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¿El candidato manchú?

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1962 fue el año en que se estrenó la película de ese título; en España se llamó El candidato del miedo. Su lanzamiento en Estados Unidos coincidió con la crisis de los misiles en Cuba y eso contribuyó a un mediano éxito de taquilla. La película no valía gran cosa. Era un melodrama anticomunista disfrazado de denuncia antianticomunista. Raymond Shaw, un sargento estadounidense capturado por los soviéticos durante la guerra de Corea, ha sido sometido a un cuidadoso lavado de cerebro por los chinos durante su cautiverio en Manchuria. De vuelta a casa, a Shaw lo colman de honores por haber salvado las vidas de sus compañeros de pelotón y se convierte en un héroe nacional.

La realidad, sin embargo, es otra. El condicionamiento psicológico de los comunistas ha trasformado su personalidad y lo ha convertido en un sleeper: un agente programado para ejecutar ciegamente las órdenes de su controlador. Que –ah, el melodrama– no es otro que su señora madre. Ella ha sido también, mientras Shaw permanecía en la prisión manchú, la impulsora de la carrera política de su nuevo marido, un senador ferozmente anticomunista cuyo extremismo le hace imposible llegar a la presidencia de Estados Unidos. Y es ahí donde entra en juego Shaw. Su misión consistirá en asesinar al presidente electo para que lo sustituya el vicepresidente que –de nuevo el melodrama– es su padrastro, el senador clonado de Joseph McCarthy. Por qué tendrían los comunistas tanto interés en hacer presidente a uno de sus enemigos más acérrimos no deja de ser un misterio, pero los buenos melodramas nunca han necesitado ayuda de la lógica.

El protagonizado por Donald Trump en su reciente viaje europeo, tampoco. Entre el 10 y el 17 de julio, el presidente estadounidense entró como un elefante en todas las cacharrerías por donde pasó. La cosa empezó en Bruselas en la cumbre de la OTAN (11-12 de julio), a cuyos miembros les había recordado antes de dejar Washington que «Estados Unidos gasta mucho más que cualquier otro país en defender a la Alianza. Una injusticia para los contribuyentes estadounidenses». Y seguía, como si todos ellos perteneciesen a la Unión Europea, mostrando su disgusto por los 151 millardos de dólares de déficit comercial que Estados Unidos mantiene con ella.

Ya en Bruselas, Trump clamó por el compromiso contraído en tiempos de Obama de que en 2024 sus socios de la OTAN dedicarían un 2% de su PIB a gastos de defensa. Hasta ahora, sólo Estados Unidos, Grecia, Gran Bretaña, Estonia y Letonia han cumplido. Alemania se mantiene en un 1,2% y Francia, un poco mejor, en un 1,85%. España está en un 0,9%. Pero Trump no se detuvo ahí y exigió que todos subiesen su contribución al 4%. No a partir de 2025, no; desde ahora mismo. Y dedicó un repaso final a Alemania: su Nord Stream 2 (un oleoducto que la unirá con Rusia a través del Báltico) es «muy lamentable»; los alemanes hablan de contener a Rusia, pero van a gastarse muchos millardos de dólares en comprarle gas natural.

A Theresa May, que no consigue evitar que Brexit desgarre perdurablemente a los conservadores británicos ni encontrar un arreglo satisfactorio con sus antiguos socios europeos, le recomendó menos tibieza en una entrevista publicada en The Sun, un tabloide propiedad del grupo de Rupert Murdoch (13 de julio). Si quería un nuevo acuerdo bilateral con Estados Unidos, May tenía que romper definitivamente con la Unión Europea. Y, sin poner ni quitar rey, comentaba que Boris Johnson, el principal adversario tory de May, «sería un gran primer ministro». De Londres, donde tomó un té con la reina, Trump se marchó a un club de su propiedad en Turnberry (Escocia), y pasó el fin de semana jugando al golf. Sin embargo, tuvo tiempo de aparecer el sábado 14 en una entrevista con la cadena CBS, en la que le pidieron que identificase al mayor enemigo actual de Estados Unidos. Trump: «Creo que tenemos muchos. La Unión Europea es uno; no hay más que ver lo que nos hacen con el comercio. Habrá quien no lo crea, pero es un enemigo. También lo es Rusia en algunos campos. Y en economía China también lo es […]. Eso no significa nada. Sólo que son nuestros competidores». Su ranking no pasó inadvertido a los dirigentes de la Unión Europea.

El lunes 16, en Helsinki, Trump se reunió con Vladímir Putin durante cuatro horas. En su mayor parte fue una reunión bilateral sin más testigos que sus respectivos intérpretes. En la conferencia de prensa posterior, el presidente estadounidense sólo se refirió con precisión a uno de los asuntos tratados: la injerencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016 denunciada por Dan Coats, su director del Centro de Inteligencia Nacional.

Este alto cargo es un funcionario nombrado por el presidente; tiene rango de secretario (ministro); y coordina las actividades de los dieciséis organismos que forman la cadena estadounidense de inteligencia. Según Trump, Coats «vino a verme y me dijo “Creo que fue Rusia”. Pero aquí está el presidente Putin que acaba de decirme que Rusia no fue […]. Y yo añado: no veo ninguna razón por la que hubiera tenido que hacerlo» A renglón seguido, la emprendió una vez más con la investigación del fiscal especial que se ocupa del asunto, Robert Mueller, porque ha sido «un desastre para nuestro país».

El director, sin embargo, no calló. En un nuevo comunicado decía sin rodeos: «Hemos sido muy claros en nuestra evaluación de la intrusión rusa en la elección de 2016 y de sus continuos y persistentes intentos de minar nuestra democracia y continuaremos ofreciendo inteligencia veraz y objetiva en defensa de nuestra seguridad nacional».

