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Mnemosyne

ATLAS MNEMOSYNE

Aby Warburg

Akal, Madrid

192 pp.

36,54 €

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El caso del erudito e historiador del arte Aby Warburg (1866-1929) resulta sorprendente. A pesar de ser el creador de la prestigiosa Biblioteca –más tarde Instituto– Warburg (en cuyas circunstancias entraremos más adelante) y el inspirador del llamado «método iconológico» que supuso una de las aportaciones más renovadoras a la historiografía artística del siglo xx y siendo, aún más, el mentor no solo de autores tan conocidos como Erwin Panofsky o Fritz Saxl –estos directamente–, sino también de multitud de otros investigadores e historiadores no solo de historia del arte, sino de lo que por motivos de brevedad solemos llamar «historia cultural», desde Ernst Gombrich a André Chastel o a Carlo Ginzburg, lo cierto es que él mismo ha permanecido como un enigma hasta tiempos bastante recientes. De hecho, y sobre todo para el público español, sus escritos han sido mayoritariamente desconocidos –quizás algunos avispados habían llegado a su La rinascita del paganesimo antico e altri scritti (1966), traducción italiana de algunos de sus trabajos– hasta la excelente edición española de la primera parte de sus obras completas –aquellas publicadas en vida del autor– a cargo de Felipe Pereda (2005)Aby Warburg, El renacimiento del Paganismo. Aportaciones a la historia cultural del Renacimiento europeo, trad. de Felipe Pereda y Elena Sánchez Vigil, Madrid, Alianza, 2005. Pero hay que señalar que esto no ha sido únicamente un fenómeno español; la gigantesca empresa de editar todas sus obras, llevada a cabo por la editorial -Teubner en 1932, tuvo que esperar, por ejemplo, hasta 1999 para encontrar su traducción al inglésA cargo de Kurt W. Forster para el Getty Research Institute. : un lapso de setenta años.

 
Este clamoroso silencio, esta presencia fantasmal del patriarca de la historiografía artística contemporánea, más citado que leído, evoca oscuras raíces edípicas que, seguramente, habrían fascinado al propio Warburg, tan cercano a Freud. Lo cierto es que, tras las calurosas adhesiones de sus «hijos-discípulos», es difícil no ver en filigrana la sombra de un «padre-maestro» dominante. En efecto, la densidad, la lucidez (incluso dentro de la locura), la amplitud del pensamiento warburgiano resultaron ser incompatibles con la tendencia a la divulgación que, de un modo u otro, tendieron a adoptar sus epígonos, empezando por el propio Panofsky. Y, efectivamente, solo ahora se han traducido y editado las principales obras de Warburg. Y no solo eso: es también ahora cuando han salido a la luz penetrantes ensayos como los de Georges Didi-HubermanGeorges Didi-Huberman, La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, trad. de Juan Calatrava, Madrid, Abada, 2009. , Philippe-Alain MichaudPhilippe-Alain Michaud, Aby Warburg et l’Image en mouvement, París, Macula, 1998. o Matthew RampleyMatthew Rampley, The Remembrance of Things Past. On Aby Warburg and Walter Benjamin, Wiesbaden, Harrasowitz, 2009. , por no hablar de las actas de congresos sobre el maestro, como el celebrado en Hamburgo en 1990Horst Bredekamp, Michael Diers, Charlotte Schoell-Glass et al., Aby Warburg: Akten des Internationalen Symposions, Hamburg 1990, publicadas por los Schriften des Warburg-Archiv del Seminario de Historia de la Universidad de Hamburgo el año siguiente, cuando la figura de Aby Warburg se nos manifiesta en toda su trágica (y no es retórica) complejidad y cuando mejor comprendemos la banalización que de su obra llevaron a cabo sus discípulos. El propio estudioso fue consciente de la deriva que tomarían estos últimos –de la iconología a la mera iconografía–, advirtiendo en contra de la noción de que el proceso de transmisión de las formas pudiera circunscribirse a una mera sucesión cronológica de las mismas, lo que él sarcásticamente denominaba un «evolucionismo descriptivo».
 
