante, sirviendo en bandeja a un público harto de masoquismo secular una interpretación exultante de la historia española. Desde entonces Roca Barea ha prodigado sus artículos de opinión en la prensa española, ha protagonizado directa o indirectamente múltiples debates y ha obtenido el Espasa de ensayo por una obra que complementa la antes citada, en la misma línea de ataque frontal contra las elites progresistas y su concepción negativa del papel histórico de España: Fracasología. España y sus elites: de los afrancesados a nuestros días.

            Como suele suceder en estos casos, la calurosa acogida que el público ha dispensado a la obra de esta autora –por cierto, no historiadora de formación- ha propiciado la aparición de múltiples ensayos en la misma línea, algunas de las cuales ya hemos tenido ocasión de examinar al tratar de la Conquista del Nuevo Mundo. Me limito ahora a señalar los que hacen hincapié en la Leyenda Negra, aun recordando, como hice antes, que la delimitación es hasta cierto punto convencional, porque estos que voy a mencionar también abordan el tema americano y aquellos no eludían la vitola negrolegendaria. Uno de los autores que entonces cité, Iván Vélez, ha publicado una nueva edición de un libro anterior, con el título de Sobre la Leyenda negra, con un nuevo prólogo escrito precisamente por Elvira Roca. Pese a que su contenido y, aún más, su enfoque, puedan ser discutibles, no se trata de una obra superficial sino de un estudio sólidamente documentado, con dos partes diferenciadas, una sobre la España imperial y otra sobre la aparición del rótulo «Leyenda Negra». No oculto, empero, que el autor considera que la sociedad española en su conjunto o, al menos, buena parte de ella, tiene una visión de su historia tamizada por el prisma negrolegendario y contra esa distorsión apunta sus objetivos en este volumen.

            En una línea muy parecida y con un calado semejante se sitúa La leyenda negra. Historia del odio a España. El relato hispanófobo interno y externo, de Alberto J. Gil Ibáñez, aunque el tono combativo es aquí aún más explícito y termina, como luego diré, por arruinar sus buenas intenciones. Ya desde el título, como puede apreciarse, se habla no solo de la habitual hispanofobia de los países rivales sino de la que anida dentro de las fronteras propias, hasta el punto de que es nuestra propia autoestima la que se resiente o, mejor dicho, ha sido «robada: hemos sido mejores de lo que nos han hecho creer». El autor considera normal que otras potencias denigraran al Imperio español: lo inaceptable e inconcebible es que fueran los propios españoles los que dieran pábulo a esos infundios y hasta terminaran internalizándolos. Lejos de sentir orgullo por su brillante historia, continúa diciendo, el español se siente habitualmente apocado, cuando no directamente avergonzado.

Gil Ibáñez intenta contrarrestar esos «falsos complejos» incidiendo en los aspectos gloriosos del pasado, labor en la que, como ya dije a propósito del argentino Gullo Omodeo, se le va un poco la mano, por decirlo suavemente. Casi todas las críticas a España quedan así desestimadas y reconducidas a la condición de propaganda insidiosa o de simples mitos, en el mejor de los casos: «el mito del déficit de pensamiento y ciencia», «el mito del déficit de buen gobierno y de desarrollo económico», «el mito de la España integrista y retrógrada», etc. Deslizándose imparablemente por esta pendiente, el autor termina descalificando todo pensamiento crítico, pues los españoles de esa tendencia, tildados de «hispanófobos» se integran en la categoría de… «hispanobobos».

Aún más frívolo es el libro de Javier Santamarta del Pozo, no ya desde el título, sino desde la caricatura de portada: lo mejor que se puede decir de Fake news del Imperio español. Embustes y patrañas negrolegendarias es que se trata de un divertimento inocuo, aunque solo apto para ciertos paladares. Ya sé que ese tipo de lenguaje tosco y tono desprejuiciado hace las delicias de un cierto sector de la opinión pública, pero esta parodia de la leyenda negra («Breaking News: ¡España no existe!», «Confirmado: ¡los Reyes Católicos son fachas!», el Borbón como Bribón, etc.) se agota pronto en su propia inanidad.

