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Cambio climático. «Algoreros» a la defensiva

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Después de publicar en estas páginas mi último artículo sobre el cambio climático, fui invitado a dar una conferencia junto a Al Gore y Rajendra Pachauri, que reflejaban todavía el brillo del compartido Premio Nobel de la Paz de 2007. En dicha ocasión estrené el término «algorero» para referirme a los numerosos militantes del lobby del cambio climático que habían adoptado modos y maneras cuya vehemencia y tendencia a la simplificación podían perjudicar su credibilidad ante espíritus más rigurosos. Si 2007-2008 fue un bienio de euforia para los algoreros, con la difusión de un oscarizado largometraje documental, la publicación del 4th Assessment Report del Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC) y la ubicua presencia mediática de Al Gore, en el siguiente bienio han pasado a ponerse a la defensiva, no tanto por sus pecados como por sus excesos, víctimas de una turbia revancha negacionista. En esta carta me referiré a esta historia, una trama de correspondencias robadas, datos dudosos, exageraciones, medias verdades y falsedades que han empañado la solidez de las preocupantes conclusiones básicas del citado informe, y comentaré las dificultades para ir más allá del protocolo de Kioto, que han aflorado en los últimos meses, especialmente a partir de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático que se celebró en Copenhague en diciembre de 2009.

El debate climático se ha fraccionado, pasando de una confrontación entre dos bandos a una que involucra a una multitud de facciones: los que niegan el calentamiento sin justificarlo científicamente; los que lo hacen en defensa de intereses económicos, tales como los de la industria petrolífera; negacionistas varios a sueldo de los anteriores, entre los que se incluyen algunos avezados hackers; los que aceptan que está produciéndose un cambio, pero niegan que éste sea antropogénico y que podamos hacer algo por paliarlo, facción que incluye a algunos científicos que trabajan en temas climáticos y a muchos más que son ajenos a este campo; los que creen que el calentamiento se debe principalmente a la actividad humana, pero buscan soluciones que no impliquen disminuir ésta; los que quieren mitigar las emisiones mediante la reducción general del consumo y el uso de tecnologías limpias, y, finalmente, los partidarios de invertir más en adaptarse a lo que se avecina que en mitigar.

El baile de estas facciones es tan complejo como el problema que lo suscita, mientras que la viveza del debate se justifica por la urgencia de encontrar soluciones al problema. En este contexto son inaceptables las oscuras campañas de desprestigio que han enturbiado innecesariamente el debate. Me refiero al robo de la correspondencia privada de algunos autores prominentes del informe del IPCC y a la posterior difusión sesgada de frases sueltas de esa correspondencia, en un esfuerzo por desacreditar las principales conclusiones de dicho informe. El robo de más de un millar de correos electrónicos y documentos de un servidor ubicado en la Unidad de Investigación Climática de la Universidad de East Anglia (Reino Unido), ocurrido el pasado noviembre, puso en entredicho a su director, Phil Jones, y a algunos de sus colegas, por el lenguaje desinhibido y sectario con que trataban asuntos tales como la inclusión o no en el informe de un par de trabajos adversos a las tesis generales, o como el ajuste supuestamente trucado de los datos de temperatura deducidos de los anillos de los troncos de los árboles. Jones fue suspendido temporalmente para luego ser esencialmente exonerado, ya que, entre otros extremos, los trabajos en cuestión habían sido incluidos y apropiadamente criticados en el informe y el empleo coloquial de la palabra truco (trick) no indicaba fraude alguno sino una corrección científicamente lícita, aunque tal vez no bien explicitada. Un trasfondo más serio de este incidente es el de la falta de accesibilidad pública a los datos climáticos primarios, cuya distribución libre restringen algunos de los países que los suministran y parece que también entorpecían en la Unidad de Investigación Climática de East Anglia, disminuyendo así la transparencia de lo que se elabora a partir de ellos. En relación con los datos de la temperatura en superficie, otro error imputado al informe del IPCC ha sido el del posible cambio del entorno, de rural a urbano, que ha podido afectar a determinadas estaciones meteorológicas chinas, un error que, una vez descontado, se ha visto que no cambia ni desmiente la constatación del calentamiento progresivo.