Como es bien sabido, Warburg nació en el seno de una riquísima familia de banqueros judíos de remotos orígenes italianos, que emigró a Alemania en el siglo xvii, tomando el nombre de la ciudad en que primero se asentaron, aunque posteriormente lo harían en Hamburgo. Este dato, que puede parecer irrelevante, tiene, sin embargo, una gran importancia: aunque la familia fuera respetuosa con los rituales judíos, nunca fueron rígidos en su observancia, de modo que la vivencia de su religión que tuvo el futuro historiador no parece haber sido, en su niñez, particularmente conflictiva. Por el contrario, en la juventud y madurez, Warburg vivió su condición de judío de un modo traumático. En primer lugar, en sus años universitarios, en los que adquirió conciencia de su otredad, por el ambiente de la Alemania finisecular cargado de antisemitismoCharlotte Schoell-Glass, Aby Warburg and Anti-Semitism. Political Perspectives on Images and Culture, Detroit, Wayne State University Press, 2008. ; más adelante, ya en su madurez, por razones más profundas que tienen que ver con sus propios esquemas analíticos.
 
Cuáles fueron esos esquemas, cuáles sus bases, es el tema del libro de Didi-Huberman, que ha analizado exhaustivamente no solo sus obras, sino cada fragmento de papel salido de la mano de Warburg, fielmente conservados por su ayudante y persona de confianza, Gertrude Bing. El autor francés se centra principalmente en uno de los pilares del pensamiento warburgiano: la noción que él denominó das Nachleben der Antike, o supervivencia de la Antigüedad. En buena medida, esa noción del autor hamburgués procedía de su oposición a la visión olímpica del arte clásico defendida por Winckelmann o Lessing, que lo definían como caracterizado por una «noble sencillez y serena grandeza». Warburg, por el contrario, veía el arte clásico como fruto de un inestable equilibrio entre las dos pulsiones que había definido Nietzsche en su ensayo El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872), es decir, entre lo dionisíaco y lo apolíneo como constitutivos de la cultura griega. Warburg veía el arte clásico como trágico y percibía en lo que él definía como Pathosformeln, o fórmulas de pathos, es decir, las huellas de un lenguaje gestual de gran violencia, transmitido a través de los siglos, los síntomas de esas tensiones emocionales.
 
Para Nietzsche, la tragedia clásica conservaba el núcleo de los ritos primigenios: el sacrificio dionisíaco de la autoconciencia para alcanzar la unión extática con el dios sufriente. Frente a esa fascinación autoaniquiladora, el impulso apolíneo buscaba la recuperación de la conciencia individual, del autodominio, del distanciamiento, de la creación de un Denkraum o espacio de reflexión propio. Warburg aplicó este esquema nietzscheano al arte clásico, pero ampliando su ámbito por influencia de FreudLouis Rose, The Survival of Images. Art Historians, Psychoanalysts, and the Ancients, Detroit, Wayne State University Press, 2001.  Así, donde Nietzsche encontraba el origen de la tragedia en los rituales primitivos, Warburg buscaba el origen de esas imágenes vehementes que él llamaba «engramas de la memoria» en la reminiscencia de una conmoción originaria, un ur-trauma fundador de lo humano, que Freud definía en Tótem y tabú como la base de la que derivarían todas las instituciones sociales: el asesinato del padre castrador por la horda originaria y el establecimiento de una comunidad de hermanos. Para Freud, el tótem encerraría la recreación del crimen primario y, al mismo tiempo, un ritual de exorcismo.
 
Nada más lejos de la «noble sencillez y serena grandeza», pues, que esta Antigüedad convulsa, lastrada por espantables perturbaciones anímicas, que para Warburg se expresaba en las imágenes en agitado movimiento de las figuras dionisíacas, como ménades, bacantes o ninfas, con el arremolinamiento de sus finas telas y su gestualidad arrebatada. Para Warburg, estos «engramas» yacerían sepultados en la conciencia humana bajo milenarios estratos de cultura y civilización que sublimaban los impulsos primigenios. De un modo no disímil al del psicólogo, que debía bucear en las profundidades de la psique para encontrar las raíces de la neurosis, el historiador del arte y, a fortiori, de la cultura debería tener, por tanto, como objetivo excavar cual si fuera un arqueólogo en las raíces de esos acontecimientos fundacionales de la naturaleza humana. La Supervivencia de la Antigüedad no era, pues, mera continuidad de formas o modelos, sino las manifestaciones del «mneme». Efecto persistente o recurrente de una experiencia anterior, tanto en el plano individual como colectivo. primigenio que, del mismo modo que las vetas del metal precioso quedan ocultas en los procesos geomórficos, se escondería en lo más profundo de la conciencia colectiva. El establecimiento de líneas evolutivas de las formas, como ya hemos señalado, revestía poco interés para Warburg.
 