            Hay también una serie de libros que, aun sobre el telón de fondo de la Leyenda Negra, optan por un enfoque opuesto: hacen hincapié en los éxitos, sin apenas demorarse en las críticas o «insidias», es decir, desgranan las razones, no ya solo para recuperar el pasado, sino para sentir orgullo del papel de España en la historia. Así, casi literalmente, se recoge en el título la intención que anima al veterano divulgador históricoJavier Esparza: No te arrepientas: 35 razones para estar orgullosos de la historia de España. Las 35 razones que recoge dicho enunciado corresponden a otros tantos capítulos del libro, divididos en cuatro bloques («las raíces», «las libertades», «las hazañas» y «la civilización») y vienen a constituir un repaso superficial a la historia de España desde la Hispania sometida a la tutela romana hasta nuestros días. El problema, como puede suponerse, no es solo que el tono sea laudatorio –ya se cuenta con ello- sino que, una vez más, se pierde cualquier asomo de ecuanimidad y ponderación.

Distinta en la estructura pero coincidente en el fondo es Hispanofilia. España frente a su destino. Claves históricas para el reencuentro sereno con nuestros orígenes, imprescindible para afrontar los retos del futuro, de Gonzalo Rodríguez García. En este volumen hay todo un primer bloque dedicado al secular «problema español» planteado en sentido clásico, como «España en el laberinto», con atención especial al desafío de los nacionalismos alternativos peninsulares; a continuación, un segundo bloque se centra en las claves fundamentales de la identidad española a lo largo de la historia. El tono tiende a ser grandilocuente y recuerda por momentos el lenguaje catastrofista y lastimero de la literatura regeneracionista: «España necesita un nuevo rumbo…, necesita reinventarse y darse un nuevo comienzo que deje atrás la etapa histórica que estamos viviendo».

Por otro lado, son también numerosas las novedades editoriales que, sin pretender abarcar el conjunto de la historia española, ponen el foco en algunos episodios concretos como, por ejemplo, Lepanto (Agustín Ramón Rodríguez González: Lepanto, la batalla decisiva) o se centran en algunos personajes considerados providenciales o heroicos, como el Gran Capitán (Fernando Martínez Laínez y José María Sánchez de Toca: El Gran Capitán) o Blas de Lezo (Víctor San Juan: Breve historia de Blas de Lezo). Por cierto, hablando de héroes y para que no se entienda por tales solo los hombres de combate, uno de los autores antes citados, Javier Santamarta ha dedicado un volumen a otra clase de heroicidades españolas, esta vez de tipo humanitario: Siempre tuvimos héroes. La impagable aportación de España al humanitarismo. Los protagonistas, como digo, no son aquí soldados o generales, sino ilustrados, científicos, diplomáticos o benefactores en general. Aunque la lista es muy discutible, hay nombres incuestionables –cito solo los más conocidos- como José Celestino Mutis, Javier Balmis, Ángel Sanz Briz o Juan Luis Vives.

Señora principal con su negra esclava, Vicente Albán, 1783.

En un punto intermedio entre estas obras divulgativas, centradas en episodios o personajes y las anteriormente citadas, que abarcaban globalmente la historia de España, se encuentra la obra de Ramón Tamames La mitad del mundo que fue de España. Una historia verdadera, casi increíble. El veterano economista e historiador abarca aquí un amplio lapso del pasado –lo que entendemos como pasado imperial-, desde el primer viaje de Colón hasta el final de la presencia española en América. Se trata de un volumen relativamente extenso, cercano a las seiscientas páginas, con múltiples notas y un sólido bagaje documental. Aun así, se dirige a un público generalista y es patente su vocación divulgativa: se nota además que Tamames ha hecho un esfuerzo por ponerse en la mente del simple interesado o no especialista y completa cada uno de los quince capítulos que integran la obra con un «colofón» en el que plantea dudas y reflexiones de diversa índole. El lector podrá disentir de algunas apreciaciones –algo inevitable, por otra parte, en un proyecto de tanto calado- pero en conjunto es de justicia reconocer que el volumen que firma Tamames se acerca mucho a ese ideal de divulgación seria que tanto echamos en falta en estas coordenadas.