Un segundo incidente de correspondencia robada es el que afectó a Paul Ehrlich, un ecologista de la Universidad de Stanford conocido por su tendencia a la exageración en cuestiones medioambientales, quien recibió un correo electrónico anónimo, firmado como John Q. Public, en el que se le acusaba a él y a sus colegas climatólogos de ser «comunistas progresistas que intentan destruir Estados Unidos». Unos días antes había participado en una ronda informal de e-mails entre especialistas en la que se discutieron desenfadadamente formas de responder al ataque mediático que, según ellos, estaban sufriendo. La filtración de estos correos no sólo exacerbó la campaña mediática sino que llevó al ultranegacionista senador James Inhofe (republicano, de Oklahoma) a denunciar a diecisiete científicos de comportamiento no ético y posiblemente delictivo en su manejo de los datos climáticos. En un informe acusatorio, presentado ante diversas instituciones, el senador llega a afirmar que los científicos «violaron principios éticos fundamentales que deben regir la investigación financiada por los impuestos y, en algunos casos, pueden haber violado leyes federales», entre las que se incluyen la «Freedom of Information Act» y la «False Claims Act». Al final, la respuesta a este informe, que poco menos que nos retrotrae a los tiempos del senador McCarthy, ha sido una vigorosa carta con trescientas firmas de prominentes científicos que ha aparecido recientemente en la revista Science.

Al hilo de la publicación del cuarto informe del IPCC en el año 2007 expresé por escrito mis críticas antialgoreras, que se referían no tanto a las conclusiones principales, que me inclinaba y me inclino a compartir, como a ciertos aspectos del informe: la desmesura semántica con que se exageraba, al traducir cifras a palabras, el grado de certeza estadística de algunas conclusiones sobre los efectos derivados del cambio, estrategia que, en mi opinión, iba a tener el efecto contraproducente de restar importancia a los hallazgos más significativos, al diluir el mensaje que de ellos podía derivarse; el apresuramiento para utilizar datos recientes, que no habían sido todavía suficientemente contrastados y decantados, y, en fin, la torpeza y opacidad, más que la deshonestidad, con las que, en opinión no sólo mía sino también de más de un crítico cualificado, los modeladores del clima han comunicado al público no especializado el grado de concordancia de los catorce modelos utilizados, sustituyendo en la práctica las incertidumbres reales por las virtuales de los modelos. En los meses transcurridos desde estas críticas, éstas han ido perfilándose de forma más nítida, y los errores, distorsiones y fervores han sido utilizados con saña en la campaña antialgorera. Los aspectos concretos más cuestionados del informe del IPCC han sido, entre otros, los referidos a la agricultura africana, a las consecuencias económicas de los incidentes climáticos extremos, a las estimaciones del impacto sobre el bosque tropical y, sobre todo, a la desaparición de los glaciares. Este último aspecto ha sido tal vez el más dañino para el bando algorero y puede servirnos para ilustrar a qué nos referimos.

En el informe ya se señalaba que los datos posteriores a la última bibliografía recogida (2005) parecían indicar que los hielos de Groenlandia y del Ártico estaban fundiéndose a una tasa superior a la previamente observada, una tendencia que ha ido confirmándose, pero, por contraste, se afirmaba rotundamente que había una alta probabilidad de que los glaciares del Himalaya desaparecieran por completo para el año 2035 o antes, afirmación que, según se ha denunciado, carece por completo de base científica. De hecho, el dato procedía de la literatura gris no fundamentada, un panfleto del grupo ambientalista WWF’s Nepal Program en el que se citaba como fuente una aserción extemporánea y sin respaldo del glaciólogo indio Syed Iqbal Hasnain. Además, aunque es cierto que la mayoría de los glaciares llevan décadas en una fase de retracción, los expertos opinan que sólo alrededor de la mitad de ésta es imputable al cambio climático.

Entre las principales enseñanzas que pueden derivarse del bienio negacionista podrían citarse las siguientes: los científicos no deberían mezclar tan íntimamente su práctica profesional con la militancia ideológica; el histerismo y el lenguaje barriobajero, aunque se emplee en la privacidad de la correspondencia electrónica, están fuera de lugar y restan credibilidad a una labor que debería ser más serena; de unos hechos científicos bien establecidos no puede concluirse un único curso de acción política, como parecen pensar demasiados expertos; los datos primarios utilizados en los estudios deberían ser de libre acceso; y, en fin, el IPCC debería ser reformado drásticamente. Además, cabe repetir que, tal como se señalaba en el criticado informe, a la ciencia del clima le quedan todavía aspectos importantes por resolver, tales como conseguir una predicción regional del cambio que sea menos tosca, dilucidar con precisión los efectos del calentamiento sobre las precipitaciones o cuáles son las consecuencias de la presencia de aerosoles. Sin embargo, dicho todo lo anterior, después de esa siesta, el problema sigue ahí, más grave y más urgente si cabe. En efecto, la criosfera sigue retrayéndose, desde Groenlandia y el Ártico al Antártico; el nivel del mar sube, debido a la liberación de agua terrestre y a la dilatación por calentamiento, y la primavera llega cada año más temprano. La simulación cuantitativa del comportamiento del sistema tierra-mar-aire no logra reproducir la evolución de temperaturas medidas instrumentalmente si no se incluyen en los modelos las aportaciones de gases con efecto invernadero generadas por la actividad humana, siendo ésta la principal prueba de que estamos ante un problema del que somos causa y que tal vez deberíamos remediar. Ya no se trata tanto de corregir la ciencia, que también, como de lograr enderezar el curso de la acción política.