Este asomarse al borde del abismo en el arte, esta fascinación por algunos de los mitos más terribles de la cultura griega, de los que la muerte pavorosa de Orfeo o la castración de Urano serían una clara advertencia, obsesionaban a Warburg, que veía en ese conflicto entre razón y sinrazón, entre éxtasis liberador del yo y distanciamiento crítico, entre la oscuridad y la luz, una metáfora de su propia condición mental, que eventualmente obligaría a su internamiento en una clínica neurológica en Kreuzlingen (Suiza) entre 1918 y 1923. Pero a esta crisis nerviosa también contribuyó otro motivo. Al igual que pasaba con Freud, Warburg también consideraba la religión judía una continuación del espíritu irracional del paganismo, de un gran primitivismo cultural, que veían perpetuarse además en la malaise general existente en Alemania tras la Primera Guerra Mundial y la República de Weimar, con su propensión a la neurosis, y que Freud analizaría con toda lucidez en su obra El malestar en la cultura, de 1929. Existe edición española, trad. de Ramón Rey y Luis López-Ballesteros, Madrid, Alianza, 2006. En suma, Warburg veía la evolución humana y su propia experiencia vital como un frágil equilibrio entre el Kosmos y un siempre amenazante Chaos.
 
De cuanto llevamos escrito puede deducirse con facilidad que, para el historiador hamburgués, el esquema diacrónico de la historiografía tradicional carecía de relevancia. De hecho, como ha señalado Matthew Rampley, su elección de la Florencia del Renacimiento como foco de sus estudios se debió no a un particular mimetismo antiquizante que pudiera existir en la cultura de esa ciudad, sino a su condición de locus de la sublimación de la memoria reprimida de una experiencia inaugural11. De la misma manera, puede deducirse, también, que su visión abarcaba campos muy lejanos del terreno de la historiografía artística de su época, marcada por el formalismo estilístico de un Wölfflin, por ejemplo, sino que, como buen discípulo de Jacob Burckhardt, se atrevió a traspasar todas las fronteras que entonces delimitaban las grandes áreas de los estudios de historia del arte.
 
Y aquí, en esas dos premisas que señalamos, se encuentra una clave esencial del «método» con que Warburg se enfrentaba a los objetos de su estudio, ya fueran las alegorías mediceas de BotticelliFueron el tema de su tesis doctoral leída en 1893, una obra que revolucionó la historia del arte de su época con sus ¡cuarenta y nueve páginas! o la astrología orientalizante de los frescos (ca. 1470) del Palazzo Schifanoia de FerraraConferencia leída en el X Congreso Internacional de Historia del Arte, celebrado en Roma en 1912 y ahora publicada en la edición española de sus obras: una visión abierta a otros ámbitos distintos de los de la historia convencional del arte, ya fuera la poesía de Angelo Poliziano, por lo que respecta a las alegorías de Botticelli, o los seres monstruosos de la astrología tardoantigua y musulmana en los frescos del palacio ferrarés. Esa «interculturalidad», tan lejana de la tradición positivista y documentalista de la historia en su época, no podía funcionar sino por medio de intuiciones, de una sensibilidad especial que era capaz de encontrar lazos de conexión, de parentesco, entre fenómenos disímiles. Como escribiría en una carta dirigida al antropólogo estadounidense James Mooney años después de su viaje a Norteamérica, de 1896, donde había estudiado los rituales de los indios hopi y kachina, especialmente el ritual de la serpiente: «Siento que tengo una gran deuda con sus indios. Sin el estudio de su civilización primitiva nunca hubiera podido encontrar un camino más directo a la psicología del Renacimiento»Matthew Rampley, op. cit., p. 36 (mi traducción). .
 