El denominado con impropiedad «revisionismo histórico» de Elvira Roca y autores afines –hayan ido por libre o en comandita- ha propiciado una furibunda reacción de signo contrario. El lector que haya llegado hasta aquí no se sorprenderá si califico la susodicha reacción de sesgada interpretación histórica que incurre en los mismos defectos que percibe en la otra parte, solo que aquí se invierten los valores, eso sí, manteniendo un simplismo equivalente y, superfluo es recalcarlo, tirando de argumentos tan partidistas y cerriles como los que se dicen combatir. Un claro ejemplo de ello es Imperiofilia y el populismo nacional-católico, de José Luis Villacañas, respuesta directa, como se ve en el título, a la Imperiofobia de la primera.

Ya en el segundo párrafo, Villacañas tilda de «dañino y peligroso» el libro de Roca Barea, un «artefacto ideológico» que representa la punta de lanza de un «pensamiento reaccionario» que libra su batalla por la «hegemonía cultural española». El autor siente Imperiofobia casi como un ataque personal («ataca de un modo insidioso y grotesco todo lo que he defendido en mi humilde obra»), pero sobre todo lo considera un producto populista deleznable urdido con «métodos improductivos, estériles y engañosos». Lo peor, con todo, es que el éxito de Roca Barea indica que la inteligencia española tiene urgentemente una tarea que acometer, una «batalla cívica». Se podrían haber atendido a las razones de Villacañas si las hubiera expresado con más contención. Pero es difícil seguirle cuando eleva sus oraciones [sic] para que cualquiera con responsabilidades en España no tenga «su cerebro contaminado por la bárbara mirada de este libro». De lo contrario, el «populismo nacionalcatólico y el sentido imperial del franquismo» desplegarían sus alas y «la tragedia se cerniría sobre España» con carácter ineluctable.

            Se ha dicho –yo mismo lo he recogido antes- que el pensamiento progresista o la izquierda en general suele ser tan crítica con el pasado reciente y remoto de país que termina abominando de él y concibiendo la historia española como una sucesión de fracasos, oportunidades perdidas o decadencia. No siempre es así. 20 razones para que no te roben la historia de España, de Bruno Estrada López, podría parecer al simple ojeador de novedades un volumen más en la línea conservadora («revisionista», en la terminología izquierdista). No hay tal. En el primero de los tres prólogos del volumen, todos escritos por representantes políticos de la izquierda, Ramón Górriz, presidente de la Fundación 1º de Mayo, define la obra como relato alternativo al hegemónico «nacionalismo conservador, nacionalcatólico y reaccionario». Diego López Garrido, en el segundo prólogo, destaca los cuatro pilares de la aportación de Estrada: mestizaje, tolerancia, arte y ciencia. Y Joan Herrera, en el tercero, habla de la necesaria «resignificación de la idea de España» en un sentido plurinacional, plurilingüista y pluricultural.

Se piense lo que se piense de este proyecto, importa destacar que en esta ocasión no se repudia el país ni su trayectoria histórica sino que se busca «otra España». El presente puede mirarse en el pasado sin cortapisas, aunque, eso sí, es un pasado que nada tiene que ver con las tradicionales glorias guerreras, la intolerancia ideológica y el poder despótico: desde las cuevas de Altamira a «las mujeres en la modernización», los hechos y protagonistas que aquí aparecen suponen o implican una lectura distinta de la idea de España. Otra cosa distinta es si los resultados están a la altura de tan ambiciosos objetivos y la respuesta no puede ser otra que una rotunda negación, no ya porque su brevedad –menos de ciento cincuenta páginas en formato pequeño- no lo permite sino porque desemboca en una distorsión de signo opuesto que en algunos casos presenta ribetes risibles. Como que las «principales aportaciones de España en el siglo XVI» son «la abolición de la esclavitud y la Casa de Contratación de Sevilla». Para este viaje, no hacían falta alforjas.