Sin menospreciar su valor simbólico, el acuerdo de Kioto fue tan difícil de alcanzar como vacío de resultados prácticos, entre otras razones porque los principales países emisores de anhídrido carbónico, China y Estados Unidos, se excluyeron de él. Si se hubieran adherido al protocolo acordado, los Estados Unidos de George Bush deberían haber reducido sus emisiones en un 7% con respecto a sus niveles de 1990, pero, en cambio, en 2008 emitieron un 16% más que en el año de referencia, un 25% por encima del objetivo para 2020, cuyo cumplimiento le hubiera supuesto comprar derechos de emisión para mil millones de toneladas de carbónico. Esta enorme demanda de derechos hubiera elevado considerablemente el precio de éstos hasta niveles imprevisibles, gravando los presupuestos estadounidenses en detrimento de las inversiones en educación, salud y pensiones, algo en extremo conflictivo desde el punto de vista político. Como ya se anticipaba, en la reciente reunión de Copenhague, Obama no se atrevió a firmar un compromiso tan grande e indefinido y se salió por la tangente.

Lo ocurrido en la reunión de Copenhague ha decepcionado a todos, ya que ni se ha alcanzado un acuerdo global ni, mucho menos, un tratado en regla. Para no irse de vacío, los representantes de cinco países (Estados Unidos, China, India, Brasil y Suráfrica) hubieron de redactar un documento de última hora en el que registraron los compromisos de reducción de emisiones que, en los meses anteriores a la reunión, habían declarado libremente diversos países. Dicho documento se abrió a la firma de los países que lo decidieran entonces o con posterioridad y, en cualquier caso, la firma no obligaba a cumplir lo que en él se reflejara libremente. Resulta significativo que las modestas cuotas de reducción autoasignadas de Estados Unidos y China habían sido pactadas por dichos países en Pekín, a espaldas del foro danés. Además, en el documento de Copenhague no se estableció un tope global de emisiones de anhídrido carbónico y no pudo incluirse un cálculo del aumento de temperatura previsto en el escenario futuro que el documento determinaba, aunque enseguida otros lo estimaron en unos 4 °C para el año 2100, el doble de lo que había venido proponiéndose. La Unión Europea, que había ofrecido aumentar su objetivo previo de reducción de emisiones del 20% al 30% con respecto a 1990, retiró comprensiblemente su oferta, ya que tal disminución asimétrica aumentaría el desequilibrio económico europeo-norteamericano y contribuiría a la ya grave huida industrial hacia otros entornos menos exigentes.

La reunión de Copenhague, en la que estuvieron representados casi doscientos países, tuvo, sin embargo, algunos aspectos positivos, el más importante de los cuales fue que, por primera vez en estos foros, asistieron numerosos jefes de Estado, tanto de países desarrollados, incluido Obama, como de países en desarrollo, especialmente los de los principales países emisores. Otra noticia positiva fue la de que se comprometieron unos fondos considerables, todo lo insuficientes que se quiera, para ayudar a descarbonizar las economías de los países menos favorecidos.

Estos modestos pasos en la buena dirección deberían ser en principio irreversibles, pero todo depende de las negociaciones que continúan a lo largo de este año en preparación de la reunión de los miembros de la Convención Marco sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas, que ha de celebrarse en noviembre de 2010 en México. Sin embargo, muchos opinan que no puede esperarse demasiado de dicho tipo de reunión, ya que las reglas de consenso de las Naciones Unidas hacen muy fácil el bloqueo por parte de unos pocos países.

Durante los últimos meses también han ido afianzándose ciertas líneas de opinión relativas a los aspectos económicos y de gestión del cambio climático. Según estudios recientes, parece que los costes de mitigación y, sobre todo, los de adaptación que venían manejándose han sido en gran medida subestimados, lo que añade dificultades para enfrentarse al problema, especialmente en un período de crisis económica. Las impresiones que se derivan de las políticas internas tanto de Estados Unidos como de países en desarrollo, tales como China, India o Brasil, son tal vez más optimistas que las que podrían colegirse de su reticencia a firmar acuerdos internacionales. A falta de éstos, la inversión en el desarrollo de tecnologías limpias, antes que la aplicación prematura de tecnologías a medio cocer, es posible que sea la vía más prometedora para abordar el problema. En este contexto, el fervor algorero ha empujado a las políticas energéticas de Estados Unidos y la Unión Europea, incluida la de España, al salto al vacío que supone depender en exceso de la aplicación apresurada de procesos de desarrollo incierto, como es el caso de la desmesurada implantación de la energía fotovoltaica, el de los biocarburantes de segunda generación o el de la adopción de opciones productivas sin una base científica sólida como, por ejemplo, la de la mal llamada producción ecológica de alimentos.

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