Esta opción metodológica de Warburg formó la base de sus dos empresas más trascendentes: la creación de la Biblioteca Warburg, desde los primeros años del siglo xx, y la elaboración, en los años finales de su vida, del denominado Atlas Mnemosyne, nombre que, por cierto, campeaba también sobre la puerta de la bibliotecaPersonificación en la mitología griega de la Memoria, hija de Gea y Urano, y madre de las Musas con Zeus.  ¿Qué tenían en común estos proyectos? Como ya hemos visto, para Warburg, el desarrollo cronológico de la historia era circunstancial: lo que buscaba eran las afinidades entre fenómenos heterogéneos más allá de los límites del tiempo o el espacio y esta actitud se reflejaría en ambos proyectos.
 
Warburg había comprado libros compulsivamente desde su época de estudiante. En 1909, su número creciente le obligó a trasladarlos a una casa en Hamburgo, donde se planteó por primera vez la posibilidad de hacerlo accesible a los investigadores, proyecto que se haría realidad en 1926, con la ayuda, entre otros, de Fritz Saxl y la construcción de un hermoso edificio nuevo. Pero lo más interesante de este proyecto, al menos desde el punto de vista que ahora nos ocupa, fue su método de catalogación de la biblioteca, ordenando los libros por lo que él llamaba «relaciones de buena vecindad», es decir, agrupando aquellos volúmenes que a él le habían sugerido relaciones y afinidades entre los campos de estudio más diversos, una «cuadrícula epistemológica», en efecto, absolutamente subjetiva. Y esta misma actitud la encontramos en su recientemente traducido al español Atlas MnemosyneTrad. de Joaquín Chamorro, Madrid, Akal, 2010. Hay que señalar que, pese al esfuerzo desplegado, la traducción resulta bastante irregular. Así, por ejemplo, un término tan importante como Pathosformel lo encontramos sistemáticamente traducido como «figura pática», de la misma manera que constatamos que en el pensamiento de Warburg existían constantes «temáticas y motívicas».
 
Es preciso hacer referencia, antes que nada, a la materialidad de este «álbum» y a los objetivos que Warburg se proponía: nada menos que rastrear y cartografiar de manera visual una genealogía de la «vida en movimiento» en la memoria sociohistórica de la cultura occidental, todo ello recurriendo a la documentación más discorde, de todos los períodos históricos y en cualquier medio. Su forma material eran unos grandes paneles forrados de color negro en los que el historiador iba pinchando reproducciones fotográficas de obras de arte, grabados, ilustraciones científicas e incluso recortes de periódicos.
 
En buena medida, editar una obra como el Atlas de Warburg era una empresa imposible. El historiador siguió trabajando en los paneles casi hasta el final de su vida, añadiendo y suprimiendo imágenes, cambiando su orden. El Atlas fue para el historiador un work in progress, de cuya evolución ha quedado constancia en numerosas fotografías de los paneles, pero, aunque Warburg llegó incluso a escribir una introducción para su edición, lo cierto es que ninguna de las versiones que de una manera u otra han llegado hasta nosotros puede considerarse como «definitiva». No obstante, aunque esto sea cierto, no lo es menos que, de un modo aún más evidente que con la ordenación de su biblioteca, el Atlas, con sus agrupaciones de imágenes, unidas por misteriosas afinidades establecidas a través del espacio y del tiempo, nos proporciona la más vívida ilustración del pensamiento de Warburg, un pensamiento de tal complejidad que resultaba imposible pretender reducirlo a «método». El propio historiador se refería a sus paneles como una «iconografía de anacronismos y discontinuidades». En cualquiera de los paneles que podemos ahora estudiar a través de las fotografías encontramos, en efecto, imágenes irreductibles a cualquier «linealidad», ya sea cronológica o espacial, y aquí reside el núcleo crucial del pensamiento warburgiano: su objetivo de una historia del arte sin «influencias» o «progresos», es decir, sin tiempo, cuyos elementos fueran capaces de coexistir en un estado de latencia atemporal y aespacial. No puede sorprendernos que sus discípulos buscasen una simplificación y una reducción mecánica del mismo, aun a costa de traicionar su espíritu.
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