Aunque este es un artículo orientado a dar una visión de conjunto de la producción bibliográfica reciente sobre la Conquista y asuntos afines, no quisiera dejarme en el tintero una mención, aunque sea escueta, a una iniciativa complementaria en el ámbito cinematográfico. Lo resalto en la medida en que pone de relieve la importancia que se ha dado en los últimos tiempos al tema de la España imperial, a la recuperación o reinterpretación del pasado y, en última instancia, a la utilización de la historia como elemento de extraordinaria importancia para construir lo que hoy ha dado en llamarse el «relato nacional». La iniciativa a la que he hecho referencia es un largometraje de carácter documental que se estrenó en junio de 2021 con el título de España. La primera globalización. Dirigido por un experimentado realizador, José Luis López-Linares, el filme, que se estrenó en salas comerciales y tuvo una aceptable recepción (para lo que se estila en el género documental), cedía durante buena parte de su metraje la palabra –y la imagen- a algunos de los historiadores que han aparecido en estas páginas, como Roca Barea, Ríos Saloma, Marcelo Gullo o Stanley Payne. En sus aspectos técnicos y cinematográficos la película es más que aceptable. Por lo que respecta al contenido, pese a algunos planteamientos acertados y no pocas reflexiones de interés, en conjunto da una impresión de escasa imparcialidad, hasta el punto de que en algunos momentos parece que nos encontramos ante una obra militante, un retrato de la acción española en América con todas sus luces y sin apenas sombras. Convencerá, en fin, a los ya convencidos.

            6. Coda: un balance provisional

            Llegados a este punto y después de tan largo recorrido resulta ocioso o, lo que es peor, fatigoso, añadir mucho más. El lector interesado tiene en los párrafos anteriores material sobrado para seguir por su propia cuenta y profundizar, si le apetece, en aquellas cuestiones que les resulten más sugestivas. El especialista encontrará sin duda múltiples omisiones, tanto en la relación de obras consideradas como en mis propios comentarios, que han tenido que sujetarse a menudo a unos trazos rápidos –espero que no precipitados- para caracterizar tal profusión -y heterogeneidad- de títulos y autores. La bibliografía sobre los asuntos aquí tratados es sencillamente inabarcable para un artículo de estas características. Dentro de estas y otras limitaciones que no es momento de ponderar, aspiro a que el cuadro resultante, con todos sus matices y hasta contradicciones, constituya un retrato fidedigno de la controversia, por no decir el desconcierto, que sigue generando en nuestro país -y no solo en sus elites políticas e intelectuales- el enfrentamiento con el pasado en general y el balance de la acción española en el Nuevo Continente en particular.

Detalle del Lienzo de Tlaxcala. Entrada en Jalisco. ca. 1550.

            Se ha dicho en múltiples ocasiones desde atalayas distintas y hasta opuestas que España necesita reconciliarse con su historia. La propuesta, quizá bienintencionada, me parece cuanto menos ingenua. A la vista del panorama que acabo de trazar, habría que decir, mejor, simplemente inviable. Desde tiempo inmemorial el pasado ha servido como arma de combate para las necesidades del presente, pero en el mundo que vivimos, por razones que ahora no son del caso, ese aserto es más patente que nunca. La misma noción de memoria histórica –sospechosamente en singular- viene contaminada desde sus raíces, tanto más cuanto es el poder quien la intenta imponer y administrar. Como han señalado muchos críticos, ya de por sí la pretensión de una sola memoria colectiva en una sociedad democrática -plural, híbrida y conflictiva per se– es una contradicción en sus términos. No siendo España, ni mucho menos, una rara avis en esto de ajustar cuentas con el pasado, no deja de ser cierto sin embargo que la historia se reviste en nuestros lares de elementos conflictivos que, dadas las circunstancias presentes, con fuerzas centrífugas desatadas, se convierten en potencialmente explosivos. Lo cierto, en definitiva, es que la historia deviene un gran botín en disputa. «La disputa de la Conquista» tituló una reflexión sobre el tema el historiador Antonio Elorza. Un título que recuerda al del libro coordinado por Emilio Lamo de Espinosa, La disputa del pasado. Quisiera añadir un par de apuntes finales al hilo de este último, en la medida en que reflejan bien y con un ejemplo de manual, las consideraciones generales que acabo de exponer.