En el vuelo presidencial de vuelta a Washington (17 de julio), mientras la parte rusa hablaba de «importantes acuerdos verbales», la portavoz de la Casa Blanca se limitaba a enumerar, sin entrar en detalles sobre ninguno, los asuntos en que coinciden las agendas de ambos países. Pero el escándalo de la conferencia de prensa fue de tal magnitud que, por primera vez desde el inicio de su mandato, el presidente se vio obligado a aceptar, a medias, que se había expresado mal en la cuestión clave de la injerencia rusa y que su intención había sido justamente la contraria: no veía por qué no habría podido ser Rusia.

A los aliados de países democráticos los trata Trump a zapatazos, mientras que no oculta su admiración por los dictadores, pero nunca ha prodigado tantos halagos a Xi Jinping ni a Kim Jong-un como a Putin. Es el único político con quien se muestra siempre obsequioso y, como en Helsinki, hasta servil. Jamás ha salido de sus labios la menor crítica juiciosa hacia el otrora teniente coronel de la KGB. Trump ha llegado incluso a plantear la posibilidad de que la fiscalía rusa pueda interrogar a varios ciudadanos estadounidenses a los que el Kremlin tiene en su punto de mira por sus críticas en el caso de Serguéi Magnitski. Magnitski denunció un fraude de 230 millones de dólares que comprometía a los jerarcas rusos, fue detenido y murió en 2009 a manos de la policía en la prisión moscovita de Butyrka.

Para la resistencia –el nombre épico que dan a su banderín de enganche los críticos más feroces del presidente–, ese centón de ultrajes y humillaciones a los aliados tradicionales de Estados Unidos y a sus propios servicios de contraespionaje constituía una prueba más, esta vez definitiva, de que Trump es el candidato manchú y Putin, su controlador. Si John Brennan, que fue director de la CIA con Obama, no dudaba en definir el espectáculo de Helsinki como «traición»: es fácil imaginar lo que andan diciendo quienes no tienen mejores títulos que una cuenta en Twitter o una columna en The New York Times. Desde la fatídica noche del 8 de noviembre de 2016 siguen manteniendo de consuno que Trump ganó la presidencia gracias a su colusión con los rusos y que, por eso, «Putin lo tiene en un bolsillo».

La resistencia dramatiza. Putin aceptó en Helsinki que Trump había sido su candidato preferido y a la vista están las artimañas de sus secuaces en contra de Hillary Clinton. Pero, hasta el momento, la investigación de Robert Mueller, el fiscal especial para la conexión rusa, no ha encontrado componendas entre la campaña de Trump y los saboteadores rusos. Más razonable sería pensar que, tal vez, el punto débil del que Trump no quiere ni oír hablar esté en algún momento del pasado, cuando el actual presidente y su familia hacían negocios con oligarcas rusos. Pero, de haber sido así, ese kompromat podría desdorar algo más la imagen de Trump, pero no rectificaría sus resultados electorales. Guste o no a la resistencia, la elección la perdió Clinton por sus errores estratégicos, tantos y tan obvios que no podían tener otro final. Sostener que los diez millones de dólares que gastaron los trolls rusos en Facebook pudieron más que los 768 millones que invirtió Clinton en su campaña es una ofensa a la inteligencia propia y ajena.

Pese a todo, Trump se empecina en su buena relación con Putin y no teme afrentar a sus aliados tradicionales. ¿Por qué? Puede que sea el escozor que le produce que se considere ilegítima su presidencia. Al cabo, la historia la hacen seres humanos, con sus delirios y sus complejos, y Trump es un portentoso compendio de ambas cosas. Pero muchos nos resistimos a dejar inexplorada la sima, algo menos insondable, de los intereses colectivos y la acción política. Confuso, contradictorio o desalentador, Trump tiene un plan para su país y para el mundo. Walter Russell Mead lo ha resumido con sagacidad.

Desde la década de 1940, los presidentes estadounidenses se han comprometido con el orden posterior a la Segunda Guerra Mundial. Los revisionistas –y Trump es uno de ellos– creen que su mantenimiento ha costado grandes sacrificios económicos y militares a Estados Unidos y han beneficiado a Europa y, en especial, a Alemania. De ahí la idea de que la Unión Europea, capitaneada por Berlín, es el mayor enemigo comercial de su país. Si se les aprieta, los alemanes acabarán por aceptar otro modelo más barato y menos oneroso para Washington, empezando por una mayor contribución al presupuesto de la OTAN. Rusia, por el contrario, ha dejado de ser una amenaza vital para los intereses estadounidenses. Seguir definiéndola así no puede ser la clave de la estrategia europea de Estados Unidos. La distensión permitiría obtener el apoyo ruso en Oriente Medio y mantener a Rusia alejada de China.

Trump no parece abrigar dudas sobre su opción estratégica. Tras una etapa de indecisión, ya desde antes de su gira europea, estaba resuelto a romper la tutela institucional de la diplomacia estadounidense, a la que aborrece, y avanzar en su guerra comercial con el mundo. En su opinión, los demás países necesitan tanto al mercado estadounidense que su cierre, aun coyuntural, les obligará a acceder rápidamente a mejores acuerdos comerciales y hará buena su apuesta por el Make America Great Again.

Así es la doctrina Trump y su impulsor parece dispuesto a correr y, sobre todo, a hacer que los demás corramos los enormes riesgos que implica. Como recordó en su momento Mike Tyson, todo el mundo tiene un plan hasta que le meten un directo a la mandíbula. Veremos cómo reacciona Trump cuando eso suceda.

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