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El «ars magna» de Joan Perucho

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Marzo de 2001. Declina la tarde a pocas horas de la primavera en el quinto piso de la avenida República de Argentina. Joan Perucho se deja caer en su sillón de terciopelo rojo y no disimula un dejo de tristeza. La cantidad de títulos publicados en los últimos meses debería desmentir su visión aciaga del mundo actual. Acaba de reeditar en castellano El barón y las bestias del infierno , el poemario Les fronteres de l'espaii del temps y la «nouvelle» Carmina y la gnosis angélica . Pero el escritor suspira y declara tajante: «La literatura ha dejado de interesarme; con ochenta años, mi ciclo ya se ha cumplido». Su visión de la sociedad actual esboza un libro del desasosiego. «Me preocupa cómo se está organizando el mundo. Ver cómo lo más querido está condenado por los errores humanos… Ya lo advirtió Ortega en La rebelión de las masas: desaparece la elegancia, las relaciones se hacen toscas… flota lo más sórdido de la sociedad».

Habla el escritor, pero también las paredes y los techos de la sala de estar. En las estanterías, los libros que germinaron en su memoria tantos universos. Entre los diez mil volúmenes –tiene otros veinte mil en la casona familiar de Albinyana– entresaca el Ars magna de Llull… A su vera, como testigos mudos de un progreso que no fue, yergue sus lomos la Encyclopédie de Diderot y D'Alembert… El Perucho de 2001, hacedor de vampiros, alquimias y botánicas, escribiendo su particular cahier de doléances junto al muro optimista del enciclopedismo que postuló una humanidad benéfica: «Vivimos abocados al hedonismo: nadie se esfuerza por nada. Un poema es grande si nace del dolor…».

Su pasión bibliófila se remonta a la juventud, cuando compraba libros con las veinticinco pesetas que le daba su padre. De la actualidad editorial no le interesa nada: «Hoy sólo se valora lo más vendido, autores que duran a lo sumo un par de semanas. En cambio, pides un libro de Junoy o Riba y el dependiente no sabe no contesta… ¿Quién se acuerda de Adriano del Valle, de Álvaro Cunqueiro? ¿Les olvidan por sus ideas políticas?». Fija su mirada en una primera edición de la Commedia. La señala: «Cuando leo a Dante no me preocupa si era güelfo o gibelino…».

Entre las estanterías, rostros familiares nos contemplan: el simbólico Cirlot, Picasso, un óleo del Tàpies joven, el mágico Calsina con sus ciudadanos aerostáticos entre chimeneas industriales… Preside la comitiva el ceño fruncido de Eugeni d'Ors. Xènius, el protector de la angeología. Perucho atribuye al padre de «la bien plantada» su fe en el Ángel Custodio. Llull ya escribió sobre los ángeles en Félix o el espíritu de las maravillas : «Siempre he creído que un ángel me aconsejaba sobre lo que tenía que hacer…», musita. Ahora la conversación se remonta a los tiempos del semanario Destino . Perucho ejerce la crítica de arte. Acaba de viajar a París y el editor Vergès pretende que se pague el viaje de su bolsillo: «Estuve a punto de mandarlo a hacer puñetas, pero el Ángel Custodio me contuvo… Poco tiempo después, Joan Teixidor publicó en la revista la primera de mis obras narrativas y así comenzó mi carrera de escritor». Mira el retrato de D'Ors y subraya la influencia que tuvo en su vida: «Él me animó a que me presentara a las oposiciones de juez. Eso me permitía trabajar por las mañanas y escribir por las tardes».

Otro instante áureo que gusta de relatar es su visita a la tumba de Poe en el cementerio de Baltimore. Una hoja otoñal, acompasada por el viento de la tarde, cae sobre su frente mientras observa la lápida del arquitecto de la casa Usher. Lo que para Newton sería una simple manifestación de la ley de gravedad, para el escritor barcelonés atesora los signos de una epifanía. Enmarcada, la hoja parda sigue velando sus trabajos y días.

Sobre la mesa reposa Carmina y lagnosis angélica. Nos cuenta que una mañana de domingo fue a la iglesia de Pompeya y vio una chica muy elegante y hermosa que le inspiró un artículo que derivó en libro sobre el nacimiento del amor por su esposa y las afinidades electivas que compartieron. Una cruz, en el rincón de la estancia, delata momentos aciagos, como la muerte de su segundo hijo a los quince días de nacer. «Lo bauticé con agua de la bañera y descolgué esa cruz de la habitación de la clínica para ponerla junto al lecho». Al abandonar la clínica se llevó consigo ese exvoto de la tristeza. Se la incluyeron en la factura.