            La disputa del pasado, que lleva como subtítulo España, México y la leyenda negra, es un volumen que recopila las reflexiones de siete especialistas –no solo historiadores- sobre distintos aspectos de la Conquista y, en particular, sobre el caso mexicano. Con todas las reservas o discrepancias que se quiera –y a mí, personalmente, me suscita muchas-, el libro es un intento intelectualmente honesto de tender puentes (intervienen aquí tanto autores españoles como mexicanos) y hallar fórmulas conciliadoras para entender un complejo asunto histórico. Es verdad que para un sector de la crítica, la opinión pública y el ámbito universitario, la sola presencia en la nómina de autores como Roca Barea, auténtica bestia negra del progresismo, constituye motivo más que suficiente para descalificar el intento pero, independientemente de ello, quisiera fijarme en la agria recepción que el ensayo ha tenido donde más podía valorarse la iniciativa.

Un prestigioso historiador como Carlos Martínez Shaw, americanista de dilatada trayectoria, lo reseñaba de forma ambivalente en El País, aunque perfilando muchas más sombras que luces, aunque solo fuera porque le parecían inadmisibles tanto la crítica que se hacía a la memoria histórica como la «frivolidad» con que se impugnaba la Leyenda Negra. Con todo, lo que al final se transmitía al lector era un rechazo que parecía tener un punto de visceral, servido en palabras muy gruesas: se impugnaba el libro en su conjunto por  «irregular y politizado» pero lo más significativo era la acusación que se hacía a algunas de sus aportaciones de «abrir nuevas heridas». En definitiva y como prolongación de lo anterior, el reseñista detectaba en la obra un sesgo ideológico inadmisible que bordeaba la desfachatez: «Es muy fácil cargar sobre otros los crímenes propios», llega a decir.

            Una crítica muy bien documentada de Borja Bauzá señalaba que el volumen coordinado por Lamo de Espinosa incurría en ciertos pecados capitales que hacían muy problemática la absolución. Entre ellos, básicamente dos: la ligereza con que se despachaba la acusación de genocidio –aunque el propio reseñista admitía que no hubo tal- y la excesiva insistencia en situar la Conquista en su contexto (cuestión que, como se recordará, nos ocupó en algunos pasajes anteriores de este artículo). Para Bauzá tan rechazable es el juicio presentista de aquellos acontecimientos como el empecinamiento en distanciar los valores actuales de los del pasado: algunos de los autores de La disputa del pasado, argumenta, «están tan empeñados en contrarrestar el relato negrolegendario que terminan coqueteando con los postulados inversos». Así que el veredicto final es demoledor. Bauzá termina por descalificar el libro en su conjunto, no por sus intenciones sino por sus resultados: «Donde yerra es en la fórmula; lejos de aproximarse al asunto con sosiego, humildad y perspectiva lo que hace es tomar la parte por el todo. O sea: dictar una sentencia detrás de otra eliminando, así, cualquier posibilidad de diálogo con quien ve las cosas de otra manera. Con el otro. Y así seguiremos, pues, como estábamos». Palabras que suponían una reafirmación de lo que anunciaba el título: «Otra oportunidad perdida».

            Es probable que el reseñista tuviera razón en cuanto a las oportunidades perdidas, no exactamente por sus argumentos sino por algo más simple: que es difícil, no ya ponerse de acuerdo, sino simplemente llegar a un punto de encuentro, sin voluntad para ello. Y es obvio que –hablando en términos generales- no hay voluntad, básicamente porque sigue siendo más rentable para casi todas las partes usar la historia como arma de combate o, lo que es lo mismo, el pasado al servicio de las necesidades del presente. Lo vemos claramente en algunos líderes americanos –con una tosquedad que el populismo potencia- pero sería absurdo negar que eso también pasa entre nosotros, con un esquematismo grosero y una polarización sonrojante, como hemos tenido ocasión de examinar. La tentación de usar la historia con fines espurios es irresistible, entre otras cosas, porque es una tarea muy fácil: hallaremos en ella siempre lo que queramos encontrar. Esta constatación –puro realismo- no debe servir empero, por lo menos desde mi punto de vista, como coartada para la inacción, es decir, para dejar que las manipulaciones de uno u otro signo campen a sus anchas.

