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Actores de improvisación

¿Cómo nos entendemos?

J. David Velleman

Madrid, Avarigani, 2015

Trad. de Mercedes Rivero

299 pp. 20 €

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Después de leer este libro tengo que decir que me ha parecido muy interesante por dos razones: en primer lugar, por la originalidad de la propuesta y, en segundo, por una descripción de la acción muy apegada a lo que experimentamos en nuestra vida cotidiana. La propuesta de Velleman viene desarrollándose desde los años noventa y este libro, cuya edición original es de 2009, recoge y unifica sus trabajos más relevantes. Estamos, por tanto, ante el título que hay que recomendar a quien quiera conocer las aportaciones al autor.

El objeto de estudio del libro es la acción humana. Al hablar de acción no nos referimos sólo a un movimiento corporal, sino a un comportamiento controlado o, dicho de otra manera, a un comportamiento que se hace autónomamente por razones. Por consiguiente, el objeto de estudio del libro es la acción autónoma racional. Y los problemas de que se hace cargo son los problemas de la Filosofía de la Acción: ¿cuáles son las razones que nos llevan a actuar de un modo u otro? ¿Qué las capacita para ser razones? ¿De qué manera llevan a una determinada actuación? ¿Cuándo podemos decir que la acción está justificada? ¿Qué es lo que se necesita para actuar de manera correcta?, etc.

Todas estas preguntas pueden resumirse diciendo que de lo que se trata es de dar una explicación de la acción autónoma racional. La propuesta de Velleman es original y atiende a nuestra vida cotidiana en la medida en que pretende explicar la acción desde la psicología popular (folk psychology). Se refiere continuamente a «factores psicológicos comunes» para explicar el comportamiento de los agentes, a factores «causales-psicológicos» que van más allá de una mera explicación causal, a causas en el sentido de «motivos, rasgos y otras disposiciones» de los agentes. Con ello quiere insistir en que los fundamentos de la acción y, por extensión, de la moralidad, no se encuentran en una estructura oculta de la razón práctica ni en un telos de la naturaleza humana, sino más bien en la manera de arreglárnoslas en nuestras vidas. El autor hace explícita, nada más comenzar la introducción, su huida de las profundidades transcendentales de la filosofía moderna para recaer en la superficie de la cotidianidad posmoderna. Está a la altura de los tiempos el planteamiento. Pero algo más habrá que decir si se quiere aclarar qué se entiende exactamente por psicología popular.

No encontramos en esta obra una tematización explícita del asunto; Velleman ha hecho ese trabajo en obras anteriores. Sin embargo, el texto ofrece algunas claves que permiten la orientación del lector. Lo primero que hay que tener en cuenta es que la explicación de la acción racional no puede caer en la «falacia lógica», es decir, que la acción no puede explicarse en función de las conexiones lógicas de los pensamientos del agente. Precisamente cuando el filósofo interesado en la explicación de la acción reflexiona sobre los pensamientos del agente con el ánimo de sacar a la luz su estructura lógica, pierde lo más importante, a saber, la consciencia que el agente posee sobre sus pensamientos o, dicho de otra manera, la concepción que tiene sobre sí mismo y su situación. Ese filósofo, preso del mito disciplinario de la argumentación lógica, no será capaz de entender lo que conecta los pensamientos del agente con su acción.

Lo segundo que hay que tener en cuenta es, desde un punto de vista ontológico, la pieza más importante de este trabajo, estudiada por el autor en el último capítulo. Se trata de entender que la acción produce una resolución emocional en el agente. La tesis es que una acción tiene sentido cuando se incorpora a los patrones emocionales del agente y le permite tomar conciencia de sí mismo a través de un «arco emocional inteligible». Lo que quiere decir esta bonita expresión es que el objetivo de la acción es darnos sentido a nosotros mismos no sólo a través de una explicación causal, sino a través de una historia emocional. Es más, puede explicarse la acción racional sólo desde una historia emocional cuya cadencia entendemos a través de los procesos naturales de nuestra sensibilidad emocional: impresionante tesis cuyo calado ontológico no exageraremos por mucho que lo subrayemos.

Para entender todo esto, Velleman propone asemejar el agente a un actor de improvisación del Actor’s Studio. El actor que basa su trabajo en el Método, conocido también como Sistema Stanislavski, representa motivos, pensamientos y sentimientos en la medida en que los experimenta y los manifiesta modulados por el papel que está interpretando. Es decir, trata de que la actuación tenga sentido, lo cual se logra cuando representa el comportamiento del personaje con arreglo a sus circunstancias, valores, convicciones, hábitos, emociones y rasgos de personalidad. Si esto se logra, el personaje resulta inteligible tanto para el propio actor como para el público. Por el contrario, si el comportamiento del actor no puede atribuirse a las causas (en el sentido de la folk psychology, es decir: motivos, pensamientos y sentimientos modulados por circunstancias, valores, convicciones, etc.) que pertenecen al personaje, entonces decimos que el actor no se ha metido en el personaje, que ha realizado una mala representación, que no ha entendido el papel, etc.