Perucho es muchas cosas: juez, gastrónomo, narrador, crítico de arte, pero sobre todo poeta. Y poeta fue del 47 al 56, hasta que cuentos y novelas relegaron los versos, que no retornarían hasta el 83. El poeta, se decía, había sido superado por el prosista de prodigios. «Hubo un momento en que me ruborizaba el desdén de la gente hacia los que escribían poemas. Llegué a creer que la poesía era algo caduco, un pozo sin fondo, pero la trasvasé a mi prosa». Perucho no se cansa de citar a sus poetas de cabecera: Hölderlin, Sánchez Juan, Valéry, Sánchez Mazas… «Y es que la poesía es la revelación del mundo. El poeta posee la verdad revelada, ¡no la intelectiva! Por eso a veces no le entendemos. Algunos versos no nacen para ser comprendidos en este momento, pero de aquí a veinticinco años pueden cambiar la vida de una persona.»

Recordamos la fría noche de noviembre cuando en las salas góticas de la Biblioteca de Cataluña se le rindió homenaje con ocasión de la Antología poética que publicó Igitur. Un Perucho octogenario reencontraba a los amigos: Pere Gimferrer, Antonio Vilanova, Enrique Badosa, Carlos Pujol… Las salas góticas repletas de volúmenes resultaban idóneas para el creador de las andanzas del caballero Kosmas. Gimferrer elogió esa manera personal de entender la Literatura que la convierte en un divertimento. Evocó las veladas en casa de Perucho cuando fundaron la «Academia de los Ficticios». Carlos Pujol recordó la impresión que le produjo la lectura de El médium y Las historias naturales : «Me dio la sensación de que el autor de aquellos libros era alguien inexistente». El Perucho escritor comenzó a existir en la guerra civil: en su macuto de soldado de la «quinta del biberón» portaba el libro Presència de Catalunya ; bajo su advocación comenzó a pergeñar poemas: «Lo que más he deseado en mi vida es ser poeta», confiesa.

El 29 de noviembre de 2002, recibía el Premio Nacional de las Letras Españolas. Nos volvemos a encontrar en su casa una mañana clara y fría de febrero de 2003. La cirrosis hepática que le aqueja acentúa en su rostro más enjuto el rictus del pesimismo. Nos cuenta que, tras ser distinguido con el galardón, recibió un telegrama de la ministra Pilar del Castillo y, poco después, otro del presidente Aznar. Incluido en el canon catalán por Harold Bloom junto a Foix, Rodoreda y Espriu, Perucho sigue excluido del Premi d'Honor de les Lletres Catalanes. «Tampoco se lo dieron a Pla o Carner…», apostilla con tristeza. Surge el nombre de Riba: «Él me animó a escribir en catalán, él y ver en la Universidad aquellas pintadas de si eres español habla español… Ofendido, me puse a escribir en catalán para ver ahora cómo desde la Generalitat se margina a la literatura en la educación secundaria. ¿Es que me he sacrificado para nada?».

Arrellanado en el ajado sillón de terciopelo rojo, el Perucho de 82 años combate con momentos decisivos los embates de la amnesia senil. Con las gafas en la mano, terno príncipe de gales y pajarita, evoca cuando a los cinco años sus padres lo enviaron a las Hermanas Francesas y una monja le hizo aprenderse el primer verso de su vida; o el Instituto Salmerón, en el que el profesor Nicol le presentó a García Lorca: «Vestía una camisa de color naranja y una corbata muy vistosa». La sonrisa rompe la habitual pesadumbre. Se mesa los cabellos: «Me recitó el poema del lagarto y la lagarta con delantalitos blancos…». Metido en conversación, el escritor gesticula y se pasa la mano por la frente en un gesto de asombro que le rejuvenece. Han reeditado su primera prosa poética, Diana i la mar morta , un libro inencontrable. Perucho no duda en calificarlo como el mejor de cuantos ha escrito porque refleja su tránsito de la poesía a la narrativa.

Todavía hubo un tercer encuentro. Los rumores sobre el agravamiento de su estado nos llevan hasta su casa el 9 de julio de 2003. Hace veinticuatro horas que La Vanguardia ha publicado un editorial sombrío: Perucho se despide de los lectores que le siguieron durante cuatro décadas como articulista. Se confiesa enfermo y deprimido. Incapaz de retener las palabras, ya no puede leer libros: «ni siquiera me apetece ya acariciarlos».

Nos recibe vestido de blanco, pero sus premoniciones son negras. Rodeado de sus tesoros bibliográficos, el escritor reta al hastío y la enfermedad que lleva al acabamiento. Por un momento se aferra a los lomos de algún libro, pero no consigue remontar la depresión que lo hunde de nuevo en el sofá. «Así me paso las tardes… acaricio la gata mientras espero la muerte». Dirige la mirada a la Oración por los caídos de Sánchez Mazas que cuelga frente a él en la pared: su madre lo recortó y enmarcó el poema… Nos dice que es un escritor magnífico, el autor de Rosa Krüger, «una de las mejores novelas que he leído…». Su antología poética se va haciendo más reducida: repite una y otra vez un verso de Sebastián Sánchez-Juan: «Doneu-me joia per morir». Llegó, al final, la muerte, y el escritor no la consideró una intrusa. Sigiloso, se fue como sus criaturas de la noche.

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