En otras palabras, el hecho de que esa mirada prístina hacia nuestra trayectoria pretérita constituya un ideal inalcanzable no debe ser razón para que historiadores y divulgadores renunciemos a dar la batalla. Al fin y al cabo no podemos apartar los ojos del ayer, no ya solo para conocerlo y comprenderlo sino para saber en qué punto estamos hoy y hacia dónde queremos ir mañana. Partamos, si es preciso, de algunas obviedades, como que la historia es mucho más que la memoria o que no debe estar al servicio de nadie. Y, aunque en cualquier caso, los prejuicios o los simples apriorismos en el examen del pasado sean inevitables, nuestra responsabilidad consiste en no ser esclavos de ellos. Hemos tenido ocasión de ver que entre los extremos interpretativos –de la evangelización al genocidio, en el caso de la Conquista-, las valoraciones globales de la historia española –de la gloria al fracaso- o las consideraciones éticas –del orgullo al oprobio- caben otras múltiples apreciaciones, perspectivas enriquecedoras e innumerables matices. No hace falta ni creo que sea saludable ese objetivo de integración del que hablan algunos pero no es absurdo aspirar a un marco interpretativo común que integre distintas sensibilidades. Los historiadores profesionales no están lejos de alcanzarlo. ¿Podría servir ese espacio de confluencia para el resto de la sociedad?

            Relación alfabética de libros citados:

            (No se relacionan aquí los artículos periodísticos, que pueden consultarse pinchando en el link correspondiente en cada caso)

-Antequera, Luis (2021): Historia desconocida del Descubrimiento de América. En busca de la Nueva Ruta de la Seda, Sekotia, Córdoba.

-Cardelús y Muñoz-Seca, Borja (2018): La civilización hispánica. El encuentro de dos mundos, Edaf, Madrid.

-Cardelús y Muñoz-Seca, Borja (2021): América hispánica. La obra de España en el Nuevo Mundo, Almuzara, Córdoba.

-Cervantes, Fernando (2021): Conquistadores. Una historia diferente, traducción de Verónica Puertollano, Turner, Madrid.

-Esparza Torres, José Javier (2021): No te arrepientas: 35 razones para estar orgullosos de la historia de España, La Esfera de los libros, Madrid.

-Espino López, Antonio (2014): La Conquista de América. Una revisión crítica, RBA, Barcelona.

-Espino López, Antonio (2019): Plata y sangre. La conquista del Imperio inca y las guerras civiles del Perú, Desperta Ferro. Madrid.

-Espino López, Antonio (2021): La invasión de América, Arpa, Barcelona,.

-Espino López, Antonio (2021): Vencer o morir. Una historia militar de la conquista de México, Desperta Ferro, Madrid,

-Estrada López, Bruno (2019): 20 razones para que no te roben la historia de España, La Catarata de los libros, Madrid.

-Faber, Sebastiaan (2022): Franco desenterrado. La segunda transición española, Pasado&Presente, Barcelona.

-Fernández-Armesto, Felipe y Lucena Giraldo, Manuel (2022): Un imperio de ingenieros. Una historia del Imperio español a través de sus infraestructuras, Taurus, Madrid.

García, Carmen (2021): Pioneras. Mujeres en la conquista de América, Sekotia, Córdoba.

Gil Ibáñez, Alberto J. (2018): La leyenda negra. Historia del odio a España. El relato hispanófobo interno y externo. Almuzara, Córdoba.