Velleman propone explicar la acción racional como si el agente fuera un actor de improvisación que buscase hacer inteligible su acción para sí mismo y para los demás. El agente trata de representar un personaje y ese personaje es él mismo. La expresión puede ser equívoca y por ello hay que aclarar que, en este caso, el personaje no está definido antes de la actuación y, en consecuencia, no se trata de actuar, por así decir, «dentro de un tipo de personaje». Se trata de actuar dentro del personaje que se es, de acuerdo con todo lo que el agente sabe o piensa de sí mismo, de acuerdo con el concepto que tiene de sí y que incluye una representación de sus rasgos de personalidad permanentes, de su historia personal y de los pensamientos y sentimientos incipientes. No hace falta que a todo ello le preste atención para que se convierta en la fuente de sus acciones, sino que basta con que, de alguna manera, todo ello permanezca tácitamente consciente.

En resumen: la acción racional es un comportamiento que se dirige hacia la inteligibilidad del agente. Con ello está todo dicho, pero Velleman saca a la luz el enorme calado que oculta la tesis. En primer lugar, hay que entender que la inteligibilidad es el punto de partida. Si alguien pregunta qué es lo que regula la inteligibilidad, hace una mala pregunta. O dicho de una manera más clara para que los esencialistas tomen nota: los valores no guían la inteligibilidad; por el contrario, lo que consideramos valioso se regula por la concepción que tiene el sujeto sobre lo que para él tendría sentido pensar y sentir, es decir, por consideraciones de inteligibilidad. Desde aquí establecemos regularidades reconocibles y hacemos identificaciones, de tal forma que llegamos a considerar como una propiedad descriptiva de la cosa lo que surge desde el cultivo de la sensibilidad y el sentido. De la misma manera se cultivan valores que no crean excepciones para uno mismo y que pueden ser compartidos por los demás. Ello conduce a esos valores universales de los que hablan los filósofos morales.

En segundo lugar, socialmente considerados, somos un grupo de teatro de improvisación que, a lo largo de muchos años de actuar juntos, ha desarrollado escenas que uno puede iniciar y los demás seguir. La pregunta interesante en este punto es: ¿y ello qué aporta a mi propia inteligibilidad? La respuesta es que el sentido de mi actuación es uno y sólo uno cuando los demás reconocen ese sentido, actúan en consecuencia y yo continúo la representación. Si los demás no reconocen el sentido de mi actuación, sino otro –cosa que ocurre, por ejemplo, cuando mentimos–, entonces la respuesta a la actuación de los otros exigiría por mi parte que asumiese ese nuevo sentido, es decir, un nuevo personaje. Si se multiplican los sentidos, se multiplican los personajes y mi interpretación se ramificará. ¿Y qué pasa por ello? La respuesta de Velleman es que mi impulso a la autocomprensión hará que busque una interpretación sin ramificaciones. Tengo que decir que, a partir de aquí, encontramos a un Velleman mucho menos posmoderno de lo que parecía. Desde mi condición posmoderna, diría que no reconozco ese impulso que nos lleva a la búsqueda de una única identidad y que nuestra vida cotidiana se ramifica más bien en múltiples identidades.

La búsqueda de una –y sólo una– autocomprensión por parte del agente es el argumento que permite al autor justificar el interés de las sociedades por desarrollar modos de vida compartidos, entendiendo por «modo de vida» un repertorio de actuaciones y de supuestos con sentido para uno mismo y para los demás. De nuevo utiliza el argumento anterior para justificar que la eliminación de las distinciones sociales es un avance racional que genera una forma de vida más com-prehensible. Con el término «com-prehensión» el autor hace referencia a «entender juntos las particularidades bajo patrones sinópticos o principios», a la vez que defiende que la facultad de comprensión desprecia la proliferación de principios, excepciones, condiciones o restricciones. Efectivamente, todo ello suena a una reedición de la Regla I de Descartes, sólo que ahora la luz del sol no es la sabiduría humana, sino la inteligibilidad. Yo creo que si llevamos el planteamiento del autor hasta sus últimas consecuencias, y entendemos la inteligibilidad desde el tejido emocional del agente, nos damos cuenta de que ha confundido la huida del dolor con el impulso de búsqueda de una única identidad. Si no hubiera caído en tal confusión, habría defendido que la huida del dolor puede generar multitud de sentidos y, además, inconmensurables. Lo cual se ajusta perfectamente a lo que vivimos en nuestra vida cotidiana. En definitiva, creo que John Dewey y Richard Rorty han pensado mejor este asunto.

En tercer lugar, Velleman no pasa por alto la pregunta más radical que puede formulársele: ¿por qué hacer lo inteligible? Las respuestas que ofrece son dos y ambas muy claras. El objetivo de autocomprensión es inevitable para el ser humano. Y, además, no nos preguntaríamos por el sentido si no pretendiéramos hacer lo que tiene sentido.

