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El alcohol, de nuevo

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Leo un trabajo de Augusto Supervía y otros en la Revista de Toxicología sobre las intoxicaciones registradas en el Hospital Universitario de Sabadell y de nuevo salta la liebre del alcohol como protagonista indiscutible de este tipo de situaciones extremas. Los autores comparan dos períodos anuales y en ambos el alcohol como agente causal representa en torno al 56-66% de los casos, muy por encima de las proporciones debidas a drogas de abuso y a fármacos. Además, es interesante resaltar que una mayoría de las intoxicaciones se producen en un contexto recreativo, siendo menor la proporción de aquéllas con intención suicida y bastante menor las accidentales. Sin embargo, lo que se ve en un servicio de urgencias no es ni mucho menos el verdadero impacto de este componente alimentario, ya que la mayoría de los efectos del abuso alcohólico a medio y largo plazo acaban mostrándose en la ocupación de camas hospitalarias y de plazas en los tanatorios.

No hay que rondar la intoxicación aguda para que se produzcan efectos devastadores a medio y largo plazo. Sobre este asunto he escrito en diversas ocasiones y ahora, que están tramitándose cambios en las leyes de circulación que incluyen el control de alcoholemia a los peatones, no está de más que resuma aquí algunos hechos esenciales respecto a esta droga.

En cantidades muy moderadas, el alcohol etílico (etanol, CH3CH2OH) puede estimular el apetito, amenizar las comidas e incluso, según estudios bien fundados, proteger moderadamente frente a la arteriosclerosis y la enfermedad coronaria. Sin embargo, por encima del equivalente a unos dos vasos de vino al día, tiene multitud de efectos indeseables a corto y largo plazo.

Es a partir del invento de la agricultura y de la implantación de la vida sedentaria cuando parece que se impone la fermentación como industria artesanal basada en los carbohidratos de las principales cosechas. Algunos de los códigos legales más antiguos que se conocen se refieren a la regulación de las tabernas babilónicas hace casi cuatro milenios. En la actualidad, una buena parte de nuestra actividad agrícola se justifica por la producción de bebidas alcohólicas y una fracción no desdeñable de nuestros gastos sanitarios son consecuencia directa de su consumo por encima de lo saludable.

Parece existir una necesidad cultural o percibida de alcohol (como de otras drogas) en muchas sociedades, a juzgar por el fracaso repetido de las medidas que se han ensayado para eliminar o limitar su uso. Ni la prohibición legal en Estados Unidos ni los altos impuestos en Suecia han sido eficaces. En Francia e Italia –que hace cuarenta años estaban a la cabeza del consumo mundial per cápita, con 23 litros/año y 15 litros/año, respectivamente– se ha logrado disminuir algo dicho consumo, pero en España, donde entonces se consumía en torno a los 12,5 litros/año, están experimentándose aumentos alarmantes, especialmente entre la juventud.

Hay marcadas diferencias individuales en estas respuestas, que dependen de factores socioambientales y genéticos. Según aumenta el contenido en alcohol de la sangre, los efectos sobre la función mental se hacen más notorios, tanto en sus manifestaciones eufóricas como en las depresivas. Factores personales, sociales y ambientales condicionan el curso de la respuesta a dicha sustancia. Lo que en buena compañía puede conducir a una euforia y una excitación más o menos placenteras, lleva en otras circunstancias –o a otras personalidades– a agudizar las sensaciones de soledad y de depresión.

Entre los efectos inmediatos del consumo de alcohol está una súbita sensación de calor provocada por un aumento del ritmo cardíaco y por una vasodilatación periférica. Esta falsa sensación lleva en ocasiones a que el individuo se despoje de la ropa, lo que en entornos muy fríos puede resultar en una brusca pérdida del calor corporal de consecuencias fatales. Un aspecto socialmente peligroso del consumo elevado de alcohol consiste en que genera con frecuencia una sensación de aumento de la capacidad mental y física, cuando en la realidad está produciéndose justo lo contrario. Es decir, se acentúa la propensión al comportamiento imprudente, lo que se suma a la mayor probabilidad de incurrir en accidentes derivada de la disminución de la habilidad motora. A igual nivel de alcohol en sangre, esta conjunción de factores de riesgo parece tener peores consecuencias en los bebedores ocasionales, los jóvenes y los ancianos.

Una ingestión muy elevada de alcohol tiene efectos fisiológicos bien definidos, entre los que se incluye la disminución de la tensión arterial y de la temperatura corporal, la somnolencia, el coma y, eventualmente, la muerte, ya sea por insuficiencia respiratoria o por inhalación de vómito. El consumo excesivo de bebidas alcohólicas de alta graduación sin acompañamiento de otras bebidas acuosas provoca deshidratación porque afecta a la regulación osmótica que ejerce el riñón. Por otra parte, existen diferencias individuales en la respuesta al consumo alcohólico moderado, y buena parte de estas diferencias tienen una base genética.

El abuso ocasional no tiene más consecuencias que el malestar que suele causar al día siguiente, vulgarmente conocido como resaca. Ésta no se debe tanto al alcohol etílico y sus productos de transformación como a otros alcoholes distintos del etílico y  otras sustancias que se encuentran en proporciones variables en las diferentes bebidas. Así, cuando se suministra una vez por semana el mismo exceso de alcohol a voluntarios de buena salud, el malestar producido resulta decreciente según el siguiente orden: brandy, vino tinto, ron, whisky, vino blanco, ginebra, vodka, alcohol puro. El malestar causado por los dos últimos apenas se reduce a una cierta sensación de cansancio y de sed. Por supuesto, el alcohol metílico (metanol, CH3OH) debe estar ausente de las bebidas alcohólicas por ser muy tóxico. La alcohol deshidrogenasa lo transforma en aldehido metílico (formaldehido), sustancia que se acumula lo suficiente para dañar el sistema nervioso e incluso provocar la ceguera.

Los bebedores adictos incurren en un mayor riesgo que otras personas de desarrollar las siguientes enfermedades: cirrosis hepática, neuropatía periférica, encefalopatía, cardiomiopatía y pancreatitis, así como cáncer de esófago o de estómago. Algunos alcohólicos se adaptan inicialmente al consumo excesivo mediante un metabolismo más activo del alcohol y no muestran claros signos de intoxicación, aunque no aparezcan completamente sobrios. Sólo al cabo del tiempo se presentan claros síntomas patológicos.

No todas las consecuencias enumeradas son directas sino que pueden deberse, al menos en parte, a las perturbaciones y carencias que el consumo de alcohol introduce en la dieta. Cuando una persona adicta al alcohol se ve privada de él –cuando su nivel en sangre se aproxima a cero, en unos dos días– se produce el síndrome conocido como delirium tremens. Este consiste en el padecimiento de temblor, manía y alucinación y puede preceder de forma inmediata a la muerte.

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Ficha técnica

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