-González Fernández, Enrique (2021): La Monarquía Española y América. Filosofía política de la Corona según la Legislación y el pensamiento de Las Casas, Vitoria y Julián Marías, Fundación Universitaria Española, Madrid.

Gullo Omodeo, Marcelo (2021): Madre patria: desmontando la leyenda negra desde Bartolomé de las Casas hasta el separatismo catalán. Espasa, Barcelona.

-Insua Rodríguez, Pedro (2018): 1492. España contra sus fantasmas, Ariel, Barcelona.

-Kamen, Henry (2020): La invención de España, traducción de Alejandra Devoto, Planeta, Barcelona.

Lamo de Espinosa, Emilio, coord. (2021): La disputa del pasado. España, México y la leyenda negra, Turner, Madrid.

-Martínez Laínez, Fernando y Sánchez de Toca, José María (2021): El Gran Capitán, Edaf, Madrid.

-Mira Caballos, Esteban (2021): Hernán Cortés. Una biografía para el siglo XXI, Crítica, Barcelona.

-Mira Caballos, Esteban (2021): Francisco Pizarro. Una nueva visión de la conquista del Perú, Crítica, Barcelona.

-Moreno Luzón, Javier (2021): Centenariomanía. Conmemoraciones hispánicas y nacionalismo español, Marcial Pons, Madrid.

Payne, Stanley (2017): En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras, Espasa, Barcelona.

-Ríos Saloma, Martín F. (2021): Conquistas. Actores, escenarios y reflexiones. Nueva España (1519-1550), Silex, Madrid.

Roca Barea, María Elvira (2016): Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, Siruela, Madrid.

Roca Barea, María Elvira (2019): Fracasología. España y sus elites: de los afrancesados a nuestros días, Espasa, Madrid.

-Rodrigo Iturralde, Cristián (2019): 1492. Fin de la barbarie. Comienzo de la civilización en América, 2 vols. Editorial Buen Combate (vol. I). Edición propia (vol. II).

-Rodríguez García, Gonzalo (2021): Hispanofilia. España frente a su destino. Claves históricas para el reencuentro sereno con nuestros orígenes, imprescindible para afrontar los retos del futuro, Almuzara, Córdoba.

Rodríguez González, Agustín Ramón (2021): Victorias por mar de los españoles, Sekotia, Córdoba (edición original 2006).

Rodríguez González, Agustín Ramón (2021): Lepanto, la batalla decisiva, Sekotia, Córdoba.

-Salafranca, Alejandro y Pérez Vejo, Tomás (2021): La conquista de la identidad. México y España, 1521-1910, Turner, Madrid.

-San Juan, Víctor (2019): Breve historia de Blas de Lezo, Nowtilus, Madrid.

-Santamarta del Pozo, Javier (2017): Siempre tuvimos héroes. La impagable aportación de España al humanitarismo, Edaf, Madrid.

-Santamarta del Pozo, Javier (2021): Fake news del Imperio español. Embustes y patrañas negrolegendarias, La Esfera de los libros. Madrid.

-Saralegui Benito, Miguel Manuel (2021): Matar a la madre patria. Historia de una pasión latinoamericana, Tecnos, Madrid.

Tamames, Ramón (2021): La mitad del mundo que fue de España. Una historia verdadera, casi increíble, Espasa, Barcelona.

Varela Ortega, José (2019): España. Un relato de grandeza y odio, Espasa, Barcelona.

Vélez Cipriano, Iván (2016): El mito de Cortés. De héroe universal a icono de la Leyenda negra, Encuentro, Madrid.

Vélez Cipriano, Iván(2018): Sobre la Leyenda negra, prólogos de M. Elvira Roca Barea y Pedro Insua Rodríguez. Encuentro, Madrid. 2ª ed. corregida y aumentada. (edic. original: 2014).

-Vélez Cipriano, Iván (2019): La conquista de México. Una nueva España, La Esfera de los libros, Madrid.

-Villacañas, José Luis (2019): Imperiofilia y el populismo nacional-católico, Lengua de Trapo, Madrid.

-Villacañas, José Luis (2022): La revolución pasiva de Franco, HarperCollins, Madrid.

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