La primera respuesta nos remite a la existencia de algo así como una naturaleza humana constituida por el objetivo de autocomprensión y dar sentido. Una naturaleza humana, en fin, propensa a buscar una comprensión del mundo y a ser conscientes de nosotros mismos como partes destacadas de éste: así lo dice en las páginas 197 y siguientes. Esto es difícil de asumir para quienes, como yo, no sabemos qué es la naturaleza humana. A no ser que la naturaleza humana sea un sentido más, pero entonces habría que decir no que la naturaleza humana constituye el sentido, sino más bien que el sentido constituye la naturaleza humana. Lo cual suena bien a oídos posmodernos, pero dudo que suene bien a oídos del autor.

La segunda respuesta parece la versión práctica del argumento contra escépticos. La cuestión es que del hecho de que haya acciones con sentido no podemos concluir que todas estén orientadas por el mismo sentido, ni tampoco que en toda acción haya algún sentido. Por ejemplo, los innovadores morales, los grupos feministas, los grupos que defienden los derechos de los homosexuales, los grupos que defienden las capacidades de las personas especiales, no actúan con arreglo al sentido ya dado, sino rompiendo explícitamente tal sentido. Velleman dice que nuestros juicios de necesidad práctica pueden corregirse, y que esa corrección se orienta desde la inteligibilidad. Pero el asunto es que todos esos grupos no pretenden simplemente una corrección desde la inteligibilidad, sino poner en pie novedades absolutas desde la ininteligibilidad, de tal forma que se origine una inteligibilidad radicalmente distinta e inconmensurable con la anterior. Esto ocurre tanto en la ciencia como en la moral, aunque Velleman no lo admite ni en un caso ni en el otro. Y, además, puede haber acciones autónomas (esto es muy importante) que no estén orientadas por sentido alguno. Por ejemplo, los comportamientos que surgen en una fiesta. Sólo al aguafiestas de Velleman se le ocurre preguntarse por el sentido de los saltos y los gritos de la fiesta. Alguien debería decirle que no todo tiene sentido y que nos deje en paz en nuestra fiesta sin sentido.

En cuarto lugar, una vez que al autor ha defendido que la inteligibilidad es inevitable para el ser humano, no le queda más remedio que utilizar algo parecido al argumento del genio maligno para volver a dudar sobre la inteligibilidad. Ahora la cuestión es: ¿podríamos coincidir todos los hombres en la persecución de un objetivo –la inteligibilidad– erróneo? Y la respuesta es: no, porque no hay un criterio de bondad ajeno a la inteligibilidad. Dice el autor que con esta respuesta se mantiene fiel a la estrategia kantiana, la cual pasa por defender una naturaleza humana que impone en todo caso de razón práctica el criterio inevitable que es –a juicio del autor, no de Kant– la inteligibilidad. Para esquivar el conflicto que surge al tratar con distintos criterios inevitables y la conclusión obvia de que si varios son los criterios inevitables será que ninguno lo es, la segunda parte del capítulo VI la dedica a explicar que el imperativo categórico kantiano es una idealización útil de la interacción social entre los improvisadores que se autorrepresentan, es decir, una idealización de la trama compartida que va configurándose en la interacción social con arreglo a la inteligibilidad. Está claro que, a estas alturas, la filosofía de Kant ha quedado reducida a mera psicología popular, que es precisamente lo que Kant quiere evitar a toda costa.

En quinto lugar, es fácil entender que tal inevitabilidad nos lleva al reconocimiento de la objetividad de la acción racional. Al dar cuenta de la acción desde las circunstancias, valores, convicciones, hábitos, emociones y rasgos de personalidad, parece que estamos reduciendo la acción a la sensibilidad individual y a las diferentes constituciones subjetivas de los agentes. Esto es así sólo en parte, porque hay que tener en cuenta que todo ello se fundamenta en una inteligibilidad constitutiva de la naturaleza humana, de tal forma que incluso «deberíamos esperar una tendencia a largo plazo para reducir las diferencias». Tendencia que permite definir una idea de progreso moral y entender que, dado que todas las sociedades e individuos desarrollan su material de improvisación bajo las mismas presiones racionales y la misma naturaleza humana inamovible, al final de los tiempos serán superadas las distancias entre los distintos modos de vida. Mal final, por tanto, para quienes pensamos que no hay nada mejor que la pluralidad y el cambio.

Velleman trata otros temas que no han tenido cabida en el orden de esta exposición. Pero creo que basta lo dicho para dejar claro que estamos ante una obra original en la que se hace filosofía en serio y por todo lo alto. Por esta razón recomiendo vivamente su lectura. Tengo que decir que la traducción es confusa en algunas partes, pero que ello no impide una buena comprensión del texto.

Juan Antonio Valor Yébenes es profesor de Filosofía Teorética en la Universidad Complutense. Es autor de Metodología de la investigación científica (Madrid, Biblioteca Nueva, 2000) y ha editado Introducción a la metodología (Madrid, Antonio Machado Libros, 2002).

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Ficha